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CINEMA DE PERRA GORDA

THE CROWD ROARS (1937, Richard Thorpe) El gong de la victoria

THE CROWD ROARS (1937, Richard Thorpe) El gong de la victoria

Cuando la Warner Bros estaba ya por completo fogueada en títulos más o menos convincente, más o menos perdurables, relacionados con colectivos juveniles imbricados en contextos ligados a ambientes turbios, y destinados al lucimiento de sus estrellas –Garfield, Cagney, etc-, al tiempo que ofrecer a los espectadores productos de rodaje rápido, solvencia profesional y consumo masivo, es evidente que se trataba de una fórmula atractiva. Por ello, la Metro Goldwyn Meyer no dudó en imitarla, implicando en ello a sus estrellas más adecuadas a primera instancia para tal comercialización. Entre ellas, no dudaron en explotar la imagen de un juvenil Robert Taylor, a quien convirtieron en rebelde universitario en  A YANK AT OXFORD (Un yanki en Oxford, 1938. Jack Conway) o, como en el título que comentamos, fulgurante estrella del boxeo de orígenes humildes en THE CROWD ROARS (El gong de la victoria, 1938), filmada por uno de los más característicos destajistas del estudio; Richard Thorpe. Ya de entrada, si comparamos su resultado con los mostrados por tantos exponentes ofrecidos por la Warner, muy pronto percibiremos una mayor carga de almibaramiento y mengua en esa sensación de veracidad que mostraban sus títulos. Y es que aunque se agradezca un sentido de lo directo por otro lado poco habitual en la línea del estudio más conservador del estudio, ese inicio dentro de un coro parroquial –que por otro lado nos brindará un divertido guiño final con el adulto protagonista cuando va a contraer matrimonio-, abrirá un capítulo en donde ese dramatismo moralizante caracterizará los primeros minutos del film de Thorpe. Ahí es nada la presencia de un niño con habilidades canoras, hijo de padres de humilde condición, en donde el padre –el gran Frank Morgan, que siempre me ha parecido tan sorprendente en su parecido con Mariano Rajoy- se caracterizará por su holgazanería y constante adicción al alcohol.

En una de las actuaciones que le promoverá su padre –sin que la madre se entere, dentro de unos combates entre niños-, el muchacho peleará de manera improvisada, ganando el combate y poniéndose en contacto con el campeón de boxeo Johnny Martin (Wiliam Gargan). Este verá en el pequeño aptitudes y le brindará acudir a sus combates como atracción, cometido al que accederá junto a su padre, dejando a la madre en su hogar. El tiempo pasa y el muchacho se convertirá en un joven, apuesto y valiente púgil –McCoy (Robert Taylor)-, a quien una oportuna elipsis nos lo mostrará realizando ya combates, hasta ganarse un relativo prestigio, y acercándose mediante a la adicción de su padre a las apuestas, al entorno del capo de apuestas Jim Cain (Edward Arnold). Este, inicialmente deseoso de cobrar los seiscientos dólares que el padre de McCoy le debe, intuirá en este unas posibilidades futuras de negocio, ofreciéndole un contrato.

La previsible anécdota argumental nos llevará a una serie de contrariedades en el heroico protagonista, viviendo en carne propia la muerte accidental en un combate de su oponente, el que fuera su maestro Johnny Martin, el descrédito posterior, su inútil busca de un nuevo trabajo, lo que le hará recaer en el entorno de Caín, con quien negociará un nuevo contrato que le permita obtener los suficientes recursos para dejar el boxeo –incluyendo en ello un porcentaje para la viuda e hija de Martin-. La peripecia del púgil se completará con el encuentro con una joven muchacha –Sheila (Maureen O’Sullivan)-, que la casualidad mostrará como la hija de Cain, enamorándose de ella pese a que en un momento determinado el padre –que nunca ha querido que ella conozca sus negocios poco recomendables-, descubra la relación existente. Junto a ello un socio y al mismo tiempo rival de Cain descubrirá el montaje mantenido en torno a la figura de McCoy, secuestrando sus hombres al padre del púgil y su novia Sheila, con la intención de que efectúe ese último combate dejándose perder en el octavo salto, y dejando al gangster ganador una cuantiosa fortuna en apuestas.

¿Les parece que adquiere dicho enunciado el más mínimo atisbo de originalidad? Ni siquiera en el momento de su estreno dicho argumento aparecía como novedoso, puesto que ya el cine silente nos la había trasladado a la imagen con mayor grado de pertinencia, e incluso no pocos de los ya citados referentes de la Warner, ofrecían un mayor grado de convicción. Es más, incluso el protagonismo ofrecido a Robert Taylor carece de la necesaria credibilidad –las secuencias de combate en algunos momentos le fuerzan a una gesticulación casi ridícula-, por más que el producto quede por entero a su servicio, puesto que su propio look físico lo hace escasamente creíble para encarnar a un púgil –cuando bondades y limitaciones aparte, en Taylor siempre se dirimió un galán romántico- ¿Qué es lo que, pese a todo, impide que THE CROWD ROARS aparezca como un título absolutamente olvidable –aunque se encuentre cercano a ello-?. De entrada, su mayor valor se encuentra en el sentido del ritmo que transmite su metraje –en buena medida debido a la labor de montaje de Conrad A. Nervig, quien no dudará en incorporar elementos heredados del cine mudo –al igual que lo realizaran con mayor fuerza expresiva en los productos emanados por la Warner-. Ello proporcionará ligereza y ritmo a un relato insustancial que por otro lado se contempla sin grandes cortapisas, en el que destacaremos la aportación de secundarios como William Arnold o Lionel Stander, junto a una juvenil Jane Wyman haciendo de joven alocada en busca de amor, y en el que ocasionalmente Richard Thorpe apunta detalles de cierta sensibilidad. Son destellos de lo que este film podría haber proporcionado –habiendo dejado de lado sus enormes convencionalismos-. Me refiero con ello al recurso de la pelota que de pequeño Martin le entregó a McCoy para que entrenara su puño derecho, o al instante en el que el padre leerá la carta en la que el párroco le comunica la muerte de su esposa, pidiendo para él el perdón divino. Pero, por encima de todo, destaca sin duda una secuencia magnífica, que vale por toda la película. Me refiero al encuentro entre McCay y Martin, instantes antes del encuentro que va a enfrentarlos a ambos. Este último, con un marcado rostro de derrota, de manera sutil y dolorosa, le confirmará aquello que tanto su antiguo alumno como los propios espectadores intuirán. Que no se encuentra en buena forma, y ha tenido que retornar al ring obligado por una acuciante carencia económica al haberse casado y tener una hija. La modulación y el tempo de la secuencia, el peso de la mirada de Martin (magnífico el intérprete), no solo trasladan al relato el sabor de la amistad, sino las propiedades de un cine sensitivo que, preciso es reconocerlo, se ausentaran por completo en el resto del retraje, por más que instantes después la tragedia aparezca en el mismo.

Ligera y escasamente perdurable, THE CROWD ROARS es un exponente predecible del cine escapista propuesto por Hollywood a finales de los años treinta.

Calificación: 1’5

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