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CINEMA DE PERRA GORDA

André De Toth

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXII) DIRECTED BY... André De Toth

A 22 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXII) DIRECTED BY... André De Toth

El realizador húngaro André De Toh (izquierda), junto al mítico actor Gary Cooper.

 

ANDRÉ DE TOTH... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(13 títulos comentados)

CRIME WAVE (1954, André De Toth) Ola de crímenes

CRIME WAVE (1954, André De Toth) Ola de crímenes

Como sucedía con buena parte del cine inscrito dentro de los parámetros de la serie B, hay dos formas de apreciar CRIME WAVE (Ola de crímenes, 1954. André De Toth). Una de ellas sería la asumida por los espectadores de la época. Es decir, contemplarla como un sencillo y al mismo tiempo tenso policíaco, desarrollado en una clara unidad de acción, que describía además una historia con pocas agarraderas y elementos complacientes, ni siquiera para los seguidores del género. Pero hay otra lectura, seguro que mucho más cercana a los intereses de su veterano realizador, que ya en ocasiones precedentes –y no hay que remontarse para ello más que a PITFALL (1948)-, había demostrado su mirada disolvente en torno a esa nueva sociedad que iba consolidándose en la Norteamérica enclavada en los ecos ya tardíos de la II Guerra Mundial, la vivencia del maccarthysmo y un marco de progreso en el que deseaban insertarse esas jóvenes familias que iban formándose en dicho contexto. No cabe duda que De Toth tenía muy presentes dichas consideraciones –como tantos otros cineastas europeos integrados en el cine de Hollywood-, a la hora de plantear este título de bajo presupuesto, rodado en apenas catorce días, en donde renunció de antemano a contar en el reparto con Humphrey Bogart y Ava Gardner. Atinado criterio para lo que, en definitiva, se erige como el retrato de un extraño triángulo, en el que se expresa la lucha de sus tres principales personajes, por integrarse en el sendero de estabilidad que marcaban los cánones de un contexto social tan sereno en su apariencia, como convulso en su fuero interno.

CRIME WAVE cuenta el intento desesperado del reformado ex convicto Steve Lacey (Gene Nelson), por poder vivir una segunda oportunidad quebrada por su pasada actuación al margen de la ley. Una intención en la que tendrá una aliada casi obsesiva en la figura de su esposa Ellen (Phyllis Kirk) y que, por contra, asumirá un poderoso opositor en la actuación del arrogante teniente Sims (Sterling Hayden). La acción tendrá su inicio en plena noche de Los Angeles, con el asalto de una gasolinera por parte de tres fugados de la prisión de San Quintín. En el suceso será asesinado un policía, encargándose Sims de las investigaciones. Este, con tanta astucia a la hora de asumir los gajes de su oficio como amargura interior, mostrará una personalidad que oculta un enorme grado de frustración, y pronto descubrirá los indicios que le permitan conocer la identidad de los asaltantes –con un botín de apenas ciento cuarenta dólares-, en el seno del grupo de convictos. A partir de ese momento, estrechará su cerco en el joven Lacey, que trabaja como mecánico de aviones, pero a cuya juventud acompaña un carácter débil, incentivado además por la certeza de que, tarde o temprano, sus antiguos compañeros de tareas delictivas iban a volver a encontrarse con él, a modo de inevitable fatum. Es a partir de dicha situación, cuando la actuación de Sims lo convertirá en un curioso precedente del Quinlan wellesiano, no dudando en utilizar malas artes, e incluso jugar con la seguridad de los personajes que rodean dicho contexto –entre ellos, el joven matrimonio protagonista-, para lograr con ello sus objetivos de detener a los responsables del asalto, que tienen previsto efectuar un golpe más ambicioso, huyendo tras él de las fronteras estadounidenses.

En realidad, la película de De Toth interesa no por lo que cuenta –una historia competente, deliberadamente vulgar, del género-, sino la manera con la que a través de la misma traza una mirada desasosegadora y nada complaciente del contexto en el que se inserta la misma. Una visión en la que habrá que destacar en primer lugar su unidad de acción. Esta se desarrolla en pocos días, pero su singular resolución -la detención de tres días de Steve se formula de forma elíptica-  le permite parecer descrita en una sola noche. Junto a ello, el director encuentra un aliado de excepción en el operador de fotografía Bert Glennon, que brinda a sus imágenes una textura oscura y sombría, casi pesadillesca, que tendrá su principal foco vector en la agresiva manera con la que ilumina el despacho del teniente Sims –estoy seguro que la manera en la que se proyecta la figura del excelente Hayden en estas secuencias y la configuración general de su personaje, influyeron de manera consciente su elección para protagonizar el posterior THE KILLING (Atraco perfecto, 1956) de Kubrick-. Esa elección premeditada es la que, por encima de otras consideraciones, proporciona a CRIME WAVE su definitiva personalidad, incluso dentro de su filmografía, pero al mismo tiempo marca la voluntad del realizador de transgredir los marcos genéricos en que se inserta, trasladando una ficción que sirve para expresar una situación límite en sus personajes –tal y como sucedería en la posterior y excelente THE DAY OF THE OUTLAW (1959), una de las cimas de su obra-. De Toth demostró de nuevo su pericia en la descripción psicológica de sus personajes, que son expuestos en la película con mano casi maestra. Es algo que ratificará la angustia que preside el personaje del débil Steve –impecable la elección del inexpresivo Nelson para ofrecer el retrato de un personaje pasivo y superado por su pasado-, cuando en plena noche recibe esas llamadas telefónicas que sabe a ciencia cierta proceden de sus antiguos compañeros de fechorías. Será una pericia que también trasladará al retrato de su esposa –estupenda Phyllis Kirk-, a quien definirá como una mujer calculadora y absorbente, bajo su perfil de perfecta esposa norteamericana –sus miradas y actitudes cuando su esposo es utilizado por policías y compañeros delincuentes, son reveladoras a este respecto-. Esa capacidad tendrá su máxima expresión en la composición, entre lo brutal y lo casi existencial, que Sterling Hayden compone de ese policía, quien bajo su aparente búsqueda de la justicia esconde la frustración por no haber tenido otro recorrido vital –es revelador a este respecto ese gesto final en el que, por un momento, renunciará a portar un mondadientes en su boca, disponiéndose a fumar un cigarrillo que pronto advertirá está roto, volviendo al instante a retomar una costumbre que le acompañará siempre-.

Sórdida y angustiosa por momentos, desprovista del más mínimo glamour en su trazado, inclinada a una narrativa áspera –la presencia de leves contrapicados en su desarrollo-, destacada en esa visión que ofrece de una cotidianeidad urbana de la que sabe extraer su visión sombría y menos complaciente, CRIME WAVE ofrece un compendio de lugares y situaciones, reveladoras de las intenciones de De Toth, a la hora de hora de mostrar ese grito desesperado de sus dos protagonistas masculinos –Lacey y Sims, opuestos en sus personalidades-, por luchar contra el papel que el destino ha brindado para ellos. Procedente de una historia en la que intervino como guionista el siempre reivindicable Crane Wilbur, provista de una sólida galería de secundarios –Ted de Corsia, un juvenil Charles Bronson-, me quedo sin embargo con la figura y el tratamiento que en el film adquiere Otto Hessler (un memorable Jay Novello). Se trata de un médico venido a menos, ayudante en el pasado de estos criminales, y de alguna manera consciente de que su andadura por el mundo se encuentra en su tramo final. Será uno de los “cebos” que utilizará Sims después de haber ayudado al herido en el asalto inicial. En el encuentro que el policía mantendrá con el doctor –quizá la única secuencia en la que la película muestra cierta comprensión, en torno a la figura de este hombre acabado-, Hessler se negará a delatar a ninguno de los delincuentes –“no invito a señuelos”-, confesando con lucidez el lugar a que ha quedado relegado en la vida –“dormir” a perros que acompañaron a familias acomodadas-.

Oscura como pocas, desoladora en su visión de esa oscura mirada de la cotidianeidad urbana, CRIME WAVE es una prueba más de la madurez y conocimiento de la ambivalencia latente en el ser humano, que caracterizó el cine de André De Toth. Por eso, aún concluyendo el relato de forma positiva para el matrimonio protagonista –inserto además en un liberador amanecer-, no cuesta pensar que la tensa situación vivida va a suponer un punto de inflexión en su futuro sin recurrir a conclusiones moralistas.

Calificación: 3

MAN ON A STRING (1960, André De Toth) Pendiente de un hilo

MAN ON A STRING (1960, André De Toth) Pendiente de un hilo

No cabe duda, que el paso de los años o las décadas –sobre todo las segundas- permiten que se vayan afilando y marcando criterios más válidos, a la hora de enjuiciar elementos de cualquier obra cinematográfica en función de sus valores fílmicos, independientemente del contenido ideológico que emane de su propuesta. No vamos a evocar ejemplos como denostar un título tan fundamental como THE BIRD OF A NATION (El nacimiento de la nación, 1915. David W. Griffith), a partir de su ingenuo pero evidente racismo, por que mucho tiempo después, uno ha tenido ocasión de contemplar criticas que destrozaban la excepcional THE SEARCHERS (Centauros del desierto, 1956. John Ford) al aplicarle similar sesgo. En unos tiempos como los actuales, donde jóvenes e indocumentadas generaciones confunden lo “políticamente correcto” con una nueva suerte de pensamiento único, es hasta cierto punto comprensible, que títulos como MAN ON A STRING (Pendiente de un hilo, 1960. André De Toth) aparezcan como corpúsculos molestos. Es más, pese a la justa rehabilitación que en los últimos tiempos, va adquiriendo la obra del cineasta húngaro, lo cierto es que ello no ha servido para ofrecer la más mínima referencia, de esta obra puente entre el final de su aportación hollywoodiense, y su incorporación en las superproducciones historicistas rodadas en Italia. En cierto modo, su propia condición de título inencontrable, ha facilitado dicha circunstancia, en detrimento de un análisis lo suficientemente desprejuiciado, para determinar finalmente que nos encontramos no solo con bastante más que un simplista panfleto anticomunista. Por el contrario, MAN ON A STRING no solo emerge como un relato terso y oscuro, en la mejor línea de los policíacos ya planteados por el cineasta con anterioridad, sino que en su desarrollo aparecen elementos que serían prolongados por populares exponentes del cine de espionaje, muy populares en el devenir de la década de los sesenta.

Un tren discurre por pronunciados parajes montañosos suizos, contemplando como dos hombres tiran por un barrando a un tercero. Percutante inicio -¿al que podría recurrir Stanley Donen en su mítica CHARADE (Chararda, 1963)?-, como inquietante progenérico, que irá sucedido de una didactica voz en off que nos acompañará –a mi juicio de manera ajustada- al ulterior discurrir de la película. Y es que una de las singularidades del film de De Toth, reside en el hecho de ser una de las últimas producciones del mítico Louis de Rochemont (1899 – 1978), conocido especialmente por inclinarse en la década de los cuarenta, por un estilo marcadamente documental, en la apuesta por el cine policíaco que aportó la 20th Century Fox, dirigida por cineastas como Henry Hathaway. Esa misma fórmula la prolongó en esta ocasión, en un extraño y estimulante maridaje con las formas narrativas del cineasta húngaro, confluyendo en un conjunto sombrío y desasosegador, que al mismo tiempo permite que contenido y forma difieran notablemente sus objetivos, aplicándose por ello en sus costuras hacia una visión desencantada de un mundo en el que, en realidad, no hay razones para el optimismo, y convenga recelar, se venga del mundo capitalista o del comunista. El film de De Toth parte en apariencia, como condición de un relato destinado a ensalzar las tareas de los agentes de la CIA, al objeto de combatir el avance del comunismo en territorio norteamericano. Tal delirante premisa, quedará focalizada en el intento de lograr la colaboración del productor cinematográfico de origen ruso Boris Mitrov (Ernest Borgnine). Por parte de la agencia americana, pronto sabremos que tienen controlada tanto la ascendencia de Mitrov –que ha logrado atraer a su anciano padre desde la Unión Soviética-, como al avieso agregado de la embajada rusa –Kubelov (Alexander Scourby)- sin olvidar al poco recomendable matrimonio Benson. Interceptado por dos agentes americanos, Mitrov aceptará ejercer como agente doble, viajando hasta Berlin con la aparente intención de rodar unos documentales. Para ello contará con la ayuda de su fiel aliado en la productora –y también agente americano- Robert Avery (Kerwin Matthews). Una vez en la capital alemana, comprobará las tensiones existentes en una zona fronteriza con el mundo comunista, siendo captado por el gobierno soviético para servir de soporte a sus nuevos planes, para de alguna manera, invadir y manipular la sociedad norteamericana. En un momento determinado, el propio Avery le planteará la voluntariedad que viajar o no a Moscú, atendiendo la llamada del gobierno ruso, sabiendo que allí va a estar solo y sin protección, a merced de sus propios recursos.

¿Podría pensar alguien, que un cineasta que había filmado uno de los más admirables films antinazis –NONE SHALL ESCAPE (1944)- o que por lo general siempre aportó a su cine elementos y visiones sorprendentes y disolventes, iba a caer en la trampa de ofrecer un relato complaciente con las supuestas virtudes morales de la sociedad norteamericana? Tal y como lo pudiera poner en practica en aquellos años el propio Samuel Fuller –tanto tiempo cuestionado como anticomunista-, De Toth sabe utilizar la base dramática de MAN ON A STRING, para conformar un conjunto nada complaciente, que a mi modo de ver, habla sobre todo de la deshumanización de un mundo en el que, ante todo, el ser humano no cuenta. En el que –mucho tiempo antes de la presencia de las redes sociales-, no hay lugar para el individualismo y el comportamiento libre. Con la misma mirada que Fritz Lang ponía en práctica en la coetánea DIE 1000 AUGEN DES DR. MABUSE (Los crímenes del doctor Mabuse, 196o), André De Toth conforma un conjunto en el que junto a las intenciones imperialistas del comunismo –es aterrador el plan que pone en practica, de entrenar a ciudadanos rusos, para enseñarles la esencia norteamericana, trasladándonos a territorio estadounidense-, no queda mejor parado el frío determinismo del espionaje americano, que quedará representado con enorme precisión, con la fría personalidad de los dos agentes que acosarán a Mitrov –en especial el marmóreo Glenn Corbett, no por casualidad, también utilizado por Fuller en aquellos años-.

Esa deshumanización, y la presencia de un creciente suspense, en el que el peligro quedará planteado en ese hombre de noble condición, al que por sus circunstancias facilitarán, sea utilizado por unos y por otros, en un mundo convulso. De Toth no deja de aprovechar cualquier ocasión, para incidir en la creación de esa atmósfera opresiva, en la que se percibe una sensación total de falta de asideros y de nihilismo absoluto, independientemente del bando en el que se encuentre nuestro protagonista. MAN ON A STRING adelanta, por otra parte, diversos elementos que más adelante se harían populares en el cine de espías desarrollado en el ámbito de la guerra fría. Quizá sea pertinente recordar como años después, De Toth ejercería como productor en la más delirante andadura del detective Harry Palmer –BILLION DOLLAR BRAIN (Un cerebro de un billón de dólares, 1967. Ken Russell)-. Y es que nos encontramos con un relato de torvos personajes y encuadres rebuscados y fríos, que en no pocos instantes parecen preludiar la atmósfera de exponentes como IPCRESS (Idem, 1965. Sidney J. Furie). Unamos a ello la presencia de gadgets, como el encendedor-pistola de pastillas de cianuro, que al mismo tiempo aparecen como auténtico ensayo, de los muchos elementos que aparecerían en la serie Bond, que inauguraría su presencia apenas un par de años después.

En cualquier caso, y pese lo acomodaticio de su conclusión, hasta el punto de aparecer inverosímil, MAN ON A STRING aparece como un tenso relato de creciente intensidad, en el que me gustaría destacar la cercanía que brinda la visita del protagonista a Moscú, que es mostrada con tintes documentales –incluyendo las colas a la tumba de Lenin y Stalin- o, sobre todo, la angustia que destila el extenso episodio en el que Mitrov retronará a Berlin, burlando el acoso soviético, tras atender el telegrama enviado por Avery, en el que la palabra Cinerama aparecerá como proclama de emergencia. Y es curioso señalar, quizá como nada solapada alusión en torno a la paranoia maccarthysta, como la base argumental del film de De Toth, se inicia en el seno de un estudio cinematográfico.

Calificación: 3

MAN IN THE SADDLE (1951, André De Toth) Lucha a muerte

MAN IN THE SADDLE (1951, André De Toth) Lucha a muerte

Dentro de la tardía rehabilitación efectuada a diversos realizadores en su momento carentes de reconocimiento en su trayectoria, se encuentra la figura del húngaro André De Toth, que –lo reconozco- hasta hace poco años, consideraba un tanto sobredimensionada. Sin embargo, el ir accediendo de manera paulatina a no pocas muestras de su cine, han imbuido en mí el modificar mi criterio inicial, aceptando la justicia de la vindicación de la figura del artífice de HOUSE OF WAX (Los crímenes del museo de cera, 1953), precisamente uno de sus títulos más conocidos y al mismo tiempo sobrevalorados. De alguna manera, esto es lo que sucede con MAN IN THE SADDLE (Lucha a muerte, 1951), aunque disienta del anteriormente citado título protagonizado por Vincent Price, del hecho de su general consideración como un simple western de los que se realizaban por decenas en aquellos primeros años cincuenta. En este sentido, nos encontramos ante el primero de los cinco films del Oeste que De Toth rodó al servicio de la estrella del género Randolph Scott dentro del seno de la Columbia Pictures, antes de que este asumiera el último de sus jalones fílmicos al servicio de Budd Botetticher. Menos conocidos y valorados que aquellos, el paso del tiempo me ha permitido contemplar la practica totalidad de los mismos, y en todos destaca un general interés, aunque en ellos se aprecien lógicas fluctuaciones entre una y otra propuesta. Es en dicho terreno donde creo que MAN ON THE SADDLE no se encuentra a la altura de otros de dichos exponentes, como las posteriores LAST OF THE COMANCHES (El último comanche, 1953) y RIDING SHOTGUN (El vigilante de la diligencia, 1954), lo cual en modo alguno invalida su interés. Llegados a este punto cabría incidir en una ligera mirada sobre la vinculación de Scott en el seno del mencionado estudio que manejaba con mano tiránica Harry Cohn, y en la que también tuvieron su lugar nombres como el de Bruce Humberstone, con resultados finales dentro del ámbito del western nada desdeñables.

MAN ON THE SADDLE se inicia con una caravana de jinetes que acompañan al poderoso ganadero Bill (Alexander Knox). Con su algarabía, estos llegan al saloon y festejan la boda de Bill con Lora (Joan Leslie). Pero en el recinto hay alguien al que la noticia supondrá un duro golpe. Se trata de Owen Merritt (Randolph Scott). Merritt es un ganadero que mantiene un personal muy fiel, entre ellos los hermanos George (Cameron Mitchell) y Juke Vird (Richard Crane) y al que de alguna manera el recién convertido esposo desea combatir, intentando acercarse a las tierras comprando las existentes entremedia de las que son propiedad de ambos, y de la que es propietario un viejo amigo de Owen.

Pero lo cierto es que para el terrateniente –al que Alexander Knox proporciona un inquietante y al mismo tiempo elegante perfil-, por encima de una rivalidad material, se encuentra el deseo de alcanzar a Lena, que parece querer casarse con BVill movida por el interés de un autómata –nunca oculta que esta decisión obedece a intereses alejados del amor, pero al mismo tiempo sus impulsos para reunirse con quien realmente ama, son mitigados-. En esta lucha entre los hombres de Bill contra el entorno de Owen, se desarrollará con diversas luchas y asesinatos, destacando poderosamente la excelente pelea mantenida entre el ganadero y un hosco pistolero contratado por Bill. Esta se iniciará en una vieja cabaña en la montaña, y su fragor hará descender a los contendientes por la montaña, rodeando una cascada de agua. Y es que el marco de violencia que se expresa en la película, constituye uno de los rasgos más interesantes de la misma. Entre ellos no cabe omitir el duelo que se produce en un saloon completamente a oscuras, o la indigna muerte que Bill infringe a ese pistolero a quien anteriormente ha contratado, creyendo que este se encontraba hablando despectivamente de su esposa. Pero poco a poco se irá imponiendo una espiral de creciente violencia, en la que finalmente será el propio Bill quien reciba aquello que ha estado alentando a lo largo del metraje.

Ciertamente, en MAN ON THE SADDLE se aprecia un ritmo trepidante, especialmente en su segunda mitad, en la que las cabalgadas nocturnas y luchas aparecen llenas de ritmo y autenticidad. Y además Owen realmente demostrará su intención de abandonar su interés por Lana. En su lugar, aparecerá otra mujer que siempre lo ha amado en secreto, y que curiosamente era novia del pistolero que eliminara Bill. Se trata de Nan (Ellen Drew), que logrará proteger y ayudar a esconder a nuestro protagonista, hasta que en los minutos finales del film, dominados por una gran tormenta de arena, serán el inesperado marco para cerrar definitivamente –y de manera casual-, una pugna con la que la película llegará a su fin.

Será este un western combinado en sus buenos momentos y también en las convenciones marcadas por la apuesta del género mostrada por Randolph Scott en el seno de la Columbia, que una vez más describe rasgos característicos de esta larga colaboración, y permite también evaluar el mayor o menor nivel de inventiva narrativa puesto a fondo por De Toth en cuantas de estas cintas acometió. Se trata de una mirada en la que hace años, me mostraba renuente a contecer un crédito excesivo, pero de reconocer que el paso del tiempo me ha hecho modificar a una mirada mucho más positiva, por más que el título que comentamos no sea el mejor exponente para esta apuesta sincera por el ya veterano tuerto húngaro.

Calificación: 2’5

RIDING SHOTGUN (1954, André De Toth) [El vigilante de la diligecia]

RIDING SHOTGUN (1954, André De Toth) [El vigilante de la diligecia]

RIDING SHOTGUN (1954) –carente de estreno comercial en nuestro país y titulada EL VIGILANTE DE LA DILIGENCIA en su edición digital-, supone el cuarto de los cinco títulos que la estrella del western Randolph Scott filmó con el estupendo André De Toth, realizador en el que encontró una especial sintonía, ofreciendo en todos ellos un resultado no solo atractivo, sino fundamentalmente homogéneo. Es curioso señalar, a este respecto, como una de las estrellas más significativas del género –aunque nunca llegara al nivel icónico de John Wayne-, estructuró buena parte de su aportación al cine del Oeste, prodigándose en ciclos que a lo largo del tiempo se desarrollaron con cineastas tan dispares como Henry Hathaway en los años treinta, William A. Seiter, Edwin L. Marinm, Ray Enright o el citado De Toth, aunque en realidad su figura hoy día es recordada por la inclinación final que marcó con sus films crepusculares filmados por Budd Boetticher, culminando al igual que Joel McCrea su aportación al género –y casi al cine-, con ese notable cántico que proporcionó Sam Peckimpah con RIDE IN THE HIDE COUNTRY (Duelo en alta sierra, 1962).

Articulada dentro del seno de la Warner, y imbuido en una duración muy ajustada –en realidad se echa de menos algo más de metraje sobre todo en esa conclusión demasiado acomodaticia y acelerada, que de alguna manera rompe la desasosegadora atmósfera que hasta entonces ha albergado su argumento, será este quizá el mayor inconveniente a objetar, en un western en el que desde el primer momento destaca el acierto en el uso de la voz en off por parte del principal personaje de la función. Se trata de Larry Delong (Scott), a quien conoceremos siendo el guía de una diligencia, pero que nos relatará con presteza que su aparente oficio no es más que la máscara exterior del auténtico anhelo de su existencia durante los últimos tres años de su vida; poder liquidar al bandido Dan Marady –más adelante sabremos que fue el asesino de su hermana y el hijo de esta-. Para ello ha asumido esta profesión, siempre con la intención puesta en localizar el sendero de este. El destino le hará caer en una trampa tendida precisamente por los hombres de Marady, quienes lo atraparán –el detalle de esa pequeña pistola que tanta importancia tendrá en el discurrir de la historia-, dejándolo atado para que el sol pueda con él, y logrando con ello dejar despejada la ciudad de la que Delong procede, asaltando en ella su casino. No cabe duda que puede parecer algo simplista la manera con la que se manifiesta el punto de partida, pero también resulta innegable señalar que De Toth logra elevar esa circunstancia, trasladando el elemento de interés de RIDING SHOTGUN en una auténtica coreografía de la desconfianza, que el pequeño colectivo que en realidad protagonizará la película, mostrará cuando Larry regrese hasta allí, siendo acusado de forma automática y sin ninguna oportunidad de defensa del asalto a la diligencia que este dejó al caer en la trampa que le tendieron los hombres de Marady. Con una evidente connotación antimacarthista –un elemento que se manifestó en varios de los films de De Toth, entre ellos su inmediatamente precedente propuesta policíaca CRIME WAVE (1954)-, dentro de un corriente que tuvo un considerable calado dentro del cine del Oeste de aquellos años, el veterano cineasta acierta al mostrar una colectividad en la que la mezquindad, la ausencia de todo sentido del respeto a la ley, que es capaz de condenar a una persona basándose en una percepción que es fruto de la propia intransigencia colectiva –los instantes en los que Delong recorre las calles de la población a su regreso son enormemente representativos al respecto-, y que poco a poco se va revelando como una inmensa coreografía humana de casi insoportable presencia. Cierto es que dicha circunstancia no se revela con la misma contundencia que en la excelente SILVER LODE (Filón de plata, 1954) de Allan Dwan, pero no es menos cierto que poco a poco nuestro cineasta sabe tejer una inmensa tela de araña a la hora de describir esa comunidad de aparente talante pacífico, pero en realidad corrompida por prejuicios y puritanismos –que no dejan la ocasión incluso de mostrar a dos mujeres que en su oculta reprimida sexualidad advierten una oculta admirador por el aparente asesino en que se ha convertido el protagonista por parte de sus convecinos-.

A partir de ese objetivo primordial, De Toth no olvida la ocasión de insertar bloques narrativos centrados ante todo en el creciente asedio que vive el incomprensiblemente proscrito Larry, quien tendrá que encontrar su lugar de refugio en la más degradada taberna de la localidad, donde es sometido a un casi inhumano asedio, pese al intento de mediación ofrecido por el cabal ayudante del sheriff Tub Murphy (Wayne Morris) –este último se encuentra en la búsqueda de los asaltantes de la diligencia, sin conocer las circunstancias que vive la localidad ni el retorno del protagonista-. Sin obviar un componente humorístico –el rol del interesado dueño de la taberna, encarnado por el muy divertido Fritz Feld, inolvidable como jefe de dependientes en WHO’S MINDING THE STORE? (Lío en los grandes almacenes, 1963. Frank Tashlin)-, solo preocupado por conservar ese espejo que se erige como único elemento atractivo en su desvencijada taberna. RIDING SHOTGUN destaca en su adecuado sentido de la progresión, introduciendo matices en la evolución de determinados personajes secundarios, que poco a poco van modificando ese rechazo generalizado al que es sometido nuestro atribulado protagonista. Y como no podía ser de otra manera, el realizador no desaprovecha la ocasión para introducir un par de magníficas set pièces de pura acción, modélicas en su planificación, como son el manera con la que este resiste el asedio en la vieja taberna –apagando la vela que iluminaba su interior-, o el duelo final que se establecerá entre Larry y Marady en el interior del casino, cuando este y sus esbirros estaban consumando su asalto. Un magnífico episodio, que se resolverá precisamente con esa pequeña pistola que inició el discurrir narrativo del film, combinado con una muestra previa del ingenio de Delong –cortar las sillas de montar de los componentes de su banda para evitar su huída-, y que nos llevará a asistir a una conclusión demasiado complaciente, como señalaba al inicio de estas líneas. Esta circunstancia concreta, y la presencia del enervante personaje secundario del vaquero en todo momento dispuesto a ahorcar a Delon y acariciando la cuerda que porta en sus brazos, son probablemente las únicas objeciones que se pueden formular a una aportación al cine del Oeste tan modesta en su concepción, como atractiva en su esencia.

Calificación: 3

MONKEY ON MY BACK (1957, André De Toth) Combate decisivo

MONKEY ON MY BACK (1957, André De Toth) Combate decisivo

Nunca se reconocerá lo suficiente la figura del austriaco Otto Preminger, no solo en su condición de uno de los grandes cineastas de la historia, sino también en su lucha constante dentro del seno de la industria USA, rompiendo tabúes a través de las temáticas que abordaban sus films, en los que ejercía como productor independiente. Conviene recordar como en 1955 Preminger logró un gran éxito con la estupenda THE MAN WITH THE GOLDEN ARM (El hombre del brazo de oro, 1955), trasladando a la pantalla el mundo de la droga, hasta entonces ausente de las mismas. Aquello abrió la veda de otros títulos como A HATFUL OF RAIN (Un sombrero lleno de lluvia, 1957. Fred Zinnemann), recuperando con más realismo el planteamiento de títulos basados en temáticas paralelas, como puede ser el del alcoholismo reflejado en THE JOKER IS WILD (La máscara del dolor, 1957. Charles Vidor). En dicha saludable corriente se inserta MONKEY ON MY BACK (Combate decisivo, 1957, André De Toth), erigida en torno a la biografía del campeón de boxeo Barney Ross, de orígenes modestos e implicaciones gangsteriles en su juventud. La película queda alineada dentro de la estela del referente de Preminger antes citado, pero bajo mi punto de vista si realmente deviene un film atractivo –y en algunos fragmentos, incluso apasionante-, reside en la insólita combinación de géneros que se establece en el recorrido retroactivo de la andadura profesional de Ross. Un recorrido que se inicia desde sus triunfos pugilísticos, hasta su recuperación tras discurrir por el infierno de la droga, debido a su dependencia de la morfina tras una malaria contraída en Japón durante la II Guerra Mundial. No es la primera vez que el cine norteamericano planteaba historias que oscilaran parcialmente en su planteamiento con el que muestra el film de De Toth. Referentes como THE SET-UP (1949. Robert Wise) y, sobre todo, el extraordinario y previo BODY AND SOUL (Cuerpo y alma, 1947. Robert Rossen), suponen referentes –superiores en su nivel- al que manifiesta el título que comentamos. En este caso, además de la herencia que recoge de dicha corriente y la actualización que esgrime a través del terreno conquistado por Preminger, MONKEY ON… logra insertar en su trazado dramático esa combinación de variantes genéricas, conformando con ello una personalidad insólita, dentro de un contexto de extraña serie B –conectada en algunos modos con los caracteres de una producción televisiva que ofrecía un carácter realista a parte de sus producciones.

La película se inicia con los títulos de crédito proyectados sobre los barrotes de un hospital. Nos muestran el internamiento voluntario de un hundido Barney Ross (encarnado de forma muy efectiva por Cameron Mitchell). De inmediato es aislado en su habitación-celda, donde se le va a ir reduciendo de modo progresivo su adicción a la morfina, viviendo en carne propia un prolongado delirium tremens que exteriorizará al espectador con su relato en off, que nos retrotraerá en flashbacks al periodo de su triunfo como púgil. Será un bloque compacto, bien narrado, pero que no logra sobresalir por encima de los límites del terreno de lo efectivo. Con un notable sentido de la concisión, aunque sin evitar la presencia de roles algo arquetípicos –como, por ejemplo, el fiador del que dependerá económicamente cuando su triunfo se va volviendo del revés-, MONKEY ON MY BACK nos relata el retrato de un hombre tan simple como bondadoso –la película deja muy de pasada los orígenes delictivos del auténtico Ross, quien participó como observador de la película, aunque no quedó contento con su resultado-, quien confía en sus buenos momentos de su condición como ser afortunado. Ello tendrá de bueno en su capacidad para la generosidad, al tiempo que en una adicción a juegos y apuestas que condicionarán una situación económica tan opulenta como de frágil estructura. Será un periodo de su vida en el que conocerá a una guapa corista –Cathy (excelente Diane Foster)-, que tiene ya una pequeña fruto de una anterior relación, con la que intimará hasta contraer matrimonio. Cathy vivirá muy pronto lo voluble de una personalidad bonachona pero carente de seguridad. Tras un combate adverso –rodado con una considerable intensidad cinematográfica-, Ross decidirá de forma repentina abandonar el boxeo, dirigiendo su actividad profesional regentando un salón de bailes, en el que prolongará su irreductible adicción a las apuestas y a dilapidar el dinero fácil, concluyendo al ser despedido del mismo por parte de quien fuera su fiador, que en realidad se ha erigido en su sanguijuela. El episodio destacará por su precisión, un rápido sentido del montaje, fruto de las facultades que cineastas como De Toth encontraban en una seminal serie B –auspiciada por el productor Edward Small, caracterizado por su inclinación al cine de aventuras de origen legendario-. Será un referente que conducirá un relato en el que tendrá una gran importancia la ayuda del operador de fotografía Maury Gertsman, quien en plena simbiosis con el director modulará a la perfección las intenciones de una película que hasta entonces discurre con competencia por unos senderos más o menos familiares ligado al melodrama noir. El alistamiento de Ross en la II Guerra Mundial, se erigirá en la práctica como la piedra angular del gran drama planteado en la andadura vital del antiguo campeón. Y en MONKEY ON… se manifestará en una doble vertiente, puesto que si en su base argumental el contraer esa malaria que estará a punto de costarle la vida, será la base para que su cuerpo contraiga la adicción a la morfina –inyectada en los hospitales de contienda como una solución rápida para intentar atajar los efectos de las enfermedad-, en su vertiente narrativa nos proporcionará el episodio más memorable del film, digno de figurar en cualquier antología del cine bélico –una nueva vertiente genérica inserta en el relato-. El fragmento en el que Ross logra no solo sobrevivir de una lucha bajo una inclemente lluvia en medio de un combate contra los soldados japoneses en la batalla de Guadalcanal, se erige como un prodigio de contención, tensión dramática –no se registra música de fondo, tan solo el sonido de la lluvia y los disparos-, transmitiendo mediante una perfecta planificación la angustia de unos seres que se inmolan en la practica ante una lucha que es expresada con un considerable sentido de la abstracción –su visionado tan solo provoca el horror del ser primitivo en lucha consigo mismo-, aunque los oponentes japoneses prácticamente no aparezcan casi como seres sin identidad. De esta lucha Ross alcanzará tres consecuencias; la primera salvar a su compañero de contienda –lo que le valdrá un trabajo por parte de su acaudalado padre, aunque su descenso al mundo de las drogas le fuerce a perder el mismo. La segunda, erigirse como un héroe local, y la tercera, esa ya señalada adicción, que se manifestará ya en su traslado en un buque hasta USA, tras su inesperada recuperación en la crítica enfermedad –que es mostrada con tanta crudeza como sentido de la síntesis-.

Muy pronto, Ross irá descendiendo sin tregua en el abismo de la dependencia de la droga. El drama irá acentuando su aspecto sombrío, que se manifestará en esa ya señalada pérdida de trabajo, la ausencia nocturna de su hogar en la búsqueda de chutes para pincharse –uno de los planos que más controversia generó en la censura de la época-, o la dependencia de personajes tan siniestros –en su propia aparente civilizada condición- como Rico. La situación límite generada por Barney le forzará a gastar todos sus posibles recursos, plantearse incluso el suicidio, o sufrir el abandono de su esposa, hasta que en un momento crítico se plantee junto a ella su intención de abandonar la misma. Hasta llegar ese momento –en el que la película regresará a su punto de partida-, MONKEY ON MY BACK adquirirá caracteres casi expresionistas con la descripción de exteriores urbanos nocturnos caracterizados por su sordidez. En este sentido, el film adquiere una tersura descriptiva que parece directa heredera de melodramas precedentes que describieron del mismo modo el infierno interior sufrido por personajes sometidos a un hundimiento sicológico –como el Tyrone Power de NIGHTMARE ALLEY (El callejón de las almas perdidas, 1947. Edmund Goulding)-, aunque en esta ocasión la película culmine con un extraño rótulo que apela a una mirada esperanzada. Antes de ello, plasmará unas secuencias que parecen preludiar la dureza del Samuel Fuller en SCHOCK CORRIDOR (Callejón sin retorno, 1963), expresando visualmente las alucinaciones del protagonista a la hora de desembarazarse de esa droga adquirida a través –irónicamente- de su servicio a la patria.

Y es que en última instancia, la película de De Toth esconde una mirada nada solapada e incluso subversiva, en torno a la falsa validez de las consideraciones que parecía expresar una sociedad en apariencia tan bien estructurada como la norteamericana. Será algo que podemos apreciar en dicho aspecto concreto, pero también en la falsa –o inconstante- generosidad brindada por el padre del soldado al que Barney ha salvado la vida, o en el ese equívoco comentario puesto en boca por el director del hospital en el que el antiguo púgil se ha internado, aludiendo con un soterrado doble sentido el hecho de que “el estado no puede gastar más dinero contigo”. Son detalles y destellos en los que se cuelan las intenciones últimas de esta atractiva película, no siempre al mismo nivel, pero a la que cabe destacar ante todo por la búsqueda de elementos hasta entonces vedados en el cine, así como la simbiosis de otras bien conocidas por todos.

Calificación: 3

CARSON CITY (1952, André De Toth)

CARSON CITY (1952, André De Toth)

Si hubiera que destacar un elemento que se enseñorea por la totalidad del metraje de CARSON CITY (1952, André De Toth), este es sin duda la presencia del progreso. Por más que en su metraje se encuentren seres nobles y villanos, se inserten voluntades de empresarios que se encuentran en ciudades ya alejadas del contexto del Oeste –como los mandatarios que residen en la próspera San Francisco-, su acción proporciones una mixtura entre el western y el cine de aventuras y, de manera bastante sutil, se inserte en su discurrir la concurrencia de esa amalgama de intereses por parte de una sociedad que, aun insertándose en el ámbito de un mundo primitivo, se encuentra presta a una transformación que casi supera la propia vivencia cotidiana que respiran sus principales personajes. No voy a afirmar como señalan otros especialistas más cualificados, que nos encontremos entre los exponentes más valiosos de la colaboración que mantuvieron De Toth con el actor Randoph Scott –quizá en ella eche de menos una mayor capacidad de densidad a la hora de tratar determinadas subtramas, como puede ser la que liga a su protagonista con la joven Susan Mitchell (Lucille Norman)-. Scott encarna a Jeff Kincaid, un ingeniero encargado de ejecutar obras destinadas a la prolongación de ese ferrocarril destinado a trasformar la sociedad rural que hasta entonces ha definido en la vida rural americana, en un rol que muy bien podría haber protagonizado Errol Flynn –ya que nos encontramos ante una producción de la Warner y el carácter de su personaje deviene más jovial de lo habitual en su tono interpretativo-. Este acepta el encargo, animado ante todo por el padrinazgo del máximo responsable del banco local, cansado de sufrir constantes ataques en sus diligencias que diezman sus ingresos.

Será en la expresión de uno de dichos asaltos, cuando CARSON CITY ya muestre esos elementos de singularidad que son, a fin de cuentas, unido al brillante cromatismo que describen sus imágenes, y a ciertos set pièces que se encuentran en su metraje, se brindan como los estilemas del moderado atractivo que plantea su propuesta. En esos pasajes iniciales, planificados de manera magnífica atendiendo la agreste rugosidad de un paso entre montañas rocosas, un grupo de bandidos asaltará una de dichas diligencias, robando el cargamento de dinero que la misma sobrelleva, pero al mismo tiempo atendiendo amablemente a sus tripulantes ¡Sirviéndoles una suculenta vivienda a la que acompañan delicados manteles y cubiertos, e incluso degustando botellas de champagne! –un elemento de guión que tendrá una gran importancia en el devenir de la película-. Será la primera señal en la intención de los responsables del film, de dotar al mismo de un cierto grado de singularidad –lo que en sí mismo no quiere decir que estos se caractericen siempre por su acierto-. Sin embargo, sí que es cierto que De Toth intenta por todos los medios hacer sobresalir su propuesta del terreno de lo convencional, y quizá teniendo como base el elemento sociológico que le proporciona su base dramática, dejando en un segundo término convenciones más o menos emergentes en la iconografía del género, para centrarse por el contrario en ese componente sociológico que marca el desconcierto e incluso la lucha de intereses que asume la ciudad protagonista, cuando se ve abocada a la llegada del ferrocarril, procedente de Virginia City. Será una novedad que irritará al veterano propietario de la empresa de caravanas –temeroso de que su negocio vaya a la ruina-, incluso al propietario del periódico de la localidad y, sobre todo, al malvado de elegantes maneras Jack Davies (Raymond Massey), propietario de una mina fantasmal, pero que en realidad alcanza su fortuna con sus bien urdidos golpes que ejecutan los componentes que tiene bajo su mando.

Todo ese contexto se encuentra bastante bien planteado a través de la mirada crítica propuesta por De Toth, aunque en ella no se ausenten convenciones que limitan en no poca medida su conjunto. Uno de ellos, y no el menos importante, es el relativo al romance que han vivido en el pasado Jeff y la joven Susan –hija del propietario del periódico-, que por otra parte es cortejada por el hermanastro de este –Alan (Richard Webb)-. Si el primero ha faltado durante bastantes años de la ciudad y la muchacha es bastante joven, poca credibilidad puede albergar el hecho de esa repentina fascinación por un hombre que le aventaja demasiado en edad, aunque la película resuelva el triángulo de la manera más previsible posible.

Pero más allá de estas convenciones, por otra parte recurrentes en una producción que se enmarca dentro de un contexto de serie B de cierto alcance, no cabe duda que CARSON CITY ofrece suficientes motivos de interés. Desde la brutalidad con la que su director resuelve una de sus casi habituales peleas en el interior del saloon, entre Jack y uno de los hombres de Davies, la brillante secuencia en la que nuestro protagonista logra reducir al único vigilante de la banda de este que se encuentra en la mina, logrando con ello enterarse de las intenciones de Davies de asaltar el tren cargado de oro en su viaje inaugural, o la ya señalada importancia que tiene esa presencia del champagne como elemento determinante a la hora de reconocer la implicación del villano encarnado por Massey en cualquiera de sus turbias maniobras –el asesinato del director del periódico; el asalto del ferrocarril-. En cualquier caso, más allá de estos logros parciales que permiten otorgar un apreciable atractivo al conjunto del film, justo es destacar el aprovechamiento de esos exteriores rocosos en los que se desarrollan algunos parajes de la película y, sobre todo, la brillantez y fuerza que adquiere el episodio en el que diversos de los trabajadores del túnel ejecutado quedan enterrados –incluido Jeff- debido a un desprendimiento. Serán unos minutos angustiosos de los que De Toth sabe extraer la máxima tensión a través de la utilización del rostro de los actores, controlando su expresiones, dominando la utilización claustrofóbica del interior del túnel, de su oscuridad, y que me recordó pasajes similares de la previa TYCOON (Hombres de presa, 1947. Richard Wallace). Más allá de dichas similitudes, de la singularidad que proporciona CARSON CITY como fresco que describe un universo dispuesto a la transformación por medio del progreso, de las convenciones que no logra soslayar, y de esa sensación de jovialidad que quizá se manifiesta más de lo debido, no podemos dejar de reconocer que se trata de una propuesta solvente que, sin estar situada entre lo mejor de la obra de André De Toth, da buena muestra de su competencia profesional, demostrando además la astucia de Randolph Scott a la hora de ir consolidando su perfil como intérprete arquetípico del western.

Calificación: 2’5

NONE SHALL ESCAPE (1944, André De Toth)

NONE SHALL ESCAPE (1944, André De Toth)

Uno de los placeres que proporciona el hecho de perseverar en la contemplación de títulos que nunca gozaron de una especial consideración –ni en el momento de su estreno, ni tampoco con posterioridad a su ciclo natural-, es precisamente encontrarse con esa gema que sorprende y descoloca. Esa película de la que podías intuir determinadas cualidades, pero cuyo visionado llega a deslumbrar hasta conmover. Esta ha sido la sensación vivida al asistir a la lección visionaria, de coraje y de verdadero cine que proporciona NONE SHALL ESCAPE (1944), una obra admirable realizada por André De Toth –fue uno de los primeros títulos que filmó en su andadura norteamericana-, de la que apenas se pueden encontrar testimonios –en nuestro idioma tan solo he accedido a referencias, ambas positivas, firmadas por Antonio José Navarro en la revista “Dirigido por…” y los especialistas Tavernier y Coursodon en su canónico “50 años de cine norteamericano”. Pero aún con ser merecidamente valiosas ambas referencias, creo que se quedan cortas en el lugar que esta película extraordinaria debe ocupar dentro del contexto de la producción antinazi realizada en Hollywood. De Toth logró al mismo tiempo uno de sus exponentes más rotundos y menos reconocidos –otro ejemplo lo podría brindar la sensacional EDGE OF THE DARKNESS (1943. Lewis Milestone)-, aunque mucho que temo que aun restan bastantes años para que el caudal de dolorosa inspiración que ofrecen todos y cada uno de los fotogramas de esta modesta producción de la Columbia, adquieran el necesario reconocimiento, situándolo a la altura de exponentes como THIS LAND IS MINE (1943, Jean Renoir), cualquiera de las incursiones de Fritz Lang en esta vertiente, o el mencionado film de Milestone.

De antemano, un elemento que proporciona a la propia existencia de la película un plus de valentía, es vaticinar en sus primeros fotogramas el derrumbamiento del nazismo. Un simple plano en el que se muestra como una bandera nazi es retirada de su mástil, nos introduce a un juicio en torno a criminales del III Reich, formado por personalidades de diferentes países y etnias. De un plumazo, la ficción de De Toth, con guión del posterior blackisted Lester Cole, en base a una historia de Alfred Newmann y Joseph Than, vislumbra antes que sucediera, la existencia del conocido “Juicio de Nüremberg”. La vista que sirve como eje a la narración, servirá para enjuiciar la andadura criminal de Wilhelm Grimm (un excelente Alexander Knox), quien de ejercer como maestro en una pequeña población polaca, su condición de alemán y también su realidad como mutilado de guerra en la I Guerra Mundial, irá representando en su figura a uno de esos tantos seres que se vieron seducidos con el paso de los años por lo que de atractivo podía ofrecer el ideario nazi en el contexto de una Alemania dominada por una absoluta depresión socioeconómica. Una de las virtudes que ofrece NONE SHALL… en contraposición de otros tantos relatos insertos en este conjunto de producción, proviene de la clara intención de los responsables del film por establecer un recorrido dialéctico sobre las razones que posibilitaron el surgir y el ascenso del ideario representado por Adolph Hitler. Como cuatro años antes brindara el Frank Borzage de la excelente THE MORTAL STORM (1940), aunque quizá con más elementos de juicio, la acción del film de De Toth se retrotrae a la conclusión de la contienda en la que Alemania resultó vencida, planteando tal circunstancia en el contexto de la pequeña población polaca en donde Grimm, pese a volver a ocupar su puesto de maestro, pronto dejará entrever su absoluta misantropía por el contexto rural y humano que le rodea. Será algo que detectará su prometida –Marja (una no menos maravillosa Marsha Hunt)- en una conversación que en el último momento le forzará a renunciar a desposarse con él, al tiempo que abandonar la pequeña localidad. Éste por su parte seguirá desempeñando su cometido como maestro, aunque vivirá un incidente que arruinará su reputación al intuirse que tuvo una relación poco clara con una de sus alumnas, que poco después se suicidará.

La estructura narrativa de la película se articulará en tres partes, cada una de ellas expresada en flash-back, por medio de sendos testigos de relieve que evocarán el pasado del acusado, al tiempo que estos se articularán de forma complementaria, permitiendo que el recorrido vital del acusado quede delimitado por completo. Así pues, el padre Warecki (Henry Travers) será el encargado de comentar el pasado de Grimm en la pequeña localidad en la que ambos convivieron, el ya derrotado hermano del propio acusado –Karl Grimm (Erik Rolf)- relatará la andadura de Wilhelm –a quien salvó de morir luchando en la I Guerra Mundial-, una vez este llega hasta Alemania y retorna con su hermano, implicándose desde el primer momento en el incipiente ascenso del nazismo. Esta ligazón posibilitará una creciente separación con su hermano, al que en última instancia no dudará a denunciar, cuando Karl y su familia están a punto de huir hasta Viena, enviándole a un campo de concentración, decidiendo adoptar al hijo de este, su sobrino Willie Grimm, a quien deslumbrará educando en la ortodoxia nazi. Por último, el tercer flash-back corresponderá a la narración de Marja, a partir del retorno de esta a su localidad natal en 1939, una vez se ha producido la invasión alemana en Polonia, y tras enviudar –nunca conoceremos a su esposo- dejando una hija. Allí asumirá la creciente opresión de los alemanes, que se incentivará con el expreso deseo de Grimm de retornar a la localidad en la que sufrió humillaciones, y reencontrándose allí ambos. Este acudirá a asumir el mando del destacamento presente, acompañado de su sobrino Willie (Richard Crane), quien se ha convertido en un joven apuesto integrado en el organigrama nazi. Pero sucederá lo imprevisible; se enamorará de la hija de Marja –Janina (Dorothy Morris)-, provocando con ello una serie de tensiones, aunque poco a poco estas vayan introduciendo en el muchacho una mirada cada vez más distanciada de ese mundo en el que ha estado inmerso, y del que hasta entonces no ha sabido percibir su auténtica realidad.

Dentro de la casi milagrosa articulación que ofrece NONE SHALL… podemos destacar la visión de conjunto que ofrece de esa sociedad que, en un momento dado, propició y no supo advertir –o impedir- la llegada del nazismo. Otro elemento destacable serían los rasgos con los que se va definiendo a su protagonista. Lo normal en estos casos sería adentrarnos con una caracterización siniestra. Por el contrario, De Toth nos introduce a un ser provisto de cierta elegancia y cultura, e incluso en las evocaciones proporciona a sus actos una cierta justificación –introduciendo con ello una velada crítica a la vida de provincias en la que este desarrolla su labor educativa en las postrimerías de la I Guerra Mundial-, permitiendo al espectador que la contundencia de los relatos evocados modifiquen esa impresión inicial. Pero todo ello alcanza su máxima expresión dramática –como es esencial en toda gran obra cinematográfica-, por una planificación centrada en el uso de grúas, en la que De Toth sabe valorar espacios, escenarios, detalles –esa pequeña esvástica que Wilhelm entregará a su pequeño sobrino, y que este le devolverá en el momento en que reniegue de su nazismo-. Hay una extraña sensación de autenticidad en una película que supo penetrar muy hondo, con un grado de lucidez desusado, en una narración en la que nada resulta maniqueo y, todo, absolutamente todo, está expuesto con tanta sensibilidad como dureza. Momentos tan insólitos en el cine como describir la manipulación de las supuestas ayudas que los nazis brindan a los campesinos ocupados –les obligan incluso a sonreír cuando son filmados por las cámaras de los noticiarios-, irán acompañados por episodios estremecedores, como el que protagonizará el rabino judío, arengando a su gente a la rebelión contra los opresores que los están introduciendo en uno de los trenes con destino a los campos de concentración, provocando el feroz ataque de los alemanes que concluirá con una matanza. En esa parte final no dejará de introducirse un apunte agudo en torno a las formas de ascenso registradas por el organigrama nazi, en base a las sugerencias que proporcionará el joven teniente Gersdorf (Kurt Kreuger), intentando medrar a partir de hacer notar en Grimm las actitudes de blandura que observa en su sobrino. Fruto de esta acción, Janina será separada de Willie y destinada al club de oficiales, recibiendo allí un disparo que la matará. Será el colofón del drama, con el impacto del traslado del cadáver a una iglesia en la que tañen las campanas, sostenida por los brazos de su destrozada madre. La verdadera tragedia personal estallará; Willie renunciará a su pasado nazi, decidiendo orar ante el cadáver de la mujer que ama, mientras que por el pasillo de la pequeña iglesia va despojándose de los galones que hasta entonces ha ostentado con orgullo. Será una visión que su tío no podrá admitir en su calculadora mente criminal, matando de un disparo a aquel joven en quien había reflejado su propia personalidad –quizá reflejando en él una presunta impotencia recibida en sus heridas durante la I Guerra Mundial; en los primeros compases del film, en su reencuentro con Marja, sus diálogos e impresiones algo parecen indicar a este respecto-.

Será el colofón para volver a la realidad de un juicio, ante el que Wilhelm quedará definido como una mente criminal sin escrúpulos. Su única posible defensa –él mismo ha decidido ejercer como abogado en la vista-, será no reconocer la autoridad del tribunal, exteriorizando esa iconografía tan habitual en las manifestaciones nazis. Será el momento en el que el juez, dirigiéndose al público, apelará a la necesidad de justicia. NONE SHALL ESCAPE es una obra maestra que sabe aunar la emoción con el horror, la sensibilidad con la lucidez, la causa y el efecto. Triunfa incluso en describir en todo momento una sensación opresiva –ayudado para ello por el uso de las sombras y claroscuros brindados por la fotografía del gran Lee Garmes- utilizando unos modos narrativos tan ágiles. Y, sobre todo, es una obra que supo adelantarse a su tiempo, y del mismo modo establecer una crónica imbuida dentro de los canales de reflexión que brindaban unas atrocidades que aún, en el tiempo del rodaje del film, seguían vigentes. Valiente y vigente más de seis décadas después de su realización, es probable que después de contemplar esta obra admirable, tenga que dudar sobre que título preferiría de la obra de su director. Hasta haberme conmovido con las imágenes de este relato doloroso, sincero y lacerante, tenía en mi lugar de preferencia el muy posterior DAY OF THE OUTLAW (1959). Después de contemplarlo, sin duda elegiría este. Pero me quedo sobre todo con la sensación que me produce el continuado contacto con diversas obras de De Toth, al que hace años tenía relegado en mi apreciación, e incluso intuía en su valorización un cierto grado de ausencia de fundamento. Rectificar es de sabios, sobre todo cuando en su obra se incluye una obra del calado de la que nos ocupa, por cuya sola existencia, el cineasta húngaro debería merecer ocupar un lugar en la historia del cine.

Calificación: 4’5