Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Carol Reed

A 17 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (IXL) DIRECTED BY... Carol Reed

A 17 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (IXL) DIRECTED BY... Carol Reed

Carol Redd, a la derecha, junto a Joseph Cotten y Bernard Lee, en el rodaje de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949).

 

CAROL REED... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/carol-reed.php

(8 títulos comentados)

THE THIRD MAN (1948, Carol Reed) El tercer hombre

THE THIRD MAN (1948, Carol Reed) El tercer hombre

Pocas películas como THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1948. Carol Reed) puede decirse que hayan alcanzado más mítica en la historia del cine. Asumida en innumerables encuestas como la mejor obra del cine británico –afirmación tan discutible como simplificadora en un conjunto tan lleno de riqueza-, son tan comunes los elementos que se esgrimen a la hora de ensalzar sus presuntas cualidades –la atmósfera de posguerra en Viena, los prejuicios que David O’Selznick opuso al proyecto, la presencia e influencia de Orson Welles, la cítara de Antón Karas, el episodio en las alcantarillas-, que parece que sobre la película se haya dicho todo. En cierto modo esta aseveración no carece de fundamento. Sin embargo quisiera que sirvieran estas líneas como desmarque personal de un círculo de adulaciones acríticas, que sobre este título se vienen produciendo desde hace décadas. Mi reciente revisión –tras transcurrir muchísimos años desde que lo contemplara por vez primera-, ha servido por un lado para mitigar las reservas que en su momento me provocara aquel primer acercamiento, pero por otro lado ratificar algunas de las objeciones que me llevan a considerar el film de Reed como un título interesante y atractivo  –eso es innegable-, pero al mismo tiempo sobreestimado sin medida hasta alcanzar una valoración a mi modo de ver injustificada.

Vaya por delante que este nuevo acercamiento me lleva a pensar que existen dos películas en THE THIRD MAN, que aparecen por momentos escasamente armonizadas ante la pantalla. Se plantea por un lado la plasmación de la oportunidad fracasada que sobrelleva un mediocre escritor de novelas del Oeste –Holly Martins (Joseph Cotten)-, llegado hasta una devastada Viena de posguerra, atendiendo la llamada de su mejor amigo; Harry Lime (Orson Welles). La llegada hasta la capital austriaca, le acercará a la vivencia de la mayor aventura de su vida, al enterarse tanto de la muerte de Lime, como posteriormente de los turbios y fraudulentos negocios de venta de penicilina adulterada que había provocado no pocas muertes entre niños de la ciudad. Al mismo tiempo, la breve estancia allí le permitirá trabar contacto con Anna Schmidt (Allida Valli), una joven cantante de cabaret, refugiada clandestinamente de Checoslovaquia, que era la apasionada amante de Lime hasta su desaparición. Ese contraste de mediocridad en su confrontación con el mundo que hasta ahora ha sobrevivido, es sin duda el que mayor interés provee a esta adaptación de Graham Greene, y es la que generalmente se expresa con mayor pertinencia en la pantalla, dentro de un lenguaje cinematográfico de índole clásica caracterizado por su intensidad –de lo que es un ejemplo palpable la magnífica secuencia de clausura, justamente célebre-.

El desarrollo de la imposible relación entre Anna y el norteamericano, en su oposición de caracteres, y la irrefrenable fascinación que esta sigue manteniendo por Harry –aún cuando se supone que este se encuentra muerto-, el creciente acercamiento entre Holly y el mayor Calloway (Trevor Howard), especialmente en la incardinación de los tres personajes. En líneas generales, la misma está tratada con sensibilidad y delicadeza, sabiendo extraer los recovecos de cada uno de ellos –la insobornabilidad en la personalidad de la joven, la manera con la que Calloway logra convencer al norteamericano para que colabore deteniendo al reaparecido Lime; llevándole a contemplar el hospital repleto de pequeñas víctimas, y en la que la caída de un osito de peluche anuncia la muerte de uno de los internados-.

Sin embargo hay, por así decirlo, otra película que se encuentra agazapada tras esta crónica, que curiosamente es la que ha permitido proporcionar la mítica el relato, aunque personalmente considere que anula algunos de los logros de la misma. Me refiero en esencia a la que procura esa apuesta por la retórica que, sea o no de ascendencia wellesiana, por lo general enturbia esa gran película que podía haber sido y que –reconozco que no es una opinión muy extendida- no llega a alcanzar. Es algo que ya percibimos en la primera secuencia, con esa voz en off que nunca sabremos donde procede, explicando mediante el uso de unos planos excesivamente sincopados la realidad de la posguerra vienesa y la ocupación de la ciudad por medio de cuatro potencias internacionales. Esa tendencia a lo barroco tendrá su constante y en ocasiones molesta presencia con el abuso de planos inclinados –no entiendo como no se menciona esta circunstancia a la hora de referirse al film-, o la apuesta por una retórica que si bien en ocasiones proporciona al conjunto de un atractivo baño de irrealidad –la iluminación nocturna de las calles, el magnífico episodio de la alcantarilla-, no es menos cierto que choca en más ocasiones de la deseables con esa otra historia que a veces queda oscurecida y que, en definitiva, es la que en última instancia sostiene el conjunto.

Y ello se produce sobre lo que, a fin de cuentas, ha venido otorgando al film una especial patina de culto; la presencia de Orson Welles encarnando al misterioso e inquietante Harry Lime. Presentado de forma atractiva –el gato delata que se encuentra escondido en el quicio de una puerta-, ya desde dicha secuencia se deja entrever esa mezcla de elemento sobrenatural e innecesario barroquismo que guiará las apariciones de Lime, acentuados por la molestísima aportación de Welles actor –no seré el único que destacaré la insoportable megalomanía que guió buena parte de sus apariciones en la pantalla-, erigiéndose en un personaje guiado al servicio del mal, e intentando justificar su adscripción al mismo –la secuencia de la noria-. Esa interferencia entre el aspecto sombrío y enfermizamente romántico antes señalado, y el gusto por la retórica, tiene su punto de convivencia malsana en el cinismo de que hace gala todo el metraje –aspecto que subraya en muchas ocasiones la célebre cita de Anton Karas en su fondo sonoro-, mostrando una sociedad corrupta, decadente, caracterizada por una serie de seres que en el fondo siempre guardan algo oculto e inexpresable, o defienden una serie de intereses que en el fondo no representan. Ese gusto por lo sobrecargado, esa constante mezcla de pasajes narrados con sobriedad e intensidad, con otros en los que la desmesura e incluso lo estridente se dan de la mano no siempre de forma armoniosa, es lo que bajo mi punto de vista me impide reconocer en THE THIRD MAN como esa gran película que en ocasiones está a punto de atisbar, pero que en su conjunto no llega a alcanzar. Si se trataba de adaptaciones de Graham Greene, Carol Reed llegó bastante más lejos en la excelente ODD MAN OUT (Larga es la noche, 1947) –probablemente su obra maestra-. Varios son igualmente los títulos en la filmografía del generalmente competente Reed que superan el interés de esta, por lo que no hace falta recurrir a la misma para evocar su andadura como cineasta. Sin embargo, hay elementos en los que se aprecia el equilibrio entre intenciones y resultados. Esa apuesta por dar vida una película atrevida. Aspectos como la presencia de esos insólitos títulos de crédito para la época, años antes de que los mismos se erigieran como importante complemento de las más importantes producciones. De alguna manera, es un indicio que da que pensar en las sanas ambiciones del film de Reed, que dieron como fruto un film atractivo, para el que el paso del tiempo ha otorgado una inesperada, perdurable –y a mi juicio inmerecida- condición  de culto.

Calificación: 3

NIGHT TRAIN TO MUNICH (1940, Carol Reed)

NIGHT TRAIN TO MUNICH (1940, Carol Reed)

Duodécimo título de la filmografía del británico Carol Reed, es probable que quepa considerar NIGHT TRAIN TO MUNICH (1940) –ausente de estreno en España en su momento por sus obvias concomitancias antinazis- un ligero paso atrás en una obra que ya contaba con títulos francamente destacables. Es algo normal y lícito, máxime cuando además -según apunta su enunciado- la película se erige casi como un apresurado producto de coyuntura, aunando una combinación de suspense y comedia, bastante habitual por otro lado en los argumentos esgrimidos por el muy interesante tandem formado por Sidney Gilliat y Frank Launder. No es la primera ocasión en la que, a la hora de referirse a este título, se cita el referente ilustre del LADY OF VANISHES (Alarma en el expreso, 1938) de Hitchcock, del que retoma tanto su protagonista femenina –la estupenda y llena de frescura Margaret Lockwood-, la de la pareja de característicos formada por el excelente Naunton Wayner y Basil Radford y la propia presencia del suspense en el ferrocarril, que en esta ocasión solo tiene acto de presencia en su tramo final. En cualquier caso, y aún reconociendo que no nos encontramos con una propuesta memorable, esta mantiene su interés tanto como exponente reconocido dentro de esa mirada revestida de desprecio que la sociedad británica manifestó desde el primer momento –envuelta en temor- contra el nazismo-. Pero al mismo tiempo, sus intenciones quedaron envueltas en la propia amenidad de un argumento que combina con apreciables resultados tensión, romance y comedia.

NIGHT TRAIN… se inicia con un amplio travelling de acercamiento hacia el recinto en plena montaña en el que se refugia Hitler –el movimiento de cámara se dirige hacia una maqueta bastante ostentosa, carencia de producción que se reiterará al mostrar mediante otro movimiento de cámara lateral la fuga de la protagonista-. Además de preludiar el inicio de la excelente MAN HUNT (El hombre atrapado, 1941) rodada solo un año después por Fritz Lang en USA para la Fox, las discusiones del Führer tienen como resultado unos instantes de montaje que nos describirán diversas invasiones realizadas por el ejército alemán en 1939. Estas se acercan a territorio checoslovaco, introduciéndonos dentro de una factoría de armamento en la que se encuentra como ingeniero de un ambicioso proyecto armamentístico que no desean sea confiscado por los nazis el veterano Axel Bomasch (James Harcout). Es apenas pocos minutos y debido a un ajustado montaje, Reed nos traslada a un terreno de amenaza, que propiciará la huída del investigador hasta Inglaterra, cuando las tropas alemanas ya han invadido territorio checo. Sin embargo, éstas últimas lograrán atrapar a su hija –Anne (Margaret Lockwood)-, a la que confinarán a un campo de concentración. Allí trabará amistad con otro joven preso –Karl Mansen (un joven Paul Henreid)-, del que verá está siendo vejado por los nazis, y con quien protagonizará una huída hasta Inglaterra. La elipsis con la que se trasladan los presos hasta las islas, revelarán a un espectador avezado que la base argumental que hasta entonces ha tenido un tono severo, muy pronto va a introducir matices ligeros e incluso cómicos, al tiempo que revela lo apresurado del mismo –algo que también sucedió en otras propuestas antinazis de perfiles más serios-. Una vez refugiados allí, descubriremos que Mansen en realidad es un oficial nazi –la secuencia de encuentro con un doctor que en realidad es un agente alemán infiltrado, reviste una notable efectividad-, que forma parte de un plan destinado a lograr capturar al ingeniero escondido en las islas, utilizando para ello a una confiada Anne. Esta logrará mediante un anuncio de prensa contactar con Gus Bennett (Rex Harrison), chirriante cantante de vaudeville callejero, que en realidad esconde su condición de agente de las fuerzas inglesas, llevando a la muchacha hasta su padre, sin intuir que ello facilitaría que los nazis capturara a los Bomasch y los traslade de regreso hasta terreno alemán, mediante un viaje submarino.

La gravedad de la situación será contemplada por el arrojado Bennett, quien no dudará –en un elemento de guión bastante traído por los pelos- simular ser un oficial de las fuerzas nazis, viajando hasta Berlín e infiltrándose entre las instalaciones gubernamentales. Una vez más, la elipsis será el recurso elegido para plantear una simulación tan compleja casi de un plano a otro, dejando entrever las debilidades de un relato ligero que bien es cierto se deja degustar con agrado, pero en el que en última instancia su mayor elemento de interés reside en el característico humor británico que se despliega a partir del traslado de la acción a territorio nazi. Son numerosos los detalles en este sentido que proporcionan un nada desdeñable regocijo. Desde la descripción de la burocracia que se implanta en las dependencias alemanas, con su personal echándole las culpas de su ineficacia unos a otros, y criticando en privado ese régimen totalitario que en público no se recatan en ensalzar, o en el impagable detalle que muestra el escaparate de una librería lleno de ejemplares de “Mi lucha” de Hitler, en medio del cual se inserta la novela de Margaret Mitchell “Lo que el viento se llevó”. Unamos a ello la complicidad cómica de la ya citada pareja Naunton y Bradford, y el buen pulso que se observa en ese tercio final, donde la acción se focaliza en el tren que realiza el trayecto hasta Munich, y en el que el personaje que encarna Harrison es descubierto en su impostura como nazi por parte del oficial encarnado por Paul Henreid –que interiormente aspira a conseguir el imposible amor de Anne-. El conocimiento por parte de los dos ingleses pasajeros del tren de la auténtica personalidad del nazi, provocarán una creciente implicación con el inglés disfrazado como tal, brindado un divertido juego de confusiones e identidades falsas, concluyendo el relato en la frontera suiza por medio del uso de un teleférico que servirá para huir de los perseguidores alemanes. Una vez más, lo inverosímil tendrá lugar en el tiroteo que los perseguidores destinarán contra un Gus que responde con una pistola en la que parece que su sencillo cargador nunca llega a su fin. Será una más de las ligerezas y inverosimilitudes que plantea un relato, al que hay que tomar a través de sus cuotas de sano e incluso ingenioso divertimento, planteado además dentro de un contexto en el que el cine inglés se encontraba poco proclive a reírse del dramatismo que rodeaba su vida diaria. Solo la propia gestación de NIGHT TRAIN… la ligereza de su ritmo y su saludable sentido del humor, permiten considerar este film, menor en la andadura de su realizador, pero no por ello desdeñable.

Calificación: 2’5

THE STARS LOOK DOWN (1940, Carol Reed)

THE STARS LOOK DOWN (1940, Carol Reed)

Cuando se habla que el Free Cinema fue un movimiento que legitimó la lucha de clases en el seno de la cinematografía británica, es probable que o bien no conocieran en realidad el conjunto de su cine –y eso que avalaban dichos postulados, cineastas que antes fueron críticos, como Tony Richardson o Lindsay Anderson-, y que podrían tener un ejemplo rotundo en la hoy casi ignota THE STARS LOOK DOWN (1940), con la que Carol Reed se introducía en un auténtico conflicto de clases, integrando la película en pleno contexto minero, curiosamente un año antes de que John Ford hiciera lo propio –en otra vertiente- en su inolvidable HOW GREEN WAS MY VALLEY (¡Que verde era mi valle!, 1941), rodada en Estados Unidos. Pero poco tiene que ver la propuesta firmada por Ford y avalada por Darryl F. Zanuck en la 20th Century Fox, con la que plantea Reed a partir de una novela de A. J. Cronin –de cuya producción han surgido películas tan notables como THE CITADEL (La ciudadela, 1938. King Vidor) o THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl)-, adaptada a la pantalla por un nutrido grupo de guionistas. En su inicio, una voz en off incide en plantear el relato a través de una serie de héroes anónimos. Seres que sobrellevan la dureza de sus vidas trabajando en las minas, y que encuentran junto a la cámara del realizador dos aliados de excepción en el operador de fotografía de Ernest Palmer –no acreditado- y el montaje de Reginald Beck. Con la confluencia de ambos, logran un fragmento inicial de claro corte documental, en el que el espectador casi puede sentir en carne propia la extrema dureza de una profesión que hoy día se nos antoja como algo tan alejado en el tiempo. Esa vertiente documental y verista está plasmada de manera casi magistral en los primeros veinte minutos del relato, en donde el veterano minero Robert Fenwick (Edward Rigby) se erige como líder de todos sus compañeros, encabezando una huelga en contra de los fundados rumores existentes en torno a la presencia de importantes fondos acuáticos existentes en zonas mineras que se encuentran a punto de explotar por parte de su propietario –Richard Barras (Allan Jeayes)-, de quien se señala guarda los planos que ratifican dichos riesgos y que nunca hará públicos, empeñado en hacer volver a la normalidad a sus obreros. Las semanas pasan, las necesidades de los trabajadores van creciendo hasta el límite de tener que sufrir hambre, e incluso en el seno de la familia Fenwick la madre –Martha (Nancy Price)- contempla con cierta desaprobación el interés de su hijo –Davey (Michael Redgrave)- en cumplir sus estudios para acceder a la universidad y, con ello, desde una posición superior, poder ayudar a ese mundo de la mina en el que ha trabajado desde pequeño.

La situación irá agravándose, hasta que se produzca una rebelión popular en contra del abusivo tendero del poblado de mineros, quien recibirá el ataque de los vecinos, en una acción en la que combinará la sincera búsqueda de vecinos hambrientos que robarán pedazos de carne, con otros que aprovecharán la ocasión para saquear el comercio. El más relevante en dicha vertiente será el avispado Joe Gowlan (Emilyn Williams), quien robará la caja y muy pronto huirá hasta la ciudad con la intención de poder prosperar mucho más de lo que le prometía la vida gris de ese entorno minero en el que parece que el único destino es la grisura y la rutina. Tras los incidentes vividos en la tienda, en los que serán detenidos y encarcelados el veterano Robert, favorecerán las intenciones de Barras de retomar la actividad en la mina. Por su parte, Davey viajará hasta la ciudad para iniciar sus estudios destinados a asumir el destino que él mismo ha buscado, no sin contar con las reticencias de su madre y el apoyo de su progenitor. En la ciudad, este se encontrará con Gowlan, quien mantiene una extraña relación con Jenny Sunley (Margaret Lockwood), en la que en realidad no hay nada serio, aunque por parte de la muchacha, esté desesperada por salir de ambiente de casi miseria que vive junto a su madre. En realidad, Joe utiliza a la muchacha, y no dudará en dejarla de lado de manera sibilina, dejando que el recién llegado se enamore de ella, siendo correspondido por Jenny. La acción volverá hasta la localidad minera, donde el ya contraído matrimonio vivirá luchando dando clases como maestro, mientras ella no deja de mostrar su carácter consumista, haciendo ostentación de su inadaptación a un ambiente rudo para el que no solo no está acostumbrada, sino que incluso no desea asumir. Ni siquiera cuando los padres del maestro logre vencer la resistencia de su madre, y junto a su padre estos acudan a visitar al nuevo matrimonio, Susan hará ostentación de la frivolidad de su carácter.

Será pese a todo este, el fragmento menos brillante de la película, y el que a mi modo de ver impide que la misma pueda alcanzar casi, casi, el grado de obra maestra, sin que sin embargo evite que su conjunto devenga magnífico. Tras el repudio por parte de nuestro protagonista de su esposa –al contemplar que esta ha retornado con Gowlan- en un episodio que se narra con poca convicción, Davey luchará en la ciudad para lograr por parte del consejo de minas la orden de detención de los planes expansivos de Barras, quien ha prolongado su contrato, contando para ello con la mediación del siempre aprovechado Gowlan. Sin embargo, y pese a la elocuencia mostrada por el joven en su alocución, la interesada intervención de uno de los cercamos a Barras impedirá que actúen en contra de las actitudes de este. Será a partir de estos momentos, cuando de nuevo THE STARS LOOK… vuelva a alcanzar, e incluso superar, la irresistible fuerza de un tercio final, en donde Carol Reed derrama el tarro de las esencias, al producirse la tan temida aparición de la inmensa galería de agua en las galerías que se encuentran realizando en las minas. Lo que aparecía como una amenaza, se manifestará inesperadamente con tintes trágicos. A partir de ese momento, todo se trastocará en una localidad que vivirá en carne propia el drama. Incluso Barras –que tenía escondidos los famosos planos- se ofrecerá para ayudar a los atrapados en la mina, entre los que se encuentra un grupo del que forma parte el padre de Davey. Este se introducirá para ayudar en las tareas, advirtiendo del mismo modo el hecho de que Barras sí poseía esos planos que siempre había negado.

La irresistible fuerza que adquiere el tercio inicial de THE STARS LOOK DOWN , proviene de la convicción con la que Reed narra la vida diaria de un poblado, deteniéndose en la cotidianeidad, la dureza, y al mismo tiempo la normalidad que manifiestan estos obreros que, sin saberlo –y como señalará posteriormente Davey en una de sus charlas- en realidad sostienen la nación, sin tener que su trabajo pertenecer a ningún jefe o mandatario que ejerza como mediador de esa labor repleta de dureza. Antes lo señalaba, ese tercio intermedio que se centra entre la relación del protagonista y Sunny, aparece como una cierta ruptura en un tempo que se ha logrado marcar con una sensbilidad y sentido de la inmediatez exquisita. Ni que decit tine, que además de todo ello, el film de Reed proporciona una visión progresista en la lucha de clases, algo que tendría que tenerse muy en cuenta a todos aquellos que siempre han despreciado el cine británico por su pretendido conservadurismo. Pero esa lucidez reivindicativa no tendría ningún valor, si no fuera vehiculado por una labor de puesta en escena intensa y que en ese tercio final se encuentra marcada por una sucesión de detalles admirables –la muerte de Barras cuando va a entregar los planos de la mina, que se caerán por un riachuelo; las secuencias que van viviendo los atrapados en la mina en esos minutos finales que van adquiriendo poco a poco matices de superior angustia –el instante en que estos se deciden a celebrar una ceremonia religiosa, siendo conscientes de su casi inevitable muerte-. Sin embargo, más allá de esa plenitud en las capacidades expresivas y narrativas que Reed desarrolla a lo largo del metraje, si por algo debería mantenerse en la memoria THE STARS LOOK DOWN, en por el atrevimiento en afrontar un final por completo trágico, sin incurrir en las facilidades que podría proporcionar un más o menos consensuado happy end. Esa panorámica hacia el cielo, siguiendo el humo de la explosión que no ha evitado salvar las vidas de los atrapados, entre ellos al padre de Davey, unido a la ajustada conclusión en off del relato, es sin duda la apuesta más arriesgada de una película que no solo evita –haciendo excepción en todo lo relativo al innecesario personaje encarnado por la Lockwood- la concurrencia en lugares comunes, sino que a más de setenta años vista se revela de rabiosa actualidad y, lo que es más importante, destila una extraña, dolorosa y al mismo tiempo –y valga la contradicción- sensación de esperanza, aunque en esta ocasión se exprese  a partir de la tragedia.

Calificación: 3’5

THE RUNNING MAN (1963, Carol Reed) El precio de la muerte

THE RUNNING MAN (1963, Carol Reed) El precio de la muerte

Situada en el periodo casi seminal de su filmografía, Carol Reed se embarca en la realización de esta exótica THE RUNNING MAN (El precio de la muerte, 1963), tras haber acometido algunas secuencias en la conflictiva MUTINY ON THE BOUNTY (Rebelión a bordo, 1962. Lewis Milestone), y cuatros años después de su estupenda OUR MAN IN HAVANA (Nuestro hombre en La Habana, 1959) –su postrera colaboración con la obra literaria de Graham Greene y, si se me permite la intuición, quizá su último film de verdadera enjundia, aunque reconozco mi simpatía por la denostada THE AGONY AND THE ECSTASY (El tormento y el éxtasis, 1965), que rodó a continuación del film que centran estas líneas, y sin comprender jamás el éxito que logró con el simplemente discreto OLIVER! (Oliver, 1968)-. Lo cierto y verdad es que más allá del grado de simpatía que se pueda albergar por los títulos antes citados, nadie se acuerda de esta adaptación de la novela de Shelley Smith, transformada en guión para la pantalla por el posterior especialista para el formato televisivo británico John Mortimer. Y sorprende además ese tupido velo que se esgrime sobre la película –que se extiende incluso en la valiosa publicación que el Festival de San Sebastián dedicó a la obra del cineasta con motivo de su retrospectiva en 2008-, logrando en el momento de su estreno una nominación a la fotografía de Robert Krasker por parte de la Academia Británica de Cine.

THE RUNNING MAN parte de una curiosa mezcolanza entre el thriller que intenta plantearse ya en esos títulos de crédito que marcan la firma del gran especialista Maurice Binder, insertándose en un terreno de propuesta de aventuras que en aquellos años estaba logrando un gran éxito con exponentes como CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen). Sin embargo, nos encontramos aún en un periodo en el que la influencia del pop art y ese terreno sixties camparían por los respetos en la cinematografía británica –con títulos, en bastantes ocasiones, más valiosos de los que se le suelen reconocer-. En su oposición, Carol Reed y el equipo que dieron forma a la película, quizá prefirieron proseguir con un terreno que el realizador de le mítica THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949) ya había puesto en práctica en otros thrillers –algunos de ellos quizá superiores al que ha quedado como la cima de su obra-, y que demostraban su capacidad para la creación de atmósferas turbias e inquietantes, desarrollando en ellas relaciones personales de sorprendente calado. Dentro de dichos parámetros, justo es reconocer que la película que comentamos podría encajar a la perfección, pero lo cierto es que los tiempos ya no eran los mismos, y quizá ni siquiera la propia configuración de su producción aparece atractiva dentro del marco de una cinematografía como la inglesa, que se debatía entre el furor que estaba proporcionando el Free Cinema, los éxitos comerciales –más aún no los críticos- de Hammer Films, y una serie de otras producciones de consumo más o menos interno, entre las que, en última instancia cabría insertar esta película, que desarrolla buena parte de su metraje en  la Andalucía de la época de su rodaje –especialmente en Málaga y localidades gaditanas, además de la propia Gibraltar-. Su argumento nos narra la astuta estratagema esgrimida por Rex Black (Lawrence Harvey), un piloto que se ha visto arruinado en un accidente de aviación por el que no ha sido remunerado por el seguro, que decide planificar un nuevo accidente –este fingido en el que aparenta su supuesta muerte y, unos meses después y cuando su esposa –Stella (Lee Remick)- cobre la póliza de seguro, huyan en primer lugar hasta España, y de ahí hasta el norte de África para vivir una nueva vida cómoda y, sobre todo, despojada de la mediocridad que parece deducirse de lo que muestran las imágenes del film. Sin embargo, no contarán con la presunta perspicacia de un agente de seguros –Stephen (Alan Bates)-, quien en principio no pondrá objeciones para que se efectúe el pago de dicha póliza, aunque luego se lo encuentren cuando el matrimonio se encuentra en Andalucía, en donde Rex ha modificado su identidad  -e incluso su aspecto físico, tiñéndose de forma ridícula de rubio y dejándose bigote-, por la de un acaudalado cuidador de ovejas australiano –la forma con la que este se adueña de dicha identidad deviene uno de los aspectos menos creíbles del guión-. El inesperado encuentro del matrimonio –que simula tal condición en un contexto de cierto lujo en un hotel- con Stephen –quien nunca ha conocido físicamente a Rex-, provocando la inquietud de ambos. Sin embargo, junto a ese aspecto de recelo mancomunado entre la pareja que está a punto de cumplir con  su plan, de manera casi imperceptible se establecerá un acercamiento emocional entre una Stella que, poco a poco, irá encontrando al que sigue siendo interiormente su esposo, más irreconocible que lo que muestra su transformación exterior, convirtiéndose en un ser ambicioso y sin escrúpulos y, en cambio, de manera imperceptible verá en Stephen un ser sensible y sincero, del que descubrirá que ya no ejerce como representante de la empresa de seguros –otro elemento bastante simple de guión-.

En realidad, THE RUNNING MAN queda definido como una rareza, pero esa condición de inclasificable en esta ocasión no le beneficia en absoluto, estableciéndose como una extraña propuesta que intenta abordar diversas vertientes, abogando en última instancia como una caduca prolongación de esos títulos que cimentaron la fama de su realizador. Ya la propia e inverosímil disposición del plan inicial –el desaprovechamiento de la risa que esgrime Lee Remick cuando se han ido todos los presentes en su casa al finalizar el funeral-, dan la medida de esa incapacidad de un Carol Reed al que parece pillaron con el pie cambiado a la hora de dar vida un relato que en años anteriores hubiera desplegado con fuerza casi con las manos atadas a la espalda –el ejemplo de THE MAN BETWEEN (Se interpone un hombre, 1953) deviene pertinente-. Quizá su ubicación en un periodo de transformación cinematográfica, lo tópica que resulta esa ambientación española en la que parece que solo residían en aquellos tiempos individuos cercanos a la indigencia y, sobre todo , la extrañeza que produce un reparto en el que Laurence Harvey no funciona en absoluto, la Remick se limita a resultar eficaz en su rol, mientras que Alan Bates se erige sin esfuerzo como el mejor actor de un cast, en el que en roles secundarios encontramos desde a Juanjo Menéndez hasta Fernando Rey. Sin embargo, lo más desalentador de la propuesta proviene de su desgana, de esa sensación de estar asistiendo a un título formulario, del que solo emergen secuencias muy concretas en las que parece despertar la imaginación del realizador. Es algo que apreciaremos por ejemplo en la escenificación del primer accidente de Rex, donde volarán en el aire los sujetadores y la ropa interior que llevaba como carga –una imagen insólita-, o en la secuencia en la que Stella y Stephen visiten una iglesia en la que se está celebrando una boda –algo que por otra parte hemos visto en no pocos títulos con mayor fuerza dramática-, despertándose entre ellos ese sentimiento oculto que, aunque se empeñen en negarse, se encuentra ya anidado en su interior. Pese a estas esporádica ráfagas, ni siquiera estos y otros instantes redimen la mediocridad de una película que incluso en sus minutos finales está resuelta con una desgana insólita en un director mucho más diestro de lo que dejan entrever dichas imágenes, y que incluso en su conclusión no provoca el más mínimo sentimiento en el espectador. En definitiva, por una vez en la vida, el hecho de que THE RUNNING MAN duerma el sueño de los justos me parece algo merecido, por más que su comentario sirva para cubrir una laguna en una filmografía bastante más interesante de lo que se señalaba años atrás… Más no será por este título olvidable.

Calificación. 1’5

BANK HOLIDAY (1938, Carol Reed) El amor manda

BANK HOLIDAY (1938, Carol Reed) El amor manda

La impresión que se puede asumir en los compases iniciales de BANK HOLIDAY (El amor manda, 1938), sexto de los largometrajes del británico Carol Redd, es la de suponer toda una sorpresa. Algo que manifiesta ya el diseño modernista de sus títulos de crédito, y esa plasmación que se ofrece de la ruptura de la cotidianeidad de la vida de una gran ciudad británica. No me cabe la menor duda que los responsables de esta producción de la Gainsborough Pictures –tan necesitada de una retrospectiva que nos brindaría no pocas sorpresas-, tomaron como referentes títulos tan admirables como THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor) o LONESOME (Soledad, 1928. Paul Fejos). Películas que con tanta riqueza cinematográfica como sensibilidad en el trazado de sus personajes, supieron combinar lo íntimo inserto dentro de un contexto de asfixiante alienación urbana. Cierto es que desde las postrimerías de la década anterior ya había pasado tiempo, pero no estaba el cine británico de 1938 acostumbrado a iniciativas de estas características, siendo el film que comentamos el primero que se atrevió a acometer un rodaje en exteriores, asumiendo de forma documental en algunos momentos ese casi agobiante trasiego de ciudadanos hacia las costas, con la intención de vivir unas jornadas vacacionales, que en el fondo solo aparecen finalmente como poco menos que odiosas.

Con ser admirable la manera con la que Reed sabe plasmar esa marabunta de seres que parecen huir en desbandada, ayudado por un montaje de enorme agilidad, y llegando a describir secuencias tan surrealistas como esa cantidad ingente de veraneantes que duermen en plena playa -ya que no quedan plazas hoteleras para ellos-, lo cierto es que BANK HOLIDAY muestra algo más. A través de su notable capacidad para insertar el retrato de una serie de pequeñas historias individuales dentro de dicho aterrador –aunque inicialmente lúdico- marco colectivo, Reed nos introduce en primer lugar en el impacto que le produce a una joven enfermera –Catherine (estupenda Margaret Lockwood)-, el fallecimiento de la joven esposa de un atractivo hombre –Stephen (John Lodge)-, quien asumirá con tanta aparente neutralidad como honda desesperación la muerte de su esposa en un parto del que su hijo se ha salvado. Será el punto de partida individual de una extraña sensación de unión entre ambos personajes, que se mantendrá durante todo el metraje, aunque durante el resto del film apenas se encuentren juntos. La película nos narrará también el encuentro de Catherine y un joven amigo con el que va a compartir ese viaje vacacional, y que pretende de esta un mayor compromiso, así como la participación de otra joven en un concurso de belleza. Para todos ellos, el encuentro en aquella atestada localidad costera supondrá un momento de inflexión en sus vidas, en medio de auténticas marabuntas de gentes, predominando en ella su filiación obrera, que deambulan haciendo gala de una considerable vulgaridad –la divertida pelea que se desarrolla al amanecer en plena playa, en medio de la multitud de improvisados “pernoctantes”-.

Son varios los atractivos que atesora BANK HOLIDAY con una frescura que sorprende a siete décadas de su realización, y que en buena medida desmonta ese tan injustamente acuñado academicismo mostrado en el cine inglés. El primero de ellos radica en la casi perfecta incardinación de la sórdida mirada colectiva que propone, ante un hecho en apariencia tan grato como son los periodos lúdicos, convertidos en una de las demostraciones más evidentes de la vulgaridad urbana. Reed sabe muy pronto insertarnos en esa acción y acierta combinar esa visión de grupo, con el intimismo que preside la andadura de sus principales personajes. Personajes que en todo momento emergen de la condición de estereotipos, ofreciendo además el suficiente contraste, y brindando en su conjunción ese perfil de tragicomedia naturalista que, en última instancia, expresa esta insólita película.

Es indudable que en todo momento –aunque la historia no ocupe demasiado metraje-, se tiene bien presente en el espectador esa extraña relación, mitad de amor a primera vista, y mitad de dependencia y comprensión, que se ha establecido entre Stephen yla comprensiva enfermera. El montaje nos insertará diversos detalles de dicha extraña atracción, centrada por parte del ya viudo en recuerdos de su difunta esposa –se ofrece incluso un encuentro en la calle con la pompa de la familia real-, en otros las acciones de este que le inducen a una desesperanza creciente que solo va a acabar en suicidio. Mientras tanto, por parte de Catherine se relatan diversas acciones accidentales –esas cortinas con un balcón abierto- que la van relacionando con momentos vividos con el joven en el hospital –donde intuyó erróneamente el suicidio de este-, o esta sombría percepción llegará a tener tintes amenazadores cuando intente ponerse en contacto telefónico con este de forma infructuosa. Sin embargo, BANK HOLIDAY no dejará de atender al perfil de esa joven aspirante a Miss -acompañada con una frustrada y madura mujer-, al del eterno pretendiente de Catherine, pendiente en todo momento de lograr de ella ese sentimiento que al final asumirá no existe, asistiendo en los últimos minutos a una insólita –pero creíble- “ronda”, en la que se demostrará que en ocasiones el amor llega cuando menos se lo espera, aun cuando el sentimiento se produzca en las situaciones más dramáticas o ridículas.

Pero junto al cuidado tratamiento de estos personajes principales, en donde queda perfectamente combinado el alcance tragicómico del relato, el film de Reed no deja de incorporar una subtrama de insólito atractivo, relativa al desfalco cometido por el dueño de un deprimente teatro de vaudeville –la escena en la que se muestra la actuación de los veteranos animadores ante el recinto vacío y con un solo espectador, que ha entrado para hacer tiempo, me parece demoledora, como lo es que para que el espectáculo recaude una notable taquilla haya tenido que producirse una enorme e inesperada tormenta-. Un elemento que enlazará con la necesidad de Catherine de acudir en coche a Londres –lo hará en el último momento con el huido sin saber que este se ha llevado el dinero de la recaudación-, viviendo un breve episodio en una comisaría –que nos permitirá disfrutar de la breve presencia del gran Wilfrid Lawson en su papel de sarcástico sargento de policía-, llegando a reencontrarse in extremis con un Stephen dispuesto a abandonar una vida para él sin esperanza.

Original para el momento de su rodaje, provista de una frescura y autenticidad aún vigente, BANK HOLIDAY es un título que habla bien a las claras de la necesidad de acercarnos sin prejuicios a una cinematografía pródiga en títulos valiosos. No es la primera vez que incido en ello, pero prometo que tampoco será la última.

Calificación: 3

THE MAN BETWEEN (1953, Carol Reed) Se interpone un hombre

THE MAN BETWEEN (1953, Carol Reed) Se interpone un hombre

Tras la insólita y atractiva experiencia de la adaptación de Joseph Conrad que ofrecía OUTCAST OF THE ISLANDS (El desterrado de las islas, 1952), da la impresión que el británico Carol Reed decidió replegarse en un terreno más conocido y familiar a la hora de plantear su siguiente película. No es de extrañar esta aseveración, en la medida que THE MAN BETWEEN (Se interpone un hombre, 1953) supone una especie de revisitación tardía, de los títulos más prestigiados que hasta entonces había firmado el posterior autor de OLIVER (1968). Me estoy refiriendo a dos de sus adaptaciones del universo literario de Graham Greene que suponen THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949) y la previa ODD MAN OUT (Larga es la noche, 1947). Conocida es la mítica que rodea el primero de los títulos citados, que yo no comparto pero tengo que poner en cuarentena, ya que el recuerdo que tengo del film en el que intervino Orson Welles es bastante lejano. Sin embargo, si que reconozco las excelencias y el perturbador romanticismo que preside la segunda de las películas citadas. En todo caso, frente al estatus del primero y la profunda vertiente trágica del segundo, hemos de reconocer que el título que nos ocupa no puede competir, aunque en todo momento pretenda seguir el sendero marcado por dichos referentes y, preciso es reconocerlo, su resultado final sea, cuanto menos, apreciable.

 

Estamos situados en un Berlín aún traumatizado por las consecuencias de la II Guerra Mundial. Su semblante urbano todavía se muestra marcado por los estragos de los bombardeos, inundándose sus calles de ruinas que torpemente intentan solventar unos ciudadanos embarcados en una ingente tarea, en la que además se aúna la división territorial que separa la ciudad occidental de la frontera oriental. Dentro de ese contexto de ruina, penuria, carestía y desconfianza generalizada, asistiremos a la llegada de la joven Suzanne (Claire Bloom) a la casa de su hermano Martín (Geoffrey Toone). Suzanne ha viajado desde Inglaterra con la intención de compartir unas semanas en casa de este, que se encuentra casado con Bettina (Hildegard Knef). Pese a que esta última la recibe con amabilidad en la estación de ferrocarril, muy pronto nuestra protagonista advertirá que algo se esconde entre ella. Acudirán las dos a la casa que mantienen en medio de un marco totalmente abatido por las ruinas –la estampa exterior que se ofrece de la misma es absolutamente fantasmagórica-, sucediéndose los detalles que permitirán sospechar el extraño juego que su cuñada está sobrellevando, ya que su hermano apenas aparece por casa, debido a su entrega en un hospital en el que trabaja sin descanso. La presencia de un extraño niño que discurre en bicicleta, las conversaciones furtivas que Bettina mantiene con ciertas personas en alemán, sus constantes giros en situaciones insospechadas –como en la cena a la que acude junto a Suzanne y su propio esposo-, serán constantes evidencias de algo oscuro que cada vez parece tener más relación con el constante emigrar de residentes del Berlín oriental hacia la zona occidental. Será el contexto en el que emergerá Ivo Kern (James Mason), en teoría amigo de Bettina, que muy pronto establecerá ciertos lazos de amistad con Suzanne. Aunque esta en principio se muestre reticente a ello, poco a poco se dejará llevar por el carisma y las atenciones que Ivo le dispensa, como si a través de su persona se revelara un nuevo modo de entender la existencia –algo que presume una vida anterior de esta bastante poco estimulante-. Pese a las reticencias de Bettina –quien con posterioridad revelará lo que anteriormente le unía a Kern-, e incluso a ciertas vivencias poco gratas de nuestra protagonista en el entorno de este sugestivo personaje, Suzanne no dejará de acercarse a él, aún conociendo que no es más que un oportunista dedicado a comercial con el traslado de personas del Berlín oriental al occidental.

 

Este supuesto handicap, a pesar de introducir a la recién llegada en un contexto de cierto peligro, permitirá que su existencia cobre una vitalidad hasta entonces ausente, encontrando en Ivo un asidero emocional que este inicialmente no deseará compartir, reconociendo en su modo de vida la imposibilidad de una relación estable y duradera. Pese a ello, ambos se internarán en una peligrosa aventura que les podría permitir a ambos huir de ese contexto de constante riesgo. A pesar de la creciente evidencia de un incierto augurio, se introducirán en una espiral que de alguna manera iluminará dos vidas necesitadas de unión y compenetración, aunque ello no suponga en último término más que un intervalo de sentimiento compartido dentro de un contexto de sordidez existencial. Con guión del experto Harry Kurtnitz, basado en una historia de Walter Ebert, dos son los elementos que proporcionan su mayor grado de interés a THE MAN... El primero de ellos –y es algo que el espectador observará desde el primer momento-, será la forma con la que el cineasta sabe transmitir en la pantalla el estado de un Berlín por completo asolado tras la conclusión de la II Guerra Mundial y la división de la capital en dos bloques. No se puede decir que sea el único título que haya acogido esta circunstancia –hay bastante de superiores cualidades que el que nos ocupa-. Pero, si más no, hay un esfuerzo bastante especial por parte de Reed de transmitir esa lúgubre fisicidad, que si bien tendrá matices un tanto caricaturescos –ese empeño en mostrar retratos de Stalin ubicados de manera casi cómica por cualquier rincón del lado oriental-, no es menos cierto que en otros momentos revestirá un notable impacto –pienso, sobre todo, en la ya comentada manera de mostrar al inicio la vivienda de los Mallison, ubicada en un entorno casi fantasmal, en medio de las ruinas de la ciudad-.

 

El otro elemento que brinda al film de Reed un apreciable grado de interés, se centra de manera lógica en la progresiva relación mantenida entre Ivo y Suzanne. Es algo que llegará al espectador desde el instante en que ambos comienzan a conocerse de hecho a partir del rapto que esta sufre por parte de cierto representante de oscuras organizaciones relacionadas con el traspaso de fugitivos de la zona oriental. La persecución que viven ambos –por más que en ella Reed incida de nuevo y de manera un tanto molesta en el uso de planos inclinados- y, sobre todo, la noche que vivirán escondidos en una vieja vivienda huyendo del acoso de la policía, permitirán a mi modo de ver los mejores momentos, acentuados por la ajustada y cercana planificación del realizador, centrada en los agudos diálogos y en la química que brindan unos espléndidos Mason y Bloom. En ese progresivo reencuentro de uno con otro, se centra el mayor grado de intensidad de una película que también ofrecerá un aspecto de interés en esa amistad sincera que se brinda por parte de Ivo al pequeño muchacho que, bicicleta en ristre, lo seguirá y ayudará en todo momento –magnífica la forma con la que Suzanne atisba la ausencia de Ivo a una cita incómoda para ambos, a través de las huellas que el muchacho deja con dicha bicicleta-.

 

Pese a estas cualidades, que en algunos momentos incluso alcanzan un notable grado de intensidad, lo cierto es que en THE MAN BETWEEN se atisba una cierta sensación de déjà vu, un acusado indicio por parte de Reed de rememorar éxitos pasados, lo cual en sí mismo no tendría nada de malo. Sin embargo, esa sensación se agranda al contemplar el escaso interés y el formulismo que adquiere la intriga, la escasa simpatía que desprende el personaje de Bettina, el nulo tratamiento que tiene el de Martín –sobre cuya relación de ambos se establecerá un apunte bastante artificioso, anulando el matrimonio que los une ya que la aparición de Ivo recuerda que esta estuvo casada previamente con este antes de que se le diera por muerto en su lucha de guerra aliado con los nazis-. Unamos a ello el apresuramiento con el que la película concluye, anulando la intención trágica que se pretende, y pareciendo que su final se rodó casi, casi de un día para otro, y se entenderá ese irregular pero ocasionalmente notable resultado final. De tal forma, el film de Reed bascula entre la frontera de un revisionismo ya un tanto caduco, y la muestra de sus capacidades para mostrar conflictos humanos desarrollados dentro de un contexto dominado por dificultades y estrecheces.

 

Calificación: 2’5

OUTCAST OF THE ISLANDS (1952, Carol Reed) El desterrado de las islas

OUTCAST OF THE ISLANDS (1952, Carol Reed) El desterrado de las islas

Si tuviera que definir de alguna manera OUTCAST OF THE ISLANDS (El desterrado de las islas, 1952. Carol Reed) lo haría con la mezcla de dos conceptos. La de ser un título imperfecto y lleno de irregularidades, y al mismo tiempo la de lograr en su conjunto sobresalir con vida propia. Curiosa paradoja en la obra del irregular Carol Reed, caracterizado por una filmografía de títulos de probada profesionalidad y no siempre acompañados de la necesaria inspiración, que logró en esta ocasión uno de sus films más atractivos, y al mismo tiempo dominado por deficiencias que impiden que nos encontremos ante un título redondo. Ello a mi modo de ver no limita el encontrarnos ante un conjunto atractivo y, lo que es más difícil, dotado de vida propia. Es probable que esa extraña cualidad que atesoran muchas obras artísticas, quizá menos acabadas y perfectas que otras, pero que finalmente logran superar esas limitaciones aparentes, sean las que han favorecido un limitado culto de esta adaptación del relato de Joseph Conrad, que en España ha tenido en Miguel Marías su valedor más entusiasta –para ello solo hay que leer el artículo que sobre la película insertó en el volumen realizado con motivo de la retrospectiva que se dedicó a Reed con motivo del Festival de San Sebastián 2000-. Nunca es tarde para intentar recuperar un insólito exponente del cine de aventuras, extraña por su configuración, sus oscilaciones, la manera que tiene de descender a ciertos entornos poco habituales para plasmar comportamientos poco mostrados en la pantalla, y revelando con ello flaquezas inherentes a la condición humana. Es en esa capacidad para penetrar en unos perfiles y matices psicológicos en ocasiones incluso incómodos de contemplar, y hacerlo dentro en un relato enmarcado dentro del contexto del cine de aventuras –aunque pronto la progresión del mismo nos lleve a derroteros más austeros e interiorizados-, donde probablemente se encuentren las mejores virtudes de OUTCAST…, destacándolo de las limitaciones –generalmente de producción y quizá de montaje, aunque también del respeto inicial a ciertas convenciones ligadas al género; el abuso de danzas y motivos folklóricos-, que de manera intermitente se detectan en su resultado.

 

Peter Willems (Trevor Howard) es un arrogante y aprovechado hombre de mar que de la noche a la mañana, se ve descubierto en una turbia maniobra financiera. Ayudado por el veterano y siempre protector capitán Lingard (Ralph Richardson), será trasladado hasta una lejana isla del Pacífico donde en principio estará a las órdenes del atildado Elmer Almayer (Robert Morley), aunque muy pronto se irá despegando de dicho marco, internándose de manera irresponsable en aquel contexto indígena, teniendo en la memoria el destino de las rutas que llegaron hasta allí con la secreta intención de obtener beneficio de dicha secreta información. Todo cobrará, sin embargo, un perfil totalmente opuesto con la repentina fascinación que el protagonista sentirá por la joven Aissa (Kerima), hija del anciano líder de una tribu local. Será un elemento que de una inicial fascinación irá convirtiéndose en auténtica obsesión, ejerciendo incluso como detonante para vivir la rebelión de los indígenas contra Almayer, y permitiendo finalmente que Willems se establezca como comerciante, pese a haber logrado tal escalafón aprovechándose fraudulentamente de secretos marítimos de ruta. De nada le servirá esta estabilidad material, e incluso el hecho de lograr mantener su relación con Aissa. Todas estas circunstancias lo han transformado e incluso enajenado, viviendo aislado de todos y dominado por obsesiones tan intangibles como terribles en su simple evocación.

 

En la manera de lograr expresar la complejidad y trasladar a la imagen atractivos matices de índole psicológica, es donde se encuentran los ecos más efectivos del film de Carol Reed, que tiene a su favor la peculiar impronta de su sombrío blanco y negro –obra conjunta de Ted Scaife y John Wilcox-, la ocasionalmente inspirada partitura de Brian Easdale -su tema definitorio es de una gran belleza-, el alcance telúrico de sus exteriores y, sobre todo, la progresión que adquiere su fondo dramático a partir de unos minutos iniciales en los que el realizador quizá abusa demasiado en el uso enfático de los primeros planos, centrados en unos personajes y unos diálogos que quizá entorpezcan el alcance que paulatinamente va expresando la propia fuerza de sus imágenes. Y es que en OUTCAST… tiene una mayor hondura la mirada que el diálogo. Afortunadamente, la película poco a poco –entre transparencias ostentosas y un montaje ocasionalmente abrupto- va centrando un objetivo sinuoso, extraño y, en última instancia, deslizándose por un sendero insondable en el que se combinan algunos de los sentimientos y rasgos menos reconocidos –aunque no por ello menos presentes- en el comportamiento humano. Es así como el retrato que se ofrece del protagonista nos aparecerá evolucionando desde un ser egoísta y despreciable, progresivamente ensimismado por una joven que modificará su perfección de las cosas, y finalmente nos aparecerá como un auténtico muerto en vida, aislado ya por completo en el posterior devenir de su existencia de cualquier atisbo de humanidad y, lo que es peor, dominado por un mundo interior del todo atormentado. Se trata de perfiles y matices no precisamente fáciles de mostrar en la pantalla pero que, por fortuna, Carol Reed logra integrar en esencia, plasmando momentos y personajes realmente fascinantes. Dentro del primero de los enunciados, sería imposible dejar de destacar el episodio en el que los nativos se revelan contra la tiranía de Almayer, torturando a este atado a un camastro y siendo oscilado entre grandes árboles, con el fondo de una hoguera y entre el jolgorio general. Un fragmento que podría servir incluso como precursor de LORD OF THE FLIES (1963, Peter Brook) e incluso el Alexander Mackendrick de SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963) y A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965), que alcanza una fuerza casi inusitada plasmando un grado extremo de crueldad poco habitual en el cine de su época. Dentro de esas secuencias admirables tampoco se debe dejar en el olvido el fragmento final –con connotaciones casi westernianas- en el que nuestro protagonista se mostrará plenamente dominado por sus demonios interiores, convirtiéndose su entorno vital en un auténtico marco fantasmal en el que la fuerza de la lluvia adquiere un rasgo de liberación.

 

Pero es en el terreno de descripción de personajes donde el film de Reed tiene uno maravillosamente definido –algo en lo que quizá tenga bastante que ver la presencia de la excelsa Wendy Hiller- como es el de la siempre sumisa esposa de Almayer, atraída secretamente por Willems –quizá por lo que este representa de ruptura con la rutina que vive día a día como madre y ama de casa-. La delicada manera con la que intuimos esa insatisfacción interior de Mrs. Almayer, proporciona algunos de los pasajes más sutiles de un relato dominado precisamente por una textura más brusca. Junto a ella, no puedo dejar de resaltar la muda presencia de ese niño que sigue constantemente al protagonista sin lograr jamás la simpatía de este, representando esa inocencia nativa, fascinada por la llegada del extraño y el aventurero. Todo ello en una plasmación física del relato caracterizada por una textura creíble y densa, en la que quizá solo incida negativamente la presencia de sintonías y danzas autóctonas, uno de los tópicos recurrentes en el cine de aventuras.

 

Sin embargo, probablemente OUTCAST… no alcance la totalidad de sus objetivos, quizá por la equivocada elección y definición de dos de sus principales personajes. El primero de ellos es el que interpreta Trevor Howard. Brillante y seguro intérprete, a mi modo de ver se erige como un notable miscasting, no logrando empatizar en ningún momento con el espectador quizá por su conducta censurable, ni siquiera cuando vemos que este se consume entre sus sufrimientos. Sinceramente, no creo que sus características como intérprete fueran las más adecuadas para encarnar su rol protagonista. En alguna medida, eso sería algo extensible a la presencia de un Ralph Richardson que en sus primeras apariciones deviene un personaje mal maquillado pero que, curiosamente, en su retorno al contexto de la acción y a la pantalla, sí logra dar entidad y convicción a su labor.

 

Así pues, entre limitaciones y elementos insertados casi a trallazos, emerge a contrapelo la fuerza de una película de gran intensidad paisajística y alcance telúrico, permitiéndonos atisbar todo un abanico de comportamientos y sensaciones, con el recurso al mundo literario y expresivo de Joseph Conrad –no faltan voces que apelan al film de Reed como la mejor adaptación del universo del reconocido escritor- en el ámbito de un género muy en boga en aquellos años. En la medida de lograr un producto de alcance interior, sustrayéndose a convenciones inherentes en el mismo, puede decirse que nos encontramos con una de las más atractivas propuestas que el cine de aventuras brindó en esta vertiente en aquellos años. Una película en la que quizá falle lo más fácil, pero que triunfa finalmente al alcanzar cotas admirables dentro de unos perfiles descriptivos y psicológicos de gran complejidad.

 

Calificación: 3