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CINEMA DE PERRA GORDA

George Marshall

THE BLUE DAHLIA (1946, George Marshall) La dalia azul

THE BLUE DAHLIA (1946, George Marshall) La dalia azul

Dentro de la mitología legada por el extraordinario bagaje del cine negro norteamericano, existió una pareja que quizá no se podría situar en una primera fila como el caso de Bogart y Bacall, o el de figuras aisladas formadas por James Cagney, Edward G. Robinson, Barbara Stanwyck, Robert Mitchum o la propia y efímera Jane Greer, por citar unos ejemplos. Sin embargo, no sería justo hacer una reseña más o menos completa de este periodo fundamental para el cine USA, sin mencionar al dúo formado por Alan Ladd y Verónica Lake, intérpretes ambos de varios films del género muy populares a partir de su unión en 1942 con THIS GUN FOR HIRE (El cuervo, 1942, Frank Tuttle) –un gran éxito en su momento-, protagonizando el mismo año THE GLASS KEY, esta bajo la dirección de Stuart Heisler. Cuatro años después, la pareja se unió nuevamente bajo el amparo de su estudio de siempre –la Paramount-, protagonizando THE BLUE DAHLIA (La dalia azul, 1946), contando con la dirección de un hombre surgido del cine cómico de Laurel & Hardy y que ha desarrollado una desconcertante y desigual carrera, alternando films interesantes con auténticas aberraciones, pero siempre con el marchamo de su falta de personalidad fílmica: George Marshall.

De cualquier manera, y habiendo visto en ocasiones precedentes los títulos antes señalados de la pareja, lo cierto es que este THE BLUE DAHLIA, constituye el mejor de los tres señalados, al tiempo que una de las más brillantes realizaciones del mencionado Marshall –al menos en los más de veinte títulos suyos que he logrado ver-. En esta ocasión, frente a la cierta tosquedad y maniqueísmo que lastraban tanto THIS GUNS FOR HIRE como THE GLASS KEY, nos encontramos ante una propuesta mucho más elaborada y elegante, en la que se da pie a un cierto porcentaje de mórbido melodrama y en donde quizá cabría encontrar ciertas huellas de la impronta dejada tras el éxito un par de años antes por la magistral LAURA (Idem, 1944) de Otto Preminger.

Johnny Morrison (Alan Ladd) regresa del ejército junto con sus dos amigos Buzz (William Bendix) y George  (Hugh Beaumont), y ya en el primer momento descubrimos la secuela que en el cerebro ha quedado en el personaje de Buzz. Johnny quiere reencontrarse con su esposa Helen (una fascinante Doris Lowling), aunque muy pronto se da cuenta de que esta prácticamente lo ha olvidado, disfrutando de su vida entre fiestas en su domicilio y manteniendo una relación con el dudoso dueño del un club –el que da título al film-: Eddie Harwood (un excelente Howard Da Silva). A partir de una discusión de los dos esposos, Johnny abandona el que era su hogar y huye entre la lluvia, siendo recogido por Joyce (Verónica Lake), fingiendo ambos identidades falsas, ya que esta es la esposa fugada de Eddie. Mientras tanto, esa misma noche una serie de visitas al domicilio de Helen culminan con el descubrimiento de su cadáver a la mañana siguiente. A partir de ahí se desarrollan diversas historias paralelas: la persecución de Johnny como principal sospechoso, los diversos chantajes propiciados por el vigilante de la zona donde residía la asesinada, la progresiva relación e incluso ayuda que ofrece Joyce a Johnny, o los nada claros devaneos del acaudalado Eddie, con un turbio pasado. Todo ello sin olvidar los manifiestos síntomas mentales que se producen periódicamente en Buzz al escuchar sonidos altisonantes. La complejidad de las situaciones que se desarrollan de forma paralela, no finalizarán hasta que quede resuelta la identidad del autor del asesinato –que dicho sea de paso resulta un tanto rebuscada-. Sin embargo, el devenir de THE BLUE DAHLIA resulta impecable en su desarrollo. Desde la aplicación de brillantes soluciones narrativas –el instante en que Johnny descubre como su esposa le es infiel. El momento en que gracias a una polvera Joyce se reencuentra con Johnny. La importancia de la presencia de la lluvia en la secuencia clave que culmina con el asesinato –elíptico- de Helen, y que relaciona a todos los principales personajes de la narración, hasta el magnífico uso que se ofrece de esas propias “dalias azules” que casi simbolizan un elemento de atractiva maldad. No olvidemos tampoco los magníficos diálogos –en los que hay que subrayar con mayúsculas la presencia como guionista de Raymond Chandler, a partir de un relato propio-. Todo en THE BLUE DAHLIA provoca una sensación de elegante malignidad y, en ocasiones, de perdida lucidez –como provocan las últimas palabras de Eddie Harwood a Johnny –tras ser este liberado de su secuestro-, poco antes de ser asesinado de forma fortuita, y evocando su pasado como accidental delincuente y asesino.

Indudablemente, nos encontramos un film dedicado a la pareja formada por Alan Ladd y Veronica Lake y en ella se encuentran al mismo tiempo virtudes y limitaciones. Y si artificioso resulta su encuentro inicial, la evidencia es que su desarrollo nos muestra una evolución de sus relaciones ciertamente atractiva. También en esta ocasión Ladd ofrece por su lado su exagerada arrogancia y limitaciones como actor –cuando se pone a pegar puñetazos no hay quien se lo crea-, pero no es menos cierto que su presencia tiene un innegable carisma y llena la pantalla por completo, por más que –una vez más, y como posteriormente haría en sus posteriores películas de aventuras ubicando una secuencia en la que aparecía con el torno desnudo-, no falte en esta ocasión una secuencia masoquista en la que sufre una paliza y es atado –como sucedía en los dos títulos antes citados-. Por su parte, la Lake aplica nuevamente su fascinación de mujer de apariencia angelical –lo que le sirvió en su momento para practicar la comedia con bastante acierto-, que en el fondo esconde un pasado lleno de incógnitas. Aún con irregularidades de corto alcance, lo cierto es que THE BLUE DAHLIA es un título estupendo, que se devora con verdadera satisfacción, y que constituye uno de los ejemplos más valiosos entre los títulos protagonizados por una pareja célebre en su momento, así como una válida aportación a la pantalla del universo literario de Raymond Chandler.

Calificación: 3

NEVER A DULL MOMENT (1950, George Marshall) ¡Que vida esta!

NEVER A DULL MOMENT (1950, George Marshall) ¡Que vida esta!

Artífice de una extensísima filmografía que hunde sus raíces en el terreno del cortometraje en el periodo silente, y se prolonga a una dispersa trayectoria televisiva, lo cierto es que la andadura del norteamericano George Marshall aparece revestida de títulos prescindibles –sobre todo en sus escarceos con estrellas cómicas de escaso calado, como Bob Hope-, pero en la que se encuentran no pocos títulos de notable atractivo. Y es que Marshall fue un artesano sin una personalidad definida, pero al que no se puede negar en sus mejores momentos, la aplicación reiterada de una mirada serena y distanciada, al implicarse en la dinámica que marcan su simbiosis de dos géneros tan opuestos en apariencia como son el western y la comedia. Puede decirse que en la confluencia de dicho ámbito, se puede situar lo más atractivo de la aportación de un profesional en el que quizá habría que apreciar precisamente dicha circunstancia, al intentar valorar quizá unos objetivos personales más definidos. Lo cierto es que NEVER A DULL MOMENT (¡Que vida esta!, 1950) aparece como un ejemplo perfecto de dicho enunciado, percibiendo en todo momento las maneras que utiliza Marshall en su práctica de la comedia, en esta singular variación de la sempiterna “guerra de los sexos”, dentro de un contexto que, más allá del cine del Oeste, aparece ligado tangencialmente a la Americana, hasta el punto de que, por momentos, podría casi aparecer como un inesperado precedente del BUS STOP escrito por William Inge, y llevado a la pantalla por Joshua Logan en 1956.

En esta ocasión, la acción se inicia en un rodeo, donde una famosa cantante, soltera, ha convocado un rodeo benéfico. Será el punto de partida para que la anfitriona Kay (Irene Dunne), conozca a Chris (Fred McMurray), empujado este último por su fiel compañero, el bruto Orvie (Andy Devine). En muy pocos días, la pareja contraerá matrimonio, viajando los ya confirmados esposos al rancho del marido, y abandonando por completo su trayectoria como prestigiosa cantante. En su nuevo ámbito, pronto conocerá a las dos pequeñas fruto del anterior matrimonio del que Chris enviudó –Nan (Nathalie Wood) y Tina (Gigi Perreau)-. Muy pronto se hará evidente el contraste que para la recién llegada, planteará aclimatarse a vivir en un mundo rural y polvoriento, lleno de animales, en donde hay que madrugar, la vida deviene rocosa, y se ausenta por completo cualquier amago de sofisticación. Todo ello, al margen de tener que convivir con vecinos irascibles –Mears (Wiliam Demarest)- o una serie de mujeres chismosas, que no dudarán incluso en invadir cualquier conversación telefónica. Kay intentará ser útil en todo momento, aunque en no pocas ocasiones ese voluntarismo se transforme en ostentosas metidas de pata, que en su acumulación, concluirán en provocar una por otra parte no deseada ruptura del matrimonio, tras la cual ella intentará retomar su carrera como cantante, mientras él tendrá que volver a los rodeos, para obtener el dinero preciso en retomar su rancho.

Adaptada a la pantalla, a partir de una novela autobiográfica de la cantante Kay Swift, el atractivo de NEVER A DULL MOMENT se sostiene con el planteamiento de dos mundos opuestos –al modo del que muchos años después plantearía el Vincente Minnelli de DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957)-, tomando como base la seguridad de un reparto impecable, sobre el que destacará la mirada siempre oportunamente distanciada proporcionada por George Marshall, quien por momentos llega a recordarnos su ligazón al mundo cómico de Laurel & Hardy, ya que llegó a  realizar algunas de sus películas. Esa capacidad para provocar la hilaridad sin alterar apenas el tano de la cámara, es a mi modo de ver la clave para la efectividad de una comedia que empieza a funcionar muy poco después de iniciarse, con esa impagable metáfora visual del discurrir de las botas de Chris por la habitación del hotel donde se hospeda Kay, inicialmente de manos de Orvie, y poco después ya él solo de manera decidida. Será una de sus más valiosas soluciones visuales cómica, en una película que, gozosamente, abunda en ellas. Ese travelling de retroceso, que nos describe como el coche de Chris está siendo remolcado por su caballo, tras estropearse. La caída de Orvie en la valla metálica, siendo rodeado por su fuerza de forma reiterativa. El impagable personaje de la sirvienta india, que será despedida por la nueva dueña de la casa al haberse puesto de manera grotesca su vestido y utilizado su perfume preferido. O, en fín, el tropiezo de esta en una tabla de la habitación de la pareja, que le costará una caída…

Con ser incansable –y muy efectivas- esa situación de situaciones y momentos cómicos, incluso desternillantes, considero que hay episodios que revelan de forma muy clara la destreza que Marshall albergaba a la hora de describir valiosas situaciones corales e incluso resultar ejemplar al aplicar un singular tempo cómico, pese a que en primera instancia, pueda parecer que utiliza una puesta en escena totalmente transparente y sencilla –o quizá precisamente debido a ello-. Para ello, no hay más que evocar ese largo y desternilante episodio en el que los recién llegados, ya a punto de acostarse, reciben una molesta serenata de sus vecinos que no podrán eludir, llenándose la casa de invitados, en un fragmento lleno de sentido del ritmo. A su ventana se apostará el quisquilloso Mears, a quien Kay intentará atraer para lograr su simpatía, viviendo un embarazoso tropiezo en el baile, que resultará humillante para este, al tiempo que hilarante para todos los presentes. No acabarán ahí las situaciones divertidas, siempre dentro de un juego de cámara preciso, dispuesto en todo momento a la complicidad de sus intérpretes. Una vez la pareja vaya a descansar, al poco irrumpirán en ella un grupo de amigos, como si procedieran de una película de Preston Sturges, despertando al matrimonio y, sobre todo, sometiendo de una involuntaria tortura a la esposa, a la que incluso destrozarán su cama, y arreglarán posteriormente ¡sin llegar a levantar a esta de la misma!.

Lo cierto es que NEVER A DULL MOMENT aparece hilarante en todo momento. Sus equívocos y situaciones resultan efectivas casi siempre, oscilando entre unos matices screewall con otros directamente heredados del slapstck silente. Comedias como esta, podrían insertarse en ese periodo intermedio en el que el género se preparaba para esa renovación posterior, en la que curiosamente, Marshall participó de forma tangencial, aunque su impronta de raíz clásica se mantuviera en sus desiguales comedias de finales de los cincuenta, e inicios de los sesenta, en la que su eficacia iba pareja a la estrella cómica a la que acompañaba como director. En este caso, es indudable que la película tiene su principal aliado en la presencia, los recursos, la complicidad, el sentido del ritmo y la sensibilidad, de una de las mejores actrices que el género aportó en el Hollywood clásico. Irene Dunne ilumina todos y cada uno de los planos en que aparece, a modo de auténtica sinfonía del tempo cómico, a modo de espontáneo ballet que eleva y extrae de su planteamiento todas sus posibilidades. La capacidad de Marshall de establecerse casi como observador invisible, con largos planos casi sin desplazamientos de cámara o leves reencuadres, son aprovechadas por la Dunne para desplegar su inmenso talento, hasta límties casi inverosímiles, que por su inverosimilitud aparecen definidos casi por su espontaneidad. Es decir, que hayan surgido en pleno rodaje, y la cámara los filmara al bueno. Evidentemente, no sería así, pero el momento concreto en que Jay, a punto de abandonar el rancho, pisa de nuevo ese tablón suelto, y lo vuelve a pisar, esta vez irritada, de forma deliberada, elevándose la alfombra hasta casi el techo, es una muestra de esa feliz inspiración cómica, en una película pródiga en dicha apuesta. A su lado, McMurray ofrece un oportuno contrapunto, aunque siempre sabiendo aparecer como soporte complementario al inigualable talento de la Dunne, mientras que Andy Devine aparece divertidísimo en su eterna caricatura de bravucón con corazón de oro. No faltará, incluso esa presencia cómica de los animales, de mano del sofisticado perro de la antigua cantante, pronto subyugado por la vida del campo, en una faceta que tan bien aprovecharía pocos años después, el gran Frank Tashlin.

Calificación: 3

YOU CAN'T CHEAT AN HONEST MAN (1939, George Marshall)

YOU CAN'T CHEAT AN HONEST MAN (1939, George Marshall)

Apenas recordado en nuestro país, aunque sobradamente conocido en Estados Unidos, la figura de William Claude Duckenfield, conocido artísticamente como W. C. Fields (1880 – 1946) evoca a una de las personalidades más singulares de la comedia cinematográfica. Aunque con una experiencia previa en los escenarios del espectáculo, ya en el cine mudo –David W. Griffth llegó dirigirle en la estupenda SALLY OF THE SAWDUST (Sally, la hija del circo, 1925)-, Fields fue consolidando llegado el sonoro un personaje de misántropo e impenitente gruñón, desprendiendo una visión del mundo en que vivía donde predominaba una mirada acre que bien pudo suponer el precedente de la propuesta por el mismísimo Preston Sturges en las diatribas satíricas que compusieron su filmografía. La diferencia residió en este caso en que las inyectivas procedían de la mano de su propio personaje, en torno al cual se ejecutaron una serie de comedias, algunas de las cuales se han erigido en auténticos clásicos dentro de la producción del género, especialmente en el ámbito que aborda la segunda mitad de la década de los años treinta. Comedias de punzante ironía y moderna estructura, que preludiaron exponentes más reconocidos –que no mejores- como los de HELLZAPOPPIN (Loquilandia, 1941. Harry C. Potter) . El mundo de W. C. Fields combinaba con rara perfección su desprecio a una serie de convenciones sociales, pero lo hacía además a través de unos vehículos fílmicos que desafiaban las escrituras del nonsense, lindando más con un enfoque surrealista del mismo, y no alejándose en absoluto de los mejores logros de los Marx Brothers.

Dentro de dichas características, podemos integrar YOU CAN’T CHEAT AN HONEST MAN (1939, George Marshall) –aunque codirigida sin acreditar por Edddie Cline, habitual colaborador del cómico-. En aquellos años, Marshall además se encontraba en un buen momento al haber firmado uno de sus títulos más reconocidos, el western humorístico DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), y resulta bastante claro que supo someterse al mundo cómico y creativo de la estrella protagonista, tal y como viene sucediendo en todos aquellos que protagonizó en el periodo más fértil de su filmografía –por otro lado no demasiado extendido-. En esta película, nuestro actor encarna a Larson E. Whipsade, el trapisondista director de un desvencijado circo, que huye de estado en estado escapando de acreedores y policías que lo persiguen para determinar de forma infructuosa que pague sus cuantiosas deudas. Por otro lado y a distancia se encuentra su hija Victoria (Constante Moore), una chica sensible que está siendo cortejada por el adinerado y atildado Roger (James Bush), perteneciente a una aristocrática familia, pero al que la muchacha  solo considera un amigo. Y ello pese a la insistencia que le brinda su propio hermano Phineas, recordándole la delicada situación económica que vive su padre.

Será esta una breve pincelada melodramática, puesto que el conjunto de YOU CAN’T CHEAT AN HONEST MAN se desarrolla en sus menos de ochenta minutos de duración, a través de un sendero de comedia alocada que prescinde casi por completo de un guión estructurado como tal, para establecerse por el contrario como una sucesión de fugas cómicas, donde impere tanto el sentido del ya aludido nonsense, tamizado todo ello por esa visión llena de misantropía propia de los títulos que protagonizara Fields. Un cómico que nos es presentado de manera ingeniosa, huyendo en la caravana que forman los diferentes carruajes del circo, perseguidos por un coche de policía, y apareciendo su personaje entre una ventanilla que nos simula estar inmerso en un cuerpo de mujer –un poco como lo que se presentaría bastantes años después en la notable ARTIST AND MODELS (1955) de Frank Tashlin. Será una divertida y dinámica manera de hacer entrada en la imagen a un ser caracterizado por su constantes demostraciones de mal humor, capacidad para engañar a sus perseguidores, al público en general -sobre todo a aquellos que pretendían engañarlo a él, como esos dos individuos que compran entradas para la función intentando estafarle-. Así pues, dotando al conjunto de un envidiable sentido del ritmo, combinando las afiladas réplicas del responsable circense, su manera de escabullirse mediante improvisados disfraces de sus perseguidores, en realidad el film de Marshall –y Cline- se desarrolla como un divertimento libre y desprejuiciado, en el que el desprecio a las convenciones de la comedia clásica, va firmemente opuesto con una serie de disgresiones bastante divertidas, heredas en buena medida del slapstick mudo –no olvidemos que tanto Marshall como Cline fueron artífices de no pocas producciones cómicas en el periodo silente-. En este sentido, el marco de ese circo se aprovecha convenientemente –bastante más que en la blanda AT THE CIRCUS (Una tarde en el circo, 1939. Edward Buzzell) protagonizada por los Marx, para establecer una serie de personajes y situaciones a cual más estrambótica, en una sucesión de surrealistas pinceladas que suelen funcionar en su anárquica presencia. Sin embargo, entre las mismas, hay dos facetas que me gustaría destacar de manera poderosa. La primera de ellas deviene en la presencia de The Great Edgar (Edgar Bergen) -¿Lo recuerdan en la estupenda LETTER OF INTRODUCCTION (Carla de presentación, 1938) de John M. Stahl?-, un atractivo ventrílocuo que poco a poco irá dejando con vida propia a sus criaturas, cobrando estas un creciente y alocado protagonismo en la función, hasta elevarse junto a su dueño por un globo, otorgando a dicho episodio la impronta del cartoon. La manera con la que la vida propia de sus dos marionetas irá adquiriendo presencia en la función, contribuyendo en acrecentar ese grado de locura que caracteriza a la función. En su oposición, el personaje de Edgar supondrá el contrapunto romántico para que Victoria se enamore muy pronto de él cuando viaje hasta se reencuentre con su padre y compruebe la situación en la que este permanece inmerso.

Un cierto grado de almibaramiento que, por fortuna, no logra invadir el conjunto del metraje, y que tiene otro punto de inflexión en la visita que Whipsade realiza a la mansión de los Bel-Goodie, donde Roger espera infructuosamente a su prometida Victoria, para en principio conocer al que iba a ser su suegro. La llegada de este antes de su propia hija, provocará el casi demoledor contraste entre este hombre provisto de una carga casi demoledora hacia esa clase social. Como si se tratara de una mixtura entre el posterior Buñuel de EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) y los eternos enfrentamientos de Groucho Marx con Margaret Dumont, Fields descargará su incansable metralla dialéctica contra la matriarca de la familia, a la cual martirizará constantemente con la mención de esas serpientes que provocarán en ella constantes y delirantes desmayos. Provocaciones insertas cuando el espectador casi desea que se produzcan, marcando una por momentos delirante catarsis, que quedará diluida en una pequeña medida con la consolidación del romance entre Victoria y Edgar, pero que no impedirá que esa vertiente casi surrealista que se ha ido extendiendo a lo largo del metraje, deje el regusto de ese modo de entender la comedia. Una tendencia que sobrepasaba las fronteras de la lógica, manteniendo en pleno ámbito del sonoro unas fórmulas de contrastada y probada solvencia en el cine mudo, al tiempo que extendiendo sobre ellas la personalidad de una de las figuras que forjaron la transición de ambos periodos en el ámbito del burlesco norteamericano. Ese W. C. Fields que en nuestro país ha quedado injustamente relegado al olvido, quizá por que varios de sus principales títulos nunca llegaron hasta públicos españoles.

Calificación: 3

HOUDINI (1953, George Marshall) El gran Houdini

HOUDINI (1953, George Marshall) El gran Houdini

Ejemplo casi canónico de película familiar y efectiva propuesta de entertainment en el cine USA de la década de los cincuenta, HOUDINI (El gran Houdini, 1953), funciona casi a la perfección a varios niveles. En primer lugar, propone uno de los más efectivos y singulares biopics de su tiempo –un período donde la recurrencia a esta faceta cinematográfica fue considerable-. Por otro lado, fue el primero –y quizá el mejor- de los tres títulos que aprovecharon en la pantalla la relación matrimonial establecida por la pareja formada por los jóvenes Tony Curtis y Janet Leigh. Del mismo modo, es una película que dentro de sus aires amables esconde por un lado ese extraño sentido del fantastique que rodeó todas las producciones de George Pal, y por otro deja entrever según va discurriendo su metraje, una nada solapada visión de tragedia –no olvidemos la presencia del prestigioso y controvertido Philip Yordan como guionista, a partir de la novela de Harold Kellock- en torno a su protagonista, aunando en ocasiones ambas facetas y proporcionando al conjunto una extraña patina, especialmente en un tercio final, donde ese aura describe la obsesión de un artista del escapismo por la búsqueda de la muerte o, por decirlo de forma más certera, de ese mas allá que intenta descubrir de manera acelerada e infructuosa. Que el conjunto llevara la firma de ese desconcertante artesano que fue George Marshall –especialmente a gusto cuando se trataba de rodas títulos que aunaran el western o la comedia-, revela hasta que punto profesionales sin una personalidad definitiva, podían acometer con enorme competencia proyectos en los que sobrellevar a su cargo un equipo solvente –y el de HOUDINI lo es desde el primer instante-. Y en el caso de Marshall, pese a la irregularidad de su filmografía, se encuentran especimenes de interés que se adentran incluso hasta finales de la década de los sesenta –la sorprendente e infravalorada HOOK, LINE AND SINKER (Pescador pescado, 1967) Uno de los últimos títulos valiosos protagonizados por Jerry Lewis, a quien dirigió en diversas ocasiones)

En realidad, podríamos decir que con esta aportación de la Paramount nos encontramos con una visión dulcificada y actualizada del universo que en no pocas ocasiones trasladó a la pantalla Tod Browning especialmente en el periodo silente, o con posterioridad el Edmund Goulding de NIGHTMARE ALLEY (El callejón de las almas perdidas, 1947). Es decir, de nuevo el cine plantea una visión sombría del mundo del espectáculo en su vertiente de traslación de una fantasía al público, tras la cual se encuentra un conflicto interior en unos protagonistas, que esconderán tras su empeño quizá una búsqueda de sí mismo o, por el contrario, unas patologías de extraña complejidad. Todo ello se da cita en una película que destaca poderosamente por su excelente sentido del ritmo –lo cual no evita que disfrutemos de secuencias en las que su tempo se relaje e incluso cobre un aura romántica-, merced al montaje aplicado por George Tomasini, dentro de un espectacular cuadro técnico en el que encontramos nombres tan reconocidos como Ernest Laszlo (fotografía), Hal Pereira (vestuario), Roy Webb (música), Edith Head (vestuario), además de los ya citados. Sin duda, resulta bastante claro que la Paramount decidió apostar fuerte en una película que discurre de entrada con un admirable sentido de la ligereza, introduciéndonos mediante el encanto y la química que desprende la pareja protagonista, en el mundo de Harry Hopudini (Curtis), desde sus primeros pasos trabajando como una supuesta y camuflada fiera en un pequeño conjunto de atracciones que se ofrece dentro del parque de Coney Island. Allí al mismo tiempo ejerce como mago, y será el primer contacto que mantenga con la joven Bess (Janet Leigh). Una vez contemplada la película, y percibiendo esa extraña atmósfera que atesora en ocasiones, parece que dicho encuentro queda marcado por el destino. Y es que una de las virtudes de HOUDINI proviene de esa combinación de texturas fílmicas que se establecen en su trazado –comedia, melodrama, fantasía, biopic-, que de manera paulatina irá dejando paso a un creciente alcance sombrío, que llegará a transformarse en auténticamente mortuorio. De manera insólita en un título de estas características, el recorrido sentimental y profesional del conocido mago, va marcado por un sentido de la progresión casi ejemplar, a través de esa concatenación de secuencias y episodios que van delimitando la obsesión del protagonista por eludir una vida laboral en una fábrica de cerraduras –a la que se ha visto acarreado por petición de la que ya se ha convertido en su esposa-, y retornar a su pasión por la magia, que siempre aduce ofrece con una base física, pero que el relato no deja de mantener en una inquietante y ambivalente aura lindante con lo sobrenatural. En ello tendrá especial significación la magnífica secuencia en la que Houdini asistirá a una celebración en donde se encuentran congregados varios magos, participando finalmente en una prueba de escapismo en la que será el único que logre desprenderse de una camisa de fuerza. La planificación del episodio, la fijación de la mirada del mago a una piedra que procede de una lámpara, la atmósfera que se plasma en la pantalla, y la visión que de dicha situación ofrece la visión que le ofrece el veterano profesional que ha propiciado la prueba –de la que los demás participantes serán incapaces de superar-, introducirán en la película un elemento sobrenatural que, sin estar presente de manera abierta, comenzará a proporcionar al metraje posterior de una creciente aura en la que entrará la figura siempre ausente y deseada de un legendario mago alemán al que Houdini querrá conocer, y que se retiró de la profesión al probar con éxito una supuesta desmaterialización. Todo ello irá aderezado con la aceptación por parte de Bess de la gira europea realizada por el mago –que utilizará a un periodista en Londres para propiciar una treta publicitaria que lo llevará a la cárcel, evadiéndose de ella y logrando con ello una enorme publicidad-.

A partir de ese momento, la fama del mago irá acrecentándose, actuando en diversos países europeos, hasta llegar a la Alemania de la época del Kaiser, donde será sometido a un pleito por supuesta falsedad –el episodio menos creíble del film, aunque en él introduzca un atractivo ardid, al lograr del juez que le introduzca en una caja de caudales, en realidad mucho más fácil de trabajar por dentro que por fuera-. Será el instante en que trabará contacto con Otto (el siempre ambivalente Torin Thatcher), secretario de ese mago que durante tanto tiempo anduvo buscando infructuosamente, y cuya residencia visitará en una secuencia magnífica, donde la inquietante y recargada escenografía e iluminación nos volverá a proporcionar ese elemento lindante con lo sobrenatural con el que la película coqueteará en no pocas ocasiones. Aunque este señale que el mago falleciera dos días atrás, por momento se tiene la impresión de que en realidad Otto no es otro que la propia figura retirada, que ha dejado a Harry una reproducción a escala de una especie de cámara de la que pueda escaparse.

Tras una exitosa gira de más de dos años, el retorno del escapista a Estados Unidos se saldará con una extraña indiferencia, provocando él mismo la atención del público sometiéndose a espectaculares pruebas en plena calle. Será el inicio de un nuevo periodo de esplendor, que finalmente motivarán a una prueba de gran espectacularidad y riesgo, proporcionando a su argumento su definitiva inmersión en ese aspecto fúnebre e incluso siniestro que ya no abandonará hasta su conclusión; la inmersión de Houdini encerrado en una caja metálica y sumergido en el interior de las aguas congeladas del río Hudson newyorkino. Será un episodio magnífico, donde el espectador llegará a sentir la tensión soterrada y lo gélido de los preparativos de la prueba, ocurriendo un accidente con la caída precipitada de la caja, y contemplando la angustiosa salida del mago, no por las dificultades de evadirse de su caja, sino por no encontrar la salida del hielo que se había practicado en la superficie –espléndido el detalle de buscar huecos de aire entre la parte superior de dicha superficie, para ir sobreviviendo. Bess se desmayará y, en un doloroso plano general en picado, contemplaremos el lugar donde se ha celebrado la prueba, con la sola presencia de la caja rescatada y vacía y el fiel Otto. Y es a continuación, cuando la película se inclina de manera definitiva en ese aspecto fúnebre que nos presentará el retorno, mostrado entre penumbra, como si fuera un fantasma, de Houdini a su domicilio, señalando que fue la voz de su madre la que le logró salvar de una muerte segura. La inesperada noticia del fallecimiento de esta, marcará una elipsis de dos años –resulta de manera admirable-, en la que el mago no cejará en la búsqueda de un contacto con ese mas allá que representa de forma palpable la figura de su desaparecida madre. Será una espiral en la que se entremezclará su deseo de retornar a su vocación, implicándose en esa “cámara de tortura” que le legó aquel mago alemán, y que le enfrentará con su mujer, en una casi obsesiva búsqueda de la muerte que culminará en esos planos finales, con el inolvidable “volveré, no se como, pero volveré”.

Provista de una cadencia que sabe oscilar desde la ligereza, lo lúdico y lo romántico, hasta acercarse a una atmósfera casi mórbida en su tramo final, HOUDINI es en el fondo una de las muestras más extrañas que propuso el cine norteamericano de los cincuenta, aunando diferentes grados de interés, de cara a un público de dispares inquietudes.

Calificación: 3

DESTRY (1954, George Marshall) [Honor y venganza]

DESTRY (1954, George Marshall) [Honor y venganza]

Responsable de una amplísima filmografía que se remonta al propio periodo silente -en el que filmó decenas de cortometrajes-, lo cierto es que George Marshall fue un tan competente como irregular artesano, incapaz de traducir en sus películas matices personales, pero que en ocasiones se desenvolvió con bastante agilidad dentro del western, la comedia –firmó varios de los títulos protagonizados por la pareja formada por Jerry Lewis y Dean Martin-, prestó su oficio a musicales bastante olvidables… En definitiva, ante una película de Marshall uno se podía encontrar ante lo mejor y lo peor, aunque cierto es que en especialmente en el primero de los géneros citados mostrara sus mayores habilidades. Y antes he señalado también su recurrencia en la comedia, en la que del mismo modo se encuentran títulos olvidables, pero de la que en la mezcla con el cine del Oeste logró algunos títulos francamente interesantes. Uno de ellos fue el lejano DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), y otro el mucho más cercano en el tiempo THE SHEEPMAN (Furia en el valle, 1958). Sin embargo, es mucho menos conocida otra de sus aportaciones en este subgénero –en el que quizá se desenvolvió mejor que en ninguna de sus otras vertientes genéricas, como fue la plasmación de un western no paródico, sino ligado a la comedia con una destreza y equilibrio bastante inusual-. Me estoy refiriendo en este caso a DESTRY (1954) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada digitalmente bajo el título de HONOR Y VENGANZA-. La misma en realidad aparecía como un nada encubierto remake de la mencionada DESTRY RIDES AGAIN, y en ambos casos basados en la novela de Max Brand –no olvidemos que incluso en 1932 ya se realizó una versión de dicha novela, protagonizada por Tom Mix-. Cierto es que la primera de ambas versiones goza de un considerable prestigio, mientras que el título que nos ocupa apenas si ha sido reseñado –estoy convencido que numerosos aficionados ni conocen su existencia-. Sin embargo, no me duelen prendas en reconocer que no solo DESTRY alcanza personalidad propia, sino que incluso se encuentra a la altura –aunque a partir de diferentes características-, del film que protagonizara en su momento el joven James Stewart y Marlene Dietrich.

Es probable que la mítica que indudablemente podría generar dicha pareja, sea un elemento que pueda jugar en contra a la hora de valorar esta producción realizada quince años después. El propio hecho del look más sombrío que emanaba de la versión de 1939, se prestaba indudablemente a su propia configuración en blanco y negro, frente al luminoso cromatismo de la Universal que propone la película que comentamos. Pero sin embargo, y partiendo de la base de dichas divergencias, lo cierto es que DESTRY poco tiene que envidiarle a su ilustre precedente, demostrando la facilidad que Marshall mostraba a la combinar dos géneros tan antitéticos como el cine del Oeste y la comedia –el ya mencionado THE SHEEPMAN, rodado dos años después, ratificaría dicho enunciado, ello sin citar la abierta y más evidente parodia que filmara inmediatamente antes al servicio de los citados Lewis y Martin en MONEY FROM HOME (El jinete loco, 1953)-. De nuevo nos encontramos ante una ciudad en la que el gobierno de la Ley se antoja por completo imposible, dominada por el cacique de la localidad Phil Decker (Lyle Bettger). En su entorno se desarrollan toda clase de desmanes, provocando a los honrados granjeros de la zona, y no dudando en el uso de las armas e incluso el asesinato, a la hora de llevar a cabo sus planes de ir extendiendo su poder en la localidad. Decker cuenta como compañera y amante a Brandy (Mary Blanchard), a quien incluso utilizará como ayudante suya en las timbas de cartas, cuando este se encuentre ante indicios de que pueda perder alguna de ellas. Ello sucederá con un granjero, al que ganará el rancho de su propiedad. La situación se hará insostenible, hasta el punto de que el sheriff de la localidad llegará a enfrentarse a este, siendo asesinado, y dejando la ciudad desamparada ante la Ley, nombrando el destartalado alcalde de la localidad –Hiram J. Sellers (el siempre magnífico Edgar Buchanan)-, únicamente ocupado por pintar en el interior del saloon de Decker, a uno de los más caracterizados borrachos del recinto. Se trata de Rags Barnaby (el no menos excelente Thomas Mitchell). Lo que podría parecer casi un insulto para la ciudad, inesperadamente será tomado en serio por parte de este, hasta el punto de solicitar la llegada de Destry –hijo de un viejo amigo suyo, caracterizado por su valentía y arrojo-, para ejercer como su ayudante. Sin embargo, no podrán imaginar que el joven muchacho, en realidad es un hombre que jamás porta armas –aunque cuando lo precise demuestre el magnífico uso que hará de ellas-, caracterizado por su juventud, agradable presencia y exquisitos modales, que contrastarán por completo con la rudeza que predomina en el entorno al que se ha incorporado.

En realidad, el epicentro argumental del film se centra en ese contraste, lo que proporcionará impagables instantes de fina comedia, como la llegada de Destry a la localidad, bajando del carruaje cargando con una jaula y una sombrilla en sendas manos –está ayudando a una dama- y dando la imagen equívoca de un ser amanerado. Lo mismo sucederá cuando en la barra señale que no gusta de bebidas alcohólicas, prefiriendo beber leche. O su rápida demostración de que no porta armas, lo cual permitirá sin embargo un elemento que impedirá su rápido asesinato por parte de los esbirros de Decker. Poco a poco, el joven protagonista irá extendiendo su elegante filosofía vital, basada en el uso de la razón y el respeto de la Ley, llegando a atraer a la que hasta muy poco antes había sido la más fiel aliada de Decker; Brandy. En definitiva, ese muchacho bien parecido –al que sorprendentemente Audie Murphy proporciona unos matices más que notables-, irá demostrando ante una localidad en la que ha reinado la anarquía, que el respeto a las normas de convivencia son el único camino que pueden llevar a la normalidad a sus ciudadanos.

Con ser atractivo todo este enunciado, no cabe duda que Marshall describe la base argumental a partir de un brillante juego de cámara, centrado en el uso de planos secuencia –el que abre la película en el interior del saloon es una buena prueba de esta elección formal-, insertando en ellos una casi modélica integración de elementos por completo dramáticos, en los que siempre aflorará el sutil contrapunto de comedia –DESTRY nunca se inclinará por la vertiente puramente cómica o paródica-. Es algo que se manifestará en instantes como el del asesinato de Barnaby –quizá el mejor momento del film-, pero que tendrá numerosos ejemplos a lo largo de esta película luminosa en su aspecto, que contrasta con ese look casi cercano al primitivo noir que presidía en la versión de 1939, pero que no por ello resta un ápice de validez a una propuesta que se degusta con agrado, en la que George Marshall demuestra encontrarse muy a gusto a la hora de trasladarla en imágenes, y donde su condición de vehículo al servicio del joven Audie Murphy –tan limitado en otras ocasiones-, hay que reconocer se revela más que pertinente.

Calificación: 3

PILLARS OF THE SKY (1956, George Marshall) [Las columnas del cielo]

PILLARS OF THE SKY (1956, George Marshall) [Las columnas del cielo]

Es probable que George Marshall pueda ser considerado uno de los realizadores más impersonales del cine norteamericano en las décadas de los cuarenta y cincuenta. Decenas y decenas de títulos extienden su filmografía incluso hasta finales de los sesenta, abarcando su producción la práctica totalidad de los géneros codificados. En cualquier caso, es manifiesta impersonalidad no le ha impedido mostrar su competencia en no pocas ocasiones, e incluso dar como fruto títulos más o menos remarcables –citaré siempre bajo mis gustos personales-, insertos dentro del western THE SHEEPMAN (Furia en el valle, 1958)- o la comedia –HOOK, LINE AND SINKER (Pescador pescado, 1969)-. Es probable que sean estas las dos vertientes que frecuentó, especialmente en el segundo de los géneros citados, donde rodó títulos al servicio de cómicos tan dispares como Jerry Lewis y Dean Martin o Bob Hope. Dentro de esta ausencia absoluta de estilo, podemos erigir sin duda alguna PILLARS OF THE SKY (1956) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada en DVD con el título LAS COLUMNAS DEL CIELO-, una discreta producción de la Universal International, centrada en el seguimiento de una temática ya bastante utilizada en el universo del cine del Oeste; la temática pro india. Sin embargo, si de algo se puede caracterizar un relato que, en última instancia, no aporta mucho al grueso de un género que en aquellos años se encontraba quizá en sus mejores momentos de madurez, es en la introducción de un matiz argumental poco frecuentado en el mismo; la influencia de la integración del cristianismo.

La acción se inicia en el Oregón de la segunda mitad del siglo XIX. Allí desarrolla su tarea como superior de la policía india el sargento Emmett Bell (Jeff Chandler), un hombre conocedor de la singularidad de su misión, y al mismo tiempo molesto para sus superiores. Esa capacidad para conocer e incluso sortear esa difícil frontera existente entre las reservas otorgadas a las tribus indias, y los deseos de las autoridades militares de sobrepasarlas y sortear las condiciones del tratado, con la intención de realizar edificaciones y fortines en zonas que en principio estaban reservadas para los indios. Esta circunstancia provocará el enfrentamiento entre las distintas tribus, que no lograrán apaciguar la intercesión de Emmett. Ni siquiera lo logrará el respeto que estas tribus mantienen por el doctor Joseph Holden (Ward Bond), un pastor que ha logrado introducir entre ellos los valores del cristianismo, e incluso convirtiendo a muchos de ellos. A esta tensa situación se unirá el rescate de dos mujeres rehenes de los indios, entre las que se encontrará la joven Calla (Dorothy Malone), antigua pretendiente de Bell, aunque actualmente casada con el capitán Tom Gaxton (Keith Andes). La unión de ambas circunstancias permitirá otorgar un matiz dramático suplementario, en la competitividad e incluso la manifiesta hostilidad que se establecerá entre Bill y Gaxton, aunque ambos se dirijan a los mismos objetivos, contrarrestando las acciones de los indios. La situación se tornará insostenible, siendo las tribus indias las que en todo momento lleven la ventaja, hasta llegar a un punto insostenible en el que los representantes militares estadounidenses se encuentren en una situación crítica, provocada por las decisiones equivocadas e irresponsables de sus mandos.

No puede decirse que el conjunto de PILLARS OF THE SKY vaya a pasar un lugar en las antologías del cine del Oeste. Se trata de una discreta producción, que acusa en demasía su dependencia en el uso del CinemaScope, contribuyendo dicha apuesta estética a proporcionar a buena parte de su metraje de un cierto estatismo en la configuración de sus secuencias –sobre todo aquellas en las que se encuentran presentes en el encuadre diversos actores-, mientras que por otro lado tampoco esta elección de formato logra que el mismo sea aprovechado en el uso de paisajes y secuencias exteriores. La incardinación de los dos elementos argumentales que centran la película, puede decirse que en los dos primeros tercios del film no alcanza en la película más que un grado de interés basado en lo convencional. Es decir, que a la película le cuesta “arrancar”, para encontrar en su discurrir al menos los elementos necesarios que le permitan un tramo final revestido de cierta tensión e incluso cierta singularidad, elevando las magras cotas de interés hasta entonces albergadas. Llegados a este punto, dos son los elementos que en última instancia ofrecen al film de Marshall ese menguado interés. Uno de ellos es el conjunto de formas visuales con las que se expresa el conflicto de Calla, una vez esta ha sido rescatada, reviviendo en ella el secreto amor que siempre ha mantenido con Emmett. Todo este reencuentro, planificado además en planos medios, romperá con la monotonía visual previa mostrada en la pantalla. Uniendo a ello la fuerza que se desprende de la provocadora sensualidad de la Malone, es a partir de esos encuentros nocturnos con su antiguo y auténtico amante, cuando la película despierta de manera notable en su interés, coincidiendo todo ello con el estrechamiento de la amenaza india. Será en ese largo episodio, en el que se activará la astucia de los primeros y los esfuerzos del sargento y sus ayudantes para contrarrestar la ventaja de estos –que causarán constantes estragos entre las fuerza gubernamentales-, donde se pondrá de manifiesto el rasgo más atractivo de la propuesta; esa ya señalada importancia que las tribus otorgarán a su aceptación y práctica del cristianismo. Una nueva adopción que, de manera paradójica, servirá como un elemento de superior riesgo para los gubernamentales –los indios no solían atacar por la noche según sus antiguas costumbres espirituales-, mientras que el cristianismo les brindará la oportunidad de hacerlo, poniendo con ello en especial peligro a los acorralados hombres de las fuerzas militares. Estos se atrincherarán en la iglesia edificada, a la cual los indios intentarán incendiar mediante el disparo de flechas. Solo el sacrificio y la inmolación de Holden –como revisitada encarnación de Cristo-, servirá para que la furia irremisible de las tribus indias remita, reuniéndose en sus últimos planos junto a los militares gubernamentales dentro del casi destruido templo, en donde asistirán a unas palabras de ese sargento que siempre advirtió la deriva a la que podían llevar las decisiones de su ejército, apelando a la importancia del mensaje cristiano de paz y entendimiento.

Sin duda una conclusión un tanto correosa, pero cierto es que en pocas ocasiones el western integró en sus imágenes esa implicación cristiana, máxime planteándola incluso en uno de sus momentos más críticos, como elemento que facilitaría el ataque de los –justificadamente- iracundos representantes de las tribus. En definitiva, proporcionando a un título discreto como PILLARS OF THE SKY, al menos el marchamo de albergar cierta originalidad en su planteamiento.

Calificación: 2

PACK YOUR UP TROUBLES (1932, George Marshall & Raymond McCarey) El abuelo de la criatura

PACK YOUR UP TROUBLES (1932, George Marshall & Raymond McCarey) El abuelo de la criatura

Estrenado en 1932, y articulando su realización al alimón entre George Marshall –un artesano que dirigió a la pareja en varios de sus largos, desarrollando una larga carrera con títulos en ocasiones atractivos- y Raymond McCarey –hermano menor del gran Leo, y al parecer no especialmente dotado para la puesta en escena-, PACK YOUR UP TROUBLES (El abuelo de la criatura) supone una de las numerosas ocasiones en las que la inmortal pareja formada por Stan Laurel y Oliver Hardy se incorporaron al terreno del largometraje. Siempre se ha dicho que el extraordinario tandem cómico encontró en el corto su formato más libre y adecuado a sus característicos, y no seré yo quien corrija tal aseveración, sin dejar por ello de reconocer que he disfrutado, y bastante, en no pocos de sus largos, aunque ninguno de ellos haya aparecido a mis ojos como un logro abstracto. Es probable a este respecto señalar, que mientras Chaplin, Keaton o Lloyd se incorporan al largo antes de la llegada del ecuador de la década de los años 20, Laurel y Hardy lo harán prácticamente con el advenimiento del sonoro, insertando en la confluencia de dicho elemento un rasgo que quizá incidiera en la imposibilidad de que la extraordinaria pareja lograra extraer del nuevo formato todas sus posibilidades.

Vienen a colación estas disgresiones, a la hora de evaluar uno de los largometrajes más discretos de cuantos conozco de dos cómicos que admiro profundamente, máxime al encontrarnos en un periodo de su obra en el que este formato fue utilizado con mayor grado de acierto en otros exponentes de su filmografía. No por ello vamos a señalar que nos encontremos ante un producto desdeñable por completo –ninguno de los largos de la pareja lo son-, pero sí que es cierto que PACK YOUR… presenta ciertas deficiencias, que a mi modo de ver no se centran en la incorporación en la segunda parte de su metraje de poco más de una hora, de una pequeña que los dos cómicos salvaguardarán de cuantas amenazas se ciernen sobre ella. Por el contario, los defectos de la propuesta cómica se centran en cierta torpeza, en ese estatismo narrativo que probablemente proceda de las manos de McCarey, puesto que en otras ocasiones, siendo dirigidos los cómicos solo por George Marshall, su comicidad funcionaba con mayor efectividad. La película nos cuenta la actuación como voluntarios de la pareja protagonista en la I Guerra Mundial, pese a sus infructuosos intentos por excluirse de tal contingente –simulan incluso estar mancos-. Una vez en la contienda, vivirán por un lado la desaparición –y previsible muerte- de un joven soldado amigo suyo, mientras que ambos desarrollarán de forma absurda un embarullado contraataque contra sus enemigos, a partir de su involuntario enredo en un tanque. Una vez retornados a la sociedad civil, la pareja asumirá la custodia de la pequeña hija del soldado Smith, decidiéndose a la infructuosa búsqueda de los abuelos de la misma, a partir del seguimiento de todos los Smith que encuentren en la guía telefónica, en la que protagonizarán algunos episodios desastrosos. Rendidos ante el seguimiento de un rastro inencontrable, la pareja asumirá el cuidado de la pequeña, buscando obtener el sustento profesional atendiendo una pequeña furgoneta que contiene un puesto de comidas. Amenazados por el responsable de un orfanato, Laurel & Hardy deciden huir, para lo cual decidirán pedir un préstamo al director de una oficina bancaria, en la que de forma absurda se verán acusados de atraco. Sin embargo, la azarosa situación supondrá, sin ellos pretenderlos, la deseada conclusión a sus pesquisas.

PACK UP YOUR… destaca, por encima de todo, por la ausencia de ese deseado ritmo que sí alcanzaban otros largos de la pareja. Ciereto es que esa fluidez narrativa no fue nunca el emblema de su filmografía, más que cuando estos se sometieron a argumentos ligados a la opereta o la fantasía musical. Sin embargo, en esta ocasión destaca una cierta tendencia al aprovechamiento de otros gags ya utilizados por la pareja –no sería ni la primera ni la última vez que lo hicieran-, y como un rasgo distanciador, un cierto descuido al insertar ciertos fallos de raccord. En todo caso, ello no impide que disfrutemos con la mímica tan peculiar y estimulante que fue santo y seña de su humor, o la presencia de situaciones cómicas que siguen manteniendo su vigencia. Entre ellas, el episodio que concluye cuando se acumulan cubos de basura en las dependencias del general que encarna el veterano James Finlayson, o incluso la un tanto pillada por los pelos pero atractiva configuración del episodio en el que el Gordo y el Flaco arrollan con un tanque que a duras penas pueden maniobrar, toda una pléyade de presos que se han quedado enganchados en las alambradas, o la presencia del propio director George Marshall como irascible cocinero cuchillo en mano –que volverá a aparecer en el momento final del film con aire vengativo-. Pero junto a ellos, no conviene olvidar la hilaridad que provoca la búsqueda del abuelo de la criatura, entre una inmensa galería de “Smiths” diseminados por todos los rincones, que les llevará incluso a acercarse a negros –que pronto descartarán como precedente familiar de la pequeña- o que llegará a ofrecer el boicoteo de una boda de alta alcurnia –quizá el episodio más anárquico y delirante de la función, contando con la presencia del irascible Billy Gilbert, encarnando a mr. Hathaway-.

Pero junto a esa lógica ascendencia cómica, PACK UP YOUR…, su metraje incorpora su metraje sin incidir en exceso el matíz ternurista del protagonismo de la pequeña huérfana, en cuya incidencia incluso se planteará una situación encuadraba dentro del denominado slowburn, que quizá no resulte muy divertida, pero que muestra la voluntad de los cómicos por explorar nuevas facetas de su concepción de la comedia. Me refiero con ello a ese largo plano que muestra a Laurel sentado, portando en sus piernas a la niña, quien no deja de contar un cuento, mientras este se ve invadido por el sueño. Se trata sin duda de una de esas ocasiones en las que una veta casi surrealista asoma por el humor de la pareja. Lástima que se inserte dentro de un conjunto –salvo excepciones- poco destacable, aunque en él el espectador pueda atisbar momentos e instantes dignos del talento de sus protagonistas.

Calificación: 2

MONEY FROM HOME (1953, George Marshall) El jinete loco

MONEY FROM HOME (1953, George Marshall) El jinete loco

Cuando la Paramount produce MONEY FROM HOME (El jinete loco, 1953. George Marshall), tiene totalmente definida la fórmula que le ha venido produciendo pingües beneficios desde hace pocos años, a través de los títulos protagonizados por la pareja cómica formada por Jerry Lewis y Dean Martin. Al igual que sucediera en el pasado con referentes de desigual calado como Laurel & Hardy –en el vértice positivo- o Bob Hope y Bing Crosby –en el grado más cuestionable-, en el caso de Lewis y Martin se trataba de insertar a la pareja en ambientes más o menos contrapuestos –la hípica, el golf, una casa encantada-, desarrollando tramas bastante sencillas que servían como simple soporte al lucimiento de la vis cómica del primero y el galanteo canoro del segundo. Las películas de ambos no dudaron en ofrecer un revisionismo cómico del cine de géneros, ni tampoco adaptar en sus argumentos ambientes y aspectos ligados a la cultura popular norteamericana, adaptados con anterioridad en no pocos productos cinematográficos. En esta ocasión, no se dudó en contar con trasladar el mundo descriptivo y la capacidad irónica de Damon Runyon, mostrando esos retratos de hampones más simpáticos y costumbristas que realmente terribles, tan familiares en películas como GUYS AND DOLLS (Ellos y ellas, 1955. Joseph L. Mankiewicz) o POCKETFUL OF MIRACLES (Un gangster para un milagro, 1961. Frank Capra). Así sucede con los primeros compases de MONEY… en donde de manera bastante divertida –el travelling lateral que encuadra los pies del desvergonzado Honey Talk Nelson (Martin)- muestra a este en medio del escenario en el que este se desenvuelve. Será sin embargo una simple referencia para insertar una trama un tanto pillada por los pelos –el encargo para que Nelson elimine de una competición hípica a un caballo ganador y, con ello, ganar la apuesta el hampón al que este debe una considerable cantidad de dinero-, dispuesta para unir la presencia de los dos intérpretes. En ella Lewis encarnará a su primo –Virgil Yokum-, un amante de los animales y ayudante de veterinaria que se verá enfrascado sin venir a cuento en los vericuetos de una historia que finalizará –estas comedias solían disponer de una apoteosis bastante efectiva-, con una desenfrenada carrera en la que el joven cómico ejercerá como improvisado jinete.

 

Llegados a este punto, cabe señalar que el film de Marshall resulta moderadamente eficaz en la medida que sería uno de los primeros que contaron con ese luminoso cromatismo aportado por la Paramount, que finalmente quedaría como una de las más visibles señas de identidad de la pareja. Sin embargo, no podemos señalar que nos contemos ante uno de los títulos mas valiosos del tandem cómico –en donde destacan los dos que dirigió el gran Frank Tashlin, pero también dos títulos tan atractivos como THE CADDY (Un par de golfantes, 1953) y YOU’RE NEVER TOO YOUNG (Un fresco en apuros, 1955), ambos realizados por Norman Taurog –aunque el segundo de ellos fue codirigido por el propio Lewis- y donde probablemente el contraste de la pareja se encuentra más perfilado. La eficacia de MONEY… se centra, a mi modo de ver, en la intermitente inclusión de ciertos divertidos números protagonizados por Lewis –esencialmente el desarrollado dentro de un vagón de tren, donde el cómico se mostrará una vez más travestido ¡como componente del harén de un lúbrico árabe!, o también aunque en menor medida, el estallido del insólito hormiguero que Lewis posee, y que provocará un auténtico caos en una fiesta de sociedad-. Unamos a ello la eficacia de los minutos finales, ya señalados, en los que se acentúa el alcance slapstick de la alocada carrera del improvisado jinete, junto a los divertidos apuntes desarrollados por el creciente enfado del gangster que ve como su enorme apuesta va a perderse, conforman un atractivo crescendo de comedia. Será una manera eficaz de redondear un resultado que se ve lastrado por la ausencia de inventiva del realizador –George Marshall, artesano sin personalidad, que sin embargo en alguna ocasión lograría ofrecer comedias de cierto interés, entre ellas, alguna protagonizada posteriormente por el propio Lewis-, y un servilismo en esta ocasión demasiado acusado por la historia romántica paralela de los dos protagonistas. Es precisamente ese desquilibro detectado entre la vertiente específicamente cómica y la ausencia de inventiva visual que sí se daría en otras comedias protagonizadas por Martin & Lewis, donde se puede establecer la frontera en la eficacia de esta tan discreta como agradable comedia, y que se puede explicitar claramente en esa desplazada secuencia –retomada del Cyrano de Bergerac- en la que un tocadiscos va insertando canciones que imitan tanto Lewis como Martin delante de la conquista del segundo –que está apostada en la terraza de su residencia-. Un auténtico referente para atisbar las limitaciones que muestra una comedia con todo inofensiva y por momentos divertida, en la que el célebre cómico llegará a pronunciar la palabra “bragas”, uno de los términos menos utilizados en la pantalla de la época, y que Otto Preminger utilizaría con tanta efectividad como carácter transgresor en la magnífica ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato, 1959).

Calificación: 2