Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Gordon Douglas

A NIGHT OF ADVENTURE (1944, Gordon Douglas)

A NIGHT OF ADVENTURE (1944, Gordon Douglas)

A NIGHT OF ADVENTURE (1944) es el octavo de los casi setenta largometrajes filmados por uno de los mejores artesanos que Hollywood albergó en lo que podríamos denominar la generación intermedia, y que desarrolló sus primeros pasos en el ámbito del corto cómico; Gordon Douglas. Nos encontramos en un periodo en el que Douglas fue familiarizándose en producciones de serie B. Películas de limitado presupuesto, muy ajustada duración -en este caso no alcanza los 70 minutos- y carencia de estrellas, lo que no quiere señalar que sus repartos carezcan de interés. Fueron del mismo modo películas pequeñas en ambiciones, pero que albergan en sus cuadros técnicos profesionales con posterioridad prestigiosos -en este caso me gustaría destacar la presencia como guionista del brillante escritor y ocasional realizador Crane Wilbur-.

Todo ello se cumple, punto por punto, en esta más que estimable mixtura de comedia y relato judicial, que destaca desde el primer momento por un encomiable sentido del ritmo, así como una inventiva visual que permite trascender todas aquellas convenciones que podría albergar una base argumental inicialmente simple, pero que en su transcurrir logrará proponer subtramas en absoluto desprovistas de interés. La película se inicia en el interior de un club, y ya la cámara de Douglas nos introduje a la actuación de una bailarina, sirviendo dicha elección para presentarnos al protagonista; el brillante abogado criminalista Mark Latham (Tom Conway). Hará su entrada con una equívoca situación de comedia que servirá para que el espectador perciba la crisis que Latham mantiene con su esposa -Erika (Audrey Long)- que celebra su cumpleaños, harta de la desatención que le manifiesta este, totalmente entregado a su trabajo, y que en ese momento piensa en como poder alcanzar la absolución a un cliente que considera inocente. Finalmente, estos minutos de apertura servirán para introducir al contrapunto cómico del relato; Steve (el impagable Edward Bropy), eterno y fiel colaborador del abogado. Los diálogos entre el matrimonio estarán revestidos de ironía, al tiempo que reflejan con extraña serenidad la crisis de una pareja que mantiene inalterable el amor y el respeto. A partir de ese momento se introducirá el elemento judicial con el aviso de Steve, que servirá al abogado para recuperar a un codiciado testigo de la vista que sobrelleva -Benny Sarto (Russell Hopton)- al cual podrá recuperar y tendrá que testificar logrando la absolución de su cliente. Todo ello supondrá el inicio de una peripecia en la que tendremos que asumir ciertas ligerezas de guion -Sarto declarará tras ser pillado de noche por el abogado, como si la vista estuviera esperando su presencia; la peripecia final que Latham planteará para evitar ser acusado aparecerá muy pillada por los pelos-, lo cierto es que nos encontramos ante una película todo lo modesta que se quiera, pero que resalta en su impecable ritmo, la presencia de un brillante montaje y, más allá de sus poco empáticos protagonistas, alberga una suficiente presencia de personajes episódicos para enriquecer su discurrir -además de la presencia de Bropy, cabe destacar las divertidas inflexiones de los camareros del restaurante, la lanzada testigo de la vista, o ese jurado que no duda en exteriorizar su entusiasmo ante las imprudentes manifestaciones de la joven-.

En realidad, la entraña de esta trepidante película se articula a partir de la separación provisional que Erika formulará con su esposo, y la implicación que atesorará el artista que la acompaña en este periodo -Tony Clark (Louis Borell)-. Dicha sospecha llegará al implicársele de la muerte accidental de una modelo encaprichada con él, y en la que de manera accidental se verá implicado el abogado protagonista. Esta luctuosa circunstancia se convertirá en un auténtico nudo gordiano para todos los personajes. Por un lado, y conocedor en primer grado de las circunstancias del accidente, aceptará la defensa del acusado para recuperar la estima de su mujer. Pero para el auténtico rival de este -el oscuro Gil Regan- supondrá la posibilidad de poder eliminar precisamente a través de la propia justicia, a quien se ha convertido en un difícil obstáculo a sus planes. Todo ello se vehiculará en una segunda mitad dominada por el desarrollo de la vista, en la que, junto a los golpes de ingenio profesional de Mark, se plasmará la rivalidad con el fiscal -a quien ha vencido en el juicio precedente-. Sin embargo, en el discurrir de la misma destacará de manera singular -y la planificación de Douglas incidirá con especial agudeza en esta vertiente- en el progresivo descubrimiento de Erika en un oculto grado de implicación de su esposo. Y es que, a fin de cuentas, por encima de la agilidad de su relato, y de su capacidad para alternar la comedia y lo irónico con lo sórdido -e incluso lo puramente dramático; el relato de la muchacha que cerrará entre lágrimas el turno de testigos- si por algo destaca A NIGHT OF ADVENTURE es precisamente por algo que aparece de manera latente en todo su metraje; la madura plasmación de una crisis de pareja, que si bien es resuelta con demasiada ligereza, destaca por la sinceridad con la que se plantea y la originalidad de su desarrollo. No es poco para un simple divertimento que se devora con no poco regocijo, y que deja bien a las claras la pericia de un realizador que pocos años después empezaría a atesorar un experto manejo del cine de género

Calificación: 2’5

THE BIG LAND (1957, Gordon Douglas)

THE BIG LAND (1957, Gordon Douglas)

Gordon Douglas rueda, para la Warner -y al amparo de la Jaguar, la productora de Alan Ladd, su protagonista, a quien ya había dirigido en ocasiones precedentes-, uno de sus estudios predilectos, THE BIG LAND (1957), en un periodo de especial relevancia, dentro de su implicación en el western, que en aquellos años se encuentra viviendo el cénit de su andadura. Es curioso señalarlo, pero no pocos de dichos exponentes, ni se estrenaron en su momento en nuestro país, ni han sido redescubiertos con posterioridad. Me refiero, a propuestas tan atractivas como THE FIEND WHO WALKED THE WEST (1958) o la posterior GOLD OF THE SEVEN SAINTS (1961) que, junto a las más conocidas, e igualmente interesantes YELOWSTONE KELLY (Emboscada, 1959) -lamento no haber podido visionar hasta el momento FORT DOBBS (Quince balas, 1958)-, conforman un aporte de notable interés, dentro de aquel periodo dorado del género.

THE BIG LAND centra su argumento, en el intento de un colectivo de pobladores, por afianzar su posición y dar vida a su futuro, mediante la configuración y su estabilidad al crear una población. Nos encontramos en un periodo aún lleno de heridas, tras la conclusión de la guerra civil norteamericana. La película traza una muy breve síntesis de esas tensiones aún evidentes entre la población, cosida entre alfileres, presentándonos a un ranchero de Kansas -Chad Morgan (Ladd)-, con un pasado muy cercano a sus espaldas, marcado en dicha contienda. Desde el primer momento le atisbaremos cualidades de líder, habiendo conseguido que varios de sus compañeros le acompañen en ese penoso traslado del ganado, al objeto de alcanzar en su venta deseados beneficios, que aseguren su futuro. Sin embargo, a la llegada del destino, se toparán con el siniestro Brog (Anthony Caruso), quien se aprovechará de la situación de debilidad de los rancheros, comprándoles las enjutas reses, castigadas por el largo traslado, a un precio mucho más bajo del previsto por ellos. Además, será el primero que aludirá al pasado sudista de Morgan, provocando una violenta situación, que supondrá para este, la primera piedra de toque para asumir en su futuro el peso de un pasado traumático. Ello proporcionará el rechazo de sus compañeros, pero también el encuentro, y la salvación de un intento de linchamiento, de Joe Jagger (Edmond O’Brien), un fracasado arquitecto, dominado por el alcoholismo. Tras la huida de ambos, y el logro del segundo de huir de su terrible dependencia de la bebida, ambos llegarán a una granja, comandada por el veterano Sven Johnson (John Qualen). Además de ser acogidos con calidez, los recién llegados pronto vislumbrarán la situación y las posibilidades de la zona, hasta ese momento albergando como único sustento los cultivos de trigo, pero a donde la llegada del ferrocarril, permitiría la construcción de una ciudad y, con ello, el progreso. Para ello, se unirá la intuición de Morgan, y las capacidades técnicas de Jagger, logrando por un lado la colaboración activa de los habitantes de la zona y, por otro, la implicación activa del responsable de la firma de ferrocarriles -Don Draper (Tom Castle)- que, manera casual, se encuentra prometido con la hermana de Jagger -Helen (Virginia Mayo)-. El encuentro de los dos compañeros, retornando a la ciudad, y conversando con el representante ferroviario, tendrá un efecto colateral; la inevitable relación que se establecerá entre Morgan y Helen.

Así pues, el argumento de THE BIG LAND se bifurcará en torno a la construcción de esa nueva ciudad, la llegada del progreso a la misma y a sus moradores. Los esfuerzos de Morgan por recuperar su puesto de ranchero -y la amistad- entre sus viejos compañeros, los deseos de Jagger de realizarse como persona, culminando por vez primera uno de sus proyectos como arquitecto, el inevitable acercamiento que se establecerá entre Helen y el protagonista y, como no podía ser de otra manera, los intentos de boicotear la consolidación de la nueva población, como destino de venta de ganado, por parte de Brog, lo cual le haría perder su amenazadora posición, para comprar el mismo a precios casi irrelevantes.

Desde sus primeros fotogramas, se percibe en THE BIG LANG, el aroma de un género en su mejor momento. Y lo hace en una película que, pese a su notable interés, no puede situarse entre la cima del mismo, lo cual no invalida su interés. Lo que sucede es que nos encontramos ante un relato, que funciona muy bien, cuando su foco de atención se centra en la plasmación de las emociones y sentimientos de sus personajes. Pero bajo mi punto de vista, asume no pocas vacilaciones y desequilibrios, cuando centra su mirada en esa llegada del progreso colectiva, al tiempo que asume no pocos maniqueísmos, a la hora de hacer entrar y salir de escena al rol de Brog, que en ningún momento adquiere la más mínima densidad en su personaje. Es por ello, que este último aparece, únicamente, para conducir el relato, al destino de enfrentamiento que facilite su conclusión. Por otra parte, el film de Douglas acusa no pocos momentos dominados por lo abrupto, en donde elementos que deberían ser expuestos con mayor metraje, son despachados casi de un plumazo. Ello tendrá una especial relevancia en el bloque narrativo del proceso de construcción de la ciudad, en especial, desde el incendio de la misma por parte de los esbirros de Brog, hasta que, casi de inmediato, esta es inaugurada, con la propia presencia del ferrocarril, que aparecerá en la misma, casi como por arte de magia.

Por ello, nos detendremos en lo que de bueno nos proporciona el film de Douglas, capaz de articular lo mejor, lo más auténtico de su metraje, en el juego que proporcionan las miradas y los gestos de los actores -todo lo que se describe en el interior de la cabaña de Johnson, revestido de un gran sentimiento de sinceridad y serenidad-. O la manera con la que Douglas plasma el primer contacto con Helen, y el tácito flechazo entre ambos, mientras ella canta en el saloon. Ello tendrá un maravilloso punto de inflexión en la espléndida secuencia en la que ambos se encuentran delimitando en el campo, la planificación de la ciudad, plasmándose de manera muy telúrica la pasión que ambos albergan, y asumiendo desde la distancia el prometido de esta, que en el corazón de Helen se encuentra muy dentro la atracción por el ranchero. La temperatura emocional que se transmite en la secuencia, en su tempo, en su montaje, suponen uno de los instantes más hermosos de la película. Como lo proporciona ese reencuentro de Chad con sus viejos amigos rancheros, ante la hoguera entre la noche, peleándose con el que se encuentra más receloso por su actitud pasada con ellos, hasta que, en un primer plano, este le brinde, con sinceridad y autentico sentido de la amistad, de nuevo su apoyo.

Esa capacidad de generar sentimientos, tendrá su cenit, en los últimos minutos de la película, una vez Morgan retorne a la población con el ganado y sus compañeros, atenazado por la presencia del ataúd y el cuerpo de Jagger. La presencia del mismo, contribuirá a tensionar y acercarnos a la inevitable catarsis, de una película dominada por la serenidad, en la que Alan Ladd buscó ciertos ecos de su rol más recordado -SHANE (Raíces profundas, 1953. George Stevens)-, y que demostraba el buen pulso de un Gordon Douglas, en el mejor periodo de su dilatada carrera.

Calificación: 3

A 19 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXIII) DIRECTED BY... Gordon Douglas

A 19 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXIII) DIRECTED BY... Gordon Douglas

Gordon Douglas (derecha), prendiendo y recibiendo fuego para un cigarrillo, de la mano de la joven actríz Jacqueline Bisset, en un descanso del rodaje de THE DETECTIVE (El detective, 1968).

 

GORDON DOUGLAS... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/gordon-douglas.php

(8 títulos comentados)

SYLVIA (1965, Gordon Douglas) Sylvia

SYLVIA (1965, Gordon Douglas) Sylvia

Poseedor de una vigorosa pero al mismo tiempo efímera fuerza, analizar la importancia de la obra de Gordon Douglas en la primera mitad de los sesenta, viene a describir a un cineasta que aparecía como una mixtura, en el tratamiento de géneros clásicos, y también en su incorporación al revisionismo de ámbitos como el melodrama o el denominado neonoir, en el que Douglas podría aliarse, por momentos, con cineastas como Blake Edwards o Richard Quine. Hay en varias de sus apuestas una elegancia y una melancolía en torno al cine del pasado, que creo aún no ha sido debidamente reivindicada, como si lo han sido por otra parte otros de los títulos del cineasta. Es bastante probable que dicha tendencia, tenga uno de sus epicentros en las dos películas que Douglas rodó en aquellos años, al servicio del efímero estrellato de Carroll Baker –mejor actriz de lo que se le reconoció en su momento, y a la que se planteaba como heredera de la égida de la ya desaparecida Marilyn Monroe-. Ambos fueron filmados en el mismo 1965, siendo más conocido el segundo de ellos, el estupendo y eternamente menospreciado HARLOW (Harlow, la rubia platino), biografía de la actriz Jean Harlow. Muy pocos meses antes, Douglas recrearía para la misma Paramount, el magnífico SYLVIA (Sylvia, 1965), contando para ello con el protagonismo de la Baker, y una base argumental que partía de un guión del experto Sydney Boehm, tomando como referencia una novela de Howard Fast.

Espléndida combinación de melodrama y neonoir, SYLVIA aparece de entrada, como una especie de “film encuesta”, al modo de lo que plantearía dos décadas antes el Orson Welles de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941), Tras unos títulos de crédito que avanzan esa condición de mirada coral en torno al pasado de la protagonista, se nos presentará al hilo conductor del relato; el joven detective Alan Macklin (George Maharis) acudirá a la llamada del multimillonario Frederick Summers (Peter Lawforrd). Este le mostrará unas imágenes de su prometida Sylvia (Carroll Baker), encomendándole una amplia investigación de su pasado, ya que duda de las afirmaciones que esta le ha formulado, antes de contraer matrimonio con ella. El encargo prácticamente habrá de partir de cero, ya que Macklin no cuenta con referencias significativas. Será, por tanto, el inicio de una búsqueda, que tendrá como punto de partida el análisis de un libro de poesías publicado por la joven, lo que remitirá al investigador a distintos ámbitos del pasado, trasladándonos a la repercusión que Sylvia fue dejando con cuantas personas se fue encontrando a lo largo de su vida desde que fue adolescente. Dicho recorrido será mostrado con un gran sentido de la elegancia, articulando un montaje que por momentos da la impresión de que el presente se sumerge en el pasado, y combinando en su trazado narrativo, el eco de ciertos elementos de las nuevas corrientes cinematográficas, con un decidido homenaje al clasicismo fílmico.

Ayudado con la impronta que le permite la magnifica fotografía en blanco y negro de Joseph Ruttenberg –esta misma película en color, hubiera perdida parte de su carácter-, no son pocos los comentaristas que han señalado el cierto parentesco que conserva con la magistral LAURA (Laura, 1944) de Otto Preminger -¿deliberada la impecable presencia de Daviod Raksin como compositor de su banda sonora?-. Sea cierta o no dicha ascendencia, lo cierto es que Douglas combina con verdadera inspiración los giros melodramáticos de su conjunto, con los ecos noir que plantean no pocas de sus set pièces, que por otro lado parecen extenderse, casi como un catálogo de diversas corrientes y subgéneros plasmados en el cine de género norteamericano, durante largo tiempo. A lo largo de dicha sucesión de flashbacks, podemos encontrar remembranzas del drama precode, ciertos toques exóticos en el episodio desarrollado en tierras mexicanas, la querencia sofisticada urbana, marcada en el fragmento que protagonizará Edmond O’Brien, mientras que otros nos evocarán esa inmediatez plasmada en las producciones dramáticas e incluso policíacas emanadas en la demonizada “generación de la televisión”. Sin embargo, más allá de la precisión de su montaje, del general acierto que preside su andamiaje dramático, resalta la capacidad narrativa esgrimida en aquellos tiempos por un Gordon Douglas, que se erigía como una especie de relevo profesional en aquellos años de transformación y muerte de Holywood.

De todos modos, lo realmente valioso, lo que en última instancia proporciona a SYLVIA sus mejores cualidades, reside a mi modo de ver en la capacidad que esgrime su director, en hacernos creíbles e incluso emocionantes, cercanas y sinceras, esas secuencias “a dos”, en las que los episódicos personajes que se van sucediendo en dicho recorrido, van confesando sus intimidades con ese investigador, que ejercerá como inesperado demiurgo a la hora de proporcionar esa magdalena proustiana, a todos los que convivieron en el pasado con esa muchacha que siempre caminó por el filo de la navaja, pero que en el fondo describió una personalidad recta y coherente, centrada en un inesperado cultivo a través de la lectura. Esa cercanía y sinceridad se plasmará, ayudado por un extraordinario casting de secundarios, que tendrá su punto de partida en la admirable performance de Viveca Lindfords como la bibliotecaria que antes pudo vislumbrar el aura especial de Sylvia –atención a la expresión de su rostro, cuando acierta a descubrir la persona que le reclama Mackin-, en la serenidad que desprende el relato del pobre y sabio sacerdote mejicano –Gonzales (maravilloso Jay Novello)-, en la hondura que manifiesta Edmond O’Brian, al confesar al detective la oportunidad que tuvo Sylvia para cambiar su vida. En el patetismo que describe la decadente alcohólica Grace Argona, (Ann Sothern), al recordar la dignidad que en todo momento caracterizó su convivencia con la muchacha. En la sordidez con la que se describe el encuentro de esta con el sádico y psicótico Bruce Stamford III (Lloyd Bochner), en un episodio descrito con tanta brutalidad como sentido de la elipsis. O, finalmente, en la conmovedora defensa que ofrecerá de su comportamiento Jane (Joanne Dru), compañera de prisión de Sylvia años tras, convertida tiempo después en una mujer de muy acomodada condición.

Serán todos ellos, perfiles complementarios, que acentuarán el interés del investigador, hasta el punto de provocar un creciente interés por percibir en carne propia su impresión sobre esa joven mujer a la que ha estado investigando en su pasado. Una de las grandes virtudes de SYLVIA, reside igualmente en la lógica de ese proceso, que se desarrollará sin recurrir ni a la sorpresa ni a la mítica –y en ello se separa del precedente el film de Preminger-, y que permitirá afrontar la cercanía del joven detective, hacia a esa mujer sobre la que ha ido indagando en su pasado. Y con ello se describe en su parte final, una sensible apuesta por el melodrama, revestida de modernidad y sencillez al mismo tiempo, en la que la mirada de Maharis –que en todo momento actúa con naturalidad, aunque al mismo tiempo ocultando a Sylvia la situación de privilegio en la que se encuentra-, tiene su contraprestación en ese progresivo acercamiento de una joven, que quizá por vez primera en su vida, se va sintiendo progresivamente cómoda, realizada e incluso atraída, hacia alguien que la escucha, la valora y demuestra sentir muy pronto la llamada del flechazo. Culminada con ese abrazo que aparecerá como necesaria catarsis, SYLVIA es una esplendida y escasamente evocada película, inserta por derecho propio en unos peculiares y poco analizados derroteros del melodrama cinematográfico USA, en el que podríamos encontrar exponentes que van del admirable Samuel Fuller de THE NAKED KISS (Una luz en el hampa), al Delmer Daves de la tristemente olvidada YOUNGBLOOD HAWKE (Una mujer espera), ambas de 1964. Hablamos de títulos en los que una mirada contemporánea en torno a diferentes elementos de la sociedad de su tiempo, irán aunados con la importancia activa de sus roles femeninos, y la franqueza en el tratamiento de la sexualidad. Si a ello unimos una nada solpada nostalgia por el clasicismo cinematográfico, nos dará como resultado esta, para mi, una de las mejores obras, que Gordon Douglas, dirigió en su fértil y desigual andadura en la década de los sesenta. Toda una pequeña delicatessen.

Calificación: 3’5

GOLD OF THE SEVENT SAINTS (1961, Gordon Douglas)

GOLD OF THE SEVENT SAINTS (1961, Gordon Douglas)

Dentro de un periodo tan crucial para la transformación de las estructuras del cine norteamericano, la andadura de Gordon Douglas conoció entre finales de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, el que quizá fuera su máximo periodo de inspiración. Una sucesión de exponentes de notable interés, que alternan títulos conocidos en nuestro país –YELLOWSTONE KELLY (Emboscada, 1959)-, con otros carentes de estreno comercial pero provistos de gran interés –THE FIENDS WHO WALKED THE WEST (1958)-. Cierto es que en ocasiones cayó en las manos de comedias de escaso fuste destinadas al supuesto lucimiento de Bob Hope. En cualquier caso, esos cinco o seis años permitieron que aflorara una contundente disposición de títulos, uno de los cuales es GOLD OF THE SEVENT SAINTS (1961), apenas conocido ni siquiera entre los seguidores del género en que se inserta, e incluso los posibles admiradores de la obra de Douglas. En ello ha incidido no solo que no se estrenara comercialmente en su momento, si no que posteriormente haya carecido de distribución por los cauces digitales que, en los últimos años, son los que permiten la normalización de títulos de estas características.

Es por ello muy gratificante contemplar y, hasta cierto punto, saborear el caudal de cualidades que presente esta tercera y última colaboración de Douglas con la estrella del western Clint Walker –que muy pronto se refugiaría en la televisión-. El director utilizó como oponente de este al británico Roger Moore, no siendo tampoco la última ocasión en la que trabajaría con el futuro James Bond. Y todo ello en una producción de la Warner –el estudio habitual en que desarrolló su andadura-, caracterizado por un imponente uso del formato panorámico, aunado con una magnífica fotografía en blanco y negro de Joseph Biroc. Serán dos importantes elementos de base, para comentar la aventura vivida por los dos protagonistas del relato. Estos son Jim Rainbolt (Walker) y el más joven Shawn Garrett (Roger Moore). Pronto conoceremos que ambos han convivido durante tres años sin que su amistad se haya consolidado, estando ligadas fundamentalmente por la conveniencia. Sin gran esfuerzo lograron captar una gran cantidad de pepitas de oro, que les brindaría un futuro acomodado. Sin embargo, una situación extrema y la debilidad que pone en práctica Shawn, cuando acude a una población a por un caballo, será el indicio que deje a los lugareños, para que estos organicen un grupo, comandado por el nada recomendable McCracken (Gene Evans). Será en realidad el comienzo del nudo dramático de un guión en el que participó Leigh Brackett, y que describe su primer tercio, en el penoso discurrir de los dos aventureros, cargados con el otro, y sufriendo el cada vez más cercano acoso del grupo perseguidor.

Será todo el un largo y magnífico fragmento, en el que los agrestes parajes del Monument Valley se erigirán prácticamente como el principal personaje, incluso por encima de las tribulaciones de sus protagonistas. La capacidad –demostrada ya en anteriores títulos suyos-, para extraer la fuerza paisajística del entorno, integrándolo en los comentarios, los deseos, el cansancio de los caballos, el polvo del camino, la falta de agua de Jim y Shawn, permite un tercio inicial magnífico, en el que el espectador no solo percibe de forma muy directa la merma de dos seres en apariencia caracterizados por su dureza, sino que siente esa fisicidad que en algunos momentos aparece con el uso elegante de la grúa, en la potenciación de los escenarios naturales, en el contraste fotográfico, o en el contraste fotográfico que nos permite acceder a la aridez del sol inclemente. Poco a poco, en dichas circunstancias, iremos descubriendo el pasado que unió a ambos, pero la película adquirirá un nuevo giro al encontrar agua cuando habían perdido toda esperanza, produciéndose allí el primer enfrentamiento con sus perseguidores. Será la secuencia, propicia para ir percibiendo el progresivo acercamiento y la complicidad entre ambos, pero no resultará convincente ese inesperado cambio de escenario, tras el enfrentamiento desarrollado junto al manantial. Será sin embargo el planteamiento previo a otra situación crítica vivida por los protagonistas, sufriendo una emboscada muy peligrosa por parte de los secuaces de McCracken, aunque contando con la inesperada presencia del viejo médico Wilson Gates (el veterano Chill Wills). Será la implicación de un tercer personaje, que curará a Shawn del disparo recibido en el costado, buscando una parte del botín enterrado, aunque en el fondo –pronto se comprobará- en realidad este lleva implícitamente marcado enfrentarse con esos facinerosos que lo han humillado en su estancia en la población.

Un nuevo episodio permitirá el encuentro de Jim con su viejo amigo, el ranchero Amos Gondora (un magnífico y equilibrado en sus excesos Robert Middleton). Este ofrecerá a los agotados vaqueros hospitalidad, pero no dejará de sospechar sobre el posible oro que porten –y que de manera astuta Rainbolt se empeña en simular- llegando incluso a proponer a este un plan que dejaría al herido Shawn sin su parte.. Un nuevo giro hará entrar de nuevo en acción al grupo de los perseguidores por el oro, aportando al relato un matiz más trágico. Y es que, en realidad, lo más prescindible de GOLD OF THE SEVENT SAINTS se centra en esas arbitrarias alternancias, que no siempre obedecen a una lógica dramática. Es a mi juicio lo que limita el alcance de un título, con todo, notable, en el que Gordon Douglas despliega todo su talento narrativo y su magnífica pintura de paisajes, que se adhieren a la piel de sus personajes, transmitiéndonos ese estado de angustia y, por momentos, de indefensión ante la aterradora magnitud y la belleza de los valles rocosos. Es un ámbito en el que el realizador muestra una vez más su sentido telúrico, brindándonos un relato en el que se dirime al final, la consolidación de una sincera amistad que al inicio era forzada y por conveniencia, aunque nunca presente en ella el menor atisbo de traición.

Es cierto que los derroteros de la historia alternan la diversidad de sus episodios de manera arbitraria, pero la película se encuentra llena de magníficos momentos. El insólito en el que el doctor ayuda a dar a luz a una de las esposas de los ayudantes de Gonora ¡con tabaco!, la complicidad de los dos protagonistas –atención a los galanteos de Roger Moore, siempre con su singular acento irlandés, a la joven muchacha que está al servicio del potentado, y que atrae a ambos, llegando Gonora a ponerla en venta-. La facilidad con la que se nos transmite la dureza del desierto, con esos picados sobre fondos rocosos de enormes dimensiones. El sentido de la tragedia y la dignidad que alcanza el episodio en el que el viejo doctor y Shawn son capturados para que les digan el lugar donde se encuentra el oro, siendo el segundo de ellos torturado. O, en fin, ese extraño episodio de conclusión, en el que el oro desaparecerá por el mismo sitio que había acudido –un poco evocando la conclusión de THE TREASURE OF THE SIERRA MADRE (El tesoro de Sierra Madre, 1948. John Huston)- , aunque la situación sirva para comprender como esta azarosa peripecia, ha servido para consolidar una amistad que, en realidad, no existía al inicio de la misma.

Cierto. GOLD OF THE SEVENT SAINTS se resiente de esos servilismos y flaquezas de guión, que le impiden ser un título redondo. Y es una lástima, ya que Gordon Douglas echa el resto en su tarea como realizador. Es algo que finalmente se percibe y se disfruta y, por ello, se puede decir que aporta una insólita muestra del western, cuando el género se encontraba en el pórtico del abandono de su último periodo de esplendor.

Calificación: 3

THE FIENDS WHO WALKED THE WEST (1958, Gordon Douglas)

THE FIENDS WHO WALKED THE WEST (1958, Gordon Douglas)

Bastante poco conocida desde el momento de su estreno –la ausencia de referencias en el IMDB es reveladora a este respecto-, por consiguiente carente de estreno comercial en nuestro país, y hasta el momento ausente de un necesario lanzamiento digital, lo cierto es que contemplar THE FIENDS WHO WALKED THE WEST (1958, Gordon Douglas), nos ofrece un atractivo exponente de western de suspense, en un periodo en el que dicho subgénero brindó exponentes tan valiosos como 3:10 TO YUMA (El tren de las 3.10, 1957. Delmer Daves) o THE LAW AND JAKE WADE (Desafío en la ciudad muerta, 1959. John Sturges). Nos encontramos en un periodo dentro de la evolución del género, donde este discurrió hacia diversas vertientes partiendo de una base psicológica, entre las cuales el formato del thriller adaptado al ámbito del cine del Oeste, permitía además incurrir en un contexto más o menos novedoso. Es algo que, en última instancia, se dirime en esta atractiva propuesta, de la que de antemano hay que destacar sobre todo, el buen momento en el que se encontraba su realizador, Gordon Douglas, logrando de esta producción de la 20th Century Fox en CinemaScope. Utilizará para ello un sombrío blanco y negro servido por el especialista Joseph MacDonald, nos traslada al ámbito de una población que celebra el centenario –en 1876- de la independencia de los Estados Unidos. Y es curioso señalar que en esta ocasión Douglas deja de lado su conocido y experto manejo de la dolly, para articular una planificación que se basa en el uso del formato ancho, la aportación del reencuadre y los juegos en los claroscuros ofrecidos por su contrastada iluminación.

Esta adaptación del original de Ben Hetch y Charles Lederer, para KISS OF DEATH (El beso de la muerte, 1947. Henry Hathaway), sabe trasladar aquella conocida cinta policíaca a un ámbito en el que, en última instancia, logra introducirse la oposición de dos manera de entender el respeto a la Ley, en medio de un Oeste que ya ha ido abandonando el largo tiempo vigente “ojo por ojo, diente por diente”, por una manera más evolucionada de convivencia. Sin embargo, la película de Douglas se inicia con una modélica secuencia que plasma el asalto al banco de la localidad por parte de cuatro hombres, quedando encerrado finalmente uno de ellos en la propia caja de caudales, huyendo los otros tres con el botín. Se trata de Daniel Slade Hardy (impecable Hugh O’Brian), quien será condenado a diez años al no revelar los nombres de sus compañeros, con la confianza de que al no haber sido delincuente con anterioridad, la pena sería mucho menor. Más allá incluso de la contundencia de la condena, su mayor desgracia será compartir celda con el joven, aniñado e inestable Felix Griffin (Robert Evans), condenado a apenas noventa días de reclusión, pero que muy pronto revelará un peligroso comportamiento psicótico. Será algo que irá percibiendo Hardy, hasta que tras una pelea con él, este abandone la celda al cumplir su pena. Lo que no podrá imaginar, es que como efecto a dicha lucha, Griffin acuda en el sendero que este le confesó –los otros asaltantes del atraco-, e incluso señalándole el estado de su mujer y su pequeña hija. Será el inicio de un auténtico calvario para este, que no llegará a descubrir en principio lo sucedido, pero que ante la escalada de violencia desplegada por Griffin –que atentará y matará incluso a ayudantes del sheriff-, será utilizado por el marshall Frank Emmett (Stephen McNally), para que colabore en las tareas de detención del inestable criminal, a cambio de concederle la libertad de su condena. Para que dicho plan resultara efectivo, harán ver que Hardy se ha fugado, encontrándose con Griffin e intentar aportar pruebas que lo incriminen y permitan que sea condenado. Lo harán, sabiendo que se encuentran ante un criminal no solo de violenta ascendencia, sino dotado de una enorme agudeza, al cual no es fácil no solo engañar, sino incluso urdir cualquier plan en torno a su posible comportamiento. Como era de prever, este mostrará su desconfianza en torno a las intenciones de Hardy –por más que el ex presidiario intente contener su ira-, y ni siquiera al ser llevado a juicio le hará ser condenado, merced a la actuación de un astuto abogado. La libertad del joven psicópata podrá suponer la condena de la familia de Daniel, pero llegará el momento en el que el cabeza de la misma se revele contra el dominio psicológico de Griffin, utilizando para ello las armas que le proporciona el conocimiento de las debilidades de su personalidad.

Desde el momento de su estreno, ha habido un elemento argüido por la crítica para cuestionar los posibles valores de THE FIENDS WHO WALKED THE WEST. Este no ha sido otro que la inadecuación del posteriormente exitoso productor Robert Evans, a la hora de encarnar al joven psicópata que domina la función. Cierto es que su labor resulta como poco, pobre, al encarnar un rol de enorme riqueza e incluso lucimiento interpretativo, máxime al ser comparado con el antológico Johnny Udo que protagonizara el gran Richard Widmark en la citada KISS OF DEATH en la que se basa. Estando de acuerdo con dicha objeción –que se nota en especial en aquellos momentos en los que Evans centra el encuadre en solitario, sin otro intérprete que mitigue sus insuficiencias-, lo cierto es que ello no impide que nos encontremos ante una película llena de interés, con fragmentos admirables, y que ante todo revelan la pericia de un Gordon Douglas, que nunca ha merecido reconocimiento alguno por su tarea en esta ocasión. Y es que preciso es reconocer que si asistimos en última instancia  a un producto valioso, y que nos desluce en absoluto comparada ni con el referente de Hathaway –en ocasiones un tanto sobrevalorado-, ni con los exponentes señalados con anterioridad, deviene sin duda por el interés que Douglas pone en practica, a la hora de trabajar cinematográficamente el relato, y dotarlo de los suficientes detalles y matices psicológicos a lo largo de todo su metraje –no olvidemos la presencia de Philiph Yordan como coguionista-.

Dicha dualidad se manifestará de manera constante en la película. En la primera vertiente lo proporcionará ese sentido de lo lacónico, de la síntesis, que observaremos en todo momento. Instantes como el encuentro de Griffin y la anciana madre de Finney, en la manera con la que en apenas dos planos contemplaremos con este ha incendiado la vivienda de los Finney, en la aparición con la cara marcada de May (Dolores Michaels) –insinuando una clara agresión por parte de Griffin-, la amenazadora presencia de una carreta sin tripulante delante de la cabaña de Hardy, que portará el cuerpo sin vida de May, confirmando la amenaza latente hasta ese momento-. Son numerosos, a este respecto, los detalles enriquecedores, a los que habrá que sumar la riqueza que ofrecen su imaginería de personajes, en los que se llevará la palma aquellos que rodean la psicología de Griffin, y que logran sobresalir por encima de la pobreza interpretativa de Evans. Desde la manera que tiene de alcanzar astillas a los objetos de madera a los que se acerca, su obsesión por evocar el nombre de su padre al señalar su nombre, el atávico terror que manifiesta a ser tocado –y que será utilizado por Hardy con principal palanca de defensa a la hora de enfrentarse a él-, o la conclusión con la que se plasmará el final del psicópata criminal, escupiendo a la última mujer que se ha atrevido a tocarle, cuando se encuentra postrado a punto de morir, quitándole ese anillo que le había prometido, y que pertenecía a la madre de Finney. En definitiva, THE FIENDS WHO WALKED THE WEST supone uno de esos logros imperfectos del género, orillados por extrañas razones, que no responden, en absoluto, a su presunta falta de interés.

Calificación: 3

THE NEVADAN (1951, Gordon Douglas)

THE NEVADAN (1951, Gordon Douglas)

Sumido en un periodo de especial febrilidad –y, por que no decirlo, acierto profesional-, Gordon Douglas acomete en 1951 THE NEVADAN, asumiendo una nueva aportación al western, género en el que a lo largo del tiempo aportaría no solo numerosos títulos de interés sino, en su conjunto, una mirada revestida de singularidad que pocos han sabido apreciar –uno de ellos fue mi admirado José María Latorre en las páginas de “Dirigido por…” hace bastantes años. Douglas, algo más que un competente artesano en las décadas de los cuarenta cincuenta e incluso hasta mediados de los sesenta, brillante en diversos géneros y erigiéndose en un destacable profesional en títulos como THE IRON MISTRESS (La novia de acero, 1952), THEM! (La humanidad en peligro, 1954), RIO CONCHOS (Río Conchos, 1964), HARLOW (Harlow, la rubia platino, 1965), CHUKA (1967), TONY ROME (Hampa dorada, 1967), THE DETECTIVE (El detective, 1968)... Es curioso constara como quizá el único género en donde demostró una cierta torpeza fue en la comedia, pese a que sus orígenes estaban vinculados a dicho género.

Pese a su apreciable atractivo, no puede decirse que con THE NEVADAN nos encontremos ante un exponente de especial relevancia en la aportación al cine del Oeste por parte de Douglas, en esta ocasión quizá limitado al amparo de suponer uno de los dos títulos que rodó bajo la productora de Randolph Scott en el seno de la Columbia. Todo ello, englobando esa amplia sucesión de exponentes enclavados en la serie B, que permitió a Scott erigirse como una auténtica estrella del género, y que aglutinó a cineastas como Edwin L. Marin, André De Toth o el mítico Budd Boetticher. El inicio de la película es ya percutante, mostrando en los títulos de crédito una sucesión de planos que describen el girar de ruedas de carros y cabalgadas, transmitiendo ya una sensación de movimiento que se verá concluía con el encadenamiento de la bota del que pronto comprobaremos es Tom Tanner (Forrest Tucker). Se trata de un atracador que aunque se encuentra en la cárcel mantiene escondido en un lugar que solo él conoce, una fortuna de doscientos mil dólares en oro. De manera repentina, y merced a la oportunidad que observa a la hora de acceder a unos aseos donde poder lavarse, este agredirá a quien ha soltado sus esposas y huirá por la ventana a caballo. Lo que no supondrá en ningún momento es que la estrategia ha sido cuidadosamente preparada, al objeto de permitirle seguir su sendero y, con ello, recuperar esa importante cantidad de dinero por la que fue encarcelado. El encargado de tal cometido será Andrew Barcleay (Scott), que se presentará ante Tanner como un hombre atildado que, poco a poco, se irá granjeando su confianza, rompiendo su inicial hostilidad. Sin embargo, ese marco de relativa confianza se romperá por parte del preso huido, llegando Barcleay a un rancho, donde será atendido por la joven Karen -Dorothy Malone, algunos años antes de convertirse en una de las más agresivas bellezas del cine USA de los cincuenta-, quien aceptará cambiarle el caballo herido que portaba y, al mismo tiempo, se iniciará entre ellos una cierta atracción mutua que, de momento, quedará aparcada. Y es que Andrew localizará de nuevo el rastro de Tanner, introduciéndose en la acción Edwards Galt (el siempre inquietante George Mcready), un hombre acaudalado, inesperado padre de Karen, y que del mismo modo desea en su insaciable fiebre apoderarse de ese oro cuyo escondite solo conoce el atracador –quemará un plano que tenía en donde figuraba dicho emplazamiento, para retenerlo en su mente-. Galt tiene a su servicio a tres matones; Sandy (Jock Mahoney) y a dos hermanos que mantienen una extraña relación que tiene algo de mórbido y de pugna en su común admiración hacia la hija de su jefe.

No puede decirse que el guión de THE NEVADAN sea un prodigio de originalidad. El devenir de un metraje ajustado a los márgenes de la serie B hace preveer al espectador los recovecos de su meandro argumental. Sin embargo, sí que es cierto que se percibe en el relato una especial morbidez en el desarrollo de sus personajes -¿quizá debido a la presencia de este estupendo y prematuramente retirado director de cine que fue Roland Brown, aquí acreditado en su aportación en los diálogos adicionales?-. Lo cierto es que se aprecia una extraña sensación de malignidad en el desarrollo de unos personajes que en su apariencia exterior conservan una apariencia de educación un tanto insólita al estar situados en un Oeste ya abocado a su necesaria evolución. No obstante, el gran acervo de la película se encontrará, como no podría ser de otra manera, en el alcance cinematográfico que Douglas proporciona al conjunto. Un tratamiento que de entrada tiene una de sus bazas más destacadas en el aura telúrica que proporciona al mismo, destacando esas cumbres nevadas que se sitúan en sus grandes planos generales en exteriores, o en la utilización de esas secuencias en parajes definidos en grandes rocas redondeadas, caracterizadas por su extraña textura. Es algo que tendrá su expresión más rotunda en el episodio desarrollado a partir de la cercanía de Tanner y Barcleay –el segundo ha rescatado al primero de una situación altamente peligrosa-, hacia el lugar donde se esconde el oro robado, ubicado en una mina abandonada escondida entre extrañas formas rocosas. La disposición escénica del episodio, permitirá a Douglas un formidable duelo entre los dos protagonistas cuando hasta allí lleguen Galt y sus hombres. Ello propiciará un magnífico episodio, en donde la planificación y el montaje de todos sus planos, estará siempre dispuesto en función de esos exteriores rocosos, a través de los cuales se articulará el enfrentamiento a tiros entre los dos grupos –el formado por la pareja unida por las circunstancias- frente al del ansioso usurpador. Es sin duda el fragmento más memorable de una película en la que se aprecian de un lado las cortapisas y de otro las posibilidades de la serie B de la Columbia protagonizadas por Randolph Scott, aunadas por la experta mano de un Gordon Douglas quien, aún dentro de un margen quizá poco habitual para sus cualidades como realizador, supo aunar esa ya señalada capacidad telúrica y de utilización de exteriores, que en esa parte final –que concluirá con la pelea entre Barcley y Tanner en el interior de la ruinosa mina-, tras haber logrado eliminar a los hombres de Galt –conmovedor el instante en el que fallece uno de los hermanos y el otro acude hasta él desolado-. Será precisamente gracias a la inesperada presencia de Karen, quien en un momento dado preferirá actuar en defensa del infiltrado agente de la Ley, quizá para cortar de raíz la eterna ambición de su padre. Sin embargo, esa actitud de la joven, dando por seguro el retorno de Andrew –aunque sea con la excusa de recuperar su caballo-, quizá no fuera la mejor conclusión para esta obra estimable, digna representante de la obra de un director caracterizado por logros sin duda más elevados, pero no por ello dejar de ser merecedor de una entrañable evocación.

Calificación: 2’5

MARA MARU (1952, Gordon Douglas)

MARA MARU (1952, Gordon Douglas)

Cuando Gordon Douglas acomete la realización de MARA MARU (1952) para la Warner, ya había firmado un buen número de títulos, entre los que se encontraba uno de los más valiosos de su filmografía –ONLY THE VALIANT (Solo el valiente, 1951)-, aunque justo es reconocer que lo mejor, lo más denso de su obra, estaba aún por llegar. De alguna manera, esta curiosa y estimable cinta de aventuras describe en su propia concepción y desarrollo, esas características que forjaron en la andadura de Douglas la de un cineasta capaz de títulos revestidos de interés cuando los materiales de base poseían el suficiente atractivo, implicándose en los mismos de manera intensa. Al mismo tiempo, el realizador podía despachar otros films con el simple oficio aprendido, sin un especial grado de inspiración, aunque mostrando en él los suficientes destellos de sus posibilidades como narrador. La película que comentamos se inserta, bajo mi punto de vista, en este segundo apartado, viviendo un relato que se contempla con relativa placidez, provisto de algunos episodios magníficos, pero que en su conjunto quizá ponga en evidencia los relativos convencionalismos que emanan de su guión –compartido por un equipo de tres personas, entre los que se encuentra el destajista Philip Yordan-.

Con estas características de partida, MARA MARU nos relata la aventura que vive el veterano hombre de mar Gregory Mason (Errol Flynn) en la costa filipina. Persona acostumbrada incluso a la búsqueda submarina, de la noche a la mañana se verá implicado en una rocambolesca búsqueda de un tesoro valorado en un millón de dólares en diamantes –siempre esas cifras tan típicas; nunca serán novecientos mil o un millón cincuenta mil-. Se trata de un plan que le formulará su socio y  amigo de siempre, Andy Callahan (Richard Webb), casado con Stella (la siempre sensual Ruth Roman), que con anterioridad estuvo ligada sentimentalmente con Mason. El mencionado tesoro se encuentra situado bajo el mar, permitiendo las leyes que transcurridos seis meses desde la desaparición de cualquier objeto, el que lo recupere se pueda considerar su propietario definitivo. De forma violenta, Andy será asesinado, al tiempo que nuestro protagonista será tentado por Brock Benedict (espléndido, como siempre, Raymond Burr, ideal para este tipo de papeles de entronque oscuro y ambivalente) para patrocinar la operación destinada a la recuperación del codiciado tesoro. Mason se negará, pero el asesinato de uno de sus jóvenes colaboradores, o el incendio de su propio y viejo navío, así como la presencia en escena de un curioso y veterano personaje –Ortega (George Renavent)-, forzarán a que acepte un envite peligroso, auspiciado por Benedict, en el que también se encuentra un extraño detective. Le decisión estará secretamente condicionada por desconocer a ciencia cierta el objetivo último de ese deseo y, ante todo, descubrir la verdadera faz de cuantos personajes se suman a esta azarosa aventura.

No cabe duda que la película se erigió como una propuesta ligada a los ámbitos de la serie B, al servicio de un Errol Flynn ya en cierta decadencia física, pero que sin embargo se muestra capaz de sobrellevar bajo sus hombros el rol de un aventurero revestido por la experiencia e investido por atributos de nobleza. A partir de dichas premisas, lo cierto es que a nivel argumental MARA MARU ofrece no pocas lagunas y convenciones. Citemos una de ellas ¿Cómo es posible que Stella apenas se resienta de la muerte de Andy, vistiendo en todo momento de blanco, y no insertándose siquiera una breve secuencia que nos haga pensar en su duelo ante la violenta muerte de su esposo? Cierto es que la película nos muestra en sus primeros minutos la presencia latente de una relación triangular, jugando Douglas con gran acierto en la planificación interna de sus secuencias a la hora de insertar a sus actores en el interior del encuadre. Y es que, en realidad, la constante lucha de interés y morosidad que plantea el film de Douglas, se centra al atender a los aciertos de realización, a la tensión que este logra plantear en algunos de los episodios del film, y dejando en buena medida de lado las convenciones que emanan de su guión. Es así, como uno prefiere valorar la importancia que poco a poco, irá adquiriendo el símbolo de la cruz –inicialmente como elemento de sospecha, más adelante como símbolo de salvación y transformación-, o la tensión que se establecen en las secuencias en las que interviene Benedict, ayudado por la inquietante personalidad que impone la figura de Burr, sabiendo extraer el director todo su potencial proyectándolo en encuadres que respiran amenaza y espacios oscuros. Serán elementos que cobrarán de forma creciente una mayor importancia, como la cada vez más evidente ligazón que Stella mostrará con nuestro protagonista, al que siempre ha amado en secreto. Sin embargo, todos estos rasgos no impiden que nos encontremos con un producto que, dentro de su apreciable condición como producto destinado a una sana evasión dentro del género de aventuras, se eche de menos una mayor densidad, que quizá incluso vaya aparejada una necesidad de mayor duración –las muestras más destacadas de la serie B sabían compatibilizar ambas características-. En este caso  se detecta demasiado metraje para explicar las tensiones previas que definen la aventura finalmente asumida, a las motivaciones de sus personajes para decidirse a asumir ese viaje en barco que puede ser decisivo –y al mismo tiempo amenazante- para todos sus tripulantes. Sobre todo para Stella –que es mostrada ante Mason proyectada ante uno de los espejos interiores del navío Mara Maru que ofrece Benedict; uno de los instantes visuales más inspirados del relato-. En su oposición, el film de Douglas acusa la escasa importancia que concede a la auténtica aventura marina del film. En ese bloque apenas se advierte el peligro y el riesgo –la secuencia de la búsqueda y el encuentro del tesoro por parte de Mason deviene tan eficaz como carente de mordiente-.

Sin embargo, será el preludio al bloque final, en el que MARA MARU logrará incorporar esa tensión hasta entonces ausente, revelando la dotación de su director para la acción física. Será a partir del forzado encallamiento del navío una vez el aventurero ha logrado recuperar el tesoro –que, como no podía ser de otra manera, es una gran cruz de diamantes, que fue robada de una sencilla iglesia ¡curioso contraste!, donde se la sustituyó por una falsificación-. Pese a la escasa verosimilitud de tal circunstancia, lo cierto es que el fragmento adquirirá un notable interés, sobre todo a partir del reencuentro del protagonista con el misterioso Ortega, quien le explicará las auténticas motivaciones de las dos violentas muertes registradas -¿Por qué no lo hizo antes?-, así como su interés por recuperar el tesoro, y devolverlo a la iglesia a la que perteneció. Es a partir de esos instantes, cuando el veterano y misterioso personaje, insertará al aventurero protagonista por un intrincado laberinto de pasadizos que se encuentran situados en el subsuelo del templo, y en el que serán seguidos por parte de Benedict y sus segadores. Será la obligada y trepidante conclusión de un relato que se ofrece como auténtica transformación para ese protagonista, aventurero y al mismo tiempo materialista ser, que en esos momentos críticos –y, sobre todo, contemplando el sacrificio que ofrecerá Ortega con su propia vida- le permitirán decidir por un cambio radical sobre todo aquello que hasta entonces había centrado su existencia. Es probable que hubiera sido necesaria una mayor matización de dichas circunstancias, y quizá también una menor dependencia de ese gratuito componente cristiano ¿Tanta importancia tiene en realidad la recuperación de dicha cruz, cuando se procede de una iglesia humilde e integrada en un contexto caracterizado por los escasos recursos de sus feligreses? En cualquier caso, y pese a esas lagunas, que impiden que su resultado alcance un mayor calado, MARA MARU es el ejemplo pertinente e incluso simpático, de un modo de entender el cine de evasión, en el contexto del Hollywood de aquellos primeros años cincuenta, tan fértiles para un género como el de aventuras.

Calificación: 2’5