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CINEMA DE PERRA GORDA

Hugo Fregonese

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIV) DIRECTED BY... Hugo Fregonese

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIV) DIRECTED BY... Hugo Fregonese

Foto: El director argentino Hugo Fregonese, junto al actor Spencer Tracy.


HUGO FREGONESE... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(9 títulos comentados)

MY SIX CONVICTS (1952, Hugo Fregonese)

MY SIX CONVICTS (1952, Hugo Fregonese)

Según podemos ir accediendo a la obra del argentino Hugo Fregonese –sobre todo aquella que se rodó en Estados Unidos e Inglaterra-, encontramos en su cine a uno de los más singulares dinamitadores de géneros que se conocieron en la década de los cincuenta. Como si nos encontráramos ante un trasunto –con todas las distancias que se le quieran formular-, del francés Jacques Tourneur, en las películas de Fregonese se encuentran insertas bases genéricas como punto de partida, que poco a poco iban frustrando sus posibles intenciones iniciales, logrando con ello resultados sumamente atractivos, al incardinarse con insólitos postulados dramáticos. Pese a no poder ubicar su resultado entre la cima de su pródiga producción de este periodo, es evidente que MY SIX CONVICTS (1952) proporciona otra valiosa variante, dentro de ese subgénero tan en boga en aquellos años, como fue el cine carcelario. Y una vertiente además, que atesoraba un elemento que, de entrada, podía aparecer como temible, como era el auspicio en la producción de Stanley Kramer, bajo el auspicio de la Columbia, entroncando dicha tendencia en un sendero discursivo y moralizante. Pero por fortuna, el film de Fregonese, parte en su base dramática de la novela de Donald Powell Wilson, transformada en guión por parte de Michael Blankfort, y tomando como base de producción, el amparo del célebre matrimonio de guionistas, formado por Edward y Edna Anhalt.

Ya desde el primer momento, con el relato en off del que pronto descubriremos como personaje central del relato –el dr. Wilson (John Beal)-, nos encontramos con un relato que partirá de un extenso flashback, a partir de cual narrará su llegada a la prisión de Harbor State –sus interiores fueron filmados en San Quintín-, como psicólogo experto, a la hora de lograr aplicar sus nuevos métodos, en una población reclusa que desconoce. Se encontrará con la opinión escéptica de su veterano alcaide pero, al contrario de lo que pudiera parecer, pronto comprobaremos que la película abandona cualquier sendero discursivo, inclinándose por el contrario en la letra pequeña, y centrándose en la creciente y estrecha relación que mantendrá con esos seis reclusos, de rasgos psicológicos divergentes, que compondrán su gabinete de ayuda en las practicas que irá efectuando en el conjunto de los internos. De forma intimista, utilizará para ello una envidiable capacidad descriptiva, así como constantes toques humorísticos, nunca forzados, y siempre insertos para acentuar el grado de humanización que, a fin de cuentas, definirá el conjunto del relato. Como si por momentos nos encontráramos ante un curioso precedente del OPERATION PETTICOAT (Operación; Pacífico, 1958. Blake Edwards), aunque transmutando la ficción bélica en alta mar por el género carcelario, MY SIX CONVICTS avanza en voz callada, atendiendo a una excelente dirección de actores, que unido al dominio de la cámara del realizador, y la presencia de estos en el interior del plano, lograr perfilar un retrato conjunto de esos seis personajes que, junto a Wilson, se irán desnudando como tales roles, en función de pequeños hechos y comportamientos, partiendo por lo general de la descripción en off brindada por el psicólogo. Será un sendero que iniciará Connie (Millard Mitchell), el primer recluso que intuirá las ventajas de acercarse al doctor. Con su anuencia, pronto se irán incorporando el pendenciero Punch Pinero (Gilbert Roland), el joven Clem Randall (Alf Kjellim), traumatizado por la ausencia de vida de pareja, con una esposa con la que apenas ha compartido relación en los últimos diez años. El también joven Scott (Marshall Thompson), el oscuro Dawson (Harry Morgan), o el fracasado Steve Kopak (Jay Adler). Formarán todos ellos una galería humana, de la que incluso dejaremos de lado su condición de reclusos, ya que la película se centra en su autenticidad como personas, olvidando la película todo sesgo moralizador, o incluso despojando su conjunto de cualquier inclinación por el relato policial. Por el contrario, sus imágenes se inclinarán por un sendero sincero e incluso ligado a la comedia, acercandonos a la personalidad de estos personajes, en buena medida movidos a la delincuencia e incluso al crimen por circunstancias familiares, sin que la mirada sobre ellos prejuzgue. Simplemente se limitará a mostrarla, con comprensión y sentido de la camaradería.

Antes lo señalaba, Fregonese se sirve en buena medida de la articulación de la cámara y la presencia de los actores dentro del encuadre, utilizando leves travellings de retroceso para enfatizar algunos instantes. Sin embargo, lo más perdurable de MY SIX CONVICTS se centra en esas secuencias “a dos”, en las que algunos de sus reclusos se sincera con Wilson. Es algo que tendrá especial significación en el rol que encarna con extraordinaria frescura Millard Mitchell. Pero quizá tenga aún una mayor efectividad en el retrato más conmovedor de la función. Me refiero al que proporciona un excepcional Jay Adler, encarnando a ese recluso de diez años de condena por desfalco en su oficina, temeroso de que al cumplir la misma, no logre encontrar la necesaria estabilidad para reintegrarse en la sociedad. Será un vaticinio que acertará, peor aún será pero el que exteriorizará con amargura; “Soy un fracasado”. En el tiroteo de la fuga frustrada, un tiro acabará con su vida. Sus compañeros verán su cadáver, inerte, tirado en el suelo, con profunda tristeza.

No sería justo omitir que en ciertos momentos, el film de Fregonese acusa una cierta molestia en la banda sonora de Dimitri Tiomkin –especialmente afortunada en otros de sus pasajes-. Sin embargo, en una propuesta de un cineasta tan singular como el argentino, no podemos ocultar episodios tan deslumbrantes –dignos de la más singular de las comedias silentes-, como aquel en el que los compañeros de Randall, idean un plan en el interior de la prisión, para reunirlo unos instantes con su esposa y permitirle esa realización sexual tanto tiempo deseada. O la fuerza que reviste la secuencia en la que Wilson explica al conjunto de los reclusos –al punto del motín-, las circunstancias que han obligado que uno de ellos no pueda jugar el partido contra los funcionarios. O, en definitiva, la emotividad que registrará esa sucesiva despedida de esos cinco supervivientes cuando el especialista protagonista sea relevado por un atildado y –presumiblemente- poco acertado sustituto. Se percibirá la ausencia de Conny, descrita en un amplio picado mientras el psicólogo abandona el recinto por su patio central, hasta coincidir con él en el exterior del mismo, ya que entre todos sus compañeros han decidido comprarle un coche. Una conclusión vitalista y emocionante, para un relato que ratifica la iconoclasta personalidad de este casi apasionante cineasta, llamado Hugo Fregonese.

Calificación: 3

THE RAID (1954, Hugo Fregonese) [Fugitivos rebeldes]

THE RAID (1954, Hugo Fregonese) [Fugitivos rebeldes]

Cualquiera que se acerque por vez primera a la obra norteamericana del argentino Hugo Fregonese, percibirá casi desde el primer momento la sensación de asistir a sorprendentes variaciones de géneros tradicionales como el western, el cine de aventuras o el propio de terror –MAN IN THE ATTIC (1953)-. Hay en su mirada la apuesta de alguien que desea penetrar y ofrecer un perfil distante y al mismo tiempo personalísimo, a unas bases temáticas conocidas por los espectadores a quienes iban dirigidas sus ficciones, desarrolladas todas ellas dentro del ámbito de estudios como la Universal o, en especial, la 20th Century Fox. Dentro de dicho contexto, lo cierto es que THE RAID (1954) ha adquirido una cierta mítica como epítome de esa tendencia –aunque podríamos aplicar cualquier otra de sus realizaciones, incluso la fantasmagórica WAR DRUMS (1951), en la que coincidió con otro ilustre exiliado a Hollywod; Val Lewton, en la que sería su última producción-. Lo cierto es que THE RAID da a lo largo de su ajustado metraje, constantes muestras de sabotear las expectativas del público de la época, pese a encontrarse inserta en el formato del western. Ahí es nada insertarnos en una historia descrita en los últimos pormenores de la Guerra de Secesión norteamericana, asistiendo a la fuga de un grupo de sudistas, evolucionando el relato a un tenso thriller, sobre el que se destilará una llamada a los sentimientos y la convivencia. Todo ello, dentro de los perfiles de un drama de contornos casi existenciales, en los que ninguno de sus personajes alcanzará el más mínimo hálito de felicidad, aunque quizá sus comportamientos puedan servir como referencia válida para aquellos que les sucedan como tales ciudadanos.

El film de Fregonese destaca por su precisión, tanto en la concisión de su metraje, como en la agudeza de sus movimientos de cámara, o en el extraño cromatismo que le permite una extraordinaria fotografía en color de Lucien Ballard, descrita en un relato donde las secuencias interiores y nocturnas predominarán de manera evidente. Será el referente visual para describir la aventura de ese grupo de sudistas que llegará a la pequeña población de St. Alban, lindando con la frontera canadiense. Allí, comandados por el templado mayor Neal Benton (espléndido Van Heflin), establecerán un plan destinado a sabotear la ciudad, robar su banco y, con ello, asestar un golpe letal a las fuerzas del ejército de la Unión, que se está extendiendo en sus conquistas. Sin embargo, lo que tenía el aspecto de un drama westerniano, casi de inmediato modificará sus tintes para ofrecerse como un relato de suspense, en el que se nota, y mucho, la experta mano del gran Sydney Boehm, experto creador de atmósferas tensas y en conflicto, que apenas un año después nos ofrecería un exponente modélico al respecto con VIOLENT SATURDAY (Sábado trágico, 1955. Richard Fleischer). Y es, llegados a este punto, cuando hay que hacer notar las notables semejanzas existentes entre ambos relatos, por más que el de Fleischer suponga una de las primeras muestras valiosas del uso del CinemaScope, y el título que nos ocupa se desarrolle en tiempo pretérito y bajo las costuras del cine del Oeste. Sin embargo, en ambos exponentes asistimos a una tensa, latente y creciente atmósfera violenta y de enfrentamiento. Es evidente que Fregonese se sintió muy a gusto con el material que sirvió de base a su película, en la que dejó al mismo tiempo la impronta de su querencia dramática, establecida de manera admirable en la inesperada presencia de la joven, bella y viuda Katy Bishop (impactante Anne Bancroft), en cuya vivienda se hospedará Benton simulando ser un comerciante canadiense. Allí conocerá también el pequeño hijo de esta –Larry (el encantador Tommy Retting)-, estableciéndose en el decidido combatiente, una extraña sensación que menguará las ansias de venganza de alguien al que en un pasado cercano, incendiaron sus propiedades y asesinaron a su familia. Katy vivió una situación cercana –su esposo murió luchando en la guerra-, y el aura de esa segunda oportunidad, aparecerá difusa en la mente de ambos. En especial de este sudista al que quizá por la mente podría pasarle dicha posibilidad de ruptura con su pasado, pero que se debe el mando de un grupo de seis fugados, entre los que se encuentran hombres sensatos, y otros dominados por instintos criminales –es el caso del teniente Keating (Lee Marvin)-. El drama de la guerra, estará compensado en la película en ambos bandos, describiéndose con enorme precisión –incluso apareciendo aspectos conmovedores-, en otro de los huéspedes de Katy, el capitán Foster (magnífico Richard Boone, quien brinda sorprendentes registros a su complejo personaje). Secreto admirador de esta, en un momento determinado le confesará su verdadera actuación en la contienda, muy por debajo de lo que su aparente heroico comportamiento cabía esperar.

En realidad, THE RAID alcanza su mayor grado de efectividad, en la capacidad con la que se describe un universo en transformación. Una ciudad que se dirime al progreso, pero sobre la que gravita la mirada sombría de un conflicto aún latente –sus ciudadanos acuden todas las mañanas a las noticias que presenta el rotativo local en un tablero anunciador-, en la que se adivinan nuevas tácticas para progresar en la población, dejando de lado las normas del Oeste –el astuto banquero que encarna Will Wright-, y en la que el peso de los símbolos –la bandera Confederada que aparecerá como objeto de subasta-, simbolizará ese elemento de conflicto, sobre el que los sentimientos poco podrán hacer. Y junto a ello, el film de Fregonese destacará por la casi escrupulosa dosificación de su suspense, y la rotundidad con la que se plasmará el estallido violento acometido en St. Alban, incendiando sus edificios más notables, asaltando el bando, y al mismo tiempo recibiendo la resistencia de varios de sus conciudadanos. Una autentica eclosión, narrada con un ritmo digno de Raoul Walsh –Boehm pronto ejercería como guionista de uno de los mejores títulos del veterano tuerto; THE TALL MEN (Los implacables, 1955)-, en el que nunca sus personajes y sus acciones abandonarán sus perfiles psicológicos, hasta confluir en la catarsis de la destrucción del puente que permita a los sudistas escapar del acoso de sus perseguidores. No obstante, Fregonese no podía dejar de marcar en los últimos instantes, la impronta de una personalidad ligada al drama y a los sentimientos. Lo ofrecerán esos planos arrebatadores, en los que la lectura por parte de Kate del escrito que le ha dejado Benton, se expresará con unas sobreimpresiones en los que la viuda, el pequeño y el eco de una necesaria redención como tales representantes, impida sin embargo un esperado happy end como tales seres que han encontrado, pese a todo, una oportunidad para un futuro que, para ellos, quedará vedado, pero que en su incardinación si que quizá sirva como simiente de una reconciliación de bandos. Hermosa conclusión, para un título vibrante e inclasificable, que ratifica las posibilidades y límites para un género pujante aquellos años en su vertiente psicológica, y al mismo tiempo reveladora de un talento ajeno a cualquier moda, como el que pondría en práctica el magnífico Hugo Fregonese.

Calificación: 3’5

APACHE DRUMS (1951, Hugo Fregonese)

APACHE DRUMS (1951, Hugo Fregonese)

No hace falta ser demasiado conocedor de las dos personalidades que se aunaron a la hora de dar vida en el seno de la Universal, un western tan poco convencional como APACHE DRUMS (1951), como fueron Hugo Fregonese en calidad de director, y Val Lewton, en su última aportación como director, para deducir que no podían sino ofrecer un resultado tan personal como, en última instancia, magnífico. Acostumbrado el realizador argentino a insuflar en sus películas una serie de apólogos morales, al tiempo que plantear en las mismas una serie de variaciones a partir de los géneros en que estas se encontraban encuadradas, en esta ocasión no se iba a producir una excepción, máxime encontrándose con una de las personalidades más singulares emergidas del cine USA de los cuarenta –para la cual, esta fue su última producción-. Ya desde los primeros instantes del film, sus rótulos de apertura nos introducen en unos Estados Unidos donde su confluencia con la de México están aplastando el normal desenvolvimiento de la raza india, que se ha ido confinando en espacios más reducidos y, con ello, provocando una cruel rebelión de la misma. De alguna manera, esta introducción hace implícita la justificación de la crueldad que contemplaremos a continuación en la actuación de los diferentes comandos indios, erigiéndose de forma extraña en un curioso alegato proindio, aunque en su desarrollo no se omita la ferocidad de sus comportamientos.

Será esta la primera de las singularidades de una película que nos traslada a una pequeña localidad ubicada en el marco de dichas fronteras –Spanish Boot-, dedicada al trabajo de la mina, y que apenas destaca por un pequeño y pacífico colectivo de habitantes, que viven en unas casas sencillas y blancas, separadas entre sí, y tostadas por el sol. La pacífica convivencia de sus habitantes –es reveladora la secuencia inicial en la que uno de ellos ofrece un plato de leche a un gato-, es rota por un disparo que mata a un hombre. Ha sido en defensa propia, pero el asesinato lo ha cometido Sam Leeds (estupendo Stephen McNally), que con facilidad podría definirse como la oveja negra de la localidad, lo que de alguna manera obliga al alcaide –Joe Madden (Willard Parker)- a expulsarlo de la misma. Ocurrirá al mismo tiempo que a las muchachas que forman parte del un pequeño saloon que se encontraba en la población, y que han sido relevadas del mismo a costa de recibir su dueña una sustanciosa oferta. Ya en esas secuencias, observaremos una aguda plasmación de un colectivo en el que el puritanismo –encarnado de forma muy especial por el reverendo Griffin (Arthur Shields, inolvidable como asesino en THE LEOPARD MAN (1943. Jacques Tourneur, también producida por Lewton)-, levantan las costras de una comunidad de superficial comportamiento ideal, y que a nivel visual es plasmada con unos colores terrosos y aburridos, que solo rompen el vestuario de las muchachas del saloon que abandonan una población de vida rutinaria y costumbres casi inamovibles. La propia disposición de las casas, esa sensación de casi aspecto fantasmal, nos remite a ciertos aromas mormónicos, que parecen completar los alrededores rocosos que rodean la lejanía de esta pequeña localidad, en la que solo ha quedado con la duda la joven Sally (Coleen Gray), que debate sus sentimientos entre la honestidad de Madden y la búsqueda de una vida al menos llena de alicientes que plantea el pícaro Leeds.

De repente, el planteamiento que el espectador podría tener en torno al relato, es roto cuando este último encuentra la caravana que portaba las muchachas atacadas y sus componentes asesinados por los indios. Antes hemos tenido ocasión de comprobar un extraordinario movimiento de cámara ejecutado en torno a los exteriores rocosos –en mi opinión el instante más insólito del film-, y cuando Sam descubra poco antes de fallecer al viejo ayuda negro –inolvidable la petición de que le deje puesto el sombrero para no verlo sin la cabellera-, este le relate la fiereza de las tribus indias, lo que motivará al pendenciero expulsado de la población a regresar a la misma, comunicando allí el terrible episodio vivido. La situación hará decidir en la comunidad en enviar a un joven emisario a las patrullas del ejército, remitiendo al joven y voluntarioso Bert Keon (un jovencísimo James Best), en vez de atender el ofrecimiento de Sam. El mensajero pronto regresará de manera trágica –en una situación muy al modo de Lewton; sugerir antes que mostrar-, cuando su cadáver se encuentre en el pozo de la población, que se quedará con ello sin agua potable. El acecho de los indios motivará ante todo el envío de una amplia delegación de ciudadanos a por agua –aspecto este en el que Madden se mostrará reticente, pero en el que triunfará la actitud decidida de Leeds, e incluso a última hora se incorporará el reverendo Griffin. Una vez estos logren su objetivo, a su regreso a la población vivirán una emboscada de los indios mescaleros, en la cual quedarán rezagados en la defensa Leeds y el reverendo. Será este un punto de inflexión en el conjunto de la película, ya que el episodio se planteará de un lado como una implícita confesión por parte de Sam de las intenciones que le guiaron a la hora de realizar esta misión –hacer notar su carisma entre la población-, al tiempo que confesar que el desarrollo de la misma, o la propia actitud del sacerdote –que le indicará que aproveche sus últimas balas disparando a la desesperada contra el presunto líder del grupo-, hará percibir que entre ellos hay más lazos de unión que los que pudiera parecer. La manera con la que es mostrada esa ruta a pie que realizan ambos personajes, sus manifestaciones, la aridez del terreno, y al alcance telúrico del episodio, nos permitirán atisbar una especie de variación en el pensamiento de dos seres opuestos hasta entonces, en torno a la mentalidad que les había separado.

Esa capacidad que en todo momento despliega APACHE DRUMS para saber trasladarnos al interior de la psicología de sus principales personajes, solo es comparable a su capacidad para plantear un relato antirracista dentro de un argumento donde se describe en todo momento la crueldad de los indios –con la sola excepción de uno de ellos, fiel con los habitantes de Spanish Boot y, en realidad, revelador de la auténtica personalidad de su raza-. Y una vez más, Hugo Fregonese sabe sobrellevar al espectador a una historia que de manera externa de inserta dentro de los confines del western, pero que en realidad se interna de manera más adecuada en el ámbito del drama psicológico, el relato de una sociedad cerrada en sí misma y, por que no decirlo, la introducción de ese tercio final, en el donde quizá se encuentre más presente la querencia de Lewton, al recibir los habitantes y representantes del ejército que estaban realizado los funerales de entierro, de forma inesperada un ataque indio. Para protegerse se encerrarán en la iglesia, que se convertirá por un lado en la catarsis de todos sus habitantes, al tiempo que una especie de bunker de cara a resistir el ataque de la tribu que les rodea.

De nuevo el tandem Fregonese – Lewton logra sorprender al espectador, al hacerle sentir casi de manera física esa sensación del horror a la desaparición, al final del camino, teniéndolo tan cerca, tan solo en el exterior de las gruesas paredes de un sencillo edificio que supone el centro de lo que podríamos denominar una aldea. Sin embargo, en un momento dado, y cuando los cánticos parecen inducir un casi inminente ataque y, con ello, la aniquilación de los encerrados, la llamada de uno de los mezcaleros, pidiendo un médico que cure a su jefe propiciará una posible salida, brindándose Madden pese a tener solo conocimientos de veterinaria. Con la esperanza de lograr sanar al líder de la tribu y, con ello, lograr la libertad, en un momento determinado la voz de quien se ha hecho pasar como médico supondrá un punto de supuesta alegría, que muy pronto se transformará en tragedia al ser este ejecutado en la plena puerta mediante una lanza, al pedir este antes de morir que no la abrieran.

Será el comienzo del fin para todos los habitantes de Spanish Booot, y solo la astucia de Sam Leeds, incentivando el hecho de quemar todo el material combustible en la puerta de la iglesia, permitirá que una masacre colectiva sea postergada con astucia, hasta que la llegada de las tropas del ejército los libren de esa muerte segura que han estado a punto de vivir, al convertir el interior de una sencilla parroquia en un auténtico panteón colectivo y viviente. Al margen de este relato concreto, hay numerosos aspectos en los que APACHE DRUMS puede ser destacado, como es la agudeza con la que plantea determinados fundidos encadenados, los giros de guión que se expresa en un relato de menos de ochenta minutos de duración, adelantándose a una corriente del género seguida por cineastas tan personales como Edgar G. Ulmer o Jacques Tourneur, o la propia manera de resultar inquietante a la hora de estar rodada en exteriores diurnos. En definitiva, la sensación que se tiene al concluir la película, es de que todo lo sucedido en realidad no ha supuesto más que un castigo divino a una comunidad caracterizada en su interio, por una serie de atavismos puritanos, necesitados de una depuración que, quizá de forma casual, este enfrentamiento con ls indios, haya depurado de manera casi, casi, formidable. Sin duda, de nuevo Fregonese me ha vuelto a ganar.

Calificación: 3’5

SADDLE TRAMP (1950, Hugo Fregonese)

SADDLE TRAMP (1950, Hugo Fregonese)

Antes incluso de vislumbrar el fulgor del Technicolor que brindan las imágenes de esta modesta serie B de la Universal International, cualquier mediando conocedor de la filmografía del argentino Hugo Fregonese –especialmente de su periodo desarrollado bajo el cine de géneros estadounidense-, podrá advertir que nos vamos a encontrar con una propuesta diferente. SADDLE TRAMP (1950) –nunca estrenada comercialmente en nuestro país-, no podía ser una excepción. Y es algo que intuímos ya desde sus primeros fotogramas, encuadrándonos el relajado discurrir de Chuck Conner (Joel McCrea), un jinete de mediana edad que ha decidido tomar su discurrir vital sin las apetencias y deseos que podrían ser moneda corriente en cualquier ser humano. Apenas la posesión de su caballo servirá para ejercer como auténtico “paseante” de la vida. El inicio de la película nos lo muestra situando como unos bellos parajes, teniendo en su parte izquierda una extraña formación rocosa, e introduciendo un elemento muy poco utilizado en el western, como es la voz en off. Por la misma escucharemos esa filosofía de la vida que plantea su única intención de viajar y vivir el presente, sin atender con ello a cualquier obligación y responsabilidad común al resto de los mortales. El inesperado encuentro con el viejo Pop (Russell Simpson), proporcionará al relato una nota humorística cercana al absurdo, al tiempo que nos permitirá recordar la singular personal de un realizador que en su periodo americano propuso en todas sus películas –al menos entre las que he tenido ocasión de presenciar, que ya son considerables-, una visión muy personal que sobrepasaba tanto el acomodo a un género determinado, a partir de los cuales brindaba mixturas bajo las que encubría auténticos apólogos morales, de los que el título que nos ocupa no será una excepción.

Así pues, y sin esperarlo, nuestro protagonista vivirá una persecución, y al mismo tiempo se verá atrapado por su destino cuando se dirija a visitar un viejo amigo –viudo y padre de cuatro hijos-, al que indirectamente ocasionará la muerte cuando este utilice su caballo, reacio a cualquier disparo. Será un punto de partida que ya de entrada nos proporcionará la combinación de western, melodrama e incluso una cierta vertiente sensiblera, a partir del instante en el que Conner no tenga más remedio que asumir las responsabilidad de los cuatro huérfanos, en la medida que la propiedad en la que estos vivían con su padre se encuentra sometida a una hipoteca –su propietario mostrará sin embargo la consideración de retrasar la misma si este está dispuesta a trabajarla, ofrecimiento que el protagonista rechazará-.

Muy poco después, nos daremos cuenta, que la esencia de esta interesante SADDLE TRAMP esconde una nada solapada parábola en torno a la necesidad del ser humano de atender un destino en la vida. En el caso de Chuck, este casi sin pretenderlo, tendrá que asumir el cuidado de los cuatro pequeños, al tiempo que esconderlos en pleno bosque, trabajando en el rancho de Jess Higgins (el siempre magnífico John McIntire), un hombre que detesta a los pequeños y se encuentra enfrentado con un ranchero mexicano limítrofe  -Joe Martínez (Antonio Moreno)-, argumentando que este le roba su ganado. Poco a poco, demostrando sus facultades en el trabajo asumido, nuestro inicialmente despreocupado vaquero cuidará de los cuatro huérfanos, a los que se unirá la joven Della (Wanda Hendrix), que se ha escapado del cuidado del brusco Mr. Hartnagle (Ed Begley). A partir de dichos matices argumentales, retomados de una historia y guión elaborado por Harold Shumate, Hugo Fregonese ofrece –como no podía ser de otra manera-, una personalísima película en la que hay lugar para elementos de comedia –la paliza que los pequeños proporcionan al pendenciero Rocky (John Russell), cuando este se enfrente a Conner, la trampa destinada a este en la cocina de los Higgins, en la que picará tontamente Hartnagle-, en el que se introducen incluso aspectos cercanos al fantastique –la creencia que la esposa de Higgins, de herencia irlandesa, tiene de que las actuaciones de los pequeños corresponden a duendes del bosque-, en donde la fuerza de su cromatismo se erige como un elemento de singular importancia, y al propio tiempo el realizador aboga en todo momento por una notable desdramatización, que solo se verá bruscamente interrumpida en la penúltima secuencia del film, con la brutal pelea que protagonizarán el vaquero protagonista y Russell, una vez el primero ha descubierto quienes eran los auténticos ladrones de ganado, que durante tanto tiempo provocaron una innecesaria enemistad entre los dos terratenientes vecinos.

Como antes señalaba, destaca en SADDLE TRAMP esa voluntad marcada por parte de su autor por ofrecer un producto –cuya copia visionada al parecer posee algunos minutos menos de duración que los normalmente considerados- en el que la entremezcla de géneros es manifiesta. Tanto como esa deliberada ausencia de inflexiones dramáticas. Por el contrario, el director argentino apostará por un relato plácido que incluso se contempla una mirada cómplice y distanciada, con ecos de la denominada Americana, en el que quizá solo cabría reprochar que la parte relacionada con los niños y, sobre todo, el personaje de la joven Della, aparezcan dominados por un cierto ternurismo y, sobre cierto, cierta ausencia de verdadera credibilidad. En todo caso, pese a dichas consideraciones, no se puede negar que nos encontramos con otra muestra más que ratifica la singularidad de un cineasta del que aún nos queda por redescubrir buena parte de su obra, y que film tras film sigue sorprendiendo como uno de los más singulares que poblaron el cine norteamericano durante la primera mitad de la década de los cincuenta.

Calificación: 3

MAN IN THE ATTIC (1953, Hugo Fregonese)

MAN IN THE ATTIC (1953, Hugo Fregonese)

Poco a poco, según uno va a adentrándose en la filmografía del argentino Hugo Fregonese, va ratificándose en la impresión que puede proporcionar el visionado aislado de cualquiera de sus films; la de ser un cineasta errante por convicción, e inconformista con los códigos que marcaba el cine de géneros, aunque en esencia respetara los marcos que le eran otorgados por las diferentes productoras. Pero sobre todo fue un cineasta personal, valiente, siempre discurriendo a contracorriente y, en esencia poseedor de una personalidad indiscutible, que logró imponer a un cine que –paradójicamente- se desarrolló en su mayor parte en la confluencia de personalidades y ámbitos de diferentes países. Es probable que nuestro cineasta se sintiera especialmente a gusto en esta coyuntura, puesto que lo que hasta ahora he podido contemplar de su obra –siempre inserta en dicho contexto-, no viene sino a ratificar la valía de un realizador del que hasta hace bien poco me había mantenido ausente. Peor para mí, aunque bueno es el momento de intentar seguir los rastros de una obra que cada vez me resulta más atractiva, y cuyo interés he ratificado al contemplar la -una vez más- insólita MAN IN THE ATTIC (1953) –ausente de estreno comercial en nuestro país, apenas conocida, y despachada con cierto desdén por los especialistas Tavernier y Coursodon en una de las escasísimas referencias que de la misma he logrado encontrar-. Nueva versión de la figura de Jack el destripador –que pocos años antes había realizado con brillantez John Brahm para el mismo estudio –la 20th Century Fox-, no cabe duda que nos encontramos con un marco propicio para que Fregonese se inserte dentro de sus métodos de trabajo, el rodaje para una productora norteamericana en el seno de su división inglesa, con un contexto de serie B, y permitiendo asimismo una relativa mixtura de géneros, que quizá en esta ocasión no tenga tanta apariencia exterior como en otros de sus títulos, pero que no cabe duda confluye en uno de los resultados más valiosos de lo que hasta el momento he podido contemplar de su filmografía.

 

Estamos situados en el Londres neblinoso y siniestro de finales del siglo XIX. Ya los títulos de crédito –que encuadran el célebre puente con el que se cerrará del mismo modo la película-, nos introducen a un ámbito siniestro, oscuro y neblinoso, sobre el que se proyecta la figura de un hombre desconocido que se encuentra atisbando dicho horizonte desde un siniestro rincón de orillas del Támesis. Poco después el discurrir –elegantemente planificado por Fregonese-, de una pareja de oficiales de policía por la noche londinense –atención a la esmerada ambientación y diseño de producción, probablemente aprovechado de títulos precedentes, pero que alcanzan en sus secuencias de exteriores una asombrosa comunión con la contrastada fotografía ofrecida por el gran Leo Tover-, muy pronto nos acercará al tercer asesinato cometido por el desconocido criminal. El crimen tendrá un tratamiento paralelo con la llegada del desconocido Slade (un extraordinario Jack Palance, en la que intuyo contiene la mejor interpretación de toda su carrera). Se trata de un hombre que esconde un lado inquietante bajo sus amables modales, y que busca acomodo en una vivienda propiedad del matrimonio Harley. Una pareja de ya cierta edad, bastante desgastados en sus relaciones como tal matrimonio –un aspecto que la película trata con agudeza e ingenio-, y que por necesidades económicas se ven obligados a alquilar alguna de sus habitaciones –una incongruencia de guión, en la medida que su sobrina se convertirá en una artista de éxito, lo que haría inútil tener que recurrir posteriormente a dicho alquiler-. Slade cumplirá con todos los requisitos de pago, ejerciendo una vida discreta hasta que llegue el momento de su encuentro con la sobrina de los propietarios, la joven Lily Bonner (Constance Smith) –en cuyo estreno en la revista se permitirá una ligera alusión al reciente éxito del estudio ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950. Joseph L. Mankiewicz).

 

A partir de ese momento, la tensión de instalará en el relato más en la vertiente de un suspense psicológico, que en la plasmación de los estrictos cánones del cine de terror –lo que no impedirá la plasmación del asesinato de una cantante en el interior de su propia vivienda, cuando apenas ha dejado de ser escoltada por dos policías,  describiendo el crimen desde el propio punto de vista subjetivo del criminal– probablemente el instante más aterrador y atrevido de la función. Sin embargo, los derroteros del film de Fregonese se inclinan de forma fundamental por el tratamiento de las relaciones entre sus principales personajes. Hay una secuencia ejemplar a este respecto, en la que se encuentran en el interior de la vivienda de los Harley todos ellos, conformando con sus miradas, sus diálogos, la ubicación y planificación manifestada por la cámara, un juego de intenciones que, a mi modo de ver, ejercerá como auténtico nudo expresivo del sentido que el realizador y su equipo de producción intentaron aplicar a una película que, es evidente, intentaba desmarcarse de anteriores aproximaciones a dicho personaje. En este sentido, gracias también en buena parte a la vulnerabilidad que proporciona el espléndido trabajo de Palance, unido a la ambigüedad que se ofrece del tratamiento de su personaje –que hasta los instantes finales de la película no sabemos a ciencia cierta si es o no el asesino-, la película bascula entre ese sustrato de suspense matizado por la sutil crítica a los convencionalismos de la vida británica de la época, por momentos se inserta en la filmación de números musicales centrados en las actuaciones de Lily, mientras que en otras ocasiones discurrirá por esos mencionados terrenos escorados al cine de terror. Sin embargo, la película logra una personalidad propia merced a dicha ambigüedad, y en cierto modo a decantarse en la descripción de su protagonista como un auténtico inadaptado social, quien tuvo en la figura castrante de su madre el motivo para justificar sus acciones criminales.

 

Llegados a este punto, la película aporta su elemento quizá menos logrado, representado en la figura del joven inspector Warwick (Byron Palmer), que proporcionará a la función un quizá algo forzado triángulo amoroso entre este, Lili y Slade, aunque ello brindará al conjunto una secuencia igualmente espléndida aunque –forzoso es reconocerlo- quizá un tanto carente de la suficiente credibilidad; la visita de todos ellos al recinto en el que Warwick tiene acumulados los elementos que ha logrado en su seguimiento de la andadura criminal del asesino, lo que permitirá al espectador –que aún en ese momento no puede tener la certeza de que su protagonista es realmente el criminal- atender a una serie de reveladores diálogos, que de alguna manera adelantarán la manera con la que este cerrará su trayectoria criminal. Será algo que iniciará una secuencia arriesgada –especialmente teniendo en cuenta el año de rodaje del film; 1953-, en la que el uso de planos cortos, nos dejará ver la obsesión que Slade mostrará en el comportamiento exhibicionista de Lily en su calidad de artista. El detonante para que revele su auténtica personalidad ante un ser que en todo momento ha apostado por él, quizá intuyendo en sus rasgos atormentados a alguien sensible y preciso de cuidados e incluso afecto.

 

Está claro que nos encontrábamos aún en 1953, y no era fácil encontrar en las pantallas una justificación sociológica de este tipo de comportamientos criminales –aunque podríamos recurrir a referencias recientes y de ambientación contemporánea como la estupenda THE SNIPER (1952, Edward Dmytryk), estas aparecerán años después, con una mayor libertad temática, en títulos que van desde PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) hasta NIGHT MUST FALL (1963, Karel Reisz), por citar dos referencias especialmente memorables; una reconocida, la otra aún no-. Sin embargo, es mérito de Fregonese y de cuantos le acompañaron en este proyecto, haber plasmado una de las visiones más originales y atrevidas –además, de las menos conocidas- que el conocido criminal ha tenido en la pantalla a lo largo de su historia. No solo logró despegarse de la –por otro lado estupenda- y muy cercana aportación al mismo brindada por el ya citado Brahm, sino que supera a la posterior, apreciable aunque a mi juicio sobrevalorada JACK THE RIPPER (1959, Robert S. Baker & Monty Berman), adelantando una serie de tendencias visuales y temáticas, que años después se harían más habituales en el contexto fílmico. Con lo cual, una vez más, hay que reconocer que el director argentino ejerció de nuevo como un cineasta personalísimo y dotado además de un gran sentido narrativo, gozando de una intuición que en ocasiones como esta –pese a los reparos antes señalados- le permitieron adelantarse a su tiempo.

 

De destacar es, por último, la manera con la que concluye el relato, con ese folleto anunciador de la obra protagonizada por Lily, que emergerá de las aguas del río como único testimonio del desaparecido protagonista, antes de cerrar la narración de forma abrupta con el mismo plano que ha iniciado la película. Una vez más, el círculo no se cierra; Jack el destripador probablemente haya desaparecido, pero la posibilidad de que en la sociedad en la que ha surgido un personaje tan monstruoso como digno de compasión, surja otra de similares características, permanecerá inalterable en la brumosa noche londinense.

 

Calificación: 3’5

BLOWING WILD (1953, Hugo Fregonese) Soplo salvaje

BLOWING WILD (1953, Hugo Fregonese) Soplo salvaje

Son muchas las sugerencias que emanan tras la contemplación de BLOWING WILD (Soplo salvaje, 1953. Hugo Fregonese) Pero personalmente me quedaría con una que aparece ante el espectador en los primeros minutos del film, y que de alguna manera simbolizará todo su trazado dramático –debido a las manos del experto Philip Yordan; o quien sabe, a algunos de sus subalternos-. Me refiero con ello al deslumbrante contraste que aparece ante el espectador en esos primeros minutos en los que se presenta a la pareja de aventureros petroleros –Jeff Dawson (Cary Cooper) y Dutch Peterson (Ward Bond)-. Los dos son atacados por un grupo de bandidos que aparecen portando caballos, en una secuencia de ascendencia claramente westerniana, desarrollada en una zona agreste y rural indeterminada, ubicada en América del Sur. La percepción que nos llega de asistir a una propuesta del cine del Oeste, pronto quedará frustrada, cuando los dos derrotados expedicionarios viajen hasta una ciudad costera situándose en tiempo presente. Esa sensación de dicotomía entre ayer y hoy, además de propiciar el deslumbrante contraste señalado, de alguna manera expresa el meollo dramático de la película, en especial en la relación que de nuevo se mantendrá entre Dawson y la aún atractiva Marina Conway (Barbara Stanwyck), a la que ha vuelto a encontrar, ahora convertida en esposa de un viejo amigo de este –Paco Conway (Anthony Quinn)-, convertido en magnate petrolífero. Como se puede deducir de estas inconexas líneas procedentes de su argumento, BLOWING... supone una demostración de la singularidad en la personalidad cinematográfica del argentino Hugo Fregonese, centrada en su acercamiento a insólitas mixturas de género, sobre las que proyectaba extraños conflictos en los personajes que poblaban las mismas. En esta ocasión, la mezcla de géneros –aventuras, western, melodrama-, podría incuso extenderse a ecos del cine noir –sobre todo manifestado en el carácter de femme fatal que definirá a Marina en los últimos minutos de la película, llegando al crimen en su deseo casi enfermizo de conservar el amor que siempre ha sentido por el personaje encarnado por Cooper-.

 

Dentro de ese carácter insólito que preside el film de Fregonese, podemos en cualquier caso insertarlo en ese numeroso “corpus” de propuestas que el cine norteamericano filmó en tierras sudamericanas. Un conjunto que aborda exponentes tan magníficos como VERA CRUZ (Veracruz, 1954. Robert Aldrich) o el menos reconocido pero igualmente excelente APPOINTMENT IN HONDURAS (Cita en Honduras, 1953. Jacques Tourneur). Son en líneas generales títulos –sobre todo aquellos, como el de Tourneur- cuyos argumentos se insertaban en tiempo presente, permitiendo combinar un cierto grado de abstracción, singularidad, o variaciones sobre los géneros tradicionales, quedando asimismo como auténticos islotes dentro de las convenciones marcadas por Hollywood. Todo ello, años antes de que en las postrimerías del clasicismo norteamericano, el denominado western crepuscular heredara de alguna manera los apuntes que en títulos como el que nos ocupa ya se describen con acierto, aunque en Fregonese está claro se plasmara por la pura convicción personal de estructurar su cine a contracorriente de lo marcado en la diversidad de géneros que toca parcialmente en uno u otro aspecto.

 

A partir de esta singularidad, la película combina por un lado el recorrido aventurero de Dawson –inicialmente junto a Dutch-, insertando un vibrante episodio de traslado de explosivos que parece imitar o servir de referente de la coetánea LE SALAIRE DE LA PEUR (El salario del miedo, 1953. Henri-George Clouzot), y logrando imbricar esa mezcla de ayer y hoy en la ambientación del film, como proyección física de ese pasado y presente de la psicología de sus principales personajes. Dentro de dicho contexto contemporáneo, emergerá la figura de Sal Donnelly (Ruth Roman), una joven amable pero de dudoso pasado, quien desde el primer momento ha intentado buscar una complicidad con Dawson, aunque quedará ahí como auténtico comodín a la hora de plasmar la evolución interior del valiente aventurero. No cabe duda, a este respecto, que incidiendo en la singularidad de la película –producida para la Warner- un elemento de especial interés lo conforma su reparto –todo él magnífico; atención al momento del inesperado reencuentro entre los dos antiguos amantes, donde la química entre Cooper y la Stanwick llega a echar chispas-, en el que se intercalan los clásicos Cooper, Bond e incluso Quinn, con la presencia femenina de la célebre protagonista de DOUBLE INDEMNITY (Perdición, 1944. Billy Wilder), junto a la personalísima Ruth Roman. En ambos casos se trata de actrices cuya sola presencia en un título de aquella década, invitaban a presagiar propuestas diferentes a lo convencional –como es el caso de FORTY GUNS (1957, Samuel Fuller) en la primera de ellas, o GREAT DAY IN THE MORNING (Una pistola al amanecer, 1956. Jacques Tourneur) en la segunda. A partir de dicha característica, Fregonese desplegará el relato basándose en la fisicidad de exteriores e interiores o la intensidad de las miradas de sus actores, a los que seguirá por medio de una cámara que llega a escrutar sus acciones, dudas y debilidades. En ese equilibrio entre la duda interior de sus protagonistas –proyectando en ellas el pasado de todos ellos- y la fisicidad de la aventura exterior desplegada –que nos llevará a una secuencia de masacre de bandidos, que fácilmente podría haber servido como modelo al Peckimpah de THE WILD BUNCH (Grupo salvaje, 1969), o a la fuerza expresiva que marca el constante ruido de la rueda petrolífera que domina las prospecciones y la hacienda de Paco, y que en su conclusión ejercerá como fatum de su propietario-, Fregonese logra de nuevo triunfar en el desmarque de los códigos tradicionales narrativos de Hollywood –el casi extenuante momento en el que Cooper recupera un proyectil que emerge de un pozo petrolífero en plena acción, vale más que todo GIANT (Gigasnte, 1956. George Stevens)- aportando una mirada singular, atractiva, vibrante e incluso siniestra en algunos momentos. Lástima que algunos detalles impidan que el conjunto alcance la altura que en buena parte del metraje sí queda expuesta. Entre ello, cabría destacar la escasa definición de la relación que liga a Sal con Dawson –aunque ello permita un magnífico encuentro de esta con Marina cuando la primera ejerce como croupier en un establecimiento-, o quizá la excesiva acumulación de peripecias, en sí mismas todas muy atractivas cinematográficamente, aunque algunas de ellas no aporten demasiado al nudo central de la misma –por ejemplo, el propio y tenso episodio del traslado de explosivos-. De todos modos, esas eran las consecuencias de la capacidad de riesgo que podía asumir este director argentino, sin duda uno de los más inclasificables que tuvieron un relativo acomodo en el cine clásico de Hollywood, y que permite una conclusión tan sorprendente por puro sencilla, intuyendo una segunda oportunidad para esos dos buscadores de petróleo y la mujer que en su momento encontró Dawson en una estación de ferrocarril, cuando ambos no poseían un solo dólar en el bolsillo.

 

Calificación: 3

ONE WAY STREET (1950, Hugo Fregonese) Murallas de silencio

ONE WAY STREET (1950, Hugo Fregonese) Murallas de silencio

A cualquiera que –como un servidor- haya tenido la ocasión de contemplar un número más o menos reducido en la nómina de títulos que forjaron la filmografía del director argentino Hugo Fregonene, seguro que habrá percibido la voluntad del realizador de desmarcarse de cuantas variantes genéricas le tocaron en suerte y facilitaron la continuidad de su trayectoria como director. Es por ello que al contemplar estas, siempre se tiene una sensación de extrañeza, como si sus intenciones se alejaran por completo de los ámbitos convencionales a los que, en teoría, iban en el empeño de argumentos que le permitieron dirigir, inclinándose por el contrario a  destacar las particularidades de gentes y colectivos corrientes y mundanos, en donde siempre partió de una mirada en profundidad en la colectividad humana en la que insertaba sus películas. Uno de los elementos que Fregonese utilizaba con frecuencia, fue la incorporación de inesperados giros que introducían al espectador en un nuevo ámbito y, sobre todo “reengancharlo” y atraerlo hacia ese segundo marco de acción, en donde el argentino lograba finalmente establecer el objetivo central de sus películas.

 

Todo ello, punto por punto, se cumple en ONE WAY STREET (Murallas de silencio, 1950), rodada para la Universal International, e inserta dentro de ese subgénero del cine policíaco fronterizo, que legó a la producción norteamericana títulos tan interesantes como RIDE THE PINK HORSE  (Persecución en la noche, 1947. Robert Montgomery). En esta ocasión, la película –que pude contemplar en una copia de la edición española que cuenta con algunos cortes, quizá unos por censura y otros por el propio desgaste de la cinta-, se inicia con un claro planteamiento de cine noir. Tras una cita que adelanta el tono fatalista que parece preludiar, la cinta en realidad se centra en el pensamiento de su protagonista masculino. Una panorámica en plano general de izquierda a derecha nos describe luna visión nocturna de Los Angeles, hasta presentarnos a un grupo de atracadores –encabezado por John Wheeler (impecable Dan Dureya)-. Ambos acaban de realizar un golpe, estando a la espera de la llegada del último de los asaltantes para repartir un botín de doscientos mil dólares. La situación no deja de resultar familiar para cualquier seguidor de dicho género, pero muy pronto reservará una sorpresa con la irrupción del doctor Frank Matson (magnífico James Mason), quien se encuentra aliado con la amante de Wheeler –Laura Thorsen (Märta Torén)- para lograr con una sencilla pero efectiva argucia, hacerse con el botín y huir sin mayores dificultades de una situación en teoría imposible de poner en práctica. Muy pronto para la pareja de secretos amantes se plantearán las dificultades, iniciadas con la inesperada aparición del otro atracador, que se encontraba escondido en el coche en el que huían, viviendo a continuación un accidente del que lograrán salir ilesos.

 

De todos modos, y cuando los derroteros de ONE WAY... parecían ir centrados en una persecución por parte de los hombres de Wheeler -herido más que en la pérdida del botín, por el hecho de la traición evidenciada por su amante-, la película brinda un extraño giro que, a  fin de cuentas, se revelará como su principal atractivo, mostrando esa querencia de Fregonese por el tratamiento de temáticas extrañas e inhabituales –en este caso partiendo de una base argumental de Lawrence Kimble-, en las que parecía sentirse especialmente a gusto. Esta no es una excepción, permitiéndonos asistir a un completo cambio de registro a partir del vuelo que girará la pareja protagonista con destino a la capital mexicana, y que les dejará junto a una aldea rural debido a una avería en la avioneta que tripulaban. Será una consecuencia del destino, como lo será el casual encuentro con el padre Moreno (excelente Basil Ruysdael), y también con la avanzadilla de una banda de facinerosos, a los que el veterano sacerdote logrará disuadir de su –intuido- deseo de asaltarlos. A partir de ese momento, la película cobrará otra textura, el contraste entre la opresión de la vida nocturna de la ciudad quedará transmutado por una nueva visión de la existencia, en la que el materialismo quedará sustituido por una voluntad de servir a la comunidad, una asumida sencillez en las formas de vida y, en definitiva, para nuestros dos protagonistas, una nueva oportunidad en su existencia consolidando una relación sentimental que, de otro modo, siempre hubiera estado condicionada por las ansias de venganza del gangster engañado por partida doble. Todo ese proceso estará magníficamente plasmado en la pantalla por un inspirado Hugo Fregonese, quien sabe captar la manera con la que los lugareños modificarán su inicial actitud hostil hacia el doctor –la población se encuentra sojuzgada por el influjo de una curandera de fuerte personalidad-, al tiempo que la acción se beneficiará del excelente tratamiento que se ofrece de sus tres principales personajes. El principal de ellos, será lógicamente Matson, quien de ser un médico fracasado que solo servía para ayudar a delincuentes, pasará a encontrar una oportunidad de servir a una comunidad y, con ello, redimirse de un comportamiento del que cada vez más se encontrará arrepentido. Ni que decir tiene, que esa evolución y la vulnerabilidad de su comportamiento, tendrá en Mason un aliado de excepción, desplegando una gama de matices que hacen creíble ese proceso de transformación –y que incluso nos llevará a asumir con convicción como, de la noche a la mañana, abandonará el traje urbano que lucía, para vestirse como uno más de los campesinos-. Será su personaje el más rico de la película, mostrándose entregado en su capacidad de ayuda, contrariado cuando sus cuidados no permiten la mejora de alguno de sus pacientes, e incluso astuto al aplicar algunos trucos entre los habitantes más adictos a la curandera, para lograr con ello acercarlos a su práctica de la medicina.

 

Por su parte, Laura manifestará en todo momento una especial sensibilidad, intuyendo en su actitud, en sus miradas y en el reflejo del contexto de lo que vive, la posibilidad de felicidad plena que les puede proporcionar este lugar ignoto y sin pretensiones, pero grande en esa sencillez que, en definitiva, proporciona la pureza más absoluta en la vivencia humana. Será un proceso rápido en el tiempo, en el que influirá la manera que el realizador tendrá de describir un microcosmos revestido de sencillez, en el que solo marcará la distorsión la banda de bandidos que asolará la población cuando las fuerzas del ejército se encuentran alejadas de la misma. Finalmente, será el padre Moreno quien, con la sabiduría que le proporciona una larga aventura vital, intuirá el pasado cuestionable de Matson, aunque en todo momento alentará en él, siempre con diálogos provistos de doble sentido e ironía, la posibilidad de esa redención que ha iniciado, sin él buscarlo, en su labor de servicio a esta comunidad necesitada de su prestación médica.

 

Con todos estos mimbres, Fregonese logra entrelazar un relato de alcance telúrico, en el que casi como si fuera un hechizo, dos personajes que se encaminaban a un destino trágico, encontrarán casi sin pretenderlo la posibilidad de una nueva vida. Cierto es que en la narración alcanzará una escasa importancia el proceso seguido por Wheeler para dar con ellos –es algo además que se muestra muy cuarteado en la copia que pude contemplar-, pero también resulta cada vez más claro para ese médico restituido en su valía como tal, la necesidad de enfrentarse a ese pasado que ambos provocaron, si quieren que iniciar esa nueva vida de manera definitiva. Esa decisión les llevará a abandonar esa pequeña aldea, en una secuencia conmovedora en el que los rostros de todos sus habitantes hablan por sí solos del cariño que demuestran hacia los que bien poco antes consideraban extraños –incluso la curandera mostrará una expresión pesarosa-, e incluso poco antes el padre les había emplazado a retornar para poder casarse, ejerciendo él como oficiante.

 

Y llegará el momento del enfrentamiento entre un Matson dispuesto a devolver a Wheeler el botín –que mantiene íntegro-, mientras este último sigue sin asumir la pérdida de su antigua amante. Una vez más, la astucia del doctor podrá contra la arrogancia del jefe de los gangsters, quien se verá incluso traicionado por su principal ayudante –Ollie (William Conrad)-, logrando con ello romper con una auténtica maldición, que hubiera impedido el derecho a la felicidad de dos seres sensibles que solo tuvieron la debilidad de compartir un contexto en el que nunca estuvieron cómodos. La sequedad de ONE WAY... impedirá que contemplemos el regreso de la pareja a ese lugar que los espera con tanta ansiedad como ellos tienen en regresar. No importa. Una vez más, Hugo Fregonese logró poner en práctica un relato de género, insertando en él variables divergentes, y logrando ligarlas con ese extraño sentido del riesgo que, probablemente, emergería como su mayor rasgo de personalidad.

 

Calificación: 3