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CINEMA DE PERRA GORDA

John Sturges

THE WALKING HILLS (1949, John Sturges)

THE WALKING HILLS (1949, John Sturges)

THE WALKING HILLS (1949) es el octavo largometraje firmado por John Sturges, hasta entonces siempre dentro de los confines de la serie B, y el último que firmaría dentro de la siempre modesta Columbia Pictures. Nos encontramos ante un periodo aún bastante poco conocido de sus primeros pasos como cineasta, en el que sin embargo no puedo dejar de destacar la única propuesta de este periodo que había contemplado hasta la fecha, el intenso melodrama gótico THE SIGN OF THE RAM (El signo de Aries, 1948), que no dudo en situarla entre las películas más atractivas de toda su filmografía. Precisamente, al año siguiente, Sturges rueda THE WALKING HILLS, en donde parece iniciar un tipo de cine áspero, físico, árido incluso, que tendría su prolongación en la inmediata THE CAPTURE (1950), ésta ya iniciando su incorporación en el ámbito de la serie B de la Metro Goldwyn Mayer. Serán películas que se insertarán en un determinado ámbito de crítica de elementos de la sociedad USA, oponiéndose de manera tímida al macartismo, y sumándose a una corriente que en aquellos años expresaban cineastas como Joseph Losey, Edward Dmytryk o Cyril Endfield. En cualquier caso, esa inclinación apenas de encuentra presente de manera episódica en sus instantes iniciales, descritos con dinamismo en una ciudad situada en las fronteras de Estados Unidos y México, de donde parten buena parte de las interrogantes que se irán desvelando, poco a poco, en el devenir del relato. Veremos como discurre por las calles de esta población un muchacho -Shep Wilson (William Bishop)-, que cruzará su mirada a través de un escaparate con una muchacha -Chris Jackson (Ella Raines)-, mientras el primero es seguido por Frezee (John Ireland), un agente de gobierno, espoleado por un anciano de aspecto huraño.

Casi de inmediato la entraña de la película se dirime en una partida de póker, donde se reunirán de manera inesperada sus protagonistas, y en la que se planteará, casi de un fotograma a otro, la posibilidad de encontrar en el desierto el botín de oro que se encontraba en una caravana, cuyos vestigios ha contemplado casualmente el componente más joven de la partida -Johnny (Jerome Courland)-. Sus indicios animarán a los presentes, entre los que se encontrará el inesperado líder del grupo -Jim Carey (Randolph Scott)-, así como el muy veterano y cascarrabias Willy (el extraordinario Edgar Buckanan). A mi modo de ver, el corto alcance de THE WALKING HILLS se encuentra precisamente en esta inesperada escena, que se articula como precipitada y esquemática presentación de una galería de personajes que, hay que reconocerlo, en muy pocos momentos se encuentran alejados del estereotipo. Es cierto que asistimos a un relato de corto presupuesto que no alcanza los ochenta minutos de metraje, pero no cabe duda que la manera de tratar este retrato coral será una rémora que impide que una modesta propuesta de ciertas cualidades, no se eleve finalmente por encima de la medianía, o incluso la discreción, precisamente por intentar abordar de manera débil una serie de retratos psicológicos que se escapan de la fisicidad de sus imágenes, sin duda su elemento más valioso.

Así pues, el film de Sturges, que justo es reconocer preludia un sendero más adelante expresado con mayor acierto en su cine, asume en sus modestas costuras una mezcla de western contemporáneo y propuesta de aventuras, con ecos de la muy cercana THE TREASURE OF THE SIERRA MADRE (El tesoro de Sierra Madre, 1948. John Huston), la coetánea y bastante más atractiva LUST FOR GOLD (1949, S. Sylvan Simon), asumiendo el aura fronteriza de tantos títulos de su tiempo. Es más, me atrevo a señalar que preludia algunos perfiles de la posterior ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder). En todo caso, lo más atractivo del relato se dirime cuando el colectivo de aventureros se introduce en las rocosas montañas que muy pronto darán paso a las arenas del desierto -magníficamente descritas con una serie de misteriosos planos generales, en donde destacará la rugosidad fotográfica de la iluminación en b/n de Charles Lawton, Jr., el mayor aliado de Sturges en la película-. A partir de este momento, su discurrir se dirimirá en una serie de peripecias, unas con más atractivo que otras, concluyendo en una especie de huis clus en donde cada peregrino albergará su propio drama personal, y al que se sumará la aguerrida Chris, incorporada al grupo una vez este ya se encuentra internado en el desierto. Así pues, Freeze intentará atrapar al asesino -accidental- de un muchacho, por encargo de su padre -el anciano huraño que hemos contemplado al inicio-, quien se comunicará con este por medio de señales a través de espejos en la lejanía. Y esa culpabilidad equívoca será asumida, al mismo tiempo, por Shep y Johnny, insertando el relato, en dos secuencias confesionales del primero con la joven, sendos breves flashbacks que evocan por un lado la relación que este mantuvo cuando la conoció tiempo atrás, y por otro la muerte accidental que provocó y le atormenta. Por su parte, esta no dejará de dudar en todo momento entre recuperar su atracción hacia Wilson o, quizá, hacerlo con Carey, con quien también mantuvo otra relación, aunque este siempre la evoque desde una distanciación, debida sobre todo a un mayor grado de experiencia existencial.

En medio de este cruce de pensamientos, incertidumbres, pesares y anhelos, lo cierto es que lo mejor, lo más atractivo de THE WALKING HILLS surge en la expresión de un relato físico y directo, que tendrá su plasmación más oportuna en la descripción de la tormenta de arena, inicialmente prevista con demasiada ligereza por Willy, pero que más adelante se incorporará al clímax del relato casi como auténtico protagonista del mismo. En cualquier caso, este no llega a ser integrado más que como prueba de supervivencia, más no como deseada catarsis del mismo. Y dentro de ese capítulo cabría señalar de manera más discreta el hastío que irán desprendiendo las tareas de búsqueda y desenterramiento de los indicios que se irán encontrando en torno a esa deseada caravana, que finalmente quedará como un sueño no alcanzado, o quizá no tanto.

En última instancia, y por encima del desaprovechamiento de personajes e incluso de intérpretes que muy pronto despuntarían dentro de los géneros ‘duros’ -más allá de Randolph Scott, podríamos incluso destacar el desaprovechamiento que se brinda a Arthur Kennedy-, en mi opinión uno de los aspectos más atractivos de esta modesta película se centra en el joven Johnny, al que una inesperada y tonta pelea contra Freeze dejará herido en la columna. Será en torno a él donde, esta vez sí, se podrá percibir un cierto crescendo dramático, no solo al escuchar las tribulaciones del noble muchacho -quien de manera equívoca se considera culpable de un hecho leve-, sino que en torno suyo se articularán buena parte de los momentos más intimistas, confesionales y valiosos de esta pequeña producción. Es curioso, sin embargo, que cuando se verifique su muerte, ni siquiera se ofrezca una pequeña secuencia de entierro en las arenas del desierto. Y es que esos claroscuros son los que definen este relato tan atractivo y físico en sus mejores momentos, como provisto de tantos agujeros argumentales y psicológicos en su desarrollo. En el que uno entiende que sobran souls de Josh White, pero se echa de menos una mayor complejidad dramática en su galería de personajes, para evitar en algunos momentos asistir a una propuesta en la que importa mucho más, el continente, que el contenido.

Calificación: 2

THE SIGN OF THE RAM (1948, John Sturges) El signo de Aries

THE SIGN OF THE RAM (1948, John Sturges) El signo de Aries

Pese al discurrir del tiempo, quedan no pocos cabos sueltos, a la hora de ir recuperando los primeros exponentes en la filmografía del norteamericano John Sturges (1910 – 1992), de quien se recuerda su valiosa aportación al western, o también su incursión ya en la década de los sesenta, en diferentes superproducciones, tan exitosas, como vilipendiadas por la crítica. Y he de señalar que, pese a los altibajos de su andadura fílmica, incluso en esa etapa más bien comercial, se encuentran exponentes de interés, al tiempo que, en sus primeros años, aparecen pequeños títulos, dotados de un nada desdeñable atractivo que, en ocasiones, sobrellevan propuestas narrativas sorprendentes. Pienso en la inusual estructura narrativa de MYSTERY STREET (1950). En el ejercicio de suspense que proporciona JEOPARDY (Astucia de mujer, 1953), o en la propia singularidad que desprende THE CAPTURE (1950). Son varios los exponentes de esta primera etapa, que aún esperan el limbo de un necesario visionado. Por ello, poder acceder a THE SIGN OF THE RAM (El signo de Aries, 1948), no solo nos permite completar otra pieza del rompecabezas incompleto de su filmografía sino, que en sí misma considerada, aparece como una magnífica película, que revela nuevos vértices en la versatilidad de su realizador, al tiempo que brinda una mirada complementaria, con personalidad propia, dentro de ese corpus de producciones de suspense psicológico, delimitado en escenografías de ecos góticos y victorianos, que se adueñaron de las pantallas cinematográficas, durante la década de los 40.

La película, dominada por un bellísimo y evocador tema musical de entrada, hace especial hincapié, en destacar por parte de la Columbia, el retorno a la pantalla de Susan Peter siendo esta, a la postre, la que supondría su última presencia cinematográfica, ya que falleció prematuramente en 1952, a los 31 años de edad. Y su metraje se iniciará, entremezclando la llegada de una nueva secretaria, desplazada desde Londres -Sherida (Phyllis Taxter)-, a la mansión St. Aubyn, en plena costa de Cornualles. Ya en el trayecto en coche, en el que esta es trasladada por el joven Logan -uno de los hijos de la familia propietaria-, se advertirá la impronta que preside un marco tan impactante, capaz de transmitir lo mejor y lo peor a quienes hasta allí se internan. Muy pronto, llegarán hasta aquella tan suntuosa como vieja mansión, en donde por momentos parece vivirse en un mundo separado. Es algo, que desprenderá la impronta de quien, realmente, domina aquel microcosmos. Se trata de Leah St. Aubryn (Susan Peter), una mujer elegante, segunda esposa de Mallory (Alexander Knox), auténtico dueño de la hacienda, y padre de los tres hijos que, fruto de su anterior esposa, forjan su descendencia. Un año después de enviudar se casaría con Leah, mucho más joven que él, quien, durante un accidente de mar, adquirió la invalidez que le hace ir postrada en silla de ruedas, al salvar a sus hijos políticos.

A partir de dicho marco de partida, THE SIGN OF THE RAM aparece, en última instancia, en un muy valioso antecedente de esos títulos que, bastantes años después, encarnarían viejas estrellas como Bette Davis o Joan Crawford, interpretando a severas y torturadas matriarcas, destinadas a torturar psicológicamente a sus descendientes. Pero lo que, en estos últimos casos, aparecerá como fácil concesión al grand guignol, destinado al lucimiento de sus míticas y decadentes estrellas, en el film de Sturges aparece delimitado en un relato dotado de elegancia, perfidia y una capacidad de penetración psicológica, que se dará de la mano con una elegante y precisa puesta en escena, que no solo utiliza con pertinencia la magnífica escenografía de la mansión protagonista, y una imaginativa iluminación de Burnett Guffey, en la que se dirimen los claroscuros de un argumento en apariencia inocuo, pero que muy pronto deja entrever la casi enfermiza influencia que Leah, ejerce sobre todo su entorno.

Así pues, no veremos en THE SIGN OF THE RAM grandes alardes, aunque los hay. Ya que el drama que encierran esas casi opresivas pareces, se muestra en todo momento en letra pequeña. En las sutiles inflexiones que irá marcando Leah, cada vez que algo no resulta como ella cree que debe quedar establecido. Cuando comprueba que Logan, el mayor de sus hijastros, se va a casar, con una amiga de toda la vida, o cuando otra de sus hijastras, decida casarse con el joven Dr. Simon Crowdy. En realidad, le queda el dominio, casi rayano en la sumisión, que mantiene con la aún adolescente Christine, que la seguirá en todo momento, y llegará a intentar atentar contra la vida de Sherida, cuando Leah indirectamente insinúe, que esta se ha convertido en una rival en el amor hacia su esposo.

De manera creciente, aunque siempre sin alzar el tono, el film de Sturges va desprendiendo esa venenosa dependencia de todos, hacia una mujer sensible y, en el fondo, amargada, que sabe reconocer, en un momento determinado, y a través de esos poemas que escribe bajo seudónimo, que incluso el amor va unido en ocasiones al egoísmo. La efectividad de esta historia del experto Charles Bennett, adaptando la novela de Margaret Ferguson, reside en la capacidad de trasladar cinematográficamente, el caudal de sugerencias emanadas, en una casa y un entorno, en el que el espectador llega a palpar, en algunos momentos, la insania que desprende, el poderoso influjo de su protagonista. Todo ello, mediante una puesta en escena precisa y arrojada en sus mejores momentos, dominada por una movilidad con la cámara, casi como si orquestara una ceremonia de la malignidad, interpretado y descrito por la partitura de un ser tan sensible y consciente, como pérfido en sus intenciones, para ella por otra parte, dominadas por la lógica.

En una obra tan desconocida, deudora de su tiempo y, al mismo tiempo, tan personalísima, se podrían entresacar, no pocos instantes dominados por la brillantez. Ese inesperado cambio de plano, mientras que Sherida y Logan charlan en el coche que les acerca a la mansión, encuadrando la fiereza y el misterio del mar y la costa. La sutileza con la que la recién llegada, descubre la invalidez de Leah. Ese instante magistral, en el que Leah intuye la inesperada fascinación de su esposo por la recién llegada secretaria, al descubrir que le ha regalado otra flor de su crianza, como ha hecho antes a ella. Las secuencias descritas en esa vieja mina abandonada, en la última de las cuales a punto estará de surgir la tragedia, y en las que esa aparente fuga del epicentro de la tensión -en ella nunca podrá introducirse Leah-, no impedirá que esas tensiones establecidas en el conjunto del relato, tengan su oportuna prolongación. Sin embargo, si algo resulta inolvidable, es la conclusión de la película, no por predecible menos vibrante en su leve aureola fantastique, describiendo la casi inevitable inmolación de Leah, una vez descubierta la perfidia de su juego insano, arrojándose hasta el acantilado, envuelta y casi engullida, por la intensidad de la niebla. Unos momentos de una casi abrasadora intensidad cinematográfica, culminando una obra de enormes cualidades, que mereces salir con urgencia, del olvido a que ha sido sometida durante décadas.

Calificación: 3’5

RIGHT CROSS (1950, John Sturges)

RIGHT CROSS (1950, John Sturges)

Rodada para la Metro Goldwyn Mayer, en el periodo inicial de un John Sturges que ya atesoraba una decena de títulos a sus espaldas, RIGHT CROSS (1950) es una pequeña y apreciable serie B, en la que se combinan tres líneas vectoras, que en sus mejores momentos confluyen en pasajes de considerable intensidad. Por un lado, aparecen las costuras de un pretendido drama inserto en el mundo del boxeo. De otro asistimos a una extraña comedia irónica y, finalmente, la película revela sus aspectos más notables, en un melodrama triangular, sobre el que se vehicula una mirada en torno a la autenticidad de los comportamientos. Todo ello, quedará representado en el boxeador mejicano Johnny Monterez (Ricardo Montalbán). Se trata del único campeón con que cuenta el muy veterano promotor deportivo Sean O’Malley (Lionel Barrymore), cuya hija Pat (June Allyson) es la novia del púgil. No dejará su padre de inquietarse ante los constantes intentos por parte del poderoso promotor Allan Goff (Barry Kelley) de cara a hacerse con el contrato que ligara a Johnny, rompiendo su compromiso con Sean. Sin embargo, el tercer vértice del triángulo que centrará la película, quedará marcado por el periodista Rick Garvey (Dick Powell). Es este un hombre de carácter irónico, latente enamorado de Pat, pero al mismo tiempo amigo de Monterez y, por tanto, respetuoso ante los sentimientos de dos novios que, por otro lado, se encuentran siempre imbuidos en constantes discusiones. Muy pronto se introducirá en el relato un inesperado accidente sufrido por el púgil en un entrenamiento, que revelará la fragilidad de una mano que se encuentra a punto de inhabilitarle para dicho deporte. Este silenciará la sombría perspectiva que se le avecina ante una pronta retirada de la competición, decidiendo ligarse hacia Goff en un nuevo y lucrativo contrato, abandonando el que hasta entonces mantenía con el padre de Pat. Ello, como es lógico, elevará las suspicacias de su novia, y al mismo tiempo permitirá que el boxeador exteriorice en manera creciente esa incomodidad de ser un inmigrante, que entiende que el comportamiento hacia él denota discriminación, dada su condición de mejicano.

No cabe duda que buena parte de los nada desdeñables valores de RIGHT CROSS, aparecen por la presencia como guionista del prestigioso Charles Schnee, partícipe de un ámbito de serie B dentro de la Metro. Un ámbito en el que el estudio del león ofreció algunas de sus propuestas más singulares, demostrando que podía proporcionar esa mezcla de limpieza y turbiedad que caracterizarían sus exponentes. Es cierto que Sturges demuestra su buen pulso, a la hora de articular la presencia de una cámara que sabe situarse en lugares estratégicos, ofreciendo información suplementaria dentro del matiz psicológico de sus personajes o, fundamentalmente, en lo vibrante que resulta esa pelea en la que el mundo deportivo de Johnny se vendrá abajo. Pero es cierto que la película articula numerosos atractivos elementos de guión, como puede ser la manera de presentar a Garvey –la elipsis nos dará cuenta de sus ocasionales estallidos emocionales en una taberna irlandesa-. En los numerosos apuntes de recelo en torno a las raíces hispanas de la familia Monterez, que como curioso reflejo, se mantendrá en la autodefensa que brindará Pat y su padre, ante los intentos de Monterez para aliarse con Goff. Hay, es evidente, en RIGHT CROSS una creciente espiral de crispación, centrada en dos seres que, en esencia, esconden sus auténticos sentimientos. Uno parapetado bajo sus orígenes, y otra bajo ese supuesto respeto a la figura de su padre, aunque en el fondo lo que se dirime es la fuerte personalidad de los dos.

De entrada, sorprende la manera con la que se introduce un extraño e inusual matiz a la hora de incorporar el elemento de ambientación pugilística –la irreversible lesión de la mano de Monterez-, que proporcionará algunas secuencias de matiz intimista –las confesiones con su médico y también junto a su abogado- e incluso una en la que se establecerá una máxima tensión de cara al protagonista –ese ensayo en apariencia triunfal una vez se ha recuperado de la lesión, que en realidad esconde a un Johnny traspasado de dolor-. En una película en la que la presencia de la elipsis mitigará algunos de sus instantes más duros –la muerte del viejo Sam, tras el impacto vivido al retirarle Johnny su contrato-, se plantea por lo general el contrapunto del personaje encarnado por Dick Powell, que estoy convencido Schnee tuvo presente, a la hora de incorporar al intérprete en el reparto de la maravillosa THE BAD AND THE BEATIFUL (Cautivos del mal, 1952. Vincente Minnelli), con la que el guionista recibió un Oscar de la Academia de Hollywood. En RIGHT CROSS Powell brinda una magnífica prestación, en la que sus apuntes de comedia o incluso sus habilidades como cantante, se combinan con su capacidad para transmitir una mirada irónica, que permite traducir la temperatura emocional de los personajes que se dirimen en dichas secuencias. Es por ello que su presencia, talento y capacidad para el tempo cómico incluso –impagable su fingida reacción cuando es rechazado mediante una nota, por la modelo que encarna la primeriza Marilyn Monroe-, me plantean una revalorización para este antiguo y blando galán melódico e intérprete de Philip Marlowe, y hasta cierto punto justifica que fuera repescado por Frank Tashlin para una de sus comedias tan representativas.

El film de Sturges destaca por su crescendo dramático, esgrimido a través de las diversas subtramas que rodean su entramado argumental, estableciéndose nuevos espacios de sombra en el devenir de sus personajes. El recelo ante una supuesta discriminación –la importancia que adquiere el entorno familiar de Johnny- y el horizonte de un futuro cercano dominado por la decadencia –como la de tantos otros de sus compañeros en el boxeo-, provocará una actuación que de entrada, acrecentará las suspicacias por parte de Pat. Mientras tanto, Rick permitirá que a su alrededor se encuentre ese desahuciado periodista –Walker (John Maxwell)- que, como prueba del respeto que este le ha manifestado siempre, le confesará en una magnífica secuencia –quizá la más brillante de la película- desarrollada en una sauna, una exclusiva que le anunciará las intenciones existentes en torno a aniquilar a Monterez en su cercano combate, a partir del estudio de sus debilidades en el ring. Un fragmento rodeado de una extraña calidez, al trasmitir la sinceridad en la amistad de ese hombre acabado, hacia alguien que siempre le ha proporcionado sincera amistad, y en el que se intuye quizá una sutil atracción homosexual hacia alguien a quien admira. Es cierto. A RIGHT CROSS le perjudica un poco una conclusión demasiado acomodaticia –aunque en ella se dirima el sacrificio por amistad de Rick-. Sin embargo, a ello le habrá precedido el magnífico episodio del combate –brillante en él Montalbán-, en el que Sturges asumirá la capacitación de un montaje percutante y el oportuno recurso de planos subjetivos de los púgiles. El fragmento elevará el conjunto al contemplar los contraplanos de un Powell que intenta mantener la compostura al ver la carnicería a la que se enfrenta Johnny, o el creciente sufrimiento de una Pat desolada. Será aún mejor la breve secuencia en la que el derrotado Monterez se encuentra en su degradado camerino, intentando controlar el dolor de su brazo metiéndolo en un cubo metálico lleno de cubitos de hielo. La sensación que ofrece ese fragmento es desoladora por su verismo.

Calificación: 2’5

ICE STATION ZEBRA (1968, John Sturges) Estación polar Cebra

ICE STATION ZEBRA (1968, John Sturges) Estación polar Cebra

Aquellos escasos aficionados que en algún momento tengan la curiosidad de “escarbar” entre los vestigios de la crítica española de finales de los sesenta e inicios de los setenta, estoy seguro que solo encontrarán referencias desprovistas de cariño, hacia la andadura de cineastas de probada experiencia, enfrascados en superproducciones que, casi sin dirimir ni penetrar en su grado de calado, fueron despachadas en bloque. Títulos en general de probado éxito comercial, extendidos en líneas generales al ámbito bélico, la aventura o la ciencia-ficción, que podrían ir desde THE LONGEST DAY (El día más largo, 1962. Ken Annakin, Andrew Marton y Bernard Wicky) hasta FANTASTIC VOYAGE (Viaje alucinante, 1966. Richard Fleischer). Propuestas que por lo general buscaban la anuencia de lujosos repartos, repartidos en roles episódicos, cuidados diseños de producción, basados en argumentos que de entrada gozaran de cierto impacto. Como experimentado exponente del cine de géneros, John Sturges fue uno de los nombres convocados a dicho ámbito, firmando tras la sombría HOUR OF THE GUN (La hora de las pistolas, 1967), ICE STATION ZEBRA (Estación polar Cebra, 1968), que supuso su segunda incursión en un ámbito que ya había probado con anterioridad en THE SATAN BUG (Estación 3 Ultrasecreto, 1965), y que prolongaría con MAROONED (Atrapados en el espacio, 1969). Películas todas ellas que además de insertarse en el ámbito antes señalado –el título que comentamos se basa en una novela de Alistair MacLean, de cuya pluma partió la base de THE GUNS OF NAVARONE (Los cañones de Navarone, 1961. John Lee Thompson) o la ya citada THE SATAN BUG-, combinando ficción bélica, un claro trasfondo el deshielo soviético, con ecos bastante evidentes a la iconografía bondiana.

Entremezclando ambos elementos, no faltarán detalles hoy día entrañables, como la respetuosa presencia de un entreacto y un intermedio, que permitía a los espectadores de la época asistir a espectáculos de larga duración –en este caso dos horas y media-, con más respeto que en nuestros días. Más allá de este detalle tan anecdótico como revelador, lo cierto es que ICE STATION ZEBRA muestra a las claras los servilismos, y al mismo tiempo las virtudes, inherentes por un lado al contexto de producción en que se inserta el relato, y por otro la profesionalidad que le aplica un cineasta, cierto, acostumbrado a películas encuadradas en géneros muy codificados, delimitadas en presupuestos mucho más reducidos. En el primer apartado, preciso es admitir que el primer tercio del film acusa de manera algo premiosa, las convenciones del cine “de submarinos”. Dejando de lado la precisión de su secuencia de apertura, su discurrir se estanca cuando se presentan los personajes y el personal del submarino, asistiendo igualmente a una premiosa mirada en torno a las directrices que harán discurrir un submarino, que de manera periódica se irá mostrando en esos planos generales, punteados por la luminosa fotografía de Daniel L. Fapp y el impactante tema musical de Michel Legrand –otro elemento acostumbrado en este tipo de producciones-. Hasta ahí, hay que reconocer que ICE STATION ZEBRA no se sale, para bien o para mal, del contexto en que se encuentra inmersa. Por fortuna, poco a poco vamos percibiendo una clara voluntad de Sturges por aplicar una puesta en escena revestida de sobriedad y sequedad, que beneficia al conjunto de un relato, a partir del inicio de la misión que tienen marcada, acudiendo hasta la estación que se encuentra en el Polo Norte, para rescatar a los hombres que allí se encuentran y han enviado unas llamadas de socorro.

De manera paulatina, con la ayuda de un muy ajustado reparto –Hudson, el estupendo McGoogan, Borgnine, Brown e incluso el joven Tony Bill- y con una adecuada utilización de la escenografía del interior del submarino, el espectador se va sumergiendo –nunca mejor dicho- en una intriga en la que quizá el macguffin no revista especial significación –esa cámara que ha fotografiado bases americanas y soviéticas, que de caer en malas manos podría provocar un peligro global-. No obstante, la interacción de sus diferentes personajes, por más que su desarrollo dramático no se encuentre apurado hasta sus máximas consecuencias, hay que reconocer que se beneficia de la agudeza en la realización de Sturges, capaz de combinar sobriedad y una desdramatizada aplicación de la intriga, que con tanto acierto plasmó en BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955). Las situaciones en apariencia  desprovistas de incidencia dramática, son descritas con una creciente y encomiable sentido de la progresión narrativa. De manera paulatina, viviremos el sobrecogedor episodio del discurrir de la nave, navegando por debajo de la gruesa capa de hielo polar, los intentos por emerger y romper dicha capa, o la inesperada inundación, que además de provocar una situación de caos y una víctima mortal, servirá para constatar la presencia de sujetos que desean provocar un sabotaje. A partir de la llegada al polo –por medio de la abrupta presencia del submarino, emergiendo a una superficie nevada y en plena tormenta-, se sucederán diversas aventuras, todas ellas descritas con una encomiable sequedad. Es más, incluso todo el largo fragmento descrito en un supuesto exterior polar y dominado por tormentas, aunque en realidad rodado en estudio, beneficia por esa misma circunstancia, ese grado de irrealidad cinematográfica. Incluso, percibimos en no pocos momentos –el asedio de las fuerzas soviéticas a las fuerza americanas que dirige el comandante Ferraday (Rock Hudson)-, unos evidentes ecos westernianos, que Sturges no solo no oculta, sino que potencia con claridad.

Así pues, ICE STATION ZEBRA discurre con una interiorización en la dosificación de la intriga, una clara apuesta por la distensión, en aquellos años tan tensos a nivel mundial, y el grato regusto de asistir a una superproducción de dos horas y media, que transcurren con un ritmo de creciente interés. Una película en la que el respeto a las convenciones de una característica superproducción de Martin Ransohoff, logró confluir en un drama de intriga y aventuras, dotado con notable tersura, carente de servilismos visuales con las modas de su tiempo, y que estimo, ha logrado sobrepasar con nota positiva el paso del tiempo.

Calificación: 3

THE CAPTURE (1950, John Sturges)

THE CAPTURE (1950, John Sturges)

THE CAPTURE (1950), podría enclavarse claramente, dentro de ese conjunto de títulos que poblaron la serie B estadounidense, centrada en el cine de géneros, e insertando en su seno determinados aspectos psicológicos, o incluso de matiz social. Películas como COUNT THE HOURS (1953, Don Siegel) o la previa BORDER INCIDENT (1949. Anthony Mann), podrían enclavarse en el conjunto de unas producciones en las que se observaba incluso la presencia de actores caracterizados por su inclinación progresista –McDonald Carey, Lew Ayres en la película que comentamos-. Nos encontramos con productos atípicos, rodados casi fuera del sistema, podríamos decir que casi fronterizos –y no se quiera ver en ello que algunos de los citados se desarrollen la frontera mexicana con USA-. Lo cierto y verdad es que, en líneas generales, esa misma singularidad es la que les proporciona un plus de autenticidad que, más de medio siglo después de su realización, les ha dotado de una extraña vigencia. Vigencia como testimonio de unas formas fílmicas únicas, en las de que de las limitaciones se lograba virtud, y también de las inquietudes emanadas por parte de sus propias propuestas, ubicadas al margen de la producción del Hollywood de la época.

En cierto modo, este enunciado no podría aplicarse de modo totalmente válido a THE CAPTURE, dado que de entrada podríamos definirla –y no quiero que ello se vea en sentido peyorativo-, como una especie de “pariente pobre” de la extraordinaria PURSUED (1947) –una de las cimas de la filmografía de Raoul Walsh, y quizá uno de los westerns más valiosos y personales de la historia del cine-. El film de Sturges no puede enclavarse estrictamente en dicho género, aunque cierto es que sus contornos beben poderosamente de la imaginería del mismo. Ya desde sus imágenes iniciales, se impregna al espectador de un aura casi fantasmagórica, contemplando la huída desesperada que protagoniza Lin Vanner (Lew Ayres), escondido en la ribera de un pantano para burlar el acoso policial. Todo ello, no será más que la prolongación de una pasadilla que este ser aún desconocido para nosotros, vivirá casi como un calvario personal del que parece no tiene ocasión de escapar. Su encuentro con unos mexicanos –que le darán de comer, pero de cuyo cabeza de familia contemplará está dispuesto a ser delatado-, propiciarán que su huída se prolongue, hasta que exhausto y dormido, sea encontrado por un sacerdote –el Padre Gómez (Víctor Jory)- en las inmediaciones de una humilde parroquia. Pese a su renuencia, la franqueza del religioso le hará confesar a Vanner el origen del drama casi existencial que vive, lo que nos retrotraerá a un flash-back –la película se articulará en una pequeña sucesión de estos, siempre culminados en el encuentro de Vanner y el sacerdote, que nos remitirá a un año antes, cuando el hoy fugitivo era responsable de una compañía petrolífera asaltada –y no por vez primera-, cuando se disponía a transportar el pago de su nómina. Ya de entrada, ese contraste de los minutos iniciales dominados por un tono de fantasmagoría, con la cotidianeidad contemporánea de la vida de la compañía petrolífera, supondrá sin duda un elemento de interés, dentro del contexto de un relato en el que, con todo, predominará ese aspecto oscuro y terroso en su vertiente telúrica, como si viajáramos a un lugar en el pasado como marco de toda una odisea de matices freudianos. Vanner hará caso de unos falsos indicios provocados por el que –a la postre- resultará auténtico responsable del robo, y el empuje que su propia novia le marcará, persiguiendo a Sam Tevlin (Edwin Rand). Lo hará en medio de unos exteriores rocosos y agrestes, en donde logrará encontrarse con este, a quien llamará la atención para que se rinda. La distancia que media entre ambos hombres, unido a la falta de acústica del entorno, impedirá que Tevlin atienda la petición de rendición. A ello se añadirá la imposibilidad del supuesto asaltante –más adelante Vanner comprobará con estremecimiento el error cometido al haber hecho caso a su errónea intuición-, de levantar su brazo derecho, ya que se encontraba herido en el mismo. El disparo del perseguidor dejará a Tevlin gravemente herido, siendo trasladado por Lin a caballo hasta que lo traslade a una enfermería, donde instantes antes de morir –unos momentos conmovedores, al contemplar el moribundo con resignación su injusta y absurda situación-, este se ratifique en su condición de inocente, convenciendo y al mismo tiempo marcando el devenir posterior de quien se comprobará ha sido el causante de una muerte inútil e injusta. Vanner renunciará a la recompensa que se había ofrecido por la captura del supuesto bandido –y que él desconocía- abandonará su ocupación laboral, y el destino querrá que acompañe en tren el féretro que contiene los restos del fallecido, con los que llegará hasta la localidad mexicana de Los Santos. En dicha estación, durante unos instantes dominados por una tonalidad sombría, nuestro protagonista conocerá a la esposa del fallecido Ellen (Teresa Wright) y su pequeño hijo Mike (Jimmy Hunt). Por instinto casi atávico, modificará su identidad –por la de Lindley Brown-, ofreciéndose como capataz del deteriorado rancho en donde viven ambos –son magníficos los comentarios en off de Vanner al describir el estado del mismo-. Como si quisiera expiar la tragedia interior que sobrelleva en su alma, Lin no cejará en su trabajo en el mismo, descubriendo un día Ellen su auténtica identidad. Sin embargo, preferirá ocultar el hecho y, por el contrario, someterlo a un auténtico calvario de trabajos y exigencias, que Vanner soportará estoicamente hasta que, llegado un momento, entre ambos se establezca la verdad de la situación y la auténtica relación que Ellen mantenía con su esposo. En una secuencia quizá falta del arrojo que podía establecerse sobre el papel, ambos se fundirán en un abrazo, ya que en este tiempo se ha establecido una relación amorosa que hasta entonces ambos han negado. Sin embargo, y pese a contraer matrimonio, el protagonista tendrá que cumplir una deuda pendiente; localizar al auténtico autor del robo de aquella nómina, intentando de alguna manera expiar el drama interior que subyace en su ser.

Lo admirable de THE CAPTIVE reside ante todo en la simplicidad de su desarrollo, contrastando con la complejidad de su planteamiento, en el que se detecta de forma poderosa la impronta de Busch, tanto en la vertiente psicoanalítica incorporada al relato, como en la capacidad para introducir esas relaciones tempestuosas tan propias del apasionado guionista –THE FURIES (Las furias, 1950. Anthony Mann). El neófito John Sturges se deja llevar con un acusado sentido de la atmósfera casi fúnebre, por los meandros de un relato que de manera progresiva va apareciendo como condenado a la tragedia. Todo ello, en un marco inhóspito, dominado por la sequedad, como perfecta metáfora para el desarrollo de una historia que no precisa de aditamentos que desvrtúen el auténtico objetivo del mismo. Con el acompañamiento de una siempre adecuada voz en off, provisto de esa agradable humildad de la mejor serie B norteamericana, lo cierto es que el film de Sturges puede resultar predecible en algunos momentos, en otros su propuesta llega a resultar atrevida por lo incómoda –la reiteración de la situación que vivió Vanner al matar accidentalmente a Tevlin, cuando en su huída final resulta herido en un brazo-, pero su desarrollo acierta al describirse como el resultado de una auténtica pesadilla. Cierto es que la resolución del auténtico asaltante de la nómina resulta adivinable con facilidad viendo la propia tipología de quienes han vivido el mismo –el asalto no será mostrado-, pero no es menos evidente que esa búsqueda obsesiva final de nuestro protagonista, del auténtico causante del mismo, llevará hasta una secuencia impactante, que culminará con el suicidio –colgándose en el badajo de una campana-, de uno de los hombres que realmente supieron como se cometió el mismo.

Es en esa continua sensación de que nos encontramos ante un relato dominado por unos contornos lindantes con la pesadilla, por un tono que parece abocarnos a los bordes de la tragedia, donde se encuentran las máximas virtudes de esta interesante y prácticamente oculta THE CAPTURE, que bebe, y mucho, del extraordinario referente walshiano, pero que no por ello conviene olvidar en el alcance de sus propuestas, revelando tanto a un guionista –y en este caso productor-, consciente de lo que quería plasmar sobre el papel, y un realizador no por incipiente, menos competente en sus resultados.

Calificación: 3

HOUR OF THE GUN (1967, John Sturges) La hora de las pistolas

HOUR OF THE GUN (1967, John Sturges) La hora de las pistolas

La mitología generada en torno a la figura de Wyatt Earp y Doc Holliday ha sido una de las más recurrentes y fructíferas del “western” cinematográfico, dejando en su estela títulos tan remarcables como MY DARLING CLEMENTINE (Pasión de los fuertes, 1946. John Ford) o WICHITA (1955. Jacques Tourneur). Por supuesto, dentro de esta rememoranza hay que incluir forzosamente uno de los títulos más celebrados de John Sturges, un realizador que logró aportar durante la década de los cincuenta una de las miradas más interesantes al género norteamericano por antonomasia. Una especial inclinación esta al mismo que, si bien quizá no logró fraguar en ninguna obra maestra, si que posibilitó al menos media docena de títulos realmente brillantes, entre los que probablemente su obra más popular fuera THE MAGNIFICENT SEVEN (Los siete magníficos, 1960).

 

Con todo este bagaje y cuando su trayectoria profesional relacionada con el western mostraba cierto desfase con la presencia del irregular THE HALLELUJAH TRAIL (La batalla de las colinas del whisky, 1965), Sturges decidió un par de años después, y cuando el género prácticamente ya era una franquicia finiquitada, realizar y producir una película indudablemente personal. Se trata de HOUR OF THE GUN (La hora de las pistolas, 1967), que de forma inequívoca se plantea como una continuidad a la anterior y prestigiada aportación de Sturges sobre estos personajes GUNFLIGHT AT THE O.K. CORRAL (Duelo de titanes, 1957), intentando a nivel temático contraponer el carácter mítico que definía la película protagonizada por Buró Lancaster y Kira Douglas, por un tratamiento ceñido a la veracidad de la relación del célebre sheriff con el alcohólico Holliday.

 

La película se inicia con la recreación del célebre duelo en Tombstone entre los Earp y los Clanton. Tras su violento desarrollo y el triunfo de los primeros, Ike Clanton plantea una denuncia contra Wyatt (un muy ajustado James Garner) basada en falsos testimonios, que muy pronto es desestimada en la vista judicial. El sobreseimiento no impedirá que Clanton prosiga en su afán de venganza, al tiempo que intentar eliminar a quienes realmente se oponen a sus ansias de poder. El deseo se materializará en los ataques a los hermanos de Wyatt –Virgil y Norman-, resultando el primero lisiado y el segundo muerto, cuando estaba a punto de resultar elegido en unas elecciones locales. Esta lucha hará que la confianza en la ley del sheriff se resquebraje progresivamente, hasta evolucionar en su comportamiento en una tendencia vengativa cercana a los instintos más primitivos del ser humano, consustanciales al modo de vida del Oeste. En medio de este contexto, su deseo de vengar la muerte de Morgan y el ataque contra Virgil, le llevará al objetivo de eliminar a los que atentaron contra sus hermanos, para lo que buscará la ayuda de su fiel amigo Doc Holliday (brillante Jason Robarts), que se consume con la tuberculosis, y un pequeño colectivo de jinetes que se sienten agradecidos hacia Wyatt por los gestos que tuvo con ellos en el pasado. Sin embargo, este ayuda se revelará inútil, puesto que la creciente ira de Earp será la que, finalmente, consuma la venganza hacia quienes atacaron a sus hermanos. Cuando llegue el climax, su fiel amigo Doc se lo recriminará, diciendo que lo que busca no es la captura de los asesinos, su juicio e incluso el cobro de la recompensa. Por el contrario, en la mente de Wyatt solo está insertada la idea de la venganza más ortodoxa.

 

Quizá el primer elemento de reflexión que plantea HOUR OF THE GUN es el de la complejidad manifestada en el Oeste americano, en el intento de adaptar su modo de vida a la llegada del progreso y la practica de la democracia y las modernas leyes de la justicia. La película lo plantea de modo notable, en una apuesta temática que en muy pocas ocasiones ha tenido un equivalente tal en la pantalla. A partir de ese planteamiento, el giro del conflicto se centra en la figura del célebre sheriff, y la evolución de ese inicial respeto hacia la justicia y la ley, que se tornará cada vez más frágil para intentar contrarrestar la adulteración que de la misma practica sin recato Clanton. Poco a poco la imposibilidad de mantener ese equilibrio se hará patente en Earp, hasta convertirse en un auténtico “vengador sin piedad” –por cierto el título español de otro estupendo western de Henry King-, que actuará con mayor y más premeditada crueldad que el peor de los bandidos a quien desea liquidar.

 

Una historia tan atractiva –que los créditos destacan responde a la realidad de personajes y situaciones, y se plasmó como guión de la mano del experto Edward Anhalt-, se expresa en la imagen con una puesta en escena contenida. Una narración a cargo de Sturges caracterizada por su clasicismo –no se observa ninguno de los tics visuales que el género ya tenía asumidos como herencia del spaghetti-, y aunque su desarrollo albergue algún detalle humorístico –especialmente centrado en el personaje de Holliday-, esta se define en un tono sombrío. Los planos de HOUR OF THE GUN serán largos, aprovecharán las posibilidades del panavisión, y en poco dejan margen al optimismo ante una historia que no puede tener feliz conclusión. Earp se dará cuenta finalmente del fracaso de sus ideales, su futuro no podrá tener como marco Tombstone, y además se despedirá de su amigo con la certeza del próximo final de Holliday.

 

En este western de Sturges se trasluce, a través de sus imágenes, un aire de despedida a un género al que el realizador aún retornaría pocos años después. Sin embargo, creo que era consciente que esta sería su última aportación totalmente personal al mismo, y eso se nota en unas secuencias en las que incluso se reiteran motivos mortuorios –funerales o la imagen, heredada de FORTY GUNS (1957. Samuel Fuller), de los cadáveres de los Clanton expuestos en el escaparate de la funeraria-, y en donde bajo mi punto de vista, solo chirría en exceso una banda sonora del entonces prometedor Jerry Goldsmith, que contradice totalmente el carácter seco y casi ritual de la película.

 

Calificación: 3

MYSTERY STREET (1950, John Sturges)

MYSTERY STREET (1950, John Sturges)

A pesar de no encontrarse entre sus célebres realizaciones para el western que caracterizarían buena parte de su producción desde la segunda mitad de los cincuenta, MYSTERY STREET (1950) es una más de las diversas películas que John Sturges firmó para la Metro Goldwyn Mayer enclavadas dentro de la Serie B. Pequeñas realizaciones en las que aplicó un notable oficio y que se erigen como productos aplicados e inspirados, entre los que cabría citar la estupenda ASTUCIA DE MUJER (Jeopardy, 1953) o EL CASO O’HARA (The People Against O’Hara, 1951) entre las que he tenido oportunidad de ver.

En el ejemplo que nos ocupa, ciertamente MYSTERY STREET ofrece algunas singularidades quizá fortuitas y que con el paso del tiempo exceden al propio interés de esta sencilla producción policíaca. La misma revela en sus primeros compases el asesinato de Vivian Heldon (Jan Sterling), una bailarina acostumbrada a la variedad en la compañía masculina. Por los indicios que nos deja la narración esta se encontraba en el indicio de un embarazo no deseado –tal y como posteriormente se confirmará-. En su posterior metraje el discurrir del film se centrará en las investigaciones del teniente Morales (un aplicado Ricardo Montalbán en aquellos años promocionado en películas de pequeño presupuesto de la Metro), para lo cual contará con la valiosa ayuda del Dr. McAdoo (Bruce Bennett), del departamento forense de la Universidad de Harward.

Por momentos, el guión –en el que participa un joven Richard Brooks- y la realización de Sturges parece erigirse en un producto propagandístico del mencionado departamento forense, dado que algunas de sus secuencias parecen destinarse a describir las excelencias del mismo, lanzando una disolvente mirada ante la apariencia de la culpabilidad y la inocencia –uno de los elementos discursivos de la película, dicho sin ánimo peyorativo-.

Sin embargo, uno de los elementos característicos del film reside precisamente en su variable tono en el que nos encontramos con secuencias enaltecedoras de la labor de la policía, otras que ponen en cuestión la ya mencionada débil frontera que separa la responsabilización del delito, algunas caracterizadas por su intrínseco suspense y finalmente otras muy concretas insertadas en el film con una especial escenografía más abigarrada, destinadas al lucimiento de Elsa Manchester, que interpreta a la chismosa y metomentodo dueña de la pensión en la que se hospedaba la desaparecida joven. Al mismo tiempo encontramos escenas filmadas en exteriores –ya se habían hecho populares los films policíacos veristas de la Fox- y la película concluye con una estupenda secuencia de persecución en una estación de tren, a la que se sucede una agridulce e insatisfactoria llamada de disculpa de Morales a Grace (estupenda Rally Forrest), la esposa de Henry Shanway (Marshall Thompson), acusado del asesinato pese a solo haber acompañado a la muerta en una noche de desesperación tras haber abortado su esposa.

Sin embargo y mas allá de su aplicación, ciertamente hay elementos que dotan de singularidad MYSTERY STREET. Por un lado no se puede dejar de destacar la estupenda fotografía en blanco y negro del gran John Alcott que, sin llegar a la sintonía alcanzada con las películas policíacas realizadas por Anthony Mann en los inicios de su trayectoria –caracterizadas por su acusado expresionismo-, si que destaca en el uso de las sombras y claroscuros, con algunos momentos que sirven para definir el conflicto interior de los personajes.

Mas allá de esta circunstancia y del oficio demostrado por un Sturges ya diestro en la labor de realización –aunque no se observe en la misma rasgos especialmente personales-, no es menos cierto que por momentos algunos de los bares y tabernas que recorre el film –especialmente en sus minutos iniciales-, parece sacado de secuencias del excelente film de John Huston LA JUNGLA DEL ASFALTO (The Asphalt Jungle, 1950) rodada probablemente de forma paralela en el mismo estudio –en la copia exhibida por el canal TCM curiosamente muestra en uno de dichos bares la misma sintonía que en el momento en el que es detenido el personaje interpretado por Sam Jaffe en el mencionado clásico de Huston-. Pero la sorpresa que nos muestra este policiaco es el de suponer en sus primeros minutos una casi constante referencia a la obra maestra de Alfred Hitchcock PSICOSIS (Psycho, 1960). Puede que sea casualidad pero las referencias son numerosas. Vayamos con ellas. La fundamental es la de hacer desaparecer al nexo de unión con el público una vez discurren los diez primeros minutos del film. En este caso la película de Sturges nos narra las andanzas de Vivian hasta que finalmente esta es eliminada de forma sorpresiva cuando su presencia se ha hecho familiar –por otra parte no resulta especialmente significativo conocer la identidad del asesino, que a mitad del metraje queda revelado-. El sótano de la pensión de la Sra. Smerrling (Manchester) muestra en sus primeros compases una lámpara que se balancea de forma similar que en los compases finales de PSICOSIS –cuando es descubierto el cadáver de la madre de Norman Bates-. El coche en el que es asesinada Vivian se oculta inundándolo en una laguna –de la cual igualmente es rescatado-. Finalmente hay que destacar el detalle más perturbador y transgresor de la película, como es la comparación de la transparencia del cráneo de Vivian –cuyos huesos desnudos son encontrados meses después por un taxidermista (como lo era Norman Bates) en una secuencia de extraña y atrayente planificación- con las imágenes de mujeres desaparecidas en las fechas detectadas como posibles de un asesinato –que recuerda igualmente ese plano casi final en el que el rostro de Norman Bates se funde con el cráneo momificado de su madre-.

Reitero que todo ello puede ser fruto del azar pero son demasiados los indicios y semejanzas. Solo quede en el aire la posible referencia simplemente para aplicar ese aforismo largamente aplicado en el cine –y no pocas veces de forma arbitraria- que señala “esta es la primera película en la que se muestra tal o cual novedad”. Al margen de ello, MYSTERY STREET es un policíaco todo lo desigual que se quiera pero que en todo momento conserva su interés y la simpatía despertada por las producciones de escaso presupuesto y directos planteamientos.

Calificación: 2’5

LAST TRAIN FROM GUN HILL (1959, John Sturges) El último tren de Gun Hill

LAST TRAIN FROM GUN HILL (1959, John Sturges) El último tren de Gun Hill

Último de la brillante colección de westerns realizada por John Sturges en la década de los 50, y como paso previo a su mayor éxito en el género –y obra ciertamente interesante- LOS SIETE MAGNÍFICOS (The Magnificent Seven, 1960), EL ÚLTIMO TREN DE GUN HILL (Last Train From Gun Hill, 1959) es una interesante aproximación a la inevitabilidad del peso de la ley en el marco de un Oeste americano que se encuentra ya casi próximo a su civilización –se pueden observar cuidadas edificaciones de fondo ya destacadas en su índole arquitectónica con la utilización de ladrillos-. Al mismo tiempo, LAST TRAIN FROM GUN HILL es una historia sobre una amistad lejana en el tiempo; una educación deficiente basada la solvencia económica y finalmente la imposibilidad de una nueva oportunidad al amor por parte de un hombre al que han arrebatado parte de su vida.

La película de Sturges se inicia con la secuencia del asesinato de una joven india por parte de Rick Belden (Earl Holliman), el hijo del poderoso cacique Craig (Anthony Quinn). La joven es la esposa del Sheriff Matt Morgan (Kirk Douglas), que en el lugar del suceso descubre la silla de montar de Craig. Aún sabiendo que su viejo amigo no podría ser el autor de ello acude hasta su rancho, donde muy pronto descubre que su hijo ha sido el culpable.

A partir de ahí se inicia la pugna de Morgan por capturar a Rick y el compañero que le acompañó en el asesinato de su esposa –para someterlos a la justicia-, con la oposición del padre del muchacho que pese a su vieja amistad con el sheriff antepone su condición de padre. Poco después Morgan logrará apresar a Matt, custodiándolo en la habitación de un hotel manteniéndolo esposado en la cama mientras los hombres de Craig rodean el hotel donde se encuentran. El sheriff solo logrará la ayuda de Linda (Carolyn Jones), una ex amante del cacique, que quizá vea en este nuevo rostro aquello que siempre buscó en un hombre.

Con esta interesante premisa argumental –guión de James Poe según historia de Lee Cruchtfield-, Sturges construye este vibrante western con la luminosidad que proporciona el vistavisión –excelente fotografía de Charles Lang-, lo que no impide la existencia de secuencias caracterizadas por una iluminación sombría. La definición de los personajes es excelente y está magníficamente expresada por el conjunto de su reparto. Es impagable a este respecto el instante en que Morgan detecta por las tribulaciones de Craig que su hijo responde a los rasgos del asesino (modélica la planificación de Sturges y la labor de Douglas y Quinn). Existen al mismo tiempo detalles que revelan el poderío de Craig por toda la ciudad (muchas de sus secuencias se encuadran tomando en su parte superior grandes cuernos de reses, incluso en el hotel de su propiedad).

Al mismo tiempo, el realizador logra citarse a sí mismo evocando en cierta medida esa incomprensión del visitante en la sociedad de la población que visita. Algo que inicialmente recuerda similares tribulaciones del personaje que encarnaba Spencer Tracy en CONSPIRACIÓN DE SILENCIO (Bad Day at Black Rock, 1954). EL ÚLTIMO TREN DE GUN HILL destaca igualmente por su excelente dirección artística, destacable fundamentalmente en los decorados de interiores. En especial el cromatismo del salón del hotel destaca con intensos fondos rojos y verdes, aplicados en función de la presencia de determinados personajes.

Y otro de los temas que expone de forma sutil la película es el peso de una educación equivocada. La que ha ofrecido el poderoso terrateniente a un hijo, combinando sentido de la violencia y permitiendo que este no sea más que otro rebelde sin causa, muy habitual ya en el cine norteamericano. Son numerosos los matices de interés de este western, que quizá no se sitúe en la cima del género en un periodo de oro para el mismo, pero que indudablemente conserva un notable nivel y permite completar la trayectoria de unos hombres que aportó una mayor solidez a uno de los más valiosos géneros cinematográficos del cine norteamericano.

Calificación: 3