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CINEMA DE PERRA GORDA

Joseph Losey

A 3 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXX) DIRECTED BY... Joseph Losey

A 3 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXX) DIRECTED BY... Joseph Losey

El realizador norteamericano -de posterior nacionalidad británica- Josehp Losey, a la izquierda de la imagen, dirigiendo al joven y extraordinario actor James Fox en THE SERVANT (El sirviente, 1963), en mi opinión, la obra cumbre de su director, y una de mies películas preferidas de todos los tiempos.

JOSEPH LOSEY... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(8 títulos comentados)

THE LAWLESS (1950, Joseph Losey) [El forajido]

THE LAWLESS (1950, Joseph Losey) [El forajido]

Dentro de un contexto tan convulso como el Hollywood de aquella postguerra, que se daba de las manos con la siniestra Caza de Brujas de McCarthy, apareció en las pantallas, siempre en producciones modestas, una producción de cine social, auspiciada por cineastas y profesionales comprometidos con el progresismo norteamericano de su tiempo. Producciones en ocasiones simplemente bienintencionadas, asumidas por directores, guionistas e intérpretes comprometidos con la izquierda norteamericana, y que las grandes productoras asumían como productos de aprendizaje o complementos de programas de doble. THE LAWLESS (1950) es uno de ellos, segundo largometraje dirigido por Joseph Losey, bajo guion de Geoffrey Homes (Daniel Mainwaring), el actor McDonald Carey, y teniendo el mecenazgo del tándem de productores formado por William H. Pine y William C. Thomas, en este caso al amparo de la producción de serie B para la Paramount. Su argumento, supone una muestra más de dicha corriente, destinada a denunciar el racismo inherente, en torno a la inmigración llegada de Méjico, que tendría exponentes tan valiosos como BORDER INCIDENT (1949, Anthony Mann) o la posterior COUNT THE HOURS! (1953, Don Siegel). Un elemento concreto de denuncia, bajo el que se intenta transmitir la intolerancia de una sociedad en apariencia pacífica, pero que bajo su seno incubaba el veneno latente del fascismo cotidiano.

En THE LAWLESS, el planteamiento se dirime en torno al conflicto en el que se verán envueltos una pareja de jóvenes norteamericanos de ascendencia mejicana. Ellos son Paul Rodriguez (Lalo Rios) y Lopo Chavez (Maurice Jara) quienes, en el retorno a sus casas,  distraídos por su conversación, chocharán con el coche que portan Joe Ferguson (Johnny Sands) y un amigo suyo, dos representantes de acomodada raza blanca, con quienes se pelearán, siendo separados por un comprensivo agente de la policía. Sin embargo, pronto observaremos este enfrentamiento, en la fiesta que han organizado los recolectores en Sleepy Hollow, que acabará con una pelea entre bandas, agrediendo inesperadamente Paul a un agente de policía, y dándose a la fuga robando un carrito de helado. Será el inicio de una odisea, que será contemplada de cerca por Larry Wilder (McDonald Carey), un editor de prensa que ha recalado en la localidad, y su amiga Sunny García (Gail Russell), de raíces mejicanas, y editora de una pequeña revista. Ambos ejercerán en la película como mediadores de una conciencia liberal, comprobando con asombro e indignación, la escalada de violencia e intolerancia que vivirá la población, según se vayan sucediendo una serie de incidentes en torno al fugado, en buena medida debidos a cusas accidentales, que serán engrandecidos y manipulados por los medios de comunicación que traten la noticia, al tiempo que la población vaya asumiendo en su conjunto, el perfil de una masa enfervorecida.

Más allá de un producto plenamente definido, THE LAWLESS funciona por acumulación de estereotipos. El maniqueísmo campa por sus respetos, en una mirada, en la que los arquetipos y las escasas matizaciones, rodean una serie de personajes de una pieza. Con malos, malísimo y opresores, y buenos, buenísimos sin matiz. Es indudable que se tiene que contemplar el film de Losey con cierta simpatía, en la medida que una propuesta de estas características suponía, en aquellos tiempos, situar una pica en Flandes, en medio de un contexto convulso como el del McCarthysmo, algunas de cuyas incidencias en esta película -sobre todo mostrar esa turba en la que se convierte el vecindario de la población-, adquieren reminiscencias inequívocas de aquel triste episodio de la vida americana. Así pues, desde el primer al último fotograma de la película, está dominado por ese primitivo alcance discursivo, que se sobrelleva de manera apreciable, cuando su contexto se difumina en una determinada cotidianeidad. Sin embargo, cuando este se plantea en primer plano, es cuando THE LAWLESS asume un énfasis sin duda caduco, perdiendo su efectividad, en medio de una mirada esquemática, en la que describen tanto esos personajes de una pieza, como esas reacciones violentas, que no por irracionales, resultan menos creíbles -la avalancha que arrasa la redacción del periódico que dirige Wilder-. Es cierto que hablamos de una película de su tiempo, con su sentido de la inmediatez y su alcance panfletario, que curiosamente en nuestros días, en medio de un triste panorama dominado por los populismos y la intolerancia, adquiere una dolorosa realidad.

Con todas estas reservas, si algo funciona, y no poco, en THE LAWLESS es su sentido de la inmediatez y su fisicidad. Esa capacidad que albergan sus fotogramas para remarcar el detalle -la foto del hermano de Paul, caído en Guadalcanar, que este expone en su habitación, remarcando esa condición de norteamericano de ambos- y, sobre todo, la fisicidad de exteriores. Es algo que tiene quizá su máximo punto de interés, en la dolorosa secuencia diurna, en la que el aterrado protagonista, huye del acoso de la policía y, en conjunto, de una sociedad que no duda en dar de sí lo peor de sí mismo -alentados y manipulados por unos medios de comunicación totalmente manipuladores (la visión que se ofrece de ellos, pese a estar igualmente dominada por el maniqueísmo, es desoladora)-. Ello se manifestará en la huida del muchacho, a espacio abierto, por un pedregal en llano, en donde la distancia del plano general, con clara ascendencia documentalista, empequeñecerá aún más la insignificancia de la víctima, visualizada en medio de la agresiva y desproporcionada persecución de esas agresivas fuerzas del orden. Será la medida de lo más perdurable, lo más cinematográfico, de una película tan modesta como necesaria. Que describe las limitaciones y las posibilidades de un cineasta aún por hacer, pero al que se le vislumbran no pocas posibilidades visuales. Lo lograría de manera magnífica, en su siguiente película, la eternamente menospreciada M (1951).

Calificación: 2’5

THE INTIMATE STRANGER (1956, Joseph Losey) Intimidad con un extraño

THE INTIMATE STRANGER (1956, Joseph Losey) Intimidad con un extraño

Cuando el norteamericano Joseph Losey asume la realización de THE INTIMATE STRANGER (Intimidad con un extraño, 1956), por encargo del productor ligado a la serie B británica Nat Cohen, atesoraba en su filmografía no solo su forzado debut en tierras británicas, debido a su implicación en la “Caza de Brujas” de McCarthy, sino una desigual pero nada desdeñable andadura previa como realizador en USA, que le había granjeado títulos de notable relieve, entre los que no me gustaría dejar de reseñar el magnífico, siempre vilipendiado –y me atrevería a señalar que nunca contemplado, M (1951), remake del célebre clásico rodado por Fritz Lang-. Es por ello, y pese a reconocer que en su obra previa se encuentra a mi juicio algún título tan endeble como THE LAWLESS (1950), sorprende descubrir con un exponente tan esquemático, carente de la debida densidad y, a la postre, decepcionante, como el que comentamos. Y es más doloroso aún, al encontrarnos ante una propuesta argumental que de entrada albergaba no pocas posibilidades. La odisea de ese realizador obligado por un escándalo –en este caso debido a sus relaciones con  mujeres-, a abandonar Hollywood y establecerse en la industria británica, ofrecía quizá la oportunidad para que Losey estableciera en torno al Reginald Wilson encarnado por Richard Basehart, una metáfora en torno a su propia situación personal, en lo que podía haber sido al mismo tiempo una curiosa y personal muestra de “cine dentro del cine” en un ámbito de producción insólito.

Hay que señalar la posibilidad de que buena parte de las limitaciones y carencias observadas en esta película, provengan de la copia contemplada. Se trata de la versión americana, titulada FINGUER OF GUIL, en la que se solapó en sus títulos de crédito la autoría del guión por parte de Howard Koch, insertando en su lugar el crédito a Peter Howard. Por su parte, un Losey que en la propia Inglaterra era “camuflado” como Joseph Walton, en los escuetos créditos americanos, aparece como Alec C. Snowden. Más allá de estos elementos en definitiva accesorios, dos son los aspectos que a mi modo de ver denotan las consecuencias de la manipulación en la copia americana. El primero, una horrorosa banda sonora, que se encarga de destrozar por completo la posible tensión y el dramatismo de sus instantes en principio más percutantes. Por otra parte, se percibe lo abrupto en el montaje de las secuencias, lo que induce a pensar en la presencia de una tijera, que quizá desestructurara elementos alcanzados por Losey en su montaje inicial. De cualquier manera, siempre he pensado que cuando un producto cinematográfico alberga en su resultado un alcance perdurable, ni la más atroz de las manipulaciones puede con esa fuerza interior. No es el caso, lamentablemente, de THE INTIMATE STRANGER que, justo es reconocerlo, se inicia de manera atractiva, y hasta cierto punto desasosegadora, a través de ese primerísimo plano del ojo de Basehart, iluminado en la oscuridad cuando está siendo examinado por un doctor, llegando a poner en tela de juicio su propia estabilidad mental. Unos primeros instantes que transmiten inquietud en un hombre de cine dominado por la tensión, que nos retrotraerán a un extenso flashback, situándonos en el inicio del drama sufrido por este cineasta, que ha decidido dejar atrás su facilidad en las relaciones esporádicas con las mujeres, para casarse con Kay (Constance Cummings), hija del productor cinematográfico Ben Case (Roger Livesey, toda una institución de la escena inglesa). Como bien señala el amigo Joaquín Vallet en su magnifico libro sobre el cineasta, el primer tercio de la película muestra a través de las secuencias en las que aparece Wilson –pertrechado con un bastón- resonancias fálicas que denotan una frustración sexual en alguien con un pasado muy abierto a este respecto.

Por desgracia, poco más hay que destacar en esta película, a partir del momento en que aparece en escena el elemento inquietante y perturbador, de una serie de escritos dirigidos al protagonista, firmados por Evelyn Stuart (Mary Murphy), alguien que el destinatario afirma no conocer, pese a que dichas misivas demuestren un conocimiento muy preciso del devenir del angustiado receptor, hasta el punto de hacer dudar no solo al espectador, sino a él mismo, de la veracidad de sus impresiones. Será un marco hasta cierto punto inquietante, que Losey expresará con moderada eficacia, y que a mi modo de ver se vendrá abajo, en el preciso momento en que aparezca en escena la propia Evelyn, en el instante en que Wilson acude junto a su esposa, a la habitación de la residencia en la que esta se encuentra. La entrada en escena de la hasta entonces ausente joven –rompiendo por otro lado ese aspecto numinoso que hasta el momento albergaba su presencia en el over narrativo-, nos introduce un detestable rol cinematográfico, en el que la pobrísima performance de Mary Murphy no ayuda a proporcionar el más mínimo matiz. Cuesta creer –y en el cine el verosímil cinematográfico, nada hay más importante que aquello que se muestra en pantalla, por más extraño que parezca, resulte creíble-, la peripecia de esta muchacha y la propia actitud del atribulado protagonista. Es por ello que aún encontrando algunos instantes en los que se aprecia un trabajo de puesta en escena, el conjunto sea bastante decepcionante. Entre estos últimos, destacaremos especialmente la planificación del instante de la inesperada aparición de Evelyn, observando como al fondo del encuadre en el que se encuentra Reginald, negando conocerla, hay una foto suya dedicada. O la conversación mantenida entre el matrimonio, en donde la presencia de un gran espejo horizontal jugará como elemento determinante en la oscilación dramática de la misma. Incluso podemos apreciar esa cierta fisicidad y desgarro emocional, consustancial a lo mejor de su cine.

Lamentablemente, la premisa argumental de THE INTIMATE STRANGER es tan banal, está articulada dramáticamente con tanta pobreza, el personaje de Evelyn es tan repelente, la resolución del enigma deviene tan pueril, que su conjunto aparece como uno de los puntos más endebles en la andadura de este cineasta. Por fortuna, un año después desplegaría su renovada madurez con TIME WITHOUT PITY (1957), piedra de toque para adentrarse en su magnifico periodo británico, que le permitió consolidarse como uno de los más relevantes cineastas de su tiempo.

Calificación: 1’5

M (1951, Joseph Losey)

M (1951, Joseph Losey)

Hay una costumbre que asumimos los aficionados como un atavismo, y es tener muy presente las opiniones de aquellos cineastas que admiramos. Puestos en esa tesitura, nadie en su sano juicio duda que Fritz Lang ha sido una de las mayores figuras generadas por el arte cinematográfico. Sin embargo, ello no nos ha de llevar a asumir a pies juntillas cualquiera de sus impresiones. Ello viene a colación por el desdén con el que en el magnífico libro – entrevista, que le dedicara el entonces crítico Peter Bogadanovich, el maestro refería la propia existencia del remake que en 1951 realizara Joseph Losey de su M. No le hacía falta recurrir a ese demérito, cuando es más que probable que ni siquiera contemplara la propuesta filmada por el autor de THE SERVANT (El sirviente, 1963), argumentando una serie de vaguedades sobre la mala recepción que tuvo entre la crítica. Cierto es que durante décadas M versión Losey, ha sido uno más de esas larguísima relación de títulos sobre los que en la práctica nadie de ha ocupado. Era más cómodo pasar el manto del olvido ante un título que podría resultar incómodo, máxime cuando se inserta dentro de ese ciclo de cine caracterizado por su tono de serie B, auspiciado por una serie de cineastas e intelectuales progresistas, que hasta esos momentos lograron combatir con sus aportaciones el malsano clima maccarthista que muy poco después les obligaría en algún caso a huir incluso del país, o en otros vivir la cárcel. Títulos como los firmados por Losey o Cyril Endfield en estos primeros años cincuenta –con especial mención al explosivo THE SOUND OF FURY (1950. Cyril Endfield)-, y, sobre todo, la obra cumbre de este subgénero, WHITE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva Yoerk duerme, 1955), que nunca dejaré de reconocer como la cima del arte langiano- describen unas características comunes, que van desde su propio aspecto visual, la modestia de su diseño de producción, la contundencia de sus relatos, o sus nada veladas alusiones a ese malestar existente en la sociedad que describen, mediante planteamientos cercanos al noir a los que proyectaron una especial singularidad.

Punto por punto todo ello se percibe desde los primeros instantes de esta –digámoslo ya- magnífica propuesta, que sin llegar a la altura del referente langiano tampoco desmerece del mismo y, sobre todo, aparece con un planteamiento totalmente opuesto en su enunciado, aunque conservando la base argumental del clásico alemán. En esta ocasión, la película se abre de modo directo, ubicando la cámara en el interior de un autobús que permanece con la puerta abierta, y donde destaca la presencia de unos periódicos que hablan de los crímenes de un asesino de niñas. Muy poco después, con ese sentido de la inmediatez que caracterizará todo su trazado, contemplaremos una secuencia de marcado carácter expresionista, en el que vislumbraremos los modos de actuación del criminal protagonista. Unas angulaciones de cámara de marcado carácter crispado, nos describe el acercamiento de Martin W. Harrow (un estupendo David Wayne) a una niña, siendo observado por el sonido de la flauta que emite, por parte de un viejo y enjuto vendedor de globos que escucha ese sonido –en uno de los elementos que servirán para localizar a este ser anónimo que está poniendo en jaque una innombrada ciudad norteamericana. Con un gran sentido de la síntesis, una fotografía en blanco y negro de marcados contrastes y un determinado grano –obra de Ernest Laszlo-, propia de este conjunto de títulos, Losey sabe adentrarnos en lo que este ser ha proporcionado para descubrir el lado más oscuro de una sociedad en teoría civilizada. Mientras, la incipiente televisión anuncia una serie de medidas que impidan que los niños puedan ser abordados por desconocidos –es uno de los primeros films de su tiempo que reflejan el carácter alienante del nuevo medio-. Por su parte la policía –representada en el inspector Carney (Howard Da Silva)- se encuentra impotente a la hora de poder encontrar pistas que acerquen al estamento policial al criminal. Lo cierto es que sus actuaciones han provocado un estado de histeria en la población. Losey muestra como los que en una situación normal serían tranquilos ciudadanos, no dudan en erigirse como portadores de su propia ley, agrediendo a cualquiera que bajo su criterio estiman que encajan en la definición emitida por una televisión tan parecida –aunque con menos medios- con la actual, aunque no se den cuenta de que son los propios padres de las niñas. Con un magnífico rasgo de inmediatez –una de las grandes virtudes del film- Losey describe con precisión una sociedad urbana paranoica, destacando en ella la credibilidad del panorama expresado, y huyendo en la mayor parte del metraje de ese matiz discursivo que se encuentra más presente en otros exponentes del cineasta en este periodo de su filmografía. No quiere decir que no se manifieste en algún momento. Y para ello cabría citar la secuencia –excesivamente obvia a mi juicio-, en la que Charlie Marshall –el jefe de la mafia local, encarnado por Martin Gabel, director de la extraordinaria THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947)-, describe –mediante una acumulación de vasos- los modos de funcionamiento de esa sociedad en la que ellos suponen el vértice superior. Un elemento de alcance brechtiano, que aparece como una ruptura innecesaria en un relato que sabe combinar lo físico y lo crispado, integrándose en el sendero marcado por una serie de cineastas a los que habría unir Robert Aldrich, Phil Karlson, o el propio Edward Dmytryk de THE SNIPER (1952).

Por ello, sus imágenes ofrecen el recorrido por un contexto urbano lúgubre y desapacible, acertando al describir la figura de un criminal, que actúa quizá motivado por la presencia de una madre autoritaria –la secuencia en la que se muestra a este en el modesto apartamento en que vive, es reveladora al respecto al mostrar el retrato de su desaparecida progenitora-. No será más un ejemplo señalado al azar de la brillantez de un conjunto y el tratamiento de un criminal que en realidad es el fruto extremo de una sociedad capaz con su estrechez de miras, de lograr que seres en el fondo débiles e incapaces de ser integrados en la sociedad, puedan ser ayudados por la misma. M, sigue la base trazada por Lang en los primeros años treinta, pero sabe efectuar un magnífico trabajo de readaptación en un contexto y marco cinematográfico diferente. Así pues, resulta inolvidable todo el bloque en el que Martin se esconde junto a una niña en un almacén de maniquíes –un elemento de extraordinario atractivo visual, que años después retomarían el Kubrick de KILLERS KISS (El beso del asesino, 1955), el Blake Edwards de EXPERIMENT IN TERROR (Chantaje contra una mujer, 1962), y también nuestro José Mª Forqué en VD. PUEDE SER UN ASESINO (1961)-, iniciándose la búsqueda del colectivo de delincuentes de la ciudad, quienes articulados por Marshall alcanzan el objetivo que las fuerzas de la ley no han podido atisbar, acorralando al criminal en medio de unas galerías unidas por medio de un gran patio central y un ascensor. Un episodio magnífico, en el que la pura y simple acción se desarrolla con una precisión admirable, mientras que el criminal intenta por todos los medios hacer saltar la cerradura que lo mantiene encerrado con la niña en ese almacén –es impactante el detalle de contemplar sus manos llenas de sangre-.

En una película poblada de intérpretes magníficos, la mayoría de ellos caracterizados por su ideología progresista, destaca la presencia de ese lúcido abogado alcohólico –Dan Langley, curiosa apellido que quizá supusiera un guiño al director artífice de la anterior versión- encarnado por el siempre excelente Luther Adler –en una ronda de reconocimiento de la policía es dejado en libertad sin más dilación, recordando su pasado como jurista-, y que desarrolla su trabajo junto al jefe mafioso. Una vez se localice al criminal, y este se vea acorralado por el colectivo de delincuentes, las propias palabras de conmiseración y reconocimiento del propio criminal llegarán a conmover a este jurista prácticamente arruinado por el alcohol, quien en un arrebato de lucidez ejercerá como defensa de un criminal –inolvidable Wayne- que aparecerá ante la multitud como una ser atormentado que reclama para sí mismo justicia, ruego ante el que Dan apenas podrá contener la ira generada a su alrededor. Este sí, se erige como una auténtica catarsis, un fragmento memorable, el más rotundo de la película, con la sola excepción de una secuencia que aparece agazapada en la misma y que me resultó de estremecedora efectividad. Me refiero a la de la búsqueda de los agentes de policia en el domicilio del asesino, intentando buscar los inexistentes indicios que puedan probar su implicación. Cuando se encuentran a punto de abandonar las pesquisas, la presencia de un hilo de zapato –las niñas asesinadas se mostraban siempre descalzas- en una lámpara, les trasladará al cuarto en donde se conserva el calzado del asesino de niñas, en el que no encontrarán nada anormal… hasta que busquen debajo de la tarima, en donde descubrirán escondidos y en una ordenada hilera los correspondientes a las pequeñas muertas. Un instante aterrador en su simplicidad, para un título largo tiempo despreciado por su propio desconocimiento, y que quizá se erija como la mejor obra del periodo norteamericano de su artífice. Pasó mucho tiempo… pero al final este le dio la razón.

Calificación: 3’5

THE PROWLER (1951, Joseph Losey) El merodeador

THE PROWLER (1951, Joseph Losey) El merodeador

¡Cuantos vaivenes se ha producido en la cotización cinematográfica de Joseph Losey! Pocos cineastas han sufrido más altibajos, sin tener que coincidir necesariamente con los manifestados por una obra desigual –creo que se trata de algo admitido por todos-, quizá en su momento –los años sesenta- entronizada con demasiada facilidad a tenor de lo que de ella se conocía –y estrenaba-, y a la que una prematura decadencia –unido a la crisis de los motivos ideológicos que entronizaron su figura-, propiciaron que su nombre discurriera con tanta rapidez al olvido como efímera fue su fama. Y quizá fuera tan injusta como la otra, puesto que si hemos de reconocer de nuevo esa irregularidad –tan comprensible, por otra parte, con cualquier hombre de cine-, no es menos cierto que en la figura del cineasta de Wisconsin se da cita un título magistral –bajo mi punto de vista- como THE SERVANT (El sirviente, 1963) y al menos una docena de títulos llenos de brillantez, entre los cuales se aúna una andadura fílmica que todavía no ha sido analizada en su debida perspectiva –en España esta laguna ha sido cubierta por el buen amigo Ximo Vallet con su estupendo y reciente libro monográfico-. Y dicho análisis ha de partir con ese debut que desconcertó a no pocos –THE BOY WITH GREEN HAIR (El muchacho de los cabellos verdes, 1947)- en la medida que fue valorado y con posterioridad desechado por su planteamiento ideológico, aunque si en mi opinión reviste un interés claro es precisamente por la sensibilidad que muestra a la hora de narrar la historia de una amistad –saber expresar en la pantalla conflictos y sentimientos de personajes creíbles-, iniciando un periodo en su Norteamérica natal, que si bien se introdujo en algunos casos dentro de una senda periclitada a nivel fílmico –la mediocre THE LAWLESS (1950)-, muy pronto fructificó en exponentes que avalaban una sensibilidad fílmica que aunaba contenidos y formas. Prueba de ello lo expone THE PROWLER (El merodeador, 1951), considerada por no pocos como la mejor de sus obras realizadas bajo suelo norteamericano. No me atrevería a realizar una afirmación tan categórica, en la medida que tengo pendiente acceder a su controvertida M (1951) –una propuesta polémica, que hasta hace poco tiempo era imposible rebatir, en la medida que la nueva versión del film langiano prácticamente no se podía contemplar-, pero cierto es que nos encontramos ante una propuesta madura, integrada en ese concepto de cine comprometido en una senda ideológica progresista, escorada a un terreno de la serie B, y al mismo tiempo revelando con el paso del tiempo una innegable solidez fílmica. En el título que nos ocupa, no cabe duda que Losey ya articula uno de los personajes que, en el posterior discurrir de su obra, se irá perfeccionando y tendrá expresiones más acabadas. Será el germen de sus posteriores protagonistas arribistas y desclasados, a partir de cuyas acciones y maquinaciones pretenderán subvertir la división establecida en los contextos sociales que emanen de sus ficciones.

En esta ocasión, el centro de atracción queda fijado en el perfil del policía Webb Garwood (una de las mejores composiciones de la filmografía de Van Hefflin, sabiendo dotar en todo momento a su personaje de la necesaria ambigüedad). Garwood, de alguna manera, ha trazado el objetivo de su vida en la figura de la aún deseable Evelyn Keyes (Susan Gilvray). Evelyn es la esposa de un locutor radiofónico, disfrutando la pareja de una situación estable y acomodada que de alguna manera nuestro protagonista deseará revertir en su beneficio. Para ello actuará como un merodeador, actuando a continuación en su condición de agente de policía en el domicilio de la asustada esposa. A partir de ese encuentro inicial, Losey articulará un brillante bloque de secuencias, centradas todas ellas en el interior de la residencia de los Keyes. Allí desarrollará una de las primeras muestras que, en su cine, quedará definida por una renovada muestra de drama psicológico. En este largo fragmento –que se extenderá en un tercio de los ochenta minutos de duración del film-, el director mostrará una notable progresión en la capacidad de seducción puesta a punto por el agente de la ley –brillante el detalle en el que descubre la fortuna de setenta mil dólares que el esposo incluye en su testamento para Evelyn-, en torno a esa mujer que vive su rutina diaria escuchando sin cesar las locuciones de su esposo –que llega a grabar en discos de la época, para que este pueda recordarlas con posterioridad-. A través de esa constante manifestación de tediosa cotidianeidad, como si fuera una sinuosa serpiente, Webb logrará atraer hacia así la atención de una Evelyn que en un momento dado se mostrará reacia a intensificar su relación con un hombre que, pese a todo, la ha hecho sentirse viva. Por otra parte, el agente logrará enterarse de las interioridades del matrimonio, conociendo que su esposo era impotente, lo que le facilitará en su tarea manipuladora cara a acercarse a Evelyn y, con ello, alcanzar esa estabilidad social que ha buscado desde que ejerciera por vez primera como merodeador. Lo hará de nuevo, ya con la intención clara de asesinar al esposo de Evelyn –al que solo veremos su rostro en el preciso momento de su muerte-, simulando haber ejercicio la defensa propia al atacar a quien creía era el mismo merodeador que denunciaban en las inmediaciones de la residencia de los Keyes. La acción de nuestro protagonista será llevada a juicio –estando siempre en primer plano la indignación de su viuda, que sabe de la intención asesina de este-, aunque el jurado absuelva a este, considerando que se actuó en defensa propia.

Pese a las reticencias de esta, poco a poco Bill logrará extender ante ella una tela de araña que la lleva a casarse con él, viviendo ambos su luna de miel en el motel que han adquirido con el dinero de la herencia que ella ha recibido, lo que en principio debería suponer el inicio de una estabilidad para ambos, habiendo este abandonado las tareas policiales –y según él, el uso de todo tipo de armas-. Sin embargo, pronto se mostrará la verdadera faz de una relación que se ha fraguado de forma artificial, cuando Evelyn confiese a su ya esposo que se encuentra embarazada de cuatro meses. Lo que en teoría debería ser motivo de alegría, supondrá para el protagonista un nuevo elemento de desazón y, en definitiva, el afloramiento del lado más oscuro de su personalidad. No le importará tanto ser padre, como el hecho de que el bebe pueda provocar la revisión del caso en el que su crimen se encubrió como un hecho accidental, al revelar las relaciones que mantenían los hoy esposos antes de que este falleciera. Ello incluso hará plantear en él la posibilidad de un aborto, aunque finalmente acceda a ser llevada a un pueblo abandonado –una solución ingenua de planteamiento, pero tremendamente efectiva a nivel visual-. Será una especie de fatum, donde intentarán hacer renacer una relación que aparece por completo herida –impecable el detalle de la presencia de la voz en off del anterior esposo de Evelyn, al insertar un disco por error-, hasta que la presencia de una tormenta mientras se avecina el parto de esta, convencerán a Webb a localizar a un viejo doctor en la ciudad, para con ello traer a la luz al pequeño hijo de ambos. Pese a las precauciones de este para no ser reconocido, no podrá evitar que la venida del recién nacido sea el principio del fin de su plan. Un plan este en el que en última instancia tendrá un papel destacado la astucia de su esposa –centrada sobre todo en el deseo de salvar a su bebé-, sirviendo como catarsis para la inmolación de ese policía que un día intentó vislumbrar la manera para despuntar de su confinamiento social. Se trata de un episodio final –todo el capítulo desarrollado en esa ciudad abandonada, iniciado a partir de un intenso fundido en negro- en el que podemos detectar ciertas huellas con ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder) –estrenada medio año antes que el título que nos ocupa-.

En realidad, THE PROWLER destaca en las formas con las que Losey despliega el trazado de ese drama psicológico ribeteado de matices progresistas, propios no solo de la personalidad que definía ya a su cineasta, sino también por su inserción en el contexto de un tipo de cine que se situaba al margen de la producción de los grandes estudios. Unas propuestas que servían como marco oportuno para expresar en estas pequeñas películas, no solo discursos atractivos que demostraban la inquietud de ese conjunto de intelectuales progresistas insertos en el cine de aquellos años de posguerra sino, sobre todo, la vitalidad narrativa y visual de hombres de cine que exploraban sus capacidades de manera incipiente, irregular, pero en ocasiones llenos de atractivo. Este fue uno de ellos, destacando ese preciso estudio de caracteres –en especial el de esa esposa insatisfecha, incapaz de tomar la iniciativa hasta el momento en que haga realidad sus deseos de maternidad-, y en la capacidad de Losey para transmitir esos sinuosos trazados psicológicos que, con el paso del tiempo, y sobre todo a partir de su llegada a Inglaterra, se convertirían en su principal baza como cineasta.

Calificación: 3

THE BIG NIGHT (1951, Joseph Losey)

THE BIG NIGHT (1951, Joseph Losey)

Desde sus primeros fotogramas –esos títulos de crédito en poderoso blanco y negro y tomando como fondo un contexto industrial sombrío, sobre los que se posa el rostro del joven protagonista, punteado por un fondo musical dramático algo altisonante-, podemos insertar THE BIG NIGHT (1951, Joseph Losey) dentro del contexto de un tipo de cine muy representativo de su época. Se trata de una producción, generalmente lindante con el thriller, escorado e el ámbito de pequeños estudios o la vertiente de bajos presupuestos de algunas de las majors de Hollywood. Películas pequeñas, generalmente sin estrellas conocidas, probablemente imperfectas, pero al mismo tiempo reveladoras de una inquietud social, revelando en sus modestas pero críticas intenciones resultados en ocasiones estimulantes, en otras simplemente bienintencionados. En definitiva, más allá de una valoración título a título, fueron obras que dirigieron desde Jules Dassin hasta Joseph Losey, pasando por Edward Dmytryk o los primerizos Richard Fleisher y Anthony Mann –entre otros muchos-, todo este corpus revela una inquietud crítica que paulatinamente iría extendiéndose –según el cine norteamericano se iba forzosamente a abrir a nuevos contextos de permisibilidad en el ámbito temático de sus películas-, a producciones de mayor calado industrial. Solo por ese carácter de avanzadilla, y también por haber permitido una conciencia crítica en un contexto sociocultural dominado por el macartismo, creo que habría que tener en cuenta esta saludable corriente.

 

Una de las muestras de esta tendencia la proporcionaron los primeros pasos de la trayectoria cinematográfica de Joseph Losey, antes de que la mencionada “caza de brujas” le forzara a emigrar hasta Inglaterra, donde inició un nuevo periodo en su obra definido en sus primeros compases en producciones de bajo presupuesto, e incluso con algunas películas firmadas bajo seudónimo, hasta que poco a poco fue consolidándose como uno de los realizadores estrella de dicha cinematografía. Aunque nos encontramos con una producción no excesivamente extensa –apenas cinco películas rodadas en poco más de tres años-, creo que asumen cualidades y limitaciones casi al mismo nivel, revelando de alguna manera una serie de tendencias que, corregidas y aumentadas, se extenderán al conjunto de su obra. THE BIG NIGHT es una prueba palpable de dichos enunciados, encontrándonos en un relato que combina quizá demasiadas intenciones para que estas puedan verse resueltas en una película de poco más de setenta minutos de duración, y en la que faltaría un realizador de mayor madurez y sutileza que la demostrada por Losey en aquellos primeros pasos de su carrera, como para que finalmente las sugerencias puedan plasmarse en un resultado lo suficientemente óptimo. Es por eso que en más ocasiones de lo deseado, lo mejor y lo peor se da de la mano de una manera tan palpable en sus imágenes, aunque ello no nos impida, justo es reconocerlo, asistir a una propuesta que finalmente alcanza un relativo interés, e incluso en sus momentos más emotivos –aquellos precisamente en donde se apuesta por la senda del melodrama y la libertad de sus propios personajes-, el film de Losey alcance una cierta densidad.

 

Así pues, combinando la crónica del brusco encuentro de un joven con una insospechada madurez, la sórdida crónica urbana, la descripción de un contexto social noble pero al mismo tiempo dominado por el terror  -una nada velada crítica al terrible momento que vivía en aquellos años la sociedad norteramericana-, Joseph Losey intenta en uno de sus primeros largometrajes trazar diversas líneas vectoras. Con ello pretendió configurar un relato que quizá deje entrever debilidades precisamente a la hora de impostar diversos elementos reveladores del progresismo del director –un ejemplo al azar; la manera con la que destroza la preciosa secuencia del breve encuentro del joven protagonista con la cantante negra, con el pueril comentario que revela el racismo latente en el muchacho-, pero al mismo tiempo destaca por la sinceridad con la que vuelca esa manera física de enfrentarse a los recovecos de la narración, mostrando  dureza y al mismo tiempo un atisbo de sensibilidad a la hora de plasmar el conflicto interior del protagonista, que a la postre se revelará la mayor cualidad de la película. THE BIG… se iniciará con unos instantes que servirán como presentación del joven George La Manin -John Barrymore Jr. cuatro años antes de servir como protagonista de la obra cumbre de Fritz Lang, WHITLE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1955)-. Se trata de un muchacho de apenas diecisiete años, presionado por sus compañeros quizá debido a que en él se detecta una especial sensibilidad. Muy pronto, la película nos mostrará una secuencia excelentemente modulada que ejercerá como auténtico detonante en la evolución forzosa del muchacho; la celebración de su cumpleaños. Su padre –Andy (Preston Foster)- es dueño de un bar de la localidad, y le mostrará una tarta pidiéndole que sople para apagar sus velas –el espectador ya conoce por los diálogos previos, la existencia de una mujer con la que el progenitor se encuentra ligado, y que George tiene en gran estima, estando el espectador seguro que los deseos de este se centran en ligar a dicha pareja-. George dejará finalmente una vela sin apagar, introduciendo un inesperado elemento de tensión –ahí Losey desdibuja el atractivo del momento insertando un innecesario plano de detalle de la tarta-, que muy pronto adquirirá carácter de auténtica pesadilla al introducirse en el recinto un extraño y sórdido personaje que cojea. El realizador logra mostrar un fragmento admirable con una planificación angulosa que sabe extraer un elemento sórdido, humillante para el padre del muchacho –que sufrirá con dolorosa resignación una paliza por parte del recién llegado delante de todos sus clientes-, a partir de cuya traumática vivencia se planteará en el chico el deseo de venganza. Llegará por tanto, esa “gran noche” en la que parece que repentinamente desee convertirse definitivamente en un adulto –se vestirá como un hombre duro, mirándose constantemente al espejo e incluso portando un arma para matar a quien a agredido de tal modo a su padre-.

 

A partir de ese momento, THE BIG NIGHT revelará su eficacia en aquellos instantes en donde las relaciones de los personajes se muestran con sinceridad –las conversaciones de George con una joven muchacha con la que presumiblemente se ha producido un cierto flechazo, las secuencias finales en las que este descubre la realidad del comportamiento de su padre, los numerosos momentos aparentemente desligados de la acción en los que la cámara se detiene en las actitudes y gestos del muchacho-. Por el contrario, el film de Losey mostrará no pocas debilidades a la hora de la descripción de ciertos personajes –ese latoso con el que trabará contacto en el combate de boxeo, los encuentros y búsquedas de George del agresor de su padre, la secuencia de enfrentamiento directo con este, la propia circunstancia con la que la película resuelve artificiosamente el alcance de la acción del muchacho, eliminando el concepto de asesinato-, impidiendo que el alcance de su propuesta pudiera revestir una mayor contundencia. Virtudes y defectos que se asemejan a los planteados con el largometraje de debut del director –THE BOY WHIT GREEN HAIR (El muchacho de los cabellos verdes, 1948)-, en la que la vertiente sincera de relación de personajes adquiría una mayor homogeneidad, elevándose por encima de las insuficiencias de su articulación  como fábula social contra la intolerancia.

 

En definitiva, THE BIG NIGHT es un pequeño film, interesante en la medida de poder comprobar un exponente poco referenciado en la filmografía de su artífice –otro interesante para recuperar sería su posterior y controvertida versión del referente langiano M (1951)- y al mismo tiempo representativa de una manera de entender el cine en aquel momento concreto, tan imperfecta como aún llena de vida.

 

Calificación: 2’5

THE GO-BETWEEN (1970, Joseph Losey) El mensajero

THE GO-BETWEEN (1970, Joseph Losey) El mensajero

Olvidada por completo en nuestros días, y representativa de la irremisible decadencia que presidió los últimos coletazos de la andadura del primerísimo cineasta que años antes fuera Joseph Losey, lo cierto es que, sin entrar o salir en las presuntas bondades o elementos discutibles de su conjunto, THE GO-BETWEEN (El mensajero, 1970) supuso en su momento uno de los ejemplos más evidentes del cine de qualité europeo registrado en aquellos años. A título de curiosidad, convendría recordar que alcanzó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1970, relegando a otra muestra de idéntica qualité –más afortunada, todo hay que decirlo-, como MORTE A VENEZIA (Muerte en Venecia, 1971. Luchino Visconti) a un premio especial. Curiosamente, el paso del tiempo ha permitido mantener el prestigio y la mítica generada con la adaptación de la novela de Thomas Mann auspiciada por Visconti –un prestigio que, pese a todo, dista de resultar unánime-. Sin embargo, el hecho de otorgar dicha distinción al film de Losey, debe entenderse como un reconocimiento a un tipo de cine que en aquellos tiempos tan confusos, por muchos estaba considerado como “adulto”: Además, hablaba de luchas de clases y mostraba revisionismos sobre el pasado de la aristocracia inglesa.

 

Sin embargo, la pura verdad -a la que el paso del tiempo ha otorgado su dolorosa confirmación-, es que la practica totalidad de títulos que se rodaron en estas circunstancias, sobreviven únicamente como representativos de su época, como ejemplos de una serie de modas y de tics cinematográficos que llegaron a acoger cineastas norteamericanos como el veterano William Wyler con THE COLLECTOR (El coleccionista, 1965). Se trata de un terreno en el que el propio Losey ya se había introducido con la en su momento aclamada y hoy justamente cuestionada ACCIDENT (Accidente, 1965). Y es que pese a puntuales títulos con interés, la trayectoria del norteamericano a partir de la segunda mitad de los sesenta, se convierte en una espiral descendiente, que incluso le permitirá un título tan lamentable como FIGURES IN A LANDSCAPE (Caza humana, 1970). Precisamente tras esta película, Losey se dispuso con la adaptación de la novela de L. P. Hartley, transformada en forma de guión de la mano del posterior Premio Nóbel de Literatura; Harold Pinter. Es evidente que con Pinter, Losey logró un colaborador de excepción, a la hora de lograr imbricar matices contrapuestos en los fantásticos guiones que permitieron títulos como THE SERVANT (El sirviente, 1963). Sin embargo, pienso que su aportación tanto en la citada ACCIDENT como, posteriormente, en el título que nos ocupa, de alguna manera dejan entrever una serie de insistencias en temas y latiguillos ya algo periclitados, unidos a la blandura e inoperancia de un esteticismo visual que, es innegable reconocerlo, siempre se mantuvo de lado del cineasta de Wisconsin, aunque cierto es que en periodos precedentes se plasmó con mucho más vigor y acierto cinematográfico.

 

En su defecto, THE GO-BETWEEN se ahoga en las aguas de un manierismo estético basado en una ambientación impecable –eso sí-, pero muy cercana a unos modos retro que ya se encontraban a punto de adueñarse del cine de los setenta. A esos excesos de un diseño de producción “bonito”, cabe añadir las constante presencia de tics visuales del cine de la época –teleobjetivos, zooms, un empeño machacón en composiciones visuales en teoría estéticas-, que se encuentran al servicio de una vacuidad que, lamentablemente, no abandonarían el decreciente devenir posterior de su filmografía. Esa sensación de un constante predominio de lo que en aquel entonces –y de manera harto discutible-, se podía entender una primacía estética, a mi juicio resta mucho valor al resultado final de esta parábola sobre la fuerza del recuerdo y, fundamentalmente, la eterna expresión del clasismo británico, en esta ocasión centrado en el contexto de una familia –los Maudsley- en las postrimerías de la I Guerra Mundial, entorno al que acudirá temporalmente el joven Leo Colston (Dominic Guard), amigo del pequeño de la familia. En un contexto en el que desde el primer momento se pondrá en evidencia el contraste del origen humilde del muchacho y la condescendencia con la que es tratado, inesperadamente este se convertirá en el elemento que unirá a Marian (Julie Christie), la joven hija de la familia, y el vigoroso Ted Burguess (Alan Bates), leñador igualmente de humildes orígenes, que mantiene una pasión desaforada con la muchacha. Entre ambos, y asistiendo a los ritos, convenciones y costumbres de clase desarrollados por el entorno de los Maudsley, Leo ejercerá como mensajero entre ambos amantes, que son intuitivamente observados por la madre -Mrs. Maudsley; espléndida Margaret Leighton-. En ese contexto, la película establece un juego de humillaciones por entero ligado a los modos establecidos en otros títulos de Losey –con o sin la aportación de Pinter-, pero que en esta ocasión estimo no alcanzan jamás esa densidad y morbidez que fueran arquetípicas del mejor cine de su director. Todo queda en una apuesta complaciente y apagada. En muy pocas ocasiones THE GO-BETWEEN logra la tensión buscada, perdiéndose en su inclinación por un esteticismo francamente caduco, en la aplicación de zooms pretendidamente embellecedores, en la composición de planos estetizantes, ahogando con dichas elecciones formales la posible fuerza que pudiera emanar de su material de base dramático. A ello cabría añadir la torpeza con la que en el relato se insertan la contraposición del presente proyectado en el pasado –con la encarnación de Michael Redgrave como el crecido Colston-, que a mi modo de ver no aportan nada al relato, y más bien se insertan como un artificio de nula incidencia dramática.

 

Personalmente, y más allá del hecho de la competente labor de todo su reparto –pese a que la pretendida naturalidad del niño Dominic Guard hoy día aparezca poco menos que relamida-, uno se queda en esta película con la descripción dos de sus personajes secundarios. Uno de ellos es el ya señalado encarnado por la veterana Margaret Leighton, que sabe matizar su condición de protectora de la familia, y articular en sus miradas o sus actitudes su proteccionismo por el mantenimiento de los privilegios del clase –la intención de prolongar dicho estatus haciendo casar a su hija con Hugh Trimingham (Edward Fox)-, aunque ello le fuerce a provocar la ruptura de la pasión de esta con Burguess, que no impedirá la existencia de un hijo no deseado. El otro personaje de interés es precisamente el mencionado Trimingham, representativo de esa clase burguesa emergente, marcado por una lucha en la I Guerra Mundial que le dejó una ostentosa cicatriz en el rostro, pero que demuestra una adaptación a nuevos modos sociales –ese acercamiento sincero al muchacho protagonista-, y al que la sutil interpretación de Fox proporciona una entrañable credibilidad y gama de matices.

 

En definitiva, THE GO-BETWEEN es un título que quizá posee un mayor interés como testimonio que en la auténtica valía de sus propuestas, erigiéndose como un referente envejecido de posteriores indagaciones de época dentro del cine británico –varias de ellas, firmadas por James Ivory-. Su auténtica discreción, más allá de la incomprensible recepción en el momento de su estreno, revela la irremisible decadencia de un director que en la primera mitad de los sesenta, se erigió como un auténtico referente del moderno cine europeo.

 

Calificación: 2

THE CRIMINAL (1960, Joseph Losey) El criminal

THE CRIMINAL (1960, Joseph Losey) El criminal

En la frontera de su definitiva consagración como uno de los realizadores más reputados del cine europeo –algo que sorprendentemente contrasta con el olvido actual tan injusto hacia su figura-, Joseph Losey realiza en 1960 una película que cierra su periodo –podríamos definirlo así- “de género”, para adentrarse en el territorio más ligado al cine de “autor”. Detesto abiertamente esa división, en la medida que algunos de los títulos previos del realizador norteamericano son tan interesantes o más que otros de los definidos en ese marco de prestigio, y creo que el paso del tiempo ha permitido por un lado determinar la verdadera valía del cineasta de Winconsin, posteriormente exiliado a Gran Bretaña. Esa frontera que existe entre lo mejor y lo peor de su cine, bascula de una puesta en escena precisa, la hondura psicológica de sus mejores títulos, la fisicidad y dureza de su cine, evolucionando hacia un manierismo y una senda descendiente, que a mi juicio ya es ostensible en el que fue uno de sus títulos más aclamados, ACCIDENT (Accidente, 1967). Pese a todos estos vaivenes y oscilaciones, creo que hemos pasado de una entronización en su momento quizá desmesurada, a un olvido tanto o más inmerecido que el mostrado en sentido contrario en sus años de mayor esplendor.

 

En medio de ese contexto, THE CRIMINAL (El criminal, 1960) queda como uno de los últimos exponentes del primer periodo del cine de Losey, que ya había introducido en la inmediatamente precedente BLINT DATE (La clave del enigma, 1959). Creo que con ella comparte virtudes y ciertos defectos; un relato duro y sórdido dominado por una trama policiaca e introduciendo en ella una notable fisicidad, la fuerza de una dirección de actores muy intensa, rasgos sociales que penetran en la realidad de la Inglaterra de aquel tiempo de despegue económico, que seguía sin embargo manteniendo idénticos prejuicios de clase bajo una aparente patina de progreso. Unos relatos ambos dominados por la espesura de su cortante atmósfera fotográfica, y que en el título que nos ocupa queda definido por una sensación opresiva acorde con el relato carcelario que establece, pero que intenta –y logra en bastantes ocasiones-, expresar como una metáfora de la propia existencia. Johnny Bannon (Stanley Baker) es un preso que está a punto de salir a la calle. Personaje respetado en el recinto –incluso por los propios responsables penitenciarios-, ya desde los últimos días en su celda planea el asalto de una oficina de apuestas de caballos. Será algo que pondrá en práctica cuando sea recogido por Mike Carter (un magnífico Sam Wanamaker, que parece hermano gemelo del joven De Niro). Junto a este explica al reducido equipo los pormenores de un atraco sin mayor contingencia. Sin embargo, un chivatazo llevará de nuevo a nuestro protagonista a prisión. Allí tendrá que sortear numerosas presiones que reclaman el botín de cuarenta mil libras que ha enterrado y solo él conoce. Esa circunstancia, y la incipiente relación amorosa que ha encontrado en Suzanne –cosa que Carter aprovechará astutamente al retenerla-, forzarán a este a pedir salir de la prisión mediante las argucias de Fran Saffron (excelente Grégoire Aslan). Un motín provocado y una falsa colaboración de Bannon harán realidad sus deseos –aunque ello le lleve a haber prometido a Saffron el botín íntegro-. Lo primero que realizará será rescatar a esa mujer que le ha despertado en el sentimiento amoroso, en una refriega con Carter y su lugarteniente. A continuación, todo concluirá en una huída a ninguna parte –que prefigura con mayor fortuna, la génesis de la mediocre y muy posterior FIGURES IN A LANDSCAPE (Caza humana, 1970), en una conclusión demoledora en la que ni los perseguidores lograrán su objetivo –uno de ellos perderá la vida-, ni Bannion logrará más privilegio que implorar su entrada en el otro mundo con esa sensación de libertad que no ha albergado en su vida en la tierra.

 

Esa conclusión que comentamos, y que bien pudiera haber proporcionado un alcance moralista a esta película –tal y como sucedía en DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951. William Wyler), no es más que la conclusión casi metafísica a un relato dominado por lo opresivo, por una visión casi existencial de la vida cotidiana de la prisión, y que se extiende en aquellos fragmentos desarrollados fuera de ella. Todo en el film de Losey transmite esa pesadumbre, ese sinsentido de la andadura humana, ese rasgo de agobio cuasi cotidiano, expuesto además con sequedad y concisión. Hay que destacar a  este respecto que Losey no se detiene en el relato de aquellos elementos que serían propios de un film policíaco –el asalto prácticamente está resuelto de manera elíptica-. Por el contrario, apuesta de nuevo por la inclusión de las relaciones de dominio y el clasismo imperante en la sociedad inglesa, aún siendo una historia desarrollada en un marco muy concreto. Para ello el realizar apuesta decididamente por una magnífica tipología de personajes secundarios –el cast de la película es realmente espléndido-, que proporcionan a sus imágenes una sensación de veracidad asombrosa. A ello, obviamente, hay que sumar la fuerza de su blanco y negro fotográfico –aportación de Robert Krasker-, y la ocasional intensidad que proporciona la banda sonora de ecos jazzísticos de John Dankworth –que en algunos momentos, no obstante, se tornan excesivos-, y esos apuntes que la película va dejando sin perfilar en exceso, y que si bien en algún momento pueden inducir a pensar en un cierto desaliño, en realidad están insertados de manera deliberada –la relación que en el pasado mantuvieron Johnny y Maggie (Jill Bennett); por que el vapuleado Kelly (Kenneth Cope) ha sido repudiado por sus compañeros-. Es evidente que a Losey le interesaba más el retrato y el matíz puramente psicológico, dejando de lado cualquier incidencia en rasgos más o menos convencionales. No es un elemento que pueda esgrimirse ni a favor ni en contra del resultado –brillante y por momentos apasionante, pero que acusa un cierto envejecimiento en algunos momentos-, aunque sí es cierto que le aporta un plus de personalidad.

 

Y es que en un periodo donde aún se podían encontrar muestras de un cine noir tardío –un ejemplo de ello podría ser THE RISE AND FALL OF LEGS DIAMOND (La ley del hampa, 1960. Budd Boetticher)-, Joseph Losey incidió una vez más en una película que conserva elementos heredados de la tradición policiaca del cine norteamericano –que él mismo había puesto en práctica en sus primeros títulos en USA-, adaptándolos al contexto social británico e incluso integrándolos dentro de las corrientes de vanguardia que por aquel entonces se adueñaban de los cines europeos –y que en Inglaterra tuvieron su esplendor con el Free Cinema-. La combinación resultó notablemente adecuada, y THE CRIMINAL queda como un título muy atractivo, dentro de un periodo de extraordinaria vitalidad para el cine británico.

 

Calificación: 3’5