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CINEMA DE PERRA GORDA

Marcel Carné

L’AIR DE PARIS (1954, Marcel Carné) El aire de París

L’AIR DE PARIS (1954, Marcel Carné) El aire de París

En torno a la figura del francés Marcel Carné (1906-1996) me viene sucediendo algo curioso. Habiendo accedido a parte de su obra de manera salteada y aleatoria, no puedo por menos que señalar una impresión opuesta a la general. Es decir, que partiendo de la premisa de ser un cineasta interesante -sin entrar ni en los entusiasmos disparados por algunos, ni la anatemización de otros- considero que sus tan célebres títulos enclavados en el denominado ‘realismo poético’ francés son atractivos más no memorables. Del mismo modo, los exponentes de su filmografía posterior que he podido contemplar, en modo alguno son dignos de menosprecio, al marcar la continuidad de un hombre de cine que cuidaba las atmósferas de sus películas, y sabía ser un cronista de pequeñas historias, llenas de humanidad. Sobre todo, cuando estas se desarrollaban en viejos ámbitos urbanos, en buena parte de ellos inmersos dentro de colectivos cercanos a la marginalidad. En definitiva, Carné se encontraba bastante a gusto al narrar historias de perdedores. Y se encontraba igualmente en buena forma, pese a que la égida de su éxito le fuera abandonando de forma gradual. L’AIR DE PARIS (El aire de París, 1954) es una buena muestra de la vigencia de ambos enunciados, y a título anecdótico, cabe señalar que permitió a Jean Gabin obtener el premio al mejor actor en el Festival de Venecia aquel año.

De todos modos, nos encontramos ante una película de amistad, de descubrimiento y de redención. Todo ello descrito en el entorno de un destartalado gimnasio ubicado en los barrios populares de la capital francesa, donde el ya veterano Victor Le Garrec (Gabin) desarrolla la rutina de su vida, a través de ese vetusto recinto en donde se entrenan una amplia galería de seres marginales, a los cuales ni les cobra, como espejo de unas ya alejadas ilusiones de evocar su frustrado pasado como boxeador. Su esposa Blanche (magnífica Arletty) ha regresado de Niza, donde ha aceptado unas propiedades de una herencia, e intentando convencer a su esposo para dejar la poco estimulante vida parisina y vivir cómodamente lo que les quede de existencia. Sin embargo, de manera inesperada se planteará una nueva ilusión en su esposo; el encuentro con un joven obrero del ferrocarril -André Ménard (vitalista Roland Lesaffre)- en el que intuirá una serie de posibilidades para promoverlo en la carrera boxeística. Pese a un debut desastroso, su intuición se revelará certera. Este seguimiento en la preparación del muchacho facilitará un distanciamiento de su esposa -con la que por otra parte siempre ha mantenido una relación tirante-, lo que hará que esta contemple con recelo a André. No obstante, la llegada de un cierto reconocimiento coincidirá en el muchacho con el acercamiento hacia la joven Corinne (Marie Daëms), una sofisticada muchacha encaminada por su mentora para que se case con un hombre acaudalado. Pese a la distancia que separa a la pareja, estos se entregarán a una apasionada relación que facilitará un desapego del púgil del entorno que lo ha alentado al triunfo, y donde se encontrará en un lugar muy discreto la joven Maria (maravillosa María Pia Castillo, la sirvienta de la inolvidable UMBERTO D. (Umberto D, 1952. Vittorio De Sica)), secretamente enamorada de André, sin que él no vea en ella más que una amiga.

Esta será la entraña dramática de una película que en sus primeras imágenes ya deja entrever, a través de esas las acciones paralelas que nos presentan a Corinne -con ese amuleto que le lanzará por la ventana a André, sin conocerlo aún- y a Blanche, en sendos trenes, como cruzándose en el destino. A partir de ese momento, Carné apostará de manera directa en su capacidad para transmitir la autenticidad de esos contextos urbanos que describirá como nadie. Calles populares, viviendas avejentadas y personajes ya de vuelta de la vida. Todo ello, punto por punto, se plasmará con precisión en esta atractiva película que funciona a partir de estas premisas de base, por la garra con la que se encuentran delimitados sus personajes, la presteza con la que aparecen entrelazados y, como no podría ser de otra manera, la brillante dirección de actores articulada. Será una vez más, la alquimia que aplicará su realizador para tejer con acierto ese magma emocional de un hombre encaminado a la vejez que busca una ráfaga de ilusión y atractivo a su vida. La de un muchacho con un horizonte vital penoso, posibilitado a un futuro de fama y fortuna. Y también de una muchacha que ha sido aleccionada para acceder a un dinero y estatus que, por el contrario, lleve aparejado la renuncia al amor. Esa mezcla de deseos y anhelos confluye en un relato atractivo, provisto de una considerable autenticidad, y enganchándonos desde muy pronto al plantear una historia que bien podría incurrir en los designios de la vulgaridad pero que, por el contrario, se encuentra expresada con una enorme convicción, atendiendo a gestos y miradas -serán muy reveladoras la reacciones hostiles de la mujer de Victor hacia André, al verse relegada por su esposo, o la creciente decepción de María al comprobar resignada que el muchacho no es capaz de corresponder el amor que ella siente por él-, valorando el gusto por el detalle -la importancia de ese amuleto que recorrerá toda la película; esa bata que Víctor regala a su pupilo, bordada con sus iniciales; ese inesperado espejo que se romperá, preludiando el final del efímero romance entre el boxeador y Corinne- o la búsqueda de nuevos horizontes existenciales -tanto para el entrenador como para el púgil-.

Uno de los aspectos más curiosos a nivel narrativo de L’AIR DE PARIS reside en la ubicación de la catarsis del relato, en el centro del mismo. Me refiero a la insuperable narración del combate de boxeo que supondrá la revelación de André. Un combate a tres asaltos descrito casi en tiempo real, que puede considerarse una de las más memorables set pièces jamás filmados por Carné, y probablemente del subgénero boxeístico, en el que junto a la dureza de un combate que es descrito con largos planos que no ocultan la crueldad de los golpes de los púgiles, irá alternando con el punto de vista de sus asistentes. El ánimo de los entusiastas de André, que se encuentra hundido y presto a perder, al haber escuchado las palabras en contra suya de Blanche. Sin embargo, la inesperada presencia de Corinne en la pelea le levantará el ánimo revertiendo una segura derrota, lo que será mostrado en la pantalla en unos minutos que llegan a emocionar por su intensidad.

En su oposición, L’AIR DE PARIS planteará en sus minutos finales un enfrentamiento de sentimientos y decepciones. Una generalizada experiencia del dolor y la experiencia, ante la que ganará la amistad entre el viejo entrenador y el joven pupilo. Ambos han aprendido en el camino, y ambos se unirán de nuevo. Al margen de sus cualidades, las imágenes del film de Carné revelan una cierta sensación de puente cinematográfico, entre el pasado que atesoró su obra precedente y las nuevas formas de entender el drama psicológico.

Calificación: 3

TERRAIN VAGUE (1960, Marcel Carné)

TERRAIN VAGUE (1960, Marcel Carné)

En 1960, la arrasadora onda de la Nouvelle Vague, ya había aterrizado sobre el cine francés, y el conjunto de las nuevas olas, se encontraba extendido en el conjunto del cine europeo. Al mismo tiempo, dentro de dicho ámbito de febrilidad creativa, surgía la importancia del enfrentamiento generacional, y las consecuencias de una juventud, por completo desorientada, en una sociedad que mutaba de las consecuencias de la II Guerra Mundial, a unas generaciones que vislumbraban el progreso, un cierto bienestar, y la masificación, tendría su caldo de cultivo en no pocos títulos de diversas cinematografías. Podríamos citar a este respecto, la referencia que nos proporcionaba el REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955) de Nicholas Ray. Sin embargo, en ese periodo concreto de la llegada de un nuevo decenio, podríamos consignar THE YOUNG SAVAGES (Los jóvenes salvajes, 1961. John Frankenheimr) en USA, LOS GOLFOS (1960, Carlos Saura) en España, ACCATTONE (Idem, 1961. Pier Paolo Pasolini) en Italia… Es decir, se trataba de una corriente practicada en todas las cinematografías, por encima del mayor o menor grado de interés de sus propuestas. En la propia Francia, unos de los estandartes de su renovación fílmica, lo ofrecería François Truffaut, con su extraordinario debut LES QUATRE CENTS COUPS (Los cuatrocientos golpes, 1959), aunque su vertiente argumental, quizá derivara en vertientes complementarias.

No obstante, sorprende que en aquel mismo 1960, un realizador de los denostados por los críticos y casi inmediatos cineastas de ‘Cahiers du Cinema’, como fue Marcel Carné, nos brindó una mirada revestida de nihilismo, en torno a ese contraste generaciones vivido por la juventud francesa. Será algo presente en todos y cada uno de los fotogramas de TERRAIN VAGUE (1960). No sería la primera vez con la que el veterano hombre de cine, se implicaba en una producción en torno a la problemática de la juventud. Apenas dos años antes, había formulado una mirada en torno a la misma, por medio de la apreciable LES TRICHEURS (1958). De cualquier manera, el título que centra estas líneas destaca, por un lado, por la desesperanza con la que muestra, la imposible convivencia entre los avejentados representantes de una generación cansada y vencida, que sobrevivieron a las consecuencias de la no tan alejada contienda mundial, y la incomunicación marcada con unos hijos, poco a poco inmersos en un mundo más consumista y acomodado. De otro, nos encontramos ante un relato que destaca por la valentía de su configuración cinematográfica, demostrando el buen pulso de un realizador ya veterano, al que se había denostado, quizá con demasiada ligereza, como a otras personalidades del pasado del cine francés.

TERRAIN VAGUE se inicia con una secuencia pregenérico, descrita en la sala de un juez de menores, donde este se plantea la situación del presente y reincidente Marcel (Constantin Andrieu), que se encuentra junto a su madre, exteriorizando ese estado de rebeldía ante el horizonte social que se le plantea. Habiendo sido detenido en tres ocasiones, será enviado finalmente al reformatorio. Y es curioso destacar en este inicio, la presencia de un personaje que desaparecerá, y volverá a la película, una vez esta se haya desarrollado de manera considerable. Tras un plano general nocturno, de un grupo de nuevas e impersonales edificaciones, dará paso a un largo, casi interminable, movimiento de grúa ascendente, de la madre del muchacho, que pesarosamente asciende hasta su vivienda, mientras se van insertando los títulos de crédito. Sorprendente inicio, que muy pronto nos irá describiendo los diferentes entornos sociales de los jóvenes que protagonizan el relato. Estos serán el aún pequeño Babar (Jean-Louis Bras), hijo único de una familia que apenas se comunica entre sí, la joven Dan (Danièle Gaubert), con una madre que no se preocupa de ella, y un padrastro al que desprecia. O el caso de Lucky (Maurice Caffarelli), muchacho que apenas puede resistir la opresión de vivir, sobre todo, con un padre quemado por el trabajo, e incapaz de ponerse en su pulsión existencial. Tras la presentación de los personajes, pronto se nos describirá la reunión nocturna de un amplio grupo de jóvenes, formando parte de la banda que dirige Dan, y en la que se someterá a prueba la incorporación de Babar en su seno. A este se le brindará una prueba revestida de aparente dureza, y mezclará su sangre con la propia líder del grupo, iniciándose una extraña relación con esta, que Dan definirá en él, como si fuera su hermano, aunque por parte de este, esconda una relación de fascinación apenas disimulada. Por su parte, la cabeza se encuentra enamorada de Lucky, aunque entre ellos una pátina de resentimiento impida la fluidez de sus relaciones. Y, en conjunto, los componentes de la banda, intentarán sublimar la mediocridad de sus existencias, apenas sin dinero para gastar, montando gresca en la feria -el brillante episodio de la pelea con el dueño de la atracción de feria-, asaltando una tienda de baratijas -en otro magnifico episodio, punteado y montado a modo de musical, mediante los renovadores compases del joven compositor Michel Legrand-.

Todo ello, en medio de unos escenarios exteriores, que transmiten con gran sensibilidad, al igual que sus personajes, ese contraste generacional, en este caso entre las antiguas viviendas, que aparecen de manera envejecida, contraponiéndose con las enormes nuevas e impersonales edificaciones, insertas en un contexto por completo carente de infraestructura. La inesperada llegada de Marcel, fugado del reformatorio, romperá el equilibrio de la banda, llegando a acaparar el liderazgo de la misma, planificando el asalto a la gasolinera en la que trabaja Lucky. Ello provocará que Dan se separe del colectivo, en el que el recién llegado utilizará su maligna influencia, implicando en ello a un antiguo amigo -en donde se adivina una pasada relación homosexual-. Lucky, finalmente, se desembarazará del previsto golpe, que no se realizará en el último momento, huyendo Marcel, y provocando la ira del conjunto de la banda, que correrá en contra del citado Lucky, y también del pequeño Babar, al que acusarán de haberse chivado del mismo. Todo ello, no será más que el inicio de una espiral de tensión y violencia, que culminará, a partes iguales, entre la tragedia y la esperanza -sus conmovedores planos finales-. Todo ello, dentro de unos minutos de conclusión, dominados por una irrefrenable aura de desesperanza, aunque en ellos, tenga lugar, la oportunidad del florecimiento, en el amor entre Lucky y Dan.

Es cierto que a TERRAIN VAGUE, se le puede reprochar una cierta querencia en ocasiones, a la hora de incurrir en tópicos del cine de pandilleros -una de las plagas de este subgénero-. Es más, la elección de jóvenes debutantes, dejará entrever no pocas elecciones irritantes -entre ellas, al intérprete del maligno Marcel-. Sin embargo, nos encontramos ante una película valiente, física -la casi insoportable pelea final entre Lucky y el representante de la banda, una vez Marcel la ha abandonado; la espesura que adquiere ese solar, en donde finalmente, tendrá acto de presencia la tragedia-. Una mirada, provista de desesperanza, en el que, sin embargo, tendrá lugar, la presencia de ese singular Gran Jefe (Roland Lesaffre), maduro vendedor de objetos usados, que aparecerá en cierto modo como receptor de una mirada compasiva, a las inquietudes y rebeldías, de una juventud, que su entorno no sabe percibir.

Y en medio de un relato que, en sus minutos finales, adquiere por momentos una tensión casi inabarcable -sobre todo, lo que rodea la persecución física y moral que los pandilleros aplicarán al sensible Babar-. En un conjunto donde la música de Legrand -firmada al alimón con Francis Lemarque, pero que lleva su estilo en todo momento-, aparece como uno de sus principales vectores dramáticos, uno no puede más que elegir un instante diferente. Un momento relajado y romántico, en medio de un conjunto sombrío. Será ese plano, descrito en el interior de la vivienda del Gran Jefe, donde Lucky pedirá a Danm que se ponga uno de los vestidos allí existentes, marcadamente femeninos, rompiendo con la imagen andrógina de la muchacha. Allí, con el fondo de un bellísimo tema de Legrand, se escenificará la sinceridad de la mutua relación de amor entre ambos.

TERRAIN VAGUE es una película olvidada. Extraña en medio de un cine francés en el que parecía ya no tener cabida, aunque se rebelaba quizá más valiosa, que otros títulos más reconocidos en su tiempo. Tiempo aquel, que demostraba la capacidad de adaptación, y la sensibilidad, de un cineasta aún con cosas que decir.

Calificación: 3

 

HÔTEL DU NORD (1938, Marcel Carné)

HÔTEL DU NORD (1938, Marcel Carné)

Es preciso definirme; no soy un incondicional de la obra del francés Marcel Carné. Con ello no voy a caer en la estupidez de suscribir aquella diatriba con la que en su momento fue etiquetado por los críticos de Cahiers du Cinema –junto a tantos otros cineastas, varios de ellos de considerable calado-. Sin embargo, a tenor de lo que he podido atisbar de su trayectoria, no veo en ella la personalidad de un primerísimo cineasta, aunque sí se encuentre una profesionalidad incuestionable, al margen de saber aprovechar en su cine los elementos de producción que rodearon la parte más célebre de la misma –aquella que se centra en la segunda mitad de los años treinta-. En aquel marco brindó algunos títulos que pueden ser situados entre los exponentes más significativos de dicho contexto. La presencia de un determinado ámbito de producción y ambientación, la prestación de Jacques Prévert en sus guiones, o la frecuencia de un grupo de reconocidos intérpretes, no solo posibilitaron exponentes que han alcanzado una notable estatura en la mítica cinematográfica –quizá de ellos el más valioso sea LES ENFANTS DU PARADIS (Los niños del paraíso), culminada sin embargo años más tarde (1945)-, aunque ello haya generado la conciencia de situar a Carné en una altura que, bajo mi punto de vista, no le corresponde –es curioso que dentro de ese mismo periodo en la cinematografía francesa no se haya reconocido la filmografía de Sacha Guitry, por poner un ejemplo ligado a aquella circunstancia y, en mi opinión, uno de los grandes del cine galo-.

Es significativo que el hecho de situar lo más reconocido de la obra de Carné, dentro de los confines del denominado ‘realismo poético’ francés, de alguna manera ha servido para redescubrir su obra, de la que HÔTEL DU NORD (1938) supone uno de sus ejemplos paradigmáticos, al tiempo que en sí mismo ofrece la singularidad de ser el único de los títulos de aquel periodo, que no contó con la base dramática del mencionado Prèvert. Un reconocido referente que en esta ocasión fue –por así decirlo- sustituido por Jacques Aurenceh y Henri Jeanson, basándose en la novela del mismo título de Eugène Dabit. Es probable que la ausencia de Prèvert pudiera resentirse en el resultado, aunque en modo alguno limita el alcance de una propuesta que entronca con la imagen más habitual de la obra del director, al tiempo que suponga un exponente bastante familiar de este tipo de cine. Es decir, nos encontramos ante una propuesta coral, en la que un contexto más o menos costumbrista y ligado a sentimientos amorosos, describe ese aspecto sombrío que vaticina las turbulencias de una sociedad como la francesa dispuesta, como el resto de países europeos, a vivir la traumática II Guerra Mundial. Dichas características se vehicularán mediante una ambientación en la que la credibilidad, quedará contrapuesta con cierto contexto irreal y pesadillesco, posibilitando una expresión dramatizada de sentimientos. La película se inicia y culmina con una planificación similar. En su plano de apertura –tras unos títulos de crédito que se insertan sobre planos con fondo de mar, insinuando a modo de metáfora la presencia de sentimientos turbulentos-, una grúa describirá el devenir de una pareja con andar sombrío, dirigiéndose al hotel que centralizará la acción, situado a orillas del canal del Sena en París. Ellos son Pierre (Jean-Pierre Aumont) y Renée (Annabella), dos jóvenes amantes que no vaticinan ningún futuro en su relación y están dispuestos a poner fin a sus vidas. En la conclusión se reiterará dicho movimiento, pero en sentido opuesto. Los dos jóvenes se marchan, con la seguridad de haber encontrado una nueva oportunidad en la vivencia de sus sentimientos.

Se puede decir que el film de Carné queda descrito como la plasmación de una parada, de un estacionamiento. Un punto de encuentro que se manifiesta inserto en ese universo coral, donde transcurre el devenir de tantas personas que en su seno conviven, como si se dispusiera en sus dependencias un microcosmos. En él se puede encontrar una amplia tipología de seres, entre los que –además de la muchacha que contemplamos al inicio; su amante será ingresado en prisión acusado de haber intentado asesinarla-, las imágenes se centrarán en la desapacible pareja que forman la ya madura Raymonde (Arletty), prostituta que vive junto al extraño e hierático Edmond (Louis Jouvet), un hombre sin trabajo que desea introducirse en el mundo de la fotografía. La base dramática de la película centrará el punto de incardinación de ambas parejas, a partir de la consumación del intento de suicidio que pondrán en práctica de manera fallida los dos jóvenes amantes, siendo Edmond testigo de la autoría del disparo de Pierre sobre su amada, y protegiéndolo de manera incomprensible al permitirle huir, aunque poco después este se entregue a la policía, mientras la joven logrará ser recuperada de las heridas. En realidad, la esencia de HÔTEL DU NORD tiene su oculto punto de inflexión, en la secreta fascinación que en el personaje encarnado por Jouvet con su habitual hieratismo, provoca la figura de la bella Renée, contemplada dentro de un contexto que hará aflorar en este el recuerdo de su antigua personalidad. En realidad, este era Paulo, un antiguo delincuente delator que modificó los rasgos de su pasado, a la hora de sobrevivir, y al cual la vivencia del intento de suicidio presenciado, le ha llevado a un reencuentro consigo mismo. No se producirá dicha revelación hasta la llegada de una secuencia magnífica –el encuentro de este en la nocturnidad del banco de un parque, con la muchacha que ha turbado su poco grata cotidianeidad-, descrita con un plano largo encuadrando el rostro iluminado de la joven, mientras Edmond se encuentra en una penumbra rota con el encendido de un cigarro.

Bajo mi punto de vista, la película de Carné cobrará en este último tercio la auténtica égida de su intensidad. Hasta entonces, sus imágenes se mostrarán oscilantes entre la efectividad que describe esa atractiva ambientación, en la intensidad de un contexto existencial que casi se puede percibir físicamente, mediante la fotografía en blanco y negro de Louis Née y Armand Thirard, y el diseño de producción del mítico Alexander Trauner, oponiéndose al cierto pintoresquismo de la galería coral que describe el contexto en donde se centra su acción. En uno u otro caso, se trata de un ámbito bastante habitual dentro de la valiosa corriente del cine francés donde se inserta, en cuya cima no creo que se encuentre el título que comentamos, aunque ello no nos impida contemplar en ella suficientes elementos de interés, que en esa parte final ofrecen la medida de lo que su conjunto podría haber alcanzado. La fuerza que adquiere ese episodio en el que el desconcertante Edmond y la joven desorientada coinciden, se reencuentran y confiesan –con enorme intensidad y un alcance existencial casi perceptible, además de mostrar una hermosa modulación en la interpretación de Jouvet-, iniciará una sucesión de instantes magníficos, como la conversación que ambos sostienen cuando van a viajar en barco hasta la lejana Port Said, intuyendo en ellos una ligazón sentimental que para él siempre ha supuesto un anhelo interior, mientras que en la joven no será más que un intento de olvidar el sincero amor que siente por Pierre, preso en la cárcel y que le ha rogado que se separe de él. En esa secuencia –como en tantos otros momentos del film- el reflejo del agua sobre los rostros y los fondos de la secuencias, ejercerán como sutil metáfora de esa desestabilización que intentarán encontrar ambos, aunque en realidad solo lo consiga Renée, en una decisión que marcará el destino último de ese hombre, decidido a poner fin a su trayectoria vital, precisamente de manos de quien durante este tiempo lo ha estado buscando, y merced a la traición que le brindará la resentida Raymonde –de destacar es la sordidez con la que se muestra su relación con Nazarède, uno de los gangsters que buscaban a su antiguo amante-. Dicha trágica conclusión se expresará en una magnífica elipsis, integrada dentro del disfrute de la fiesta del 4 de julio, dentro de un baile que emergerá como sublimación de una tragicomedia que dentro de la desigualdad de sus logros, cabría destacar también en la fuerza que adquieren algunos de sus diálogos –“Gracias por haberme dado tres días de tu vida”, le dirá Raymond a Renée antes de despedirse para siempre de ella-, o la alusión que en una de sus secuencias iniciales se ofrece a la incidencia de la guerra civil española, en el contexto de la turbulenta sociedad francesa de aquel tiempo.

Calificación: 2’5

LES TRICHEURS (1958, Marcel Carné) [Los tramposos]

LES TRICHEURS (1958, Marcel Carné) [Los tramposos]

Puede que el tiempo me quite la razón, pero a tenor de lo hasta contemplado de su filmografía –que incluye varios de sus exponentes más célebres-, no me puedo considerar un fervoroso del cine de Marcel Carné. Matizando dicho enunciado, y reconociendo de antemano la brillantez –más no excelencia- de LES ENFANTS DU PARADÍS (1945) –probablemente su mayor título de gloria-, en su obra se atisba un nivel de medianía y efectividad, que quizá encuentre su cualidad más destacada en una capacidad para la creación de atmósferas, heredada de ese naturalismo francés del cual procede la parte más reconocida de su obra. Dicho esto, y tal y como sucedió en su momento con muchos otros cineastas de su tiempo –aglunos de ellos de superior entidad que el el propio Carné-, su caída en desgracia, fagocitada por los cachorros de Cahiers du Cinema, no supone más que una de las más ostentosas páginas negras del devenir del cine galo, condenando al ostracismo andaduras profesionales cuestionadas de forma indigna –y máxime cuando alguno de los artífices más virulentos de dicha corriente, como Truffaut, acabara en senderos mucho peores décadas después –LE DERNIER MÉTRO (El último metro, 1980)-. Hecha esta aseveración, en líneas generales he constatado en el cine de Carné una alternancia de efectividad y ciertas limitaciones, que me impiden encontrar en él más que a un honesto representante del –por decirlo así- “artesanado francés”, capaz en sus mejores momentos de trascender la fuerza de su cine, y en otros de incurrir en excesos retóricos y enfáticos hoy día caducos.

Es por ello, que al contemplar LES TRICHEURS (1958) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, y solo percibida por su lanzamiento digital con la traducción literal de LOS TRAMPOSOS-, viene de nuevo a mi mente esa eterna contradicción que guió su cine, en esta ocasión trasladando la base argumental de su enunciado al tiempo del rodaje. Y es que en realidad en esta casi desconocida producción francesa –es probable que la irrupción de la nouvelle vague supusiera un hachazo para su posible repercusión- se dan cita, trasladados a otro ámbito, las mismas cualidades y puntos débiles que acompañaron su andadura como cineasta. Es por ello, que aunque tras su visionado me resulte un film apreciable y en algunos momentos su interés resulte considerable, en otros se resienta de cierta superficialidad, como si la mirada que el cineasta proyecte sobre esa juventud francesa de finales de los años cincuenta, alterne sinceridad y superficialidad a partes iguales. Será algo que se detecta ya en los propios títulos de crédito, donde un par de jóvenes escuchan canciones de la época delante de un gramófono en un pub con actitud alienada y pasiva. La excesiva duración y el estatismo de la situación, puede predisponer a asistir a un producto caduco. Sin embargo, muy pronto la cámara se detendrá en el rostro atormentado del joven Bob Letellier (Jacques Charrier). Es el hijo de una buena familia, que cursa sus estudios mientras practica el desapego con esta, y que contempla con nostalgia la escena del acercamiento amoroso de una pareja de jóvenes que se han sentado muy cerca de él. Será el inicio de su evocación –un largo flash-back que se extenderá a la práctica totalidad del film-, remontandose a pocos meses atrás, cuando este se integrara casi de forma casual, a la andadura de un grupo de jóvenes de actitudes más libres e incluso existenciales que las representadas en su persona. Será el atrevido Alain (Laurent Terzieff), bragado en un modo de vida basado en la improvisación y el aprovechamiento de la generosidad de los demás, quien de alguna manera de acerque a él y se brinde en la práctica como cicerone, a un mundo en el que como toda perspectiva de futuro se vislumbra vivir fiestas, el disfrute de las noches, y la práctica de un determinado amor libre, que en la práctica se pondrá en contradicción con los auténticos sentimientos de los dos protagonistas masculinos, cuando entre ellos surja Clo (Andréa Parisy), una muchacha caracterizada por el desapego con su madre y hermano, decidida a vivir una vida independiente, y que en poco tiempo se verá ligada tanto al sensible Bob como al más alocado –y quizá también más atrayente- Alain.

A partir de dicha premisa, LES TRICHEURS se establece como el planteamiento de una imposible relación a tres bandas, en la que la frontera de la amistad se verá traicionada en el doble juego establecido por una Clo, que en realidad sí que ama a Bob, pero que quizá no posee la suficiente madurez para iniciar una relación que en realidad contradiga la esencia de su propia personalidad. El film de Carné –narrado con innegable eficacia, aunque escasas soluciones de puesta en escena perdurables-, oscila casi de un plano a otro de la sinceridad a la superficialidad más absoluta. Si en esencia su planteamiento no supone en realidad ninguna novedad pero es conducido con efectividad, no es menos cierto que hoy día resulta caduco el look que portan casi todos sus personajes –una excepción a este respecto, el detalle de la cazadora que se comprará Alain a raíz de la turbia operación económica que finalmente tendrá que acometer, contra su voluntad, Bob, y a través de la cual sufrirá el desengaño de encontrar a Clo en la cama con este-, o el abuso de canciones y recreaciones de fiestas de la época. Sin embargo, la película articula, a años vista, detalles de interés suplementario, como contemplar a un joven Belmondo –anunciado como J. P. Belmondo en los títulos de crédito-, muy poco después auténtico icono de la nueva ola francesa, o alusiones directas a la iconografía que el cine legara en torno a sus mitos juveniles. A ese respecto, resulta reveladora la secuencia que se desarrolla delante de un cine, donde se programa una sesión doble con un film protagonizado por Rodolfo Valentino –que los espectadores recibirán con sonoras carcajadas- y otro protagonizado por el reciente James Dean, de quien uno de los jóvenes señalará de manera profética si muchos años después sería recordado.

LES TRICHEURS –en el que cabe destacar una notable dirección de sus jóvenes intérpretes- alcanza su máxima efectividad en su tramo final, a partir del desarrollo de una fiesta en la que se percibirá una casi insoportable tensión psicológica entre Bob, Clo y Alain, participando ambos en ese denominado “juego de la verdad”, en el que realmente solo se expondrán reproches y mentiras por parte de ambos, quedando a las claras el talante autodestructivo del tercero de ellos, huyendo Clo ya al límite de su aguante –no sin antes dejar de provocar al resentido Bob-, en una huída en coche que se prolongará por un casi interminable sendero nocturno poblado por árboles, al que le seguirá ese joven que en realidad si que la ama, pero que no podrá ya –por el propio orgullo de ambos- evitar la consumación de una tragedia, que en un momento determinado parece se encuentra a punto de remontar.

Así pues, ante una conclusión tan pesimista, uno se queda en el film de Carné con un momento casi imperceptible; aquel en el que Clo, llena de amor hacia Bob, comenta de forma espontánea su felicidad por el mero hecho de existir.

Calificación: 2’5

LES PORTES DE LA NUIT (1946, Marcel Carné) [Las puertas de la noche]

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Con una larguísima, casi obsesiva panorámica aérea por el conjunto del París de postguerra, una voz en off nos señala que ahora se está viviendo el primer invierno tras el glorioso verano en el que se logró desocupar a Francia de la presencia nazi. Así se inicia para el espectador el alcance descriptivo de esta LES PORTES DE LA NUIT (1946, Marcel Carné) –jamás estrenada en España en su momento y recogidas en pases televisivos y su reciente edición en DVD bajo la traducción literal de LAS PUERTAS DE LA NOCHE-. En sus primeros pasajes ya observamos la intención de Carné y. sobre todo, de Jacques Prevert, de ofrecer una historia coral en la que de forma evidente se simbolicen diferentes enfoques y tendencias de cara a esta liberación, siempre a partir del comportamiento de los ciudadanos en los meses en los que la ocupación fue palpable. De este modo contemplamos un ya anciano estraperlista –Sénéchal (estupendo Saturnin Fabre)- que vende madera a pobres compradores y además es el propietario del viejo edificio del que emergen la mayor parte de personajes del film. Se trata de un viejo usurero que no ha dudado en actuar colaboracionista con los nazis y que se escuda en la aparente heroicidad de su hijo Guy (Serge Reggiani), en realidad un joven amoral que ha llegado a delatar a compañeros de la resistencia.

Es amplia la gama de personajes que se ofrecen en su carácter descriptivo, destacando entre ellos al joven pero curtido Jean Diego (Yves Montand, dejando ver ya su innegable personalidad), que ha acudido inicialmente a los bajos fondos para anunciar a una mujer el asesinato de su esposo por parte de los ocupantes –que poco después comprueba está vivo-. En cualquier caso y más allá del ya señalado carácter descriptivo, Marcel Carné apuesta en hiLES PORTES DE LA NUIT por un realismo estilizado en el que no falta el componente fantastique de ese indigente que se autoproclama “el destino” y, en efecto, su palabra parece cumplirse al pie de la letra –vaticina la cercana muerte de una pitonisa a la propia protagonista-.

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En esa nueva y ya tardía muestra de “realismo poético” se nota al mismo tiempo el aroma de la proximidad de la historia narrada y un cierto desgaste de unas fórmulas estéticas que provienen de una década atrás. Es evidente que ese contraste proporciona algunos de los instantes más intensos de la película, centrados en la repentina historia de amor entre Diego y la joven y hermosa Malou (Natalie Nattier). Entre ellos no se pueden dejar de destacar el maravilloso momento en el que el mendigo descorre una cortina del mísero café, mostrando a Diego a Malou al tiempo que le ha anunciado que conocería a una mujer bellísima. Poco después y cuando ambos se encuentran en el almacén propiedad de Sénéchal, la cámara describe un largo travelling lateral por en medio de las viejas esculturas y elementos artísticos de madera que se conservan en el mismo. Lo cierto es que la relación entre Diego y la joven insatisfecha en su matrimonio es la que más vigencia mantiene en esta película, en la que otros de sus personajes están más descuidados, resultan simplemente episódicos o, lo que es peor, resultan de una desmedida carga retórica –es el caso del ya señalado mendigo de carácter sobrenatural-.

Creo que el paso del tiempo ha hecho envejecer notablemente la carga excesivamente literaria de la película, a la que el guión de Jacques Prévert contribuye notablemente, pero en la cual la eficaz, en ocasiones inspirada, pero al mismo tiempo limitada narrativa de Marcel Carné no puede eliminar de ese rasgo. Es sin embargo en ocasiones cuando el talento del ya veterano realizador da muestras aspectos de gran cine. Además de los ya citados mencionaría el instante en el que el mendigo anuncia a Guy que morirá como un miserable. La cámara pasa a primer plano del actor y luego funde con un plano del ferrocarril que rodea el barrio parisino. Todos intuiremos las circunstancias de su cercana muerte.

Es imposible en este comentario dejar de destacar la magnífica prestación como decorador del gran Alexander Trauner –su estilo está vigente en cada plano de la película- y la contrastadísima iluminación en blanco y negro de Philippe Agostini. Son quizá los mejores aliados con que cuenta Marcel Carné para filmar esos exteriores nocturnos brumosos, con calles mojadas y calles angostas y llenas de fuerza expresiva. No puede decirse lo mismo de la labor del conjunto de actores, desigual en líneas generales y que no logran deshacerse de la –valga la reiteración- carga retórica de sus diálogos, algo por otra parte era característico del cine francés de posguerra pero que en otros ejemplos tuvo unos mejores resultados –y el propio director tuvo un ejemplo más logrado de ese estilo con su film previo; LES ENFANTS DU PARADÍS (1945)-

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Con sinceridad, pienso que en LES PORTES DE LA NUIT nos encontramos con una serie de elementos que, trasplantados al cine negro norteamericano y pulidos de su formulación literaturizante, hubieran confluido en resultados de mucha mayor entidad cinematográfica. En cualquier caso se trata de un título interesante, aunque quizá excesivamente mitificado por el famoso chauvinismo francés.

Calificación: 2’5

LES ENFANTS DU PARADIS (1945, Marcel Carné) [Los niños del paraíso]

LES ENFANTS DU PARADIS (1945, Marcel Carné) [Los niños del paraíso]

En ocasiones resulta un poco difícil comentar películas a las que el tiempo ha calificado como “clásicos intocables”, y máxime hacerlo cuando no se domina en exceso la cinematografía y el entorno en que la misma está enclavada. Ese es para mi el caso de de LES ENFANTS DU PARADIS –jamás estrenada comercialmente en España y que acaba de editarse en DVD-, y que en 1945 supuso el mayor esfuerzo de producción de la cinematografía francesa hasta aquel entonces, bajo la batuta de Marcel Carné, quien años atrás había sido uno de los pilares del llamado “realismo poético” galo.

La película es evidente que supone un espléndido ejemplo de “gran producción”, destacando en ella tanto la riqueza de su vestuario, excelente ambientación y poderosos decorados interiores y –fundamentalmente- exteriores, responsabilidad de un Alexander Trauner entonces en plena clandestinidad. Todo ello para lograr la perfecta reconstrucción del parís de un siglo atrás –en concreto 1840-, y a mi juicio apostando una vez más por la fórmula del film d’art aunque afortunadamente dotándolo de vivacidad y entidad propia. Es evidente que nos encontramos ante una obra de equipo, en el que destaca la presencia como guionista de Jacques Prévert, matizando situaciones tragicómicas y ofreciendo diálogos de gran belleza.

LES ENFANTS DU PARADIS es -en el fondo-, la demostración de la metáfora de la puesta en escena de la vida. En numerosas ocasiones las bajadas de un hipotético telón subrayan esa condición de drama o de tragedia que tiene la existencia, fundamentalmente por el amor no correspondido. La influencia de cada rasgo de carácter tendrá una determinante respuesta en el futuro, mientras que la presencia directa del mundo teatral y el de los volatineros y mimos se muestra como en una amigable competencia.

La película se divide en dos partes de unos 90 minutos de duración cada una de ellas. La primera de ellas como es lógico, adquiere un carácter más descriptivo de sus principales personajes, cuyos destinos irán entrecruzándose constantemente. Es el caso de Frëdérick Lemaître (Pierre Brasseur, a mi juicio el mejor intérprete del reparto), un joven impetuoso y galante que desde el principio deja claro que su deseo es llegar a ser una primera figura de la interpretación. Pronto conoceremos al que será su amigo e incluso rival amoroso; Baptiste Debureau (Jean-Lois Barrault), un joven sensible que se caracteriza por su dotación en el arte de la pantomima. Ante ellos se situará Garante (estupenda Arletty), una extraña mujer que se integra junto a ellos actuando en el teatro de volatineros, habiendo conocido previamente al controvertido Lacenaire (Marcel Herrand), un ladrón –y ocasional asesino- de refinadas maneras y notable bagaje cultural, que en el fondo desea ser autor teatral. Una vez tejidos los mimbres de sus principales personajes, la película destaca por su excelente descripción de ambientes; el teatral, el de los mercados callejeros o el de la noche en lugares poco recomendables. Es evidente que la película cobra una especial vida y complementariedad en sus diferentes escenarios, en los cuales se va ofreciendo la evolución en las trayectorias de todos ellos.

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La segunda mitad del film se titula “Los hombres blancos”, en abierta consonancia a reflejar de forma más amplia el azaroso encuentro de todos ellos años después, dentro de una duración algo más breve que la anterior. Nos encontramos con que Frédérick está a punto de lograr su triunfo como intérprete, Baptiste ya se ha consagrado como mimo. Se ha casado con Natalie (Maria Casares) y tiene un hijo, aunque sigue recordando a su amada Garante, que ha retornado a París tras unirse a un tan bondadoso como celoso aristócrata, el Conde de Montray (Louis Salon). Al mismo tiempo Lacenaire está al corriente de la difícil situación que rodea a Garante, que en el fondo sigue amando secretamente a Baptiste y va a contemplarlo en secreto en sus actuaciones.

El amor vuelve entre ellos cuando prácticamente es imposible que haya una segunda oportunidad, y pese a que Frédérick y Lacenaire –cada uno desde sus habituales personalidades-, quieran ayudar en ese deseo y luchando con los deseos del Conde de acabar con ese brote de sentimiento. Finalmente, la pasión amorosa no podrá volver a tener lugar entre ambos. Aquella fue una oportunidad que Garante y Baptiste perdieron por las circunstancias del destino. Una vez más, la representación de los sentimientos finaliza como una tragedia, tras la “actuación” de sus personajes. En todo momento, LES ENFANTS DU PARADIS entremezcla la realizad del pasado con la ficción que ellos mismos representan.

Como antes señalaba, la película goza de un enorme prestigio –sobre todo en Francia, maestros en el arte del chauvinismo-, pero que se extiende al conjunto de la crítica cinematográfica. Sin embargo y aún reconociendo sus indudables cualidades, no puedo por menos que señalar que aún pareciéndome un título interesante –y en algunos momentos brillantísimo-, en modo alguno me puedo unir hacia la consideración de logro absoluto. Creo que su acierto como superproducción y la riqueza de sus aspectos en la dirección artística han permitido confundir el trigo con la paja. Por citar un ejemplo de título que adquiere ambientación francesa, no puedo dejar de comparar la enorme fuerza narrativa que tenía una de las mejores producciones de la Metro de finales de los años 30, y que en esta ocasión echo de menos. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la adaptación de la obra de Dickens HISTORIA DE DOS CIUDADES (A Tale of Two Cities, 1939. Jack Conway), que ni de lejos tiene el carácter de clásico que sí posee la propuesta de Carné.

Antes señalaba el hecho de ser una obra de equipo, algo en si nada cuestionable. Lo que sí me atrevo a resaltar es el notable desequilibrio que detecto en la estructura del film. Se quiera o no se quiera, Marcel Carné no era un realizador dotado de una especial personalidad –sus aciertos cinematográficos siempre van a acompañados de la presencia de otros valores destacados-. Es por ello que en determinados momentos me de la impresión de que LES ENFANTS DU PARADIS no logra los resultados que se pretenden. A ello añado un detalle que para muchos supondrá uno de sus mayores alicientes, pero personalmente considero uno de sus principales lastres. Este no es otro que el insufrible amaneramiento que Jean-Louis Barrault (un monstruo sagrado de la escena francesa), ofrece en su encarnación de Baptiste. Se cuenta que Barrault fue uno de los artífices del proyecto cuando este estaba en estado embrionario. Y no me extraña, su personaje no solo existe como tal, sino que se le sirve con bastante minutos de actuación que no aportan nada al film –salvo quizá demostrar su “grandeza” como maestro de la pantomima-.

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Por el contrario Pierre Brasseur compone un personaje dotado de una enorme sutileza, al que su aparentemente festivo carácter en el fondo esconde un sentido de la amistad y la comprensión de los que han sido sus amigos. Es precisamente en su desarrollo donde se logra la que a mi juicio es la mejor secuencia del film. Aquella en la que Frédérick sabotea el estreno teatral que le han brindado tres siniestros autores, convirtiendo un drama de dudoso gusto en una divertidísima comedia que el público ríe y celebra en todo momento. La escena se muestra con una excelente planificación e iluminación –casi me atrevería a decir que tiene un cierto aire renoiriano-, y es sucedida por el contraste de un neblinoso amanecer en el campo, en la que los ofendidos autores se baten en duelo con el despreocupado actor, que ha logrado al fin triunfar. El resultado es mostrado además de forma elíptica, añadiendo con ello un detalle de ingenio

Pese a todos los valores de la película, uno hecha de menos la enorme habilidad e incluso el carácter renovador que el gran Sacha Guitry introdujo en sus producciones sobre las relaciones sobre el cine, el teatro y la propia historia, o el sentido trágico que un Max Ophuls podría brindar ante una secuencia de conclusión como la de esta película, acertada en su multitudinario sentido de ambientación y escenografía, pero que me dejó totalmente frío en su ausencia de verdadero dramatismo. Es evidente que se trata de un detalle más que me hace reiterar en mi impresión general de su resultado; una excelente superproducción pero un film no tan admirable –aun lleno de notable interés- como no pocos se empeñan en afirmar, máxime en una cinematografía como la francesa que en aquellos años se encaminaba a un periodo de especial fertilidad en sus cualidades.

Calificación: 3