LES TRICHEURS (1958, Marcel Carné) [Los tramposos]
Puede que el tiempo me quite la razón, pero a tenor de lo hasta contemplado de su filmografía –que incluye varios de sus exponentes más célebres-, no me puedo considerar un fervoroso del cine de Marcel Carné. Matizando dicho enunciado, y reconociendo de antemano la brillantez –más no excelencia- de LES ENFANTS DU PARADÍS (1945) –probablemente su mayor título de gloria-, en su obra se atisba un nivel de medianía y efectividad, que quizá encuentre su cualidad más destacada en una capacidad para la creación de atmósferas, heredada de ese naturalismo francés del cual procede la parte más reconocida de su obra. Dicho esto, y tal y como sucedió en su momento con muchos otros cineastas de su tiempo –aglunos de ellos de superior entidad que el el propio Carné-, su caída en desgracia, fagocitada por los cachorros de Cahiers du Cinema, no supone más que una de las más ostentosas páginas negras del devenir del cine galo, condenando al ostracismo andaduras profesionales cuestionadas de forma indigna –y máxime cuando alguno de los artífices más virulentos de dicha corriente, como Truffaut, acabara en senderos mucho peores décadas después –LE DERNIER MÉTRO (El último metro, 1980)-. Hecha esta aseveración, en líneas generales he constatado en el cine de Carné una alternancia de efectividad y ciertas limitaciones, que me impiden encontrar en él más que a un honesto representante del –por decirlo así- “artesanado francés”, capaz en sus mejores momentos de trascender la fuerza de su cine, y en otros de incurrir en excesos retóricos y enfáticos hoy día caducos.
Es por ello, que al contemplar LES TRICHEURS (1958) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, y solo percibida por su lanzamiento digital con la traducción literal de LOS TRAMPOSOS-, viene de nuevo a mi mente esa eterna contradicción que guió su cine, en esta ocasión trasladando la base argumental de su enunciado al tiempo del rodaje. Y es que en realidad en esta casi desconocida producción francesa –es probable que la irrupción de la nouvelle vague supusiera un hachazo para su posible repercusión- se dan cita, trasladados a otro ámbito, las mismas cualidades y puntos débiles que acompañaron su andadura como cineasta. Es por ello, que aunque tras su visionado me resulte un film apreciable y en algunos momentos su interés resulte considerable, en otros se resienta de cierta superficialidad, como si la mirada que el cineasta proyecte sobre esa juventud francesa de finales de los años cincuenta, alterne sinceridad y superficialidad a partes iguales. Será algo que se detecta ya en los propios títulos de crédito, donde un par de jóvenes escuchan canciones de la época delante de un gramófono en un pub con actitud alienada y pasiva. La excesiva duración y el estatismo de la situación, puede predisponer a asistir a un producto caduco. Sin embargo, muy pronto la cámara se detendrá en el rostro atormentado del joven Bob Letellier (Jacques Charrier). Es el hijo de una buena familia, que cursa sus estudios mientras practica el desapego con esta, y que contempla con nostalgia la escena del acercamiento amoroso de una pareja de jóvenes que se han sentado muy cerca de él. Será el inicio de su evocación –un largo flash-back que se extenderá a la práctica totalidad del film-, remontandose a pocos meses atrás, cuando este se integrara casi de forma casual, a la andadura de un grupo de jóvenes de actitudes más libres e incluso existenciales que las representadas en su persona. Será el atrevido Alain (Laurent Terzieff), bragado en un modo de vida basado en la improvisación y el aprovechamiento de la generosidad de los demás, quien de alguna manera de acerque a él y se brinde en la práctica como cicerone, a un mundo en el que como toda perspectiva de futuro se vislumbra vivir fiestas, el disfrute de las noches, y la práctica de un determinado amor libre, que en la práctica se pondrá en contradicción con los auténticos sentimientos de los dos protagonistas masculinos, cuando entre ellos surja Clo (Andréa Parisy), una muchacha caracterizada por el desapego con su madre y hermano, decidida a vivir una vida independiente, y que en poco tiempo se verá ligada tanto al sensible Bob como al más alocado –y quizá también más atrayente- Alain.
A partir de dicha premisa, LES TRICHEURS se establece como el planteamiento de una imposible relación a tres bandas, en la que la frontera de la amistad se verá traicionada en el doble juego establecido por una Clo, que en realidad sí que ama a Bob, pero que quizá no posee la suficiente madurez para iniciar una relación que en realidad contradiga la esencia de su propia personalidad. El film de Carné –narrado con innegable eficacia, aunque escasas soluciones de puesta en escena perdurables-, oscila casi de un plano a otro de la sinceridad a la superficialidad más absoluta. Si en esencia su planteamiento no supone en realidad ninguna novedad pero es conducido con efectividad, no es menos cierto que hoy día resulta caduco el look que portan casi todos sus personajes –una excepción a este respecto, el detalle de la cazadora que se comprará Alain a raíz de la turbia operación económica que finalmente tendrá que acometer, contra su voluntad, Bob, y a través de la cual sufrirá el desengaño de encontrar a Clo en la cama con este-, o el abuso de canciones y recreaciones de fiestas de la época. Sin embargo, la película articula, a años vista, detalles de interés suplementario, como contemplar a un joven Belmondo –anunciado como J. P. Belmondo en los títulos de crédito-, muy poco después auténtico icono de la nueva ola francesa, o alusiones directas a la iconografía que el cine legara en torno a sus mitos juveniles. A ese respecto, resulta reveladora la secuencia que se desarrolla delante de un cine, donde se programa una sesión doble con un film protagonizado por Rodolfo Valentino –que los espectadores recibirán con sonoras carcajadas- y otro protagonizado por el reciente James Dean, de quien uno de los jóvenes señalará de manera profética si muchos años después sería recordado.
LES TRICHEURS –en el que cabe destacar una notable dirección de sus jóvenes intérpretes- alcanza su máxima efectividad en su tramo final, a partir del desarrollo de una fiesta en la que se percibirá una casi insoportable tensión psicológica entre Bob, Clo y Alain, participando ambos en ese denominado “juego de la verdad”, en el que realmente solo se expondrán reproches y mentiras por parte de ambos, quedando a las claras el talante autodestructivo del tercero de ellos, huyendo Clo ya al límite de su aguante –no sin antes dejar de provocar al resentido Bob-, en una huída en coche que se prolongará por un casi interminable sendero nocturno poblado por árboles, al que le seguirá ese joven que en realidad si que la ama, pero que no podrá ya –por el propio orgullo de ambos- evitar la consumación de una tragedia, que en un momento determinado parece se encuentra a punto de remontar.
Así pues, ante una conclusión tan pesimista, uno se queda en el film de Carné con un momento casi imperceptible; aquel en el que Clo, llena de amor hacia Bob, comenta de forma espontánea su felicidad por el mero hecho de existir.
Calificación: 2’5
3 comentarios
Elena -
Lemiña Cortés -
cARLOS ROSSI -