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CINEMA DE PERRA GORDA

Mauro Bolognini

GIOVANI MARITI (1958, Mauro Bolognini) Jóvenes maridos

GIOVANI MARITI (1958, Mauro Bolognini) Jóvenes maridos

No es la primera ocasión en la que he intentado destacar la obra de Mauro Bolognini descrita entre bien poco después del inicio de su filmografía, y en concreto entre mediada la década de los cincuenta y poco antes de llegar al punto intermedio de la siguiente. Caracterizado por lo general de manera injusta de poner en práctica un cine caligráfico, lo cierto es que en el conjunto de su producción que se inserta dentro de dicho ámbito temporal -que cifro en 13 largometrajes- se ofrece una aportación de notable interés dentro del febril y magnífico cine italiano de aquel tiempo, que vivió como el conjunto de las cinematografías mundiales uno de los mejores momentos de la historia. En medio de aquel contexto hay que reconocer que el aporte de Bolognini no se encuentra demasiado alejado del nivel medio de elevado interés que definió dicha producción. De aquellos títulos, hasta el momento son nueve los que he podido contemplar, y de ellos sigo destacando la excelente LA VIACCIA (La calle del vicio, 1961) como la cima de su filmografía. Considero llegados a este punto, que GIOVANI MARITI (Jóvenes maridos, 1958) como una muestra revestida de interés, y avanzando en un sendero que muestra una equilibrada mixtura de ascendencia melodramática, mirada crítica en torno a los conflictos de clase de esa nueva Italia forjada tras el final de la II Guerra Mundial, y a la presencia de una nueva juventud desencantada, diletante y nihilista. Será todo ello la base sobre la que girará el ámbito de la mejor obra de Bolognini, que tendrá en esta película un ejemplo notable, aunque en buena medida -y no es algo que sirva para menospreciarla- asuma como inspiración el referente de I VITELLONI (Los inútiles, 1953) de Federico Fellini.

La película se inicia con el relato en off de Antonio (Franco Interlenghi) al describir una noche más, de ese grupo de cinco amigos de los que forma parte, en la localidad toscana de Lucca. Se trata de un grupo de dilettanti en los que se nos ausentarán sus orígenes, aunque por su aspecto exterior intuimos que proceden de clases sociales consolidadas y con ascendencia burguesa en esa Italia del progreso. En realidad, las intenciones de Bolognini y su grupo de guionistas -entre los que de nuevo se encontrará un experto analista de la juventud del momento como Pasolini- se centra en ofrecer un conjunto de caracteres contrapuesto, e intentando en ellos brindar una mirada general de la juventud analizada. Así pues, junto a Antonio se encuentra el atractivo y seductor Ettore (Antonio Cifariello), el inquieto y algo atormentado Marcello (Gérard Blain), el sensible Giulio (Raf Mattioli) y el acomodaticio Ennio (Franco Marchetti). Los contemplaremos a ambos deambulando en lo noche de aquella vieja ciudad, como si con sus imágenes violentaran la entraña de un entorno que parece emerger anclado a su pasado. En realidad, estos muchachos se han reunido para festejar la inmediata boda de uno de ellos, Franco, quien lo hará con la deseada Donatella (Rosy Mazzacurati). Pronto el resto de compañeros contemplará como este ha mutado en su personalidad tras la luna de miel, e incluso mostrará su desapego hacia sus amigos, no dudando en asumir un puesto de trabajo que inicialmente iba a recaer en Marcello, dada la influencia marcada por el padre de Donatella, puesto que el nuevo matrimonio necesita una estabilidad económica. Por su parte, Ettore hará caso omiso de la extrema fascinación que provoca en Laura (Isabella Corey) y se verá ligado a la joven, bella y acaudalada princesa Mara (Sylvia Koscina), en lo que junto a su insobornable capacidad de seducción, se une la acaudalada y al mismo tiempo mundana condición de la muchacha. Al mismo tiempo, dentro de esta sucesión de relaciones, la ya citada Laura será el inabordable objeto de un profundo y oculto amor por parte de Giulio, quien para ella no será considerado más que un fiel amigo y compañero de estudios. Al mismo tiempo, la joven Lucia (Antonella Lualdi) se acercará a Marcello, aunque Antonio también quiera ligarse a ella. Ettore y Mara se casarán en una opulenta ceremonia, pero ello no supondrá más que otra parada en ese crisol de sentimientos encontrados que representará la película.

En realidad, GUIVANI MARITI nos transmite ese extraño dolor mezclado en resistencia, por parte de un mundo adolescente que se resiste a asumir la mayoría de edad. Esa lucha innata en todo ser humano por no abandonar esos años en los que la diversión, la exploración de cualquier curiosidad y la ausencia de las cargas de la vida, se adueñan de lo que solemos considerar los mejores años de nuestra existencia. El film de Bolognini acierta a plasmarlo dentro de ese contexto detenido en el tiempo de la vieja ciudad italiana en donde se desarrolla, y en la que de alguna manera este quinteto de muchachos aparecen casi como revulsivo para sus vetustas calles y plazas -esa inquina hacia el solitario puesto de feria que aparece en medio de la solitaria plaza central-. Y todo ello quedará enmarcado en los devaneos, los sinsabores, las desilusiones, los pequeños momentos de felicidad, y la constatación del irreductible paso del tiempo, vivido en carne propia por esos jóvenes abocados a un nuevo estadio en sus vidas, y quizá solo envueltos en una atmósfera de incierta búsqueda de relaciones sentimentales. Todo ello queda expuesto con una planificación caracterizada por planos largos, una intensa dirección de actores, y una clara y acertada potenciación del elemento melodramático, inherente al mejor cine de su realizador. Ayudado por la adecuada iluminación en blanco y negro de Armando Nannuzzi -con ese predominio de imágenes nocturnas-, nos encontramos ante un relato en el que la rebelión se aúna con esa lejana e irremisible sensación de fín de ciclo. De abandono de una inocencia perdida. De encuentro ante otra nueva realidad, en la que quizá todo lo vivido con anterioridad aparezca muy pronto en la membrana de ese recuerdo teñido de añoranza.

Para ello, Bolognini combina los anhelos sentimentales de sus criaturas -el patetismo que en todo momento reviste la nada oculta devoción que siente el bueno de Giulio hacia Laura ¡Qué pena que el joven actor Raf Mattioli falleciera tan joven! Secuencias como las de la boda de Ettore resultarán ejemplares para entender esos pequeños dramas juveniles. Como lo supondrá ese reencuentro final de los amigos en esa taberna que frecuentaron cada noche, donde constatarán que su dueño ha muerto, quizá como certificando el final de unos tiempos añorados que nunca volverán. O la conmovedora emotividad que revestirán los instantes finales de la película, cuando Marcello se dispone a viajar hasta Milán para ocupar un trabajo, y en el trayecto inicial en bus hasta ocupar el tren, comentará con melancolía esas vivencias del paso, esos recuerdos, combinados con panorámicas de esa vieja ciudad en la que todos ellos han vivido momentos irrepetibles. Una emocionante manera de concluir una crónica de una valiosa muestra de coming of age a la italiana, apenas conocida en nuestros días, y reveladora de la buena forma que su director albergaba en aquel tiempo.

Calificación: 3

UN BELLISSIMO NOVEMBRE (1969, Mauro Bolognini) [Un bellisimo noviembre]

UN BELLISSIMO NOVEMBRE (1969, Mauro Bolognini) [Un bellisimo noviembre]

Después de firmar en la primera mitad de los sesenta, una serie de notables títulos -quizá en su tiempo no suficientemente valorados-, que deberían situar su nombre a una altura más notable de la que la historiografía fílmica le concedió, dentro del cine italiano de su tiempo, Mauro Bolognini se insertó en una de las modas más populares y prescindibles de aquel tiempo; el cine de episodios. Como realizador que asumió en su cine, de las corrientes generadas en la Italia de aquel tiempo, a partir de finales de los citados sesenta, no pudo o no quiso, o quedó hechizado desde el principio, de una de las más nefastas que surgieron en aquel tiempo. Se trata de ese drama con ligeros ribetes eróticos, disimulado bajo ciertos ropajes críticos, y dominado por una realización -decir puesta en escena, sería faltar a la verdad-, dominada por preciosismos visuales -flous, ralentis- y otras debilidades narrativas de enorme caducidad ya en el momento de su aplicación -el recurso al zoom y el teleobjetivo-. Punto por punto, ello se cumplirá en la mediocre UN BELLISSIMO NOVEMBRE (1969), carente de estreno en su momento en nuestro país, para un franquismo que ya había abierto sus fronteras al turismo, pero para el que quizá mostrar a una sexualmente deseable Gina Lollobrigida, iniciando en el sexo a su sobrino, menor de edad, podía resultar demasiado atrevida.

La película se inicia, describiendo el marzo festivo y barroco de la celebración del día de los muertos en una gran ciudad siciliana, mostrando el fervor católico de la población, y presentando al protagonista del relato; el joven Nino (Paolo Turco), un chaval sensible y delicuescente, de 17 años que, desde el primer momento, se nos muestra como alguien que no logra encajar en el contexto social acomodado del que forma parte. Será a principio de noviembre cuando, junto a su familia, se incorpore a unas fechas vacacionales, en la vieja casona que todos ellos poseen en el campo. Un marco en el que se expandirá una fauna humana de lo más variopinto y pintoresco. Hombres y mujeres, entre los que predominará el arribismo, una enfermiza conciencia de familia, y una casi abierta apuesta por las infidelidades, incluso entre su propio contexto familiar.

En esa vetusta dependencia, y dentro de sus amplios exteriores rurales, Nino irá comprobando, desde su mirada sensible, su inadaptación a un marco familiar del que parece sentirse ajeno -un detalle nada baladí en ello, será su aspecto e indumentaria divergente, más delicado-. Sin embargo, ese elemento de oposición, cobrará un nuevo perfil cuando llegue su tía Bettina (Lollobrigida), hermana de su madre, con la que tiempo atrás ya empezó a forjar una pasión extraña e incipiente. Algo que reiniciará desde el primer momento esa pulsión de adolescente a punto de aflorar, volviendo a aflorar una relación que devendrá enfermiza hacia esta quien, en un momento dado, sucumbirá a la delicadeza del muchacho. Lo que no supondrá para ella más que un afectuoso desahogo, será tomado por Nino con sentimiento posesivo, acrecentado por los coqueteos de Bettina con el joven y apuesto Sasà (André Lawrence), perteneciente a una pudiente familia de la zona, compañero de negocios de su marido, tolerando este último las infidelidades de su esposa, al objeto de contar con el dinero de este, y siguiendo con esa máxima de hipócrita tolerancia, mantenida en el forno familiar.

Como se puede detectar por este enunciado, de entrada, la mirada crítica de UN BELLISSIMO NOVEMBRE, no solo resulta atractiva descrita en sí misma, sino que conecta de manera decidida, con el magma temático que forjaron los mejores títulos de su director, todos ellos centrados es su visión demoledora de las estructuras familiares de su tiempo. Es por ello que, de entrada, este argumento de la novela de Ercole Patti podía, de entrada, proporcionar un nexo de unión, ligándolo a los mejores títulos de su andadura. Vana esperanza, más allá de esas primeras imágenes, de claro alcance documental, muy pronto nos introducimos en una afectada y plana disposición de secuencias, donde la casi total ausencia de puesta en escena, queda sustituida por una casi obsesiva utilización del reencuadre en zoom, impidiendo la necesaria consistencia dramática a un conjunto, que en muy poco tiempo aparecería como un auténtico subgénero -el de romances de adultos con  jóvenes adolescentes-, que se extendió por la práctica totalidad de cinematografías.

Una buena dirección artística y una evidente autenticidad en la ambientación, al tiempo que vislumbres de una cierta autenticidad, cuando la cámara deja de engañarse a sí misma con esa vaciedad esteticista proporcionada por el eso del teleobjetivo, y mira cara a cara a sus personajes, despojándolos del estereotipo, el lugar común, es cuando UN BELLISSIMO NOVEMBRE, atisba esa capacidad de penetración social y dramática que, por desgracia, se ausenta en la mayor parte de su metraje.

Es cierto que la secuencia final, cínica y transgresora, y rodada además de manera más clásica que el resto del metraje, supone una conclusión que rompe al alza la misma. Sin embargo, ello no es, en modo alguno, suficiente, para poder olvidar la caducidad de las fórmulas narrativas de la película, la evidente querencia comercial de la misma, su melifluo erotismo, los unánimemente horribles flashbacks que se alternan, evocando recuerdos del pasado de Nino, o lo inane de la supuesta catarsis iniciada en el episodio de la cacería. Unamos a ello la detestable banda sonora de Morricone, empeñado en experimentar con una partitura cercana al género de terror, conforman un título francamente mediocre, en un ámbito en el que, no obstante, años después, Bolognini alcanzó años después, un resultado bastante más estimable -aunque demasiado sobreestimado en su momento-, con L’HEREDITÀ FERRAMONTI (La herencia Ferramonti, 1976).

Calificación: 1’5

L’EREDITÀ FERRAMONTI (1976, Mauro Bolognini) La herencia Ferramonti

L’EREDITÀ FERRAMONTI (1976, Mauro Bolognini) La herencia Ferramonti

Ninguneado en nuestros días, no se puede entender la evolución del cine italiano a partir de la década de los cincuenta, sin el estimulante aporte de la obra del toscano Mauro Bolognini (1922 – 2001), que alcanzaría su máximo esplendor entre 1960 y 1963, donde se sitúan sus obras más perdurables, siempre basadas en sólidos referentes literarios, entre las que no dudaría en destacar la excelente LA VIAGGIA (1961). A partir de entonces, su andadura se inserta en una amplia colaboración dentro de una corriente muy frecuente en el cine italiano; las producciones de episodios. Y tras ella, aparecen singularidades como ARABELLA (Idem, 1967), comedia sofisticada, caracterizada por su reparto multiestelar, o absolutas rarezas, entre las que cabe destacar una película que no ha visto casi nadie -ni siquiera un servidor-; L’ASSOLUTTO NATURALE (1969). Sea como fuere, su cine irá descendiendo por una pendiente esteticista, entregada sin ambages por unos servilismos visuales muy ligados a aquellos años setenta. Es decir, el uso del zoom y, sobre todo, una querencia por el teleobjetivo, utilizado de manera más o menos preciosista, y apostando en no pocas ocasiones por el flou. No sería nada nuevo en el cine italiano de aquel tiempo, que asumió incluso el cine de Visconti. Pero es evidente que, con dichas elecciones formales, la obra de Bolognini, adscrita al mismo tiempo a un erotismo de talante vouyerístico, fue vaciando el vigor de sus buenos tiempos, hasta hundirse en la sima de una estetización inoperante.

Por todo ello, si uno quiere saborear el nada desdeñable interés que proporciona L’EREDITÀ FERRAMONTI (La herencia Ferramonti, 1976), ha de asumir y convivir de entrada con dichas debilidades visuales, centradas en el este caso de manera fundamental con una puesta en escena basada en el teleobjetivo, centrado en la modificación de la planificación en base a reencuadres. Es por ello que una mirada basada un rígido planteamiento cinematográfico, quizá nos llevaría a cuestionar el resultado de esta adaptación de la novela de Gaetano Carlo Chelli. No seré yo quien lo haga, puesto que pese a esa discutible elección narrativa, lo cierto es que nos encontramos un relato que se sostiene en todo momento, describiendo en su discurrir -sin apenas altibajos-, la evolución de esa Italia que se modificaba en sus estructuras de poder en los últimos tiempos del siglo XIX, a partir de la andadura seguida por los diferentes componentes de la familia Ferramonti.

La secuencia de apertura, poco estimulante, inserta ya en la Roma de 1880, nos describe la liquidación que realiza el maduro Gregorio Ferramonti (Anthoni Quinn), de su vetusta panadería, demostrando la abierta hostilidad que sostiene con sus tres hijos, a los que apenas deja dinero en efectivo. Ellos son el atractivo y mujeriego Mario (Fabio Testi), el pobre de espíritu Pippo (Luiggi Prioetti), y la calculadora Teta (Adriana Asti), casada con un ambicioso funcionario -Paolo Furlin (Palo Bonacelli)-. La situación límite provocado por el patriarca, culminará en un fuerte enfrentamiento entre los hermanos, iniciando un distanciamiento entre todos ellos. La acción se detendrá en los esfuerzos de Pippo por adquirir una ferretería, pagando la entrada de la misma con el dinero que le ha entregado su padre. Este se verá indefenso a la hora de iniciarse en ella, contando de entrada con la ayuda de Irene Carelli (Dominique Sanda), la hija de los antiguos propietarios del negocio. Esta poco a poco irá acercándose a Pippo, demostrando una creciente sensibilidad hacia él, hasta que ambos se casen en una austera ceremonia. Más aún, Irene irá forjando una encomiable tarea de reunificación de todos los hermanos de su esposo, al tiempo que consolidando su devenir profesional, en medio de una Roma que se va transformando a unos nuevos modos políticos y financieros. Así pues, esa tarea en apariencia noble, conformará una nueva reunión de la familia… Pero quedará el padre. Ese envejecido y casi desahuciado Gregorio, que irá consumiendo sus días en la austeridad de su vieja vivienda, y con la sola ayuda de una asistenta. Y una figura a la que se acercará también la joven, venciendo las enormes reticencias iniciales de este, hasta poco a poco ir logrando reunir al conjunto de la familia y, por encima de ello, ganándose el afecto de este.

Será el momento en el que comprobaremos la personalidad calculadora de Irene, que será capaz de utilizar su belleza y sensualidad, para alternar una relación adúltera con su cuñado Mario, lograr que el viejo patriarca la teste como su única heredera, e incluso navegar por las aguas de esa nueva política, imbuida de burocracia, que se ha enseñoreado de Roma. Así pues, Bolognini acertará al mostrar ese cuadro social, en el que sin que se den cuenta los protagonistas del relato, se encuentran en un periodo de cambio en la sociedad en que viven. Y lo hará dentro de una compleja articulación de caracteres. Para la cual su realizador contará con dos importantes aliados. De un lado, una creíble ambientación, sobre todo en esas secuencias de interiores, que revisten una notable sensación de verdad -pienso sobre todo, en las secuencias describas en la vivienda desvencijada de Ferramonti, que de manera inesperada verá mejorado su aspecto, coincidiendo con el cada vez más optimista estado de ánimo de este, según su acercamiento con Irene se haga cada vez más ostensible. O también en los recorridos por viejas callejas de Roma-. El otro elemento que Bolognini controlará con mano firme, será sin duda una sutil dirección de actores, que sabrá jugar con la imagen cinematográfica de Quinn, y que incluso permitirá que Fabio Testi aparezca creíble en la pantalla. Pero es evidente, que el gran logro de L’EREDITÀ FERRAMONTI, lo proporciona la presencia casi constante de una Dominque Sanda en estado de gracia, en un trabajo por el que obtuvo el premio a la mejor interpretación femenina del Festival de Cannes. La personalidad de una gata de angora, que no se detiene ante nada, a la hora de lograr esa riqueza que ha anhelado desde siempre, y para la cual dio vida un astuto plan de integración entre los Ferramonti, para lo cual casarse con Pippo era el primer peldaño, conformará un retrato en el que la avaricia, la sensualidad y la ambivalencia, nos permitirá secuencias tan tórridas, como aquellas que vivirá con Mario, dominadas por el sexo y el materialismo.

Bolognini acertará al describir esa nueva fauna política de Roma, se recreará en estampas como las que describen los distintos modos de celebración del carnaval romano, o plasmará con pasión el descenso a los infiernos de Pippo, al confirmar las sospechas de que su esposa le engaña y, sobre todo, lo ha utilizado para adquirir ella esa fortuna, en la que pondrá la máxima astucia de su parte, pero en la que no contará con el ascenso de esos nuevos servilismos políticos. Un nuevo marco de sociedad, dominado por las corruptelas, en donde Paolo, aquel gris funcionario, habrá logrado fraguarse un futuro como burócrata, logrando que la justicia del momento, despoje a Irene de la fortuna heredada. En definitiva, el film de Bolognini asume, con todas sus debilidades, también con apreciable grado de interés, la crónica de una transformación social, descrita en decorados contrapuestos; de la vieja Roma al marco de esa nueva política, en donde las pasiones se transformarán en luchas, dominadas por la corrupción y la hipocresía. No es este mal balance, de una película que logra emerger de las servidumbres visuales de su tiempo, con una menguada capacidad de pervivencia.

Calificación: 2’5

LA CORRUZIONE (1963, Mauro Bolognini) La corrupción

LA CORRUZIONE (1963, Mauro Bolognini) La corrupción

Con una primera década de andadura como director, pródiga en títulos brillantísimos –de los cuales no dudaría en destacar la fuerza de la extraordinaria LA VIACCIA (1961), uno de los grandes films italianos de su tiempo-, la filmografía de Mauro Bolognini en aquellos años, se extendió en melodramas descritos con una inconfundible aura pasional, incorporando en ellos un tinte social muy acusado. Prepuestas mayoritariamente desarrolladas en periodos inmediatamente precedentes, caracterizadas por un aura desgarradora, en los que la utilización de un físico blanco y negro, y una precisa descripción de caracteres, ayudaban a conformar conjuntos delimitados por una notable fuerza expresiva y dramática. LA CORRUZIONE (La corrupción, 1963), supuso por un lado un determinado cenit a dicha magnifica obra parcial, que nunca me cansaré de señalar, ha de ser sometida a una justa revalorización, ubicando este periodo de la obra de Bolognini en el lugar que merece. Por otro lado, esta película aparece como un referente muy ligado a determinadas corrientes cinematográficas insertas en el cine europeo, las cuales asume con auténtica entrega. Hasta tal punto, que quizá en esta ocasión llegó el límite de inspiración creativa del realizador, muy pronto inmerso en el popular cine de episodios existente en el cine italiano de los sesenta, y tras ello rendido a una filmografía posterior, en la que el estéril academicismo y blandura estética, arruinó una obra hasta entonces vigorosa.

Tras un rótulo de Baudelaire que apela con cinismo a la condición santa de la Iglesia Católica, aún en el caso de la posibilidad de inexistencia de Dios, LA CORRUZIONE, en esencia, narra el proceso de desconcierto vivido por el joven Stefano Mattolo (Jacques Perrin), una vez concluyan los estudios que ha sobrellevado en un prestigioso internado. Decidido a aportar un sentido a su existencia, su deseo es el que ingresar en un monasterio para llegar al sacerdocio. Para ello, dada su condición de menor de edad, deberá obtener el permiso de su padre, el acaudalado e influyente editor editorial Leonardo Mattioli (Alain Cuny). Este, un hombre materialista, únicamente centrado en el progreso de su firma, e implacable tanto con sus empleados como con aquellos que le rodean, intentará por todos los medios hacer disuadir al muchacho de sus firmes intenciones. Para ello acometerá diversas estrategias, siendo la más importante de ellas proporcionar a Stefano el señuelo de su propia amante, la atractiva Adriana (Rosanna Schiaffino). La influencia del padre y Adriana, se antojará una casi siniestra tela de araña, a partir de la cual un ser que aún anhela la utopía de alcanzar una determinada pureza y sentido de la justicia, habrá de asumir de manera trágica la realidad de un mundo cruel, del que no podrá zafarse.

Si hay algo que define y proporciona personalidad propia a esta magnifica película de Bolognini, es la sensación que se tiene en todo momento de asistir a una especie de pesadilla. Esa extraña atonalidad con la que se inicia la película, en esa secuencia pregenérico en la que el profesor que va a proceder a la graduación de sus alumnos, expresa en su charla la existencia –a su juicio- de dos únicas manera de entender la vida; la marxista y la católica. Fue quizá esta aparente diatriba, la que en su momento despistó a una determinada crítica de la época, centrada en la lectura de guiones y de raíz izquierdista, que abominó de esta adaptación de la historia de Ugo Liberatore, transformada en guión de la mano de Fulvio Gicca Palli. Recuerdo alguna valoración de la época, que la calificaba con un título deshonesto (sic), pensando quizá en que su entraña dramática apelaba a una inclinación religiosa. Y nada más lejos de la realidad. El gran acierto de LA CORRUZIONE es el de saber hacer casi palpable, en parte por la asunción de los modos que hicieron célebre cineastas como Michelangelo Antonioni, en parte también por la oscuridad que plantea la textura visual de Leonida Barboni, ese sendero sin retorno que tendrá que asumir con rapidez un muchacho sensible, para darse cuenta de que en el mundo en el que vive, no hay lugar más que para que esa corrupción existencial que da título al relato. Ambientado en un escueto marco temporal, su discurrir dramático nunca abandona esa mirada sombría, casi incómoda, que transmiten sus fotogramas. No llego a entender como en el momento de su estreno, alguien pudo entender que la película podría contraponer una mirada reduccionista entre fe y materialismo. Para ello, no hay más que contemplar esa deliberada aura de distorsión que define el fragmento de la visita de Stefano al monasterio, que nunca sabremos si es tal, o es fruto de un sueño del muchacho. La configuración de la misma, favorecerá la interrogante al respecto. Bolognini prolongará esa textura en la secuencia en la que este visite a su madre, que se está sometiendo a una de sus habituales curas de sueño, en una habitación de una lujosa clínica, caracterizada por estar alejada de la presencia de la luz del día –por momentos, parece que nos encontremos en el ámbito de una película de terror-.

Es curioso, pero tras dichos ámbitos, el encuentro con su padre, ante todo permitirá a Stefano darse un baño de realidad. No al hecho de proceder de una familia acaudalada, sino contemplar como su progenitor no duda en alardear de su poder, conduciendo con extrema velocidad por las calles de Milan, o viendo como este no duda en mostrar su carencia de humanidad, al amenazar a un joven contable, al haber observado la ausencia de una cantidad de dinero. Stefano irá percibiendo los modos de un progenitor que no dudará en utilizar el poder del dinero para comprar voluntades –me temo que no hemos cambiado mucho, antes al contrario, con el paso de medio siglo-. En alguien acostumbrado a llevar a cabo todo aquello que le surja en el camino, la obstinada vocación de servicio de su hijo, le obligará a aplicar tácticas de diversa índole, destinadas a convencerle de que seguirle en su sendero existencial, es la mejor decisión que pudiera asumir. En realidad, LA CORRUZIONE es un relato cerrado en un marco espacio temporal bastante limitado, y sus costuras no dudan en proseguir el sendero discursivo que podrían plantear otros referentes, hoy día casi míticos, como IL SORPASSO (La escapada, 1962. Dino Risi). La singularidad, el rasgo que le proporciona personalidad propia, viene dada por la irresistible fuerza que adquiere en la película el personaje del padre, encarnado de manera admirable, llena de matices, oscilando entre lo siniestro y lo vulnerable, por un Alain Cuny en estado de gracia. Lo proporcionará en el contraste con la inocencia de un Jacques Perrín impecable, en el rol que, por otra parte, reiteró en la mayor parte de sus incursiones fílmicas en aquellos años –el adolescente sensible de mente torturada-. La confluencia de estos dos personajes, serán la clave para el acontecer de un drama oscuro, sinuoso, en apariencia insustancial en su densidad argumental, que poco a poco irá mostrando su faz más siniestra y desesperanzada. Serán escasos y en apariencia insustanciales los episodios vividos –la visita del muchacho a las oficinas que comanda su padre, el fragmento desarrollado en el barco de su propiedad, la escena nocturna en la mansión de este-, que culminarán con esa simbólica huída en la que Stefano será ayudado por Adriana, descubriendo en el camino el nada oculto arribismo de la muchacha, dispuesta a casarse con él para poder solucionar su futuro personal, llegado hasta una gigantesca discoteca, donde una muchedumbre de jóvenes alienados, bailan un tema a modo de danza entre fúnebre y opresiva. Será la inequívoca metáfora para Stefano, que le servirá para asumir con dolor y amargura la imposibilidad de emerger de un mundo en el que no hay lugar para la nobleza o para una mirada sincera y generosa.

Película mal comprendida en su momento, articulando una mixtura de mirada escéptica, nihilista y apasionada en sus costuras fílmicas, letal en la mirada que propone de un mundo deshumanizado, LA CORRUZIONE está a punto de aparecer como uno de los grandes exponentes del cine italiano de su tiempo. Cerca se sitúa de estar en la cumbre, pero nadie le puede segar el hecho de aparecer como un título magnífico y doloroso al mismo tiempo. Quizá el último de verdadero relieve, en una filmografía hasta entonces pródiga es exponentes de valía, como la que hasta entonces brindaría Mauro Bolognini.

Calificación: 3’5

IL BELL’ANTONIO (1960, Mauro Bolognini) El bello Antonio

IL BELL’ANTONIO (1960, Mauro Bolognini) El bello Antonio

Conociendo el altísimo nivel alcanzado por buena parte de la obra del italiano Mauro Bolognini en el periodo comprendido entre la segunda mitad de los cincuenta y mediados los sesenta –en las que aparecen títulos a mi juicio tan valiosos como LA VENA D’ORO (1955), LA GIORNATA BALORDA (1960), LA VIACCIA (1961), o SENILITA (Senilidad, 1962), entre los que he podido contemplar-, era de prever que IL BELL’ANTONIO (El bello Antonio, 1960) se insertara dentro del cómputo de exponentes de espacial significación, que avalan a Bolognini como el artífice de una filmografía parcial, a la altura de los más grandes realizadores italianos de su tiempo. Cierto. Según fueron discurriendo los sesenta, su cine resbaló por las peligrosas aguas del esteticismo inane y el servilismo a recursos visuales periclitados. Ello no nos debería tener que asumir el injusto olvido de su valiosa obra precedente en la que, como en el título que nos ocupa, se percibe de nuevo esa descripción de las pasiones humanas. Todo ello, siempre en plena pugna con la represión que exteriorizaba una sociedad italiana decrépita y dominada por miserias y atavismos de un pasado que casi se puede palpar en las calles, las casas, y los moradores de una Italia que se debatía entonces entre una ascendencia rural. Un atavismo represivo religioso y social, y el recelo aún a la llegada de un progreso que, pese a todo, tampoco contribuyó a disipar dichas rémoras sociales y culturales.

Dicha premisa aparece de nuevo, plano por plano, en esta magnifica tragicomedia, centrada en la insólita condición del apuesto Antonio (magnifico Marcello Mastroianni, en un rol donde su capacidad de matización deviene admirable). Este ha vivido durante algunos años en Roma, desarrollando una andadura diletante, en la que se ha ganado una fama como conquistador de mujeres. Al retornar hasta Catania, una avejentada población siciliana, sus padres lo emparejarán con la joven Barbara (Claudia Cardinale), hija de la famlia Puglisi, cuyo padre es el notario de la localidad. Un matrimonio de intereses –practica habitual en las familias de la zona-, que de entrada parecerá ideal, dada la pasión que Antonio esgrime hacia su nueva esposa. Será, por el contrario, una pasión que pasado los meses, dejará entrever la impotencia del protagonista, iniciando todo ello una espiral de acontecimientos, que tendrán su expresión más destacada en la ruptura del matrimonio, argumentando los responsables eclesiales que este no se ha podido consumar. La deriva autodestructiva de Antonio le hará cerrarse en si mismo por completo, sin atender las demandas de sus atribulados padres. No obstante, una circunstancia fortuita, que quizá presente en otro momento hubiera sido fruto de escándalo, supondrá en última instancia la prueba de la virilidad de Antonio; este dejará embarazada a la criada Santuzza (Patricia Rini). En realidad, y tal y como podremos comprobar en los estremecedores instantes confesionales de Antonio con su primo Edoardo (Tomas Milian), el recurso a la criada, no habrá supuesto más que el retorno a un desahogo sexual sin que el amor aparezca en el mismo. Es más, es esa doble moral existente en la sociedad italiana –impagable la manera elíptica con la que se describe la inesperada muerte de Alfio Magnano (Pierre Braseur), al acudir con una prostituta a reafirmar su virilidad-, la auténtica culpable de que nuestro Antonio no haya logrado estabilizar en su psicología, provocando en su comportamiento la imposibilidad de exteriorizar su sexualidad a las personas que realmente ama.

Antes lo señalaba. Una de las grandes virtudes de este relato, basado en la novela de Vitaliano Brancati, y descrita en guión por la confluencia de Pier Paolo Pasolini y Gino Visentini, es la presencia soterrada de un fino humor que en no pocos de sus momentos ayuda a digerir las costuras de un relato revestido de una gran fuerza dramática. Ese extraño equilibrio, se manifiesta en no pocos momentos, permitiendo que el film de Bolognini aparezca modélico, comparándolo que aquellas bufonadas que pocos años después, harían famoso –al tiempo que entronizarían sus vulgaridades- a un cineasta como Pietro Germi. Por el contrato, IL BELL’ANTONIO aparece dominada por una estructura geométrica –la secuencia progenérico y la que da fin al relato nos describe el drama del protagonista, proyectado en sendos espejos, como metáfora de la falsedad de su fama exterior-. La película no omitirá detalles en torno a la corrupta política italiana, pero devendrá mucho más certera en la capacidad descriptiva que establecerá en torno a las avejentadas calles, casonas y gentes, que pueblan las calles de Catania, dentro de un marco gris, admirablemente modulado por la cámara del realizador, la lividez de la iluminación en blanco y negro de Armando Nanuzzi, y la fuerza dramática de la banda sonora del gran Piero Piciconi. Todo ello, como fondo de un relato en apariencia grotesco, pero en el fondo demoledor, cara a exteriorizar el mundo opresivo, casi primitivo, existente en una sociedad cerrada en sí misma, en la que casi se puede percibir la ausencia de aire para que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, se sienta libre de sí mismo.

Ayudada por un reparto inmaculado –del que no me gustaría dejar de destacar una excepcional Rina Morelli, encarnando a Rosaria, la madre del protagonista-, IL BELL’ANTONIO aparece descrita casi como un cuento trágico. Como un callejón sin salida para un ser descrito con una especial sensibilidad. Como una inesperada búsqueda de rebeldía, un grito en el desierto, en medio de una telaraña social dominada por el poder, el deseo, las convenciones y el puritanismo. Son muchos los fragmentos en los que el film de Bolognini despliega las alas de ese melodrama de dolorosa fuerza que atesora sus entrañas. La ya citada conversación entre Antonio y su primo en la nocturnidad de un coche, donde este revela con pudor, y ante la casi obsesiva insistencia de Edoardo, las razones de su impotencia, adquiere una dolorosa sensación de confesión íntima. Pero por lo general, la entraña del film de Bolognini, se encuentra en algunos de los episodios protagonizados por Rosaria. El admirable encuentro con el párroco de la localidad, y el duro encuentro que a continuación mantendrá con una ya descreída y alienada Bárbara, podrían erigirse con facilidad como el fragmento más memorable del conjunto. Pero es en instantes como la llamada de su esposo al notario para investigar sobre su hijo, o en el estremecedor instante en el que intuye que su hijo es el padre del hijo del que está embarazada Santuzzia -¡Que admirable resolución de la secuencia, modificando su aura tragicómica en apenas instantes!-, donde aparece esa madre intuitiva. Esa clásica mujer italiana que se encuentra detrás de todas las familias. Ese aparente rol pasivo y secundario, que conoce las infidelidades de su esposo, pero que ha estado criada para ejercer como sosten de una familia basada en la sumisión y la convención. Unamos a ello el dramatismo que ofrece el casi fugaz encuentro de Antonio con el coche en que Barbara se dirige a contraer nuevas nupcias con un aristócrata –esta vez si- de fortuna, o el abrasador fundido en negro que se bate sobre el reflejo del rostro del protagonista (que grande Mastroianni), y con el que concluye IL BELL’ANTONIO, para apreciar una magnífica disección social, inserta en un periodo de extraordinario fulgor para el cine italiano, y en el que tanto la obra de Bolognini, como este título concreto, deben de encontrar un lugar remarcable.

Calificación: 3’5

LA GIORNATA BALORDA (1960, Mauro Bolognini)

LA GIORNATA BALORDA (1960, Mauro Bolognini)

1960 supuso una de las cimas del cine italiano, con exponentes que han logrado pasar al conjunto de una producción europea, que por otro lado se encontraba en plena efervescencia dentro del contraste de sus exponentes más o menos clásicos y / o académicos –con la injusta mirada peyorativa que entonces se proyectó sobre ellos-, con la eclosión de las nuevas olas. En medio de ambas vertientes podemos establecer un título como LA GIORNATA BALORDA (1960), nueva muestra del magnífico momento que en esos años vivía la obra de Mauro Bolognini, un cineasta que años después se fue marchitando, inmerso de modas visuales que lo anularon por completo. Sin embargo, es muy interesante ir recuperando la obra de sus primeros años, para valorar una obra parcial llena de interés, en la que el título que nos ocupa ofrece atractivos suficientes, al tiempo que podemos ver en sus imágenes y en su propia atmósfera, referencia e incluso elementos que la ligan con esa riqueza y variedad que el cine italiano desplegaba en aquellos momentos.

Cierto es que LA GIORNATA BALORDA supone la última de las cuatro colaboraciones que Bolognini mantuvo con el ya casi debutante cineasta Pier Paolo Pasolini. Se percibe dicha presencia en el aporte de la descripción de sombríos exteriores urbanos, o el protagonismo de ese ragazzi que en esta ocasión encarna el francés Jean Sorel, siempre tan limitado de recursos, quizá incluso alejado del arquetipo que muy poco después aportaría el mismo Pasolini en su trayectoria como director, pero que ofrece en la película la fuerza de esa belleza física carente de una superior cualidad, capaz solo con ello de aparecer como catalizador de bajos instintos. La película se inicia con un lento y extraño travelling, punteado por el sombrío fondo sonoro de Piero Picioni. El movimiento de cámara describe la alienación existente en unos bloques de viviendas, atestados por familias obreras. Pese a su relativa cercanía nos encontramos ante unas edificaciones envejecidas, en donde las mammas cuidan de sus hijos e incluso sus nietos. En una de sus viviendas reside el joven y atractivo David Saraceno (Sorel). Un muchacho que apenas demuestra interés por establecerse en la vida, pese a que es padre de un pequeño, perteneciente a una familia de la que es vecino, no pudiendo por sus escasas posibilidades casarse con la madre del pequeño e incluso bautizar al mismo.

Sencillo punto de partida, a partir del cual David se lanzará a la búsqueda de trabajo, iniciando con ello un casi kafkiano recorrido por una Roma que se contradice entre un pasado dominado por la decrepitud, y un atisbo de progreso que parece chirriar en una sociedad que, en el fondo se resiste a evolucionar, quedándose anclada en todos sus vicios. Podremos ver una amplia gama de burócratas que tratarán al muchacho con total indiferencia. A usureros –el tío del protagonista-, que se enriquecen explotando a jóvenes obreros, a funcionarios –como el encarnado por Paolo Stoppa-, que envuelven bajo su aparentemente correcto comportamiento, una doble moral, no dudando en contratar a prostitutas cuando su esposa se encuentra viviendo jornadas de playa. A empresarios que se enriquecen sin escrúpulos, con prácticas delictivas, que incluso ponen en tela de juicio la salud de la ciudadanía. En medio de este vasto paraje, en el que no se deja títere con cabeza, David irá discurriendo casi como un inocente director de orquesta, mostrando al espectador en su recorrido de apenas una jornada, toda una mirada sombría y pesimista en torno a la sociedad italiana del momento, inserta en esa milenaria ciudad llena de contradicciones.

Antes señalaba la importancia de la presencia de Pasolini en los créditos argumentales de LA GIORNATA BALORDA. No obstante, en el film de Bolognini aparece de forma más acusada la impronta de Alberto Moravia, autor de la novela en la que se basa la película, al tiempo que coautor del guión junto al citado Pasolini y Marco Visconti. Esa aura sombría, casi existencial, que se extiende a lo largo y ancho del metraje, preside las andanzas de este joven que ejerce casi como un corpúsculo molesto y de rara integridad –pese a su abierto carácter dilettanti-, en un contexto de exasperante podredumbre moral y ética. Es por ello que este relato en el que se deja de lado un seguimiento argumental, por el contrario, en todo momento se busca –y se logra en numerosas ocasiones-, un aura descriptiva, recorriendo la cámara junto a su protagonista. Ello nos permitirá asistir el contraste entre frías viviendas de nueva creación y viejas y apenas cuidadas casas señoriales romanas. La cámara de Bolognini asumirá cierta herencia del cine de Antonioni, a la hora de mostrar esa alienación colectiva de ciudadanos que acceden a las oficinas burocráticas. A esas playas a las que acuden mujeres acomodadas que quedarán hechizadas por el atractivo de David, y en donde conocerá la vigorosa personalidad de Freya (la carismática Lea Massari), ligada a ese jefe al que ha quedado unido como extraño y poco justificado ayudante del conductor de camión que transporta ese aceite adulterado.

Toda una descripción que aparece desoladora en su conjunto, y en la que no podremos quitarnos de la memoria la imagen de ese hombre influyente que ha muerto, y se encuentra expuesto en un túmulo funerario totalmente solo, en el lugar que fue su residencia. Una imagen de extraña textura que domina sobre el conjunto del film, y a la que se recurrirá en unos innecesarios planos casi finales, justificando la entrega de dinero de Freya a David. Será el detonante para que este pueda acceder a ese puesto de trabajo en propiedad –quizá una manera de proseguir en su holgazanería- y, con ello, casarse con la madre de su pequeño, al que muy pronto bautizará. Un aparente happy end, que será subvertido con la cámara de Bolognini al despedir el metraje con un plano opuesto al que ha abierto esta película, alejando a sus protagonistas de ese entorno alienante y desesperanzado. Perfecta alegoría de un entorno asfixiante y carente de asideros. Un auténtico panorama de mediocridad, en esa situación marcada entre progreso y apego a los peores vicios de comportamiento de una sociedad como la italiana, que en numerosas ocasiones tuvo una adecuada plasmación fílmica. Ocioso sería reseñar exponentes de especial significación que, desde un género u otro, supieron trasladar una particular visión de la compleja sociedad de aquel país tan cercano al nuestro. Lo que importa, lo pertinente en este caso, es consignar décadas después, como el hoy olvidado Mauro Bolognini supo situarse, en aquellos brillantes años de su carrera, en un lugar de privilegio ninguneado hasta nuestros días, y que esperamos le sea justamente restituido. Nunca es tarde.

Calificación: 3’5

LA VENA D'ORO (1955, Mauro Bolognini) También yo te quiero

LA VENA D'ORO (1955, Mauro Bolognini) También yo te quiero

Dentro del lúcido revisionismo que está siguiendo el cine italiano ubicado entre los años cuarenta y sesenta, la figura de Mauro Bolognini ha recibido una cierta atención. Un reconocimiento enmarcado en una filmografía aún conocida de manera parcial, delimitada por unos últimos años en donde su creciente servilismo a un estéril esteticismo dinamitó la valía de sus últimas obras. Sin embargo, en una obra de cierta extensión, además de referentes que hoy día aparecen a la altura del mejor cine de su tiempo –LA VIACCIA (1961)-, un rastreado parcial de la misma me ha permitido descubrir dramas del calado de SENILITÀ (1962), a lo que cabría unir la notable sorpresa que me ha transmitido el visionado de LA VENA D’ORO (También yo te quiero, 1955), tercera de sus películas.

Basado en la comedia homónima de Guglielmo Zorzi –Bolognini siempre mostró su preferencia por las adaptaciones literarias-, si algo podemos percibir desde sus propios títulos de crédito, es ese sentido de la progresión dramática, que permite interesarnos desde el primer momento por el conflicto que protagoniza el joven Corrado (un jovencísimo Mario Girotti, que quizá en el resto de su carrera jamás alcanzara el encanto brindado en esta ocasión). Corrado es un chaval de dieciséis años, espigado, atractivo e idealista, que de manera solapada ha sabido captar por completo la atención de su madre –viuda desde bien joven-. Teresa (Titina De Filippo) es una mujer de mediana edad que aún conserva su belleza, encontrándose ya por completo decidida a asumir su viudedad sin dar la menor ocasión para una nueva relación sentimental. Entregada hasta el extremo en el cuidado de su hijo, que se ha convertido en el centro de su existencia, será el muchacho quien a primera instancia interceda para que se conozca su madre con el profesor Manfredi (Richard Basehart). Este será el cabeza de una excavación arqueológica  a la que acudirá Corrado con la intención de participar en ella, decidiendo desde el primer momento que su futuro está centrado en desarrollar dicha vocación. Mientras tanto, el joven no deja de ser el centro de la atención de su madre, su sirvienta, su joven amiga Carla y la ya madura duquesa Carena. Todo ello en un ámbito rural que aparece liviano, en medio del cual se encuentra esa mansión en la que reside Teresa, caracterizada por sus enormes dimensiones para los pocos ocupantes que alberga y por un aura decadente. Todo ello ejercerá como marco oportuno para asumir esa casi enfermiza obsesión que la viuda manifiesta por su hijo –en un momento dado le dará un beso en la boca, apagando en varias ocasiones la lámpara de su habitación-.

Dentro de dicho implícito dominio, será Corrado el que sin pretenderlo, ponga ante su madre la oportunidad para que conozca a Manfredi. Será el inicio de una relación que, en realidad, podría suponer una oportunidad para ambos, aunque Teresa se niegue sucesivamente a los galanteos de un hombre recto, elegante y sensible. Sin embargo, su insistencia poco a poco hará mella en la por otro lado estúpida resistencia de la viuda, hasta que un furtivo viaje a Roma, en la que en principio iban a acudir de compras con su hijo, se produzca la asunción de una atracción compartida. Algo que por vez primera percibirá Corrado cuando se lo haga manifestar una resentida Carena –que ha intentado inútilmente seducir al joven-. A partir de este momento, y coincidiendo con la celebración de una fiesta de fin de año en la mansión familiar., surgirá la catarsis que por un lado exteriorizará el recelo de un resentido muchacho, que por vez primera contempla como deja de ser el centro del mundo en que vive. Por otro lado, para su madre emergerá el intenso drama de poder vivir una nueva andadura existencial, o plegarse a lo que se supone son sus obligaciones como madre.

Podría decirse que en LA VENA D’ORO se encuentra uno de los embriones de lo que muy pronto se erigiría como el mundo temático de Bolognini. Esa mirada crítica en torno a los servilismos sociales, las siniestras sombras del universo familiar, envuelto en un aura de decadencia, es posible que presente en esta película su primera plasmación rotunda. Pero lo más importante reside en destacar como pese a encontrarnos en los primeros tramos de su filmografía, el realizador logró el que quizá resulte su primer exponente acabado de la misma, superando incluso títulos posteriores. Desde el primer momento, y con un notable sentido del ritmo cinematográfico, su director nos introduce en ese mundo cerrado y opresivo, marcando con sutileza ese ámbito en el que el joven Corrado aparece descrito como una especie de siniestro ángel de belleza. Pero esas maneras quedarán expuestas con sutileza, sin cargar las tintas. Poco a poco surgirán los elementos de un contexto enfermizo, dominado por los interiores de esa mansión que reviste tintes tanto de refinamiento como de decadencia. Será un contexto que Bolognini irá desgranando con ese gusto por el mejor cine literario, acudiendo a un grado de atmósfera, de densidad narrativa y de creciente intensidad. Algo que llevará a cabo mediante la utilización de largos planos, con la intensidad de una magnifica dirección de actores, con la admirable utilización del espeso diseño de producción que describe el interior de la mansión, o incluso los exteriores, en donde tendrá un especial protagonismo la secuencia en la que Teresa y su hijo visiten la excavación, siendo recibidos por Manfredi. Será una hermosa metáfora, en la que se trasladará la oportunidad de abrirse a una nueva experiencia –el descubrimiento de una nueva galería en la excavación-, dentro de un contexto dominado por la remembranza al pasado.

Lo cierto y verdad es que Mauro Bolognini construye un bello canto elegiaco. Una mirada en la que se establece un choque entre la convención y el sentimiento. Entre lo presivo y una nueva ráfaga de emoción vital. Y dentro de dicho contexto, podremos vivir episodios ejemplares, como el instante en el que la reacia Teresa conozca al sensible Manfredi, que mientras la espera se ha puesto a teclear el piano. En el fragmento del viaje de ambos hasta Roma, donde casi oponiéndose ella a todo contacto –se cubrirá pudorosamente el rostro con un velo- no podrá dejar de verse hechizada por los continuos galanteos de este. Y, en última instancia, el abanico de tensiones tendrá su marco definitivo de expresión en la admirable y extensa secuencia de la fiesta de fin de año. Un fragmento modélico, en el que el italiano acertará al describir el mosaico de tensiones que se establecen en las relaciones entre todos sus personajes, centrando esa mirada en torno a la sensación asumida por un desengañado Corrado. Una pieza que debería figurar por derecho propio entre lo más denso y hermoso jamás legado por su artífice, y en el que no se sabe que admirar más, si el tempo con el que es descrito, las tensiones que afloran en sus personajes, en sus miradas, en la fuerza de sus movimientos de cámara, en esa sensualidad que albergan algunas de sus acciones –los besos que se formulan Teresa y Manfredi-, o en la importancia de objetos y decorados –los espejos de algunos de sus instantes-.

Es probable que en un conjunto dominado por tanta fuerza, pueda oponerse la presencia de esa conclusión un tanto acomodaticia. Sin embargo en ella se insertara el hermoso encuentro entre el huido Corrado y Carla, o la sensación de melancolía que se apreciará en este cuando vayan a abandonar la mansión y, con ello, sus coqueteos con la joven, e incluso la sensación de pérdida que irá asumiendo la madre, que se verá contrariada cuando dicte una carta a su hijo para ser remitida a la muchacha. Será la oportunidad de que predomine la pasión y el sentimiento sobre la convención. Poco después, cuando el insolente y egocéntrico hijo se enfrente a la fiel sirvienta, entenderá que se ha equivocado al pretender situarse en todo momento como un eje constante de los sentimientos de su madre, albergando la suficiente lucidez para entender que ella y Manfredi tienen derecho a vivir una prolongación en sus sentimientos vitales.

Calificación: 3’5

LA VIACCIA (1961, Mauro Bolognini)

LA VIACCIA (1961, Mauro Bolognini)

No me hartaré de recordar nunca, que el periodo comprendido entre 1960 y 1962, podría considerarse el último trienio glorioso en la historia del cine. Repasando la producción de aquellos poco más de mil días, se atesoran tal cantidad de títulos inolvidables, que resulta incluso comprensible que no pocos de ellos en su momento quedaran orillados o incluso cuestionados –recuerdo como durante no pocos años se menospreció un referente de la categoría de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Arnold) con el adjetivo de “académica”. A partir de dichas circunstancias, hasta cierto punto es disculpable que un título de la categoría de LA VIACCIA (1961) –con bastante probabilidad la obra cumbre del italiano Mauro Bolognini- haya quedado sepultada, dentro de un momento en el que el cine italiano iba desplegando títulos inolvidables. Referentes entre los cuales con sinceridad creo que habría que introducir esta excelente película, adaptada de la novela de Mario Pratesi, llevada a la pantalla con el concurso de un grupo de colaboradores, entre los que habría que destacar al escritor Vasco Pratolini.

LA VIACCIA se desarrolla a finales del siglo XIX en la hacienda ubicada en una zona rural cercana a Florencia. La película se inicia con la reunión de todos los componentes de la familia Casamenti. El patriarca de la misma se encuentra a punto de expirar, estando todos ellos pendientes de la manera en la que distribuye la herencia de las propiedades familiares, que ha decidido conceder en solitario al más responsable Stefano (Pietro Germi), ante la extrañeza del resto de sus componentes. De entre ellos desde el primer momento descubriremos el desapego que manifiesta el joven Américo (Jean-Paul Belmondo), quien preferirá estar junto  su moribundo pariente en sus últimos instantes de vida –este ha declinado la presencia de sacerdote alguno-, aunque reconozca ante el anciano que no le gusta estar cerca de la misma. La muerte del viejo otorgará la propiedad a Stefano, quien aceptará la oferta de su hermano Ferdinando (Paul Frankeur), efectuando una compra de la misma a cambio de su usufructo, al tiempo que llevándose al muchacho hasta su bodega en Florencia, para ayudarle en las tareas. Américo pronto descubrirá allí la relación extramarital que su tío mantiene con la poco recomendable Beppa (Marcella Valeri), sintiendo en carne propia la mediocridad de la vida provinciana en la que se ha introducido, que pronto decepcionará sus deseos de mostrarse como un joven que reniegue de sus orígenes campesinos, y la intención de encontrar un modo de vida que supere aquel en el que ha estado viviendo hasta entonces. Una noche se atreverá a sisar una pequeña cantidad de dinero a su tío, acercándose a un burdel, en el que conocerá a la joven y bella Bianca (Claudia Cardinalle). Será para él –y también para ella- el inicio de una espiral de dependencia de ambos. Una relación en la que nunca quedará claro si se centra en el deseo carnal y el placer que ambos se profesan –ella por lo general dispone de clientes con los que nunca puede sentir nada, y Américo es un joven atractivo-, o se ha introducido en ella un atisbo de amor.

A partir de ese momento, el joven Casamenti entrará en un terreno autodestructivo, siendo en un momento dado descubierto por su tío, y retornando este a casa de sus padres, donde será sometido a una paliza por pare de Stefano, que en todo momento verá a su hijo con sumo desprecio. Sin embargo, una circunstancia modificará el poco estimulante panorama del muchacho; el ser contratado por la madame del burdel como matón del recinto. Allí ejercerá con propiedad su cometido, pero en todo momento se encontrará presente la pasión que le une a Bianca. Un elemento que tendrá un punto de inflexión cuando sea avisado del hecho de la muerte de su tío. Sin embargo, en esa nueva reunión familiar, Beppa conseguirá que minutos antes de que muera se case con ella, logrando ser depositaria de la herencia, y dejando a toda la familia estupefacta, salvo la marcha de un Américo que mirará a todos sus familiares con disciplencia, asumiendo que quizá su empleo no sea el más recomendable, pero si más lucrativo que el campesinado que conservan sus familiares más cercanos. El retorno a su actividad habitual, y la llegada del carnaval, de manera inesperada exacerbará los sentimientos entre el joven y Bianca, hasta acercarse a la tragedia. Será el principio del fin para un Américo que tendrá en su mano la posibilidad de salvación, a la que renunciará viendo como a la mujer por la que se ha sentido apasionado, en realidad ha decidido dejarlo de lado, iniciando un vía crucis que culminará precisamente en las inmediaciones de esa vieja vivienda rural en la que vivió los primeros años de una vida que pretendió alejar de su futuro.

Se suele invocar, a la hora de hablar de LA VIACCIA, del lujo de su vestuario o el esteticismo posteriormente habitual –y crecientemente molesto- de su realizador. Y no pueden parecerme más desacertadas estas afinidades que se ofrecen tomando como modelo el Luchino Visconti de la época. Y es que aunque su trayectoria posterior fuera en índice decreciente –no sin dejar de legar algunos títulos brillantes-, Bolognini deja bien clara la impronta de un director con personalidad. La sequedad de su escritura, lo opresivo de todo su trazado argumental, los modos esgrimidos a la hora de describir una atmósfera que casi, casi, en ningún momento deja un resquicio al optimismo, dominada por tonos oscuros y sombríos –extraordinaria la fotografía de Leonida Barboni-. En todo momento Bolognini sabe articular el contraste entre los ambientes rurales y –por así decirlo- urbanos  en los que se desarrolla la acción, pero no por ello se registra oscilación alguna en la ruindad de su fauna humana, caracterizada por unos seres insatisfechos, dominados por la alienación inherente a su tiempo, y en donde los campesinos que comanda Stefano se dejan la vida sin parar de trabajar, pero al mismo tiempo los habitantes florentinos que aparecen, se describen como seres casi fantasmales en su deambular diario, con la excepción de esa celebración del carnaval que desencadenará la tragedia.

Nos encontramos con una película repleta de instantes memorables. La dolorosa sinceridad de la conversación postrera del patriarca de los Casamenti con Américo antes de morir, la estremecedora conversación que Bianca mantiene con este en la habitación del prostíbulo, en la que se dilucidará la ausencia de amor entre ambos -que culminará con una agresión por parte de este-, la manera con la que Beppa logra a última hora casarse con Fernandino, que ha decidido aunarse con el consuelo de la religión al verse en las puertas de la muerte, describiendo la ruindad de este al recoger debajo de la baldosa de la cama el dinero que tiene guardado, y la bajeza moral de su recién convertida esposa de guardarse ese dinero, no sin dejar de señalar las veces que lo había fregado.

Esa capacidad para conferir al conjunto del relato de una densidad que inunda todos sus fotogramas, la sensación opresiva que desprenden todos sus fotogramas, el sufrimiento interior que literalmente quema a Américo, y al que el joven Belmondo proporciona unos matices extraordinarios, el acierto general del conjunto del reparto, que parecen ser ellos no personajes, si no seres con entidad propia, o la extraordinaria fuerza que adquiere el fragmento inicial, a partir de la pelea que el protagonista mantiene con el eterno joven aspirante a los servicios de Bianca. Su apuñalamiento y estancia en un hospital, donde sus sentimientos le impedirán consolidar su recuperación. En realidad, en ese momento de estremecedora decepción moral, cuando acuda al prostíbulo y solo vea a la madame contándole que este se cerró por la pelea producida y recomendándole que deje de pensar en su amada –sin decirle ningún dato de donde se encuentra- y la vea al trasluz de una ventana del mismo, el joven entenderá que no le queda ningún asidero vital, regresando con la herida abierta de nuevo hasta el entorno familiar del que renunció, y consumándose en las inmediaciones la trágica culminación de su ciclo vital, expuesto con una fuerza dramática pocas veces igualada en el cine de su tiempo.

Me restan por contemplar algunos de los primeros de los títulos que forjaron el prestigio de Mauro Bolognini –aunque siempre situándolo por detrás de los primeros espadas del cine italiano-. He de señalar que LA VIACCIA puede situarse a la altura de lo mejor de dicha cinematografía en aquellos años tan febriles, y señalar la circunstancia de que el cineasta prolongó en esencia ese planteamiento del poder destructor de la pasión amorosa en la magnífica SENILITA (Senilidad, 1962), que sin llegar a la magnificencia del título que comentamos, se erige en un vigoroso melodrama de ambientación más cercana. Lo cierto es que con esta película, se ha de reconocer una de las cumbres del cine italiano de inicio de los sesenta, dotada de personalidad propia, y revestida en su alma interior de un profundo desgarro emocional.

Calificación: 4