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CINEMA DE PERRA GORDA

Mitchell Leisen

FRENCHMAN’S CREEK (1944, Mitchell Leisen) El pirata y la dama

FRENCHMAN’S CREEK (1944, Mitchell Leisen) El pirata y la dama

Como no podía ser de otro modo, es hasta lógico reconocer la existencia de cierta irregularidad dentro de una filmografía tan prolífica como la desarrollada por el norteamericano Mitchell Leisen. Se trata de un rasgo por otra parte habitual a cualquiera de los realizadores que poblaron el cine hollywoodiense, y es justo traerlo a colación, y al mismo tiempo asumirlo como una circunstancia tan asumible, al tiempo que extenderlo en otras disciplinas artísticas más reconocidas que la cinematográfica. Dicho esto, habría que reconocer que FRENCHMAN’S CREEK (El pirata y la dama, 1944) se encuentra entre los títulos que certifican la relativa irregularidad de la obra de Leisen, admitiendo el hecho que, tratándose de uno de los exponentes que ratifican dicha irregularidad, al mismo tiempo son reveladores de que, incluso en un contexto de inferiores cualidades, el gran realizador de la Paramount sabía plasmar en su obra no solo los elementos de un estilo definido –y hasta muchos años después nunca reconocido-, sino lo que en realidad importa en el terreno de la realización; buen cine.

FRENCHMAN’S… se desarrolla en la Inglaterra del siglo XVII. En dicho contexto, los primeros minutos del film nos predisponen a lo peor, mostrando una chirriante situación de comedia doméstica, en el devenir del matrimonio formado por Harry (Ralph Forbes) y Dona St. Columb (Joan Fontaine). El primero es un noble de pomposo y ridículo aspecto, empeñado en hacer tragar a su mujer a su mejor amigo, el siniestro Lord Rockingham (Basil Rathbone), quien por otro lado apenas se esconde en sus intenciones de seducir a la que es esposa de su supuesto mejor amigo. Será un episodio dominado por ropajes y pelucas ostentosas, que quizá Leisen insertó para marcar un contraste e introducir con la huída de Dona con sus dos pequeños hijos, viajando hasta el palacio que posee en Cornualles. Será la oportunidad que mostrará la película para airearse, acentuar la belleza en la implantación de un Technicolor –responsabilidad de George Barnes y el no acreditado Charles Lang- que impregna a la película de un aura pictórica, presente tanto en las secuencias de exteriores, como en aquellas dominadas por interiores –pienso en la belleza que describen los primeros instantes en los que Dona contempla el interior del palacio, o en la composición en plano general de una cena celebrada poco después de su llegada-. Será un largo fragmento en el que Leisen integra con acierto y sensibilidad ese contraste que supone para nuestra protagonista, insertarse en un nuevo contexto, relajado, alejado por completo de todo aquello que detestaba y representaba en su vida londinense, pudiendo realizarse por completo a la hora de convivir con sus dos pequeños, y ayudado por la inesperada colaboración brindada por el hasta entonces desconocido sirviente William (estupendo Cecil Kellaway). La combinación de interiores y exteriores, el alcance telúrico del fragmento, y la innata capacidad que Leisen demuestra de nuevo a la hora de aplicar unos modos en los que se llega a intuir un cierto alcance feérico –por momentos parece que nos introduzcamos en el sendero de un relato fabulesco-, permiten intuir una de esas deliciosas propuestas en las que su artífice logró configurar los elementos más valiosos de su estilo –con permiso de sus cualidades en el género de la comedia-, entremezclando esa simbiosis de aspectos que le permitieron destacar como uno de los más valiosos cultivadores del romanticismo fílmico en el cine norteamericano de las décadas de los treinta y cuarenta.

Ese aspecto quedará representado en el elemento esencial de la película, el romance que mantendrá nuestra protagonista con un pirata francés –Jean Benoit Auvrey (Arturo de Córdoba)-, cuyo navío se encuentra anclado en la costa que se describe en las inmediaciones del palacio, y cuyas dependencias incluso ha utilizado en la ausencia de su dueña, merced al hecho de que el amable e irónico sirviente, sea al mismo tiempo uno de sus hombres. FRENCHMAN’S… supone, en esencia, la plasmación en imágenes del dilema de una mujer, que en un momento determinado de su existencia se verá en la encrucijada de elegir entre una vida en la que el sentimiento amoroso adquiera un protagonismo absoluto  -representado en el encuentro y la aventura vivida con Auvrey-, o bien asumir la rutina de un matrimonio en el que el cuidado por los hijos condene a nuestra protagonista a un discurrir insatisfactorio, aunque entregada a sus obligaciones como madre. La película, mantendrá ese grado de interés en la manera con la que Dora tiene el primer contacto con el pirata –es capturada por uno de los hombres de este y llevada al barco-, o en la primera cena que ambos tendrán en el palacio, en donde las imágenes mostrarán una cadencia y romanticismo notable, unido al sentido del humor que proporcionarán las intervenciones del tan astuto como lúcido William. En definitiva, la película parece funcionar mucho más cuando se limita a describir y centrarse en su vertiente romántica, antes que a narrar una serie de situaciones arquetípicas, que desmerecen de esa aura que en otros momentos sí alcanza su metraje. Es algo que podremos manifestar en lo casi ridícula que resulta incluso la configuración escénica del navío del pirata,  lo fútiles –e incluso en algún momento poco creíbles, véase la manera tan traída por los pelos que tiene la aparición última de Rockingham ante Dora- que resultan las andanzas que se desarrollan en la función. Situaciones convencionales, que parecen violentar esa sensación de placidez que Leisen incorpora en todo momento en la estrecha relación mantenida entre la dama y un pirata, que en algunas ocasiones el realizador vestirá con ropajes un tanto ridículos –ese diseño que viste en la nave, en el que luce torso desnudo-. Pero al mismo tiempo, unido a esa cierta tendencia kitsch que se aprecia en determinados pasajes, y en la propia configuración de la nave, no se dejan incorporar en ocasiones detalles jugosos, que de alguna manera revelan pinceladas insólitas. Me refiero con ello al instante en que contemplaremos a los piratas vistiendo ropajes de mujer, revelando una costumbre documentada en el comportamiento de estos –algo que el propio Alexander Mackendrick no pudo mostrar como pretendía en su admirable A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965)-.

Así pues, entre un desarrollo argumental que se deja ver con agrado pero que nunca sobrepasa la barrera de lo convencional, una inclinación a instantes de comedia que nunca terminan de cuajar –el tratamiento que se ofrece de personajes como el de Lord Godolphin (Nigel Bruce)-, lo cierto es que la película acusa y al mismo tiempo encuentra su singularidad en ese desequilibrio, que Leisen supo articular con mayor grado de acierto en otras muestras de su filmografía. Las mixturas de géneros que fueron una de sus marcas de fábrica, en esta ocasión no se ofrecen con el mismo grado de equilibrio, intentando sobre todo en sus pasajes finales ofrecer una conclusión que intente justificar el deseo de la protagonista de vivir una vida plena, sin que ello limite aquello que Hollywood podía permitir aquellos años. Bien es cierto que la previsible reacción final de Dora quedará enmarcada en un hermoso travelling de retroceso, que podríamos estimar como símbolo último de una película que lucha en su interior por alcanzar su hueco a la hora de plasmar su conflicto romántico, mientras que gravita sin demasiado atractivo a la hora de narrar una serie de peripecias de escaso interés. En todo caso, y pese a dichas limitaciones, Leisen consigue una cierta placidez a un producto que estoy seguro en otras manos, hubiera caída en una considerable sima de indiferencia.

Calificación: 2’5

CAPTAIN CAREY – U.S.A. (1950, Mitchell Leisen)

CAPTAIN CAREY – U.S.A. (1950, Mitchell Leisen)

El paso de bastantes años, y un seguimiento más o menos persistente para aquellos que pueda decirnos algo el nombre de Mitchell Leisen, nos ha permitido al menos establecernos una visión de conjunto en torno a su dilatada, desigual, pero en su conjunto valiosísima filmografía, en mi opinión personal ha permitido situarlo en la privilegiada atalaya de suponer un primerísimo cineasta. Esa visión ya más detallada, permite contemplar al realizador como un brillante cultivador de la comedia, uno de los cineastas más dotados para el romanticismo cinematográfico, y quizá de forma más concluyente, un hombre de cine que supo aglutinar una especial singularidad en el manejo de diversos resortes genéricos, hasta el punto de que sobre ellos se insertaba una patina no pocas veces ligadas a una peculiarisima mirada fantastique. Obviemos a ese respecto la facil referencia que nos podría brindar DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934), pero en su defecto podríamos aplicar dicho enunciado a la extraña, enfermiza, por momentos irregular, en otros fascinante CAPTAIN CAREY – U.S.A. (1950), que Leisen filmó tras NO MAN OF HER OWN (Mentira latente, 1950) –una propuesta policiaca también imbuida de esa mixtura de géneros, que no me suele atraer tanto como a otros aficionados a causa de su artificio argumental-, y antes de una de sus últimas y más valiosas comedias –THE MATING SEASON (Casado y con dos suegras, 1952)-. Y es quizá el título que comentamos, una de las última manifestaciones que tuvo el realizador de lograr con su relato esa armonía que bajo su mando podía combinar la textura de un thriller, ecos de cine bélicos, el peso de un hecho que ha marcado huella y, por encima de todo, la visión de un contexto para el que parece haberse detenido el tiempo.

La película se inicia en 1944 en la localidad de Orta, surcada por un lago -cerca de Milán- en el norte de Italia, surcada por un lago. En su entorno los paracaidistas norteamericanos se internan con facilidad para boicotear los últimos momentos del gobierno fascista. Entre ellos destaca la figura del capitán Webster Carey (Alan Ladd), cabeza de un grupo de paracaidistas encargado –con la ayuda de los partisanos- de transmitir información a los aliados. Este ha logrado introducirse en el viejo palazzo en donde reside Giulia (Wanda Hendrix), viviendo junto a ella y un compañero suyo la traición que motivará la –en apariencia- aniquilación de esta, y en realidad la de sus soldados, por parte de las tropas nazis, que dejarán a Carey herido de gravedad. Con el paso de apenas tres años, el reencuentro en USA con un cuadro expuesto en la puerta de una galería, procedente de aquel viejo recinto italiano, introducirá en el protagonista la inquietud de quien pudo ejercer como traidor en la dramática circunstancia vivida. La inesperada presencia de ese pequeño y valioso lienzo ejercerá como la plasmación de un sentimiento oculto en su mente, quizá negando el aura de mediocridad que se enseñorea interiormente en su futuro –y que la secuencia muestra muy a las claras, describiendo a una prometida castrante y ausente de cualquier atisbo ilusionante-. Su retorno no solo propiciará en él el vislumbre de una mayúscula sorpresa –el hecho de que Giulia se encontraba con vida-, sino que avivará en Orta el recuerdo de un suceso cuyas consecuencias fueron mucho más cruentas que las que el propio Webster podría imaginar y, sobre todo, se encontraban aún abiertas en el seno de aquella sociedad tan cerrada y anclada en el pasado.

Conocida ante todo por la canción Mona Lisa, original de Jay Livingston y Ray Evans, que logró aquel año el Oscar y que se utiliza en la película con considerable acierto, acentuando en su presencia tanto su melancolía como el carácter que esta adquiría como premonición de inminentes amenazas, lo cierto es que CAPTAIN CAREY – U.S.A. es quizá la última de las ocasiones en las que Leisen logró intercalar esa singular combinación de géneros, que como antes señalaba, constituyeron una de las bases más firmes de su cada vez más indiscutible capacidad como hombre de cine. En esta ocasión, debemos admirar la manera con la que logra introducir al espectador en la trama, articulando con apenas unos apuntes de puesta en escena, por un lado el contexto de inquietud que se vive en el contexto en el que se desarrolla la acción, articulándose de manera admirable el contraste de esa lucha antinazi, dentro de un marco en donde el peso del pasado resulta tan determinante –ese cuarto secreto repleto de obras de arte y, sobre todo, revestido de polvorientos y añejos aromas de antigüedad-. Todos conocemos la mano experta que Leisen demostró en su andadura previa en la Paramount como director artístico. Es probable que fuera en este título de su filmografía, donde de forma más acusada esa inclinación –que tanto le reprochaba con bastante poco acierto Billy Wilder-. Ya en los compases iniciales del film, el canto de la celebrada canción pronto avisará a Carey, Giulia y su camarada, de la llegada de los nazis, dispuestos a interceptar el lugar desde donde envían su información, confirmando la existencia de un traidor, e introduciéndose violentamente en ese contexto. Será un episodio inicial de no muy extensa duración, pero que dejará al espectador hechizado cuando en un simple fundido – encadenado nos traslade a la vida normal de Carey en USA, contemplando ese cuadro que se encontraba con muchos otros en el lugar donde tuvieron lugar los dramáticos acontecimientos. Basado en una novela de Martha Albrand y expuesto en forma de guión por parte de Robert Thoeren, resulta fácil deducir que más allá del hecho físico del retorno de Carey, se esconde un intento desesperado por volver a esa especie de paraíso perdido que para él suponía ese lugar italiano perdido en el mapa, por más que allí viviera sucesos dramáticos. Ese será el primer gran acierto del film, destacando en su discurrir esa percepción a la hora de describir un contexto que aparece casi como perdido en el tiempo. No importa que la localidad se describa a finales de la década de los cuarenta; podía haber sido el mismo marco un siglo antes, y ni siquiera la presencia de carteles anunciando la llegada de la república y la celebración de unas cercanas elecciones –que chirrían de forma deliberada en la recreación de estudio-, nos pueden ocultar una sociedad cerrada, oscura y al mismo tiempo enfermizamente bella. Es por ello que la recreación que Leisen ofrece de aquel marco existencial –ayudado de los escenógrafos Sam Comer y Ray Moyer-, se erigen casi como un auténtico protagonista en el relato. Tendríamos que remontarnos a la magnífica y previa THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel), para encontrarnos con una producción americana en la que el peso de ese pasado sea tan determinante, a través de una reconstrucción que no descuida la importancia de ese palacio dominando el lago, la propia configuración rural de la población, o incluso el anacrónico vestuario que lucirá en todo momento la dueña de la vieja mansión –la condesa Francesca de Cresci (Celia Lovski)-, ataviada de luto con un vestuario totalmente anacrónico e incluso casi fantasmal.

A partir de esos elementos, Leisen logra insertar de nuevo esa extraña poética, ese toque de romanticismo perdido, que tendrá un elemento de inflexión cuando Carey descubra que Giulia no murió en la refriega, aunque se haya casado con el poco recomendable barón Rocco de Graffi (el personaje menos convincente del relato, encarnado además por el siniestro Francis Lederer). Ya tendremos con ello esa combinación que al realizador de HOLD BACK THE DAWN (Si no amaneciera, 1941) le proporcionó tan magníficos resultados, en una nueva muestra que aúna el misterio con el romance, el aura elegíaca de un pasado que por momentos se transmuta en una percepción casi sobrenatural. Esa capacidad innata de Leisen para describir un romanticismo casi enfermizo, tendrá una adecuada demostración en el título que comentamos, que no obviará la presencia de elementos inquietantes –el eco en la población de esa masacre colectiva que provocó la célebre traición, de la que la localidad hizo culpable al ausente Carey-, representado en ese recuerdo siniestro que marca la soga con la que se ajustició a un inocente acusado de traidor, junto a la lápida que recuerda los fusilados por las tropas nazis a raíz de dicha delación. Pero incluso en una película tan inclasificable –y al mismo tiempo tan personal- como la que comentamos, Leisen no se olvidará de introducir toques de comedia, manifestados de manera especial en el episodio en que Carey y Giulia se desplazan hasta Milan para encontrar a un supuesto cliente del hotel de la localidad, entre los que se podría encontrar el mediador del trafico del cuadro que este encontró en USA. Será un breve fragmento que nos demostrará su destreza en un género al que proporcionó –y seguiría haciéndolo de forma inmediata- páginas brillantísimas, describiendo como el recorrido por los milaneses que llevan el apellido buscado, ha llevado a la pareja a adquirir un sinfín de objetos que atiborran su coche, e incluso nos trasladará hasta el recinto donde ensaya un grupo de forzudos bailarines. Sin embargo, junto a la comedia estará detrás ese alcance siniestro y de suspense; un puñal matará de inmediato al jefe de dichos actuantes, cuando estaba a punto de dar datos reveladores a Carey de la persona que propició la venta del cuadro.

Intriga, romanticismo, un pasado que casi se convierte en fantasmal, el eco de una canción que contiene tanta evocación como recuerdo de una amenaza… son elementos que Mitchell Leisen maneja con destreza y delicadeza, quizá solo lastrados en la medida de tener que resolver de forma un tanto apresurada una intriga que precisaba de una duración más extensa –la película apenas sobrepasa los setenta y cinco minutos-. Es probable que esa dilatación hubiera permitido que CAPTAIN CAREY – U.S.A. hubiera quedado como una de las cimas de su cine. Sin llegar a ello, justo es reconocer que su resultado es notable, emergiendo como la última muestra que desarrolló de esa inequívoca y por momentos casi mágica combinación de géneros, que en realidad favorecieron la esencia de su estilo –en este caso sí que sería procedente recurrir a dicho término- cinematográfico.

Calificación: 3

TO EACH HIS OWN (1946, Mitchell Leisen) La vida íntima de Julia Norris

TO EACH HIS OWN (1946, Mitchell Leisen) La vida íntima de Julia Norris

¿Cual es el periodo dorado en la obra de Mitchell Leisen; la década de los treinta o la de los cuarenta? ¿Cuándo llegará el momento de ratificar al fiel realizador de la Paramount como el primerísimo cineasta que fue, pese a la admisible irregularidad de su obra? ¿Hasta qué punto hay que despojar definitivamente de toda validez los despectivos comentarios que sobre su modo de hacer cine plantearon personalidades como Billy Wilder –poco dado a la autocrítica, por otra parte- o Charles Brackett? Estas y otras eran las cuestiones que venían a mi mente cuando, poco a poco, con tanta serenidad como admirable sentido de la progresión, iba disfrutando de TO EACH HIS OWN (La vida íntima de Julia Norris, 1946), sin duda una de las cimas de la filmografía de este sorprendente cineasta, inserta además en un periodo que brindaría títulos tan justamente reconocidos como HOLD BACK THE DAWN (Si no amaneciera, 1941) u otros menos valorados pero igualmente magníficos como GOLDEN EARRINGS (Con las rayas en la mano, 1947) –que sigo considerando el exponente más valioso de cuantos he contemplado de su obra-. Son todos ellos títulos definidos en una notable elegancia, caracterizados por la mixtura de géneros y dominados por una cierta tendencia a insertar marcos o situaciones imposibles, como si en ellos se desafiara el paso del tiempo a través de la fuerza de los sentimientos. Se trata de una de las máximas del melodrama, algo que pusieron en práctica con anterioridad nombres tan ilustres para el género como Murnau, Borzage o McCarey, a los que Mitchell Leisen se sumaría desde una mirada por entero personal, etérea y al mismo tiempo irónica, demostrando que era un personalísimo hombre de cine –no sólo preocupado por el vestuario y los decorados, como afirmaron con tanta gratuidad sus cercanos y críticos colaboradores-, y aplicando una sensibilidad cinematográfica que en el título que nos ocupa, se acerca a los modos de un John M. Stahl. En efecto, TO EACH... deja de lado la aplicación de unos rasgos más o menos elegantes –aunque no los olvide-, inclinándose ante un relato contenido en el que en numerosos momentos –es evidente- se nota la impronta de Charles Brackett. Se trata de una huella que se aprecia en sus instantes iniciales –con el planteamiento desarrollado en ese Londres de periodo de guerra acompañado de cierto tinte irónico,  que poco después servirá como catalizador del flash-back que presidirá el núcleo de su historia central –algo así sucede con la ya mencionada HOLD BACK THE DAWN-.

 

La misma rodea la existencia de una muchacha de provincias –Jody Norris (maravillosa Olivia De Havilland, por la que recibió su primer Oscar a la mejor actriz)-, quien trabaja con su padre en una tienda de una localidad de provincias de principios del siglo XX, consumiendo su juventud abstrayéndose de ligarse a hombre alguno y manteniendo la absoluta convicción de alejarse de cualquier romance, ya que espera la aparición de ese hombre al que amará durante toda su vida. Es algo que, repentinamente, encontrará con la llegada a la localidad del arrogante piloto norteamericano Bart Cosgrove (John Lund). Acudirá a la población de manera desganada para lograr que sus habitantes suscriban bonos de guerra, siendo atendido casualmente por Jody. De repente –y la secuencia en que los dos expresan la pasión de su repentino amor en pleno vuelo, es absolutamente memorable-, se establecerá una relación entre ambos que apenas dudará unas horas, pero que marcará para siempre a nuestra protagonista. La elegancia de la elipsis nos mostrará como esta quedará embarazada del piloto, viviendo muy poco después la tragedia de conocer la muerte de este.

 

Será el detonante que Jody asumirá para mantenerse en su decisión de ser madre, aún comprendiiendo que tal decisión podría costarle la vida. Para ello viajará hasta New York, viviendo en casa de una amiga enfermera, y justificando en su regreso a la población un presunto viaje particular. Pero quedará el problema de cómo integrar a su pequeño hijo y aceptarlo como adoptado, sin despertar las sospechas de una población provinciana y de mentalidad cerrada. Junto a su padre, planteará una situación que poco después revertirá en contra de sus propósitos, ya que su pequeño Gregory finalmente será acogido por parte de Álex (Philip Terry), secreto enamorado de Jody, y Corinne (Mary Anderson).

 

A partir de esta irreversible situación, la protagonista mantendrá su acercamiento al muchacho, hasta que en un momento dado este cariño sea abortado por parte de Corinne, aún sabiendo que esta es su auténtica madre. Una vez fallecido el padre de esta, viajará hasta New York, donde ayudará a otro de sus fieles enamorados, orillándolo en su inclinación por proyectos ligados a la prohibición, planteando juntos un negocio de productos de belleza que les proporcionará una legítima prosperidad. Los años pasan, y finalmente asegurada tras su fortuna, Jody reclamará a Corinne la custodia de su hijo, forzándola con motivos económicos casi insalvables para su matrimonio –se encuentran al borde de la ruina-. Sin embargo, esta decisión no le granjeará el cariño del pequeño, que finalmente retornará en su custodia por parte del matrimonio que lo crió durante sus primeros años. El flash-back culminará y nos llevará al punto de partida de su inicio. En la estación de ferrocarril Jody descubrirá rápidamente a su hijo convertido en soldado aliado –con la misma apariencia del actor John Lund-, al que intentará ayudar en el disfrute de su permiso de guerra. Un apoyo que buscará inconscientemente ofrecerle su amor de madre, pero que estará sometido a mil y un inconvenientes, que llegarán a hacer pensar en ella la absoluta imposibilidad de ese deseado acercamiento al muchacho. Cuando todo parece perdido, la intervención de Lord Desham (un excelente Roland Culver) permitirá en última instancia que ese deseo pueda convertirse realidad.

 

Señalaba al principio de estas líneas, la sensación que me produjo al contemplar TO EACH... de ciertos ecos con el cine de John M. Stahl. Esta apreciación quizá me ha sido acrecentada al haber podido visionado recientemente uno de los títulos más valiosos de Stahl, ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933), con el que el que esta obra de Leisen conserva no pocas semejanzas. En ambos casos se trata de una relación pasional de escasa duración pero perdurable efecto, en las dos películas se plantea la existencia de un niño como fruto de esa brevísima pasión, se expresa asimismo el peso de una sociedad provinciana en contra de dicho embarazo, una paternidad o maternidad no reconocida o asumida. E igualmente –y este es un elemento muy importante en la película que comentamos-, el devenir argumental de TO EACH... marca en un segundo término un recorrido sobre la sociedad norteamericana de las primeras cuatro décadas del siglo XX. Una mirada de algún modo inhabitual en el cine de Leisen, y que en esta ocasión se integra de manera admirable en el conjunto de un relato que parece fluir en un discurrir sereno, en el que el uso de la elipsis alcanza en ocasiones una importancia manifiesta –el cambio de plano que nos traslada a la muerte del padre de Jody-, propiciando su evolución cronológica de manera adecuada. Una traslación argumental en el que la extraordinaria aportación de Olivia De Havilland se erige como un apoyo consustancial, y que poco a poco va confirmando un relato lógico, revestido de giros argumentales que en otras circunstancias podrían resultar totalmente folletinescos, pero que en esta ocasión adquieren una extraña naturalidad, como si ejercieran como rescoldos en un camino que nuestra protagonista deberá vivir de manera irremediable. Un sendero en el que el espectador solo entiende que como conclusión, este deberá concluir con ese deseado momento. Ese reconocimiento final que Jody anhela pero que repetidamente se irá escamoteando como el agua que se derrama por los dedos de la mano, en el recorrido de toda su vida. De nada le valdrá su perseverancia, su cariño demostrado hasta el límite del sacrificio, o haber logrado incluso el triunfo profesional. Todo ello no valdrá de nada a la hora de sentir en carne propia la admiración de ese hijo que nunca la ha conocido ni ha reparado de su existencia, aún cuando ha compartido con ella no pocos momentos de los primeros años de su vida.

 

No será hasta el episodio final, en el que la melancolía y no pocos elementos de comedia brillante tendrán acto de presencia –las situaciones que se viven en ese restaurante en el que el ya crecido Gregory se dispone sorpresivamente a casarse con su novia, merced a los servicios del influyente y atento Lord Desham-, cuando parecerá que Leisen retoma el referente del cine de Frank Capra, ofreciéndonos los matices finales de un cuento de hadas casi, casi, pedido a gritos por el espectador. En pocas ocasiones como la que marca esta excelente película se ha hecho más necesario el happy end. La cuestión no estaba en su planteamiento, sino en la manera como se iba a exponer. De nuevo en esa conclusión absolutamente conmovedora, dos seres que nunca debieron de separarse en sus vidas podrán unirse en el camino, rememorándonos también la conclusión mostrada en el ya citado ONLY YESTERDAY. Una vez más, el mejor cine de Mitchell Leisen nos trasladó a la fuerza de esos sentimientos que, por encima de contratiempos, prejuicios e injusticias, pueden sobrepasar la barrera del tiempo.

 

Calificación: 4

HANDS ACROSS THE TABLE (1935, Mitchell Leisen) Candidata a millonaria

HANDS ACROSS THE TABLE (1935, Mitchell Leisen) Candidata a millonaria

Me sorprende haber leído en algunos comentarios al respecto, calificar HANDS ACROSS THE TABLE (Candidata a millonaria, 1935) como un título “menor” dentro de la rica aportación que Mitchell Leisen brindó al cine norteamericano en la década de los años treinta. Al margen de la sempiterna carga molesta que tiene dicha etiqueta a la hora de calificar con demasiada facilidad la obra de cualquier cineasta, condicionada además por una ya destacada vinculación con un estudio –en este caso la Paramount-, lo cierto es que no puedo más que mostrar mi abierto desacuerdo con esa aseveración, no solo por el hecho de que en este periodo se encuentran títulos del realizador siempre más o menos apreciables, pero indudablemente de menor entidad –como SWING HIGH, SWING LOW (Comenzó en el trópico, 1937)-. Si de verdad me enfrento a esta injusta apreciación, lo hago con la convicción adquirida tras haberla contemplado, de asistir a la que quizá sea la mejor de las comedias que Leisen rodó en esta década tan importante para el género, igualmente valiosa en el conjunto de su propia filmografía. Si, ya se que en este periodo se encuentran referentes más reconocidos y apreciados, como pueden ser EASY LIVING (Una chica afortunada, 1937) o MIDNIGHT (Medianoche, 1939). Sin embargo, no solo me mantengo en esa preferencia, sino que estimo que nos encontramos con la aportación más valiosa que Leisen brindó en el conjunto de su vinculación con la comedia y, más que ello, el título que más influencia ofreció no solo con el posterior discurrir de su filmografía, sino con los derroteros futuros que la comedia romántica adquiriría en el contexto del cine norteamericano.

 

Intentaré argumentar mis afirmaciones, pero de entrada me gustaría señalar la sorpresa que me produce el hecho de que la película que comentamos, sea reconocida fundamentalmente por ofrecer una inversión en la importancia de los roles de pareja, dejando en primacía al femenino. No voy a entrar a discutir la misma, pero lo que realmente me interesa destacar en el film de Leisen, es el hecho de resultar prácticamente una auténtica precursora en los rasgos y elementos que configurarán los mejores exponentes de esa vertiente melodramática del género, que tan popular se mostraría desde pocos años después. Y es que, no conviene olvidarlo, nos encontramos ante un producto rodado en 1935, referencia que se tiene que tener en cuenta en todo momento al reconocer que prácticamente el cine norteamericano no se encontraba en absoluto acostumbrado a comedias que incidieran de manera especial en su vertiente dramática. No cabe duda que esa manera de entender las relaciones humanas, que iban de la plasmación de una absoluta felicidad a su confrontación con elementos dramáticos, tuvieron su mejor caldo de cultivo en las mejores obras norteamericanas de realizadores como F. W. Murnau, Frank Borzage o Paul Fejos. Sin embargo, con la llegada del sonoro aquella sincera manifestación de las relaciones afectivas, tuvieron una rémora en su plasmación en la pantalla, y más aún en un género como la comedia, que en los primeros años treinta incurrió de manera específica en su vertiente más puramente cómica. De hecho, no será hasta la segunda mitad de dicha década cuando realizadores como George Cukor y, especialmente, Leo McCarey, consoliden esa vertiente, que fue prolongada décadas después por realizadores como Richard Quine, Stanley Donen o Blake Edwards. Quizá en este tan sucinto repaso, haya dejado deliberadamente de lado la figura –fundamental para el género- de Ernst Lubitsch. Y lo hago en la medida que nunca en el cineasta alemán esta vertiente adquirió una especial importancia. Ello no evitaría, a mi juicio, reconocer que algunos de sus títulos epigonales se integren con pertinencia en esta vertiente, entre ellos el que a mi modo de ver se ofrece como su obra cumbre; THE SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940).

 

Disculpando de antemano esta extensa digresión, justifico la misma al objeto de explicar la importancia histórica que a mi modo de ver alcanza esta espléndida HANDS ACROSS... abriendo caminos muy pronto explorados por los cineastas antes citados, y discurriendo su desarrollo por un frágil pero al mismo tiempo delicado equilibrio entre la comedia y el drama. Un eje bajo cuyo discurrir, con el paso del tiempo, se han desarrollado buena parte de las mejores comedias románticas de la historia del cine. Esa sensación de amar a alguien a quien no ves capaz de corresponder en el sentimiento por ti depositado, la presencia de un triángulo amoroso, la sinceridad que emanan determinados tiempos muertos, que nos dicen más de los personajes que comparten el encuadre que cualquier acción que estos puedan desarrollar, son rasgos que se encuentran plenamente codificados y aplicados de manera casi ejemplar en la que supuso la primera colaboración de Leisen con la extraordinaria Carole Lombard –que realiza en esta película uno de los trabajos más hondos y versátiles de su no demasiado extensa carrera-.

 

Regi Allen (Lombard) es una joven esteticién de extracción obrera, empeñada en considerar la importancia absoluta del dinero para el disfrute de la existencia, anhelando la quimera de casarse con un hombre adinerado que pueda colmar sus ilusiones. De manera casi sorprendente, de la noche a la mañana surgirán ante ella dos pretendientes que entran de lleno en dichas características. Por un lado se encuentra el ya relativamente maduro galán Allen Macklyn (Ralph Bellamy), un hombre elegante y bondadoso que se encuentra postrado en una silla de ruedas tras sufrir tiempo atrás un accidente de aviación. Por otro lado, tendremos al joven, alocado y finalmente diletante Theodore Drew III (Fred McMurray), hijo de un hombre de enorme fortuna, que se encuentra a punto de casarse con otra rica joven. Sin embargo, Drew en el fondo es un muchacho sin futuro ni capacidad para trabajar, del que Regi ha caído rendida dado su encanto personal, y sin saber que este estaba comprometido con un cercano matrimonio –el instante en el que la joven descubre de labios de un adormilado Drew esta noticia, es sin duda uno de los momentos de mayor intensidad dramática del film-.

 

De esta manera, curiosamente, la intención de los dos enamorados –sin pretenderlo- vulnerará la intención de ambos de poder formalizar su matrimonio con personas que representaran sus intereses. Elementos como ese, los precisos apuntes sociales que el film marca en torno a la influencia de la depresión norteamericana, hablan bien a las claras de esa capacidad de Leisen para imbricar fórmulas hasta entonces casi inéditas en el cine de su tiempo, adelantándose de manera aún no reconocida a un sendero muy poco después frecuentado por los cineastas antes señalados. Hay en la película una enorme capacidad naturalista a la hora de plasmar el devenir de sus personajes. La cámara de Leisen sabe situarse en el lugar oportuno, logra una enorme capacidad para dotar a los planos de la duración adecuada y, sobre todo, se implica hasta las entrañas en las ilusiones y sufrimientos de todos ellos, contagiando al espectador del cariño con que trata sus en ocasiones pueriles andanzas. Pero junto a ello, la película muestra una inusual delicadeza a la hora de plasmar el dolor de un amor no correspondido, mostrado en esta ocasión en el personaje que interpreta con especial sensibilidad Ralph Bellamy.

 

Quizá en la visión que de la película se tuviera en su momento, detalles como los que voy a señalar carecieran de importancia, pero el propio devenir del arte cinematográfico otorga en ocasiones un interés suplementario, a varios de los elementos que se integran en esta espléndida comedia dramática ¿No podría establecerse una similitud entre la condición del personaje que encarna Ralph Bellamy, y la condición de paralíticas que adquieren finalmente las protagonistas femeninas de las dos versiones de LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939) y AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957), ambas de Leo McCarey? ¿No les recordó en algún momento la presencia de ese gato sobre el que se desahoga Regi en su modesta vivienda, el felino que acompañaba a Audrey Hepburn en la célebre BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1960. Blake Edwards). Unamos a estas circunstancias, la presencia como guionista del experto comediógrafo Norman Krasna y, sobre todo, el recurso de la escritora Viña Delmar –autora del argumento que sirvió de base la excelente MAKE WAY FOR TOMORROW (1937) también del fundamental Leo McCarey.

 

Esta capacidad para dosificar y administrar con exquisito equilibrio esos elementos que desde entonces han formado parte indisoluble de la comedia romántica en el seno del cine norteamericano, no reducen al film de Leisen a una simple condición de referente más o menos arqueológico. Por el contrario, sus imágenes sencillas, precisas, sinceras y siempre planteadas al nivel de los sentimientos de sus protagonistas, adquieren más de siete décadas después de su realización una franqueza inusitada. Pero no me gustaría, para finalizar estas apresuradas líneas señalar que esa inclinación por una faceta sentimental, que el propio Leisen adoptaría algunos años después en dos de sus mejores obras –REMEMBER THE NIGHT (Recuerdo de una noche, 1940) y HOLD BACK THE DAWN (Si no amaneciera, 1941)-, en modo alguno impiden la presencia de constantes apuntes humorísticos, insertados, eso sí, con tal justeza y grado de equilibrio, que en modo alguno reducen el alcance dramático de la propuesta. Entre ello, no me gustaría dejar de destacar la catastrófica sesión de manicura que Regi realiza a Drew, dejándole casi todos sus dedos con tiritas, la manera con la que en apenas un par de pinceladas –la cámara descubre a la sirvienta vistiendo el abrigo de pieles de su ama, mirándose al espejo- describe la detestable personalidad de los criados de la prometida de Theodore, lo punzante de buena parte de sus diálogos, o la divertida secuencia en la que Regi simula ante Theo ser una operadora de teléfono.

 

En definitiva, HANDS ACROSS THE TABLE es una magnífica comedia, absolutamente integrada en el cine de su tiempo pero que de forma paralela –y es algo que convendría ya dar por sentado-, sirvió como avanzadilla para una concepción más inclinada al melodrama en el género, que muy pronto sería uno de los referentes más apreciados en Hollywood.

 

Calificación: 3’5

DEATH TAKES A HOLIDAY (1934, Mitchell Leisen) La muerte en vacaciones

DEATH TAKES A HOLIDAY (1934, Mitchell Leisen) La muerte en vacaciones

En el recuerdo de cada aficionado quedan imágenes en la retina que de pequeño te impresionaron. Instantes que con el paso de los años uno comprueba que “no eran para tanto”, pero que solo por el hecho de haber provocado esa circunstancia quizá por casualidad, quedan en la memoria. En mi experiencia particular, podría citar el cuadro que proyectaba el lado oscuro de Vincent Price en THE HAUNTED PALACE (1963, Roger Corman), la manifestación energética del diablo con que concluía QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967. Roy Ward Baker), el primer plano amenazador de Raymond Massey en la por otro lado delirante ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Cpara)… y también el primer plano de Fredrich March en DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen), en donde dejaba mostrar a una impresionada invitada su verdadera personalidad.

 

Valga esta digresión tan personal a la hora de comentar un título que hace unos pocos años sufrió una adaptación cinematográfica puesta al servicio del palmito de Brad Pitt –y que ha quedado como una de sus menos afortunadas producciones estelares; la interminable MEET JOE BLACK? (¿Conoces a Joe Black?, 1998. Martin Brest)-. Al menos esta reciente adaptación de la obra teatral de Alberto Casella, vino de alguna manera a reconocer la vigencia de la que fué una de las primeras realizaciones del conocido realizador de la Paramount, Mitchell Leisen. Un margen de tiempo lo suficientemente amplio como para que su figura evolucionara del éxito inmediato de su obra, un posterior olvido e incluso desprecio –en buena medida a cargo de las desafortunadas declaraciones de Billy Wilder-, y una más cercana reconsideración de su dilatada andadura. Una recapitulación que, bien es cierto, obligaría a admitir una cierta irregularidad –elemento este por otra parte extensible a la gran mayoría de cuantos realizadores estuvieron a cargo de los grandes estudios-, pero que al mismo tiempo ha dejado probada la elegancia, experiencia, e incluso maestría, con la que mostró sus altas capacidades para la comedia y el melodrama, e incluso, como no pocos comentaristas han señalado en más de una ocasión, para la aplicación de extrañas mezclas de género, en las que Leisen parecía desenvolverse a las mil maravillas –una de las cuales sería GOLDEN EARINGS (En las rayas de la mano, 1947), que sigo considerando la mejor de cuantas películas suyas he tenido ocasión de contemplar-. Buena prueba de esta capacidad para alternar facetas de varios géneros –los antes citados junto al fantastique, e incluso con algunos elementos procedentes de la opereta-, se dan cita en esta insólita, atractiva, fascinante y algo teatralizante DEATH… a la que el paso de los años es evidente ha relevado del injusto olvido, hasta erigirse como un título de culto dentro de las propuestas que el cine fantástico plasmó en esa década de los años treinta, que aún muchos siguen identificando únicamente con la producción de la Universal –y ahí estarían las aportaciones de la Paramount en ese mismo periodo, para atestiguar esta diversidad-.

 

El film de Leisen tiene un elemento a su favor, que en buena medida nos lleva a dejar en segundo término sus debilidades –que las tiene-; está realizado con una enorme convicción. Se palpa y se siente el hecho de creer en lo que se hace, supeditando todos los elementos de su puesta en escena, escenografía, interpretación, iluminación, al servicio de una historia indudablemente atractiva, y que al mismo tiempo se hubiera prestado a un resultado risible. Sin embargo, tanto Leisen como los matices del guión de Maxwell Anderson inciden en una implicación tan profunda del material de partida, hasta el punto de trasladar a la pantalla una sensación tan difícil de plasmar en la pantalla, como es la de hacernos casi “respirar” la llegada de lo sobrenatural. Es algo que acontecerá a los acartonados invitados de “Villa Felicita”, una lujosa mansión de la que es propietario su anfitrión, el duque Lambert (Guy Standing). Allí se reunirán un pequeño número de seres de diferentes edades, unidos por su condición acomodada,  llegando hasta allí la encarnación humana de la muerte, investida bajo los atributos del –presuntamente- desaparecido príncipe Sirki (Fredric March). La personalidad de la parca anunciará previamente a Lambert su incorporación, pidiéndole la máxima colaboración para su –por así decirlo- experimentación de los terrores, anhelos y miserias del ser humano, todos ellos relacionados finalmente con el miedo atávico a lo desconocido, más que a la interrupción total de la existencia –sería mucho pedir, que en plenos años treinta se planteara por parte del cine USA una mirada que contemplara la nada “post mortem”-. A partir de dicho encuentro, Sirki / la muerte, conocerá algunos de los placeres mundanos de la existencia –como pudiera ser degustar un vino-, y su presencia en la tierra provocará un descanso total en su actividad, permitiendo que nadie muera en esos tres días que se encuentra encarnado en el ámbito de la humanidad –una faceta creo no demasiado bien explorada, en la medida que podría haber planteado una reflexión sobre la inevitabilidad de la mortalidad como eterno flujo de vida en nuestro mundo-. Según se va acercando el pequeño periodo de experiencia, la muerte echará de menos lo que finalmente intuirá es la máxima razón de ser de la existencia; el amor.

 

Dentro de ese lejano sentimiento de parábola cristiana –en algún momento la presencia humana de la muerte se antoja una reedición de la encarnación de Cristo-, se sentirá en carne propia la angustia de su partida al mas allá, no por el hecho de experimentar algo que en definitiva conoce, sino por no haber saboreado aquello que, en última instancia, proporciona el mayor de los anhelos de la existencia terrenal. Finalmente, encontrará esa sed de ser amado por encima de cualquier otra circunstancia, de manos de la joven y sensible Grazia (Evelyn Venable), una mujer dotada de una especial sensibilidad que desde el primer momento, incluso antes de que este se encarnara, sintió en su alma la necesidad de un sentimiento que no le proporcionaba ninguna persona de su entorno. Ni siquiera su estimado Corrado (Kent Taylor), quien en todo momento la ama y mima, y por quien siente una gran estima, aunque jamás para corresponderle o convertirse en su esposa.

 

Como se puede detectar DEATH TAKES… necesitaba de una enorme capacidad ensoñadora para poder trasladar estos aparentemente descabellados planteamientos a través de la vitalidad cinematográfica. Afortunadamente así sucede. Leisen sabe aprovechar de manera magnífica la escenografía, especialmente en las secuencias de interiores, que por lo general adquieren una textura, profundidad de campo y capacidad evocadora que, por momentos, parecen resultar un precedente de L’ANNÉE DERNIÈRE À MARIEMBAD (El año pasado en Mariembad, 1961. Alain Resnais). A ello conviene destacar por un lado los sutiles matices de comedia que proporcionan los diálogos de Sirki en sus conversaciones con los mundanos residentes de Villa Felicita, en donde las alusiones a su perspectiva de lo efímero de las ansiedades y luchas de los mortales, adquieren una capacidad reflexiva a la que apoyan los matices proporcionados por March en su interpretación. Pero por encima de todo ello, a mi juicio la gran protagonista del film, la que finalmente logra con su presencia, sus evocaciones, las muestras de su sensibilidad, catalizar y dar la verdadera fuerza centrífuga al relato, lo constituye la perfecta, libre y sentida composición de ese retrato de Grazia, que parece revelarse contra la impostura de una existencia dominada por luchas y prejuicios –especialmente marcados por el entorno de clase alta definidos en el relato-, decidiéndose por la autenticidad y hasta el riesgo que le proporciona ese extraño y fascinante personaje, al que incluso antes de aparecer ya ha sentido en el interior de su acusada sensibilidad, y con el que se marchará finalmente en medio de una lluvia de pétalos, impregnada de felicidad, y aunque ello le lleve a separarse de sus seres queridos, hasta encontrarlos en otra dimensión de la existencia.

 

Bellísima conclusión para esta brillante película, a la que sin embargo no puedo considerar un título redondo en la medida que en ciertas secuencias los resabios de teatralidad no quedan lo suficientemente resueltos. Y cuando me refiero a ello no hablo de estatismo visual –en líneas generales, Leisen sabe casi en todo momento dotar de espesura cinematográfica al relato-, sino fundamentalmente a ciertos diálogos –por ejemplo los del primer encuentro entre la muerte y Lambert, o algunos otros en donde los convencionalismos de sus estereotipados personajes tienen excesiva presencia-, en donde la carpintería de sus afrimaciones creo que no ha soportado demasiado bien el paso de los años. Ello no impide situar esta película como un exponente valioso en la andadura de un director prolijo en obras de interés, al tiempo que definirla como una insólita propuesta fantastique que es evidente inspiró algunos pasajes de la posterior –y por mí bastante estimada- THE MASK OF THE RED DEATH (La máscara de la muerte roja, 1964. Roger Corman).

 

Calificación: 3

SWING HIGH, SWING LOW (1937, Mitchell Leisen) Comenzó en el trópico

SWING HIGH, SWING LOW (1937, Mitchell Leisen) Comenzó en el trópico

Para cualquier interesado en la previsible personalidad que pudiera mostrar la trayectoria de Mitchell Leisen como realizador cinematográfico, es indudable que la visión de SWING HIGH, SWING LOW (Comenzó en el trópico, 1937) puede proporcionar motivos para el regocijo. Satisfacción en definitiva por encontrar en el desarrollo de esta comedia melodramática, elementos que se irían reiterando en posteriores títulos del director –generalmente centrados en su larga vinculación con la Paramount-. Detalles como la recurrencia a marcos geográficos definidos por su exotismo –DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934), HOLD BACK THE DAWN (Si no amaneciera, 1941), MASQUERADE IN MEXICO (Mascarada en México, 45), GOLDEN EARRINGS (En las rayas de la mano, 1948)…-, o el experto dominio de la modulación entre comedia y melodrama –la ya citada HOLD BACK…, REMEMBER THE NIGHT (Recuerdo de una noche, 1940)…-. Es indudable que pese a su relativo primitivismo, un rasgo este utilizado en la medida que nos encontramos ante un título cuyas cualidades resultan únicamente esbozadas, en comparación de otros posteriores más modulados en esa sutiliza para la combinación de ambos géneros, se pueden reconocer rasgos de estilo que ratifiquen la personalidad de un cineasta tan cuestionado por gentes como Billy Wilder –quién trabajó para él en calidad de guionista-.

 

Nos encontramos en el desplazamiento de un crucero por el canal de Panamá. En tan insólito lugar y de forma no menos insólita, se conocerán Maggie (Carole Lombard) y Skid (Fred McMurray). Ella ha simulado ser un peluquera y él se va a despedir como soldado. Ambos disfrutarán de su primera noche juntos, que finalizará en una reyerta e impedirá a Maggie llegar hasta New York, por lo que tendrá que residir en la casa de Skid y un amigo personal de este; Harry (Charles Butterworth). Ambos tendrán que sobrevivir trabajando en un desvencijado club de Panama, regentado por Ella (espléndida Jean Dixon). Allí podrán prosperar levemente, la joven trabajando como corista y él como trompetista, desarrollando ambos un número conjunto. Para Skid se le brindará de forma repentina la oportunidad de desarrollar una andadura exitosa como trompetista en un conocido club de New York. Alentado por Maggie –con quien se ha casado recientemente-, accederá a viajar hasta allí en la búsqueda de una mayor establidad profesional y económica para ambos. Lo que se vaticina como un futuro optimista, muy pronto devendrá en tintes negativos para la relación de los dos esposos, ya que en el club donde Skid logra un éxito notable se encuentra en cartel Anita Álvarez (Dorothy Lamour), procedente igualmente del club de Panama donde este actuaba. Como antigua amiga de este, logrará engatusarlo y hacerle olvidar de su esposa. Esta, comprobando en carne propia la dificultad de la ausencia del ser querido, viajará hasta la metrópoli norteamericana, donde podrá comprobar con gran dolor, y basándose en una situación equívoca, que este se encuentra ligado a Anita. A partir de ello, decidirá divorciarse de él y formalizar su compromiso con un acaudalado y antiguo amigo de esta. La situación llevará a la ruina moral y física de Skid, que quedará abandonado por todos y totalmente desmoralizado en su estado físico y moral –incluso será rechazado cuando decide alistarse en el ejército-. Sin embargo, la fuerza del amor es la que llevará a Maggie a su reencuentro con el degradado y efímero trompetista, cuando este se encuentra destrozado anímicamente, a la hora de protagonizar un revival radiofónico que podría rehabilitar su pasado.

 

No voy a ocultarlo. Creo que al resultado final de SWING HIGH… le falta duración –algo totalmente opuesto al cine de nuestros días-. Poco más de ochenta minutos –al parecer, se practicaron varios cortes a la duración original-, suponen un handicap de salida a la hora de desarrollar una historia –basada en una obra de teatro-, basada en buena medida en la oposición de sus elementos de comedia –algunos de ello claramente slapstick-, con aquellos en donde la inflexión melodramática es más acusada. El film de Leisen tiene bastantes agujeros argumentales, basados fundamentalmente en el enorme cúmulo de casualidades que pueblan su metraje. Por citar unos pocos ejemplos, haremos referencia a la llamada que Maggie realiza a la habitación del hotel en donde reside Anita, y que es recogida por un borracho Skid, o el encuentro casi final que se produce entre este, vagando por un New York nevado, con su antiguo compañero Harry que, “casualmente” lo había buscado unos minutos antes a un local donde este ha ido a buscar infructuosamente trabajo. Vista desde este punto de vista, lo cierto es que el resultado no adquiere ese difícil concepto de la “credibilidad cinematográfica”.

 

Pero junto a esta nada oculta limitación, lo cierto es que el discurrir del metraje de SWING HIGH… muestra esa innata cualidad de Leisen para modular la difícil inflexión entre la comedia y el melodrama, que en esta ocasión se ofrece quizá en la ausencia de un conjunto sin la armonía de otros títulos de su filmografía, pero que de forma aislada logran plasmar ese brillo del cineasta. Secuencias que en la vertiente cómica, muestran momentos tan divertidos y absurdos como las inútiles maniobras de Skid y Harry con el camastro que enturbia la entrada de su deprimente garito, el momento previo del juicio tras la pelea inicial, o las maniobras con el gallo que Skid ha adquirido perdiendo el poco dinero que poseía al empeñar su trompeta, y que logra recuperarse de sus heridas al sentir el aroma de un oscuro perfume poseen, más incluso que su efectividad cómica, una rara sensación de autenticidad poco apreciadas en nuestros días. Junto a ello, nos encontramos secuencias y momentos en los que la delicadeza de Leisen se muestra en todo su esplendor, como puede ser en la misma configuración del encuadre de la boda de Skip y Maggie, o en todos aquellos instantes en donde las oscilaciones de la relación de ambos dominan la segunda mitad de la película, teniendo un especial hincapié en los instantes finales, cuya intensidad por momentos nos hacen evocar al gran especialista en esta dualidad genérica, el siempre evocado Leo McCarey. Si a ello unimos la química que se establece entre la magnífica Carole Lombard y el joven Fred McMurray, la perfecta definición que alcanzan los personajes secundarios de Harry –este en la vertiente cómica y la aparentemente dura pero en el fondo humana y veterana Ella, podremos finalmente concluir en la eficacia de esta interesante propuesta, que si bien en primera instancia no cabría incluir entre los grandes logros de su director, nadie puede negar que a través de ella se puede indagar en las posibilidades y rasgos de estilo que llevaron a su director a ser uno de los exponentes más valiosos de la comedia y el melodrama en el cine norteamericano de la década de los cuarenta.

 

Calificación: 2’5

THE MATING SEASON (1951, Mitchell Leisen) Casado y con dos suegras

THE MATING SEASON (1951, Mitchell Leisen) Casado y con dos suegras

Pocas eran las películas que restaban por realizar a Mitchell Leisen en su considerable trayectoria cinematográfica, cuando en 1951 firmó THE MATING SEASON (Casado y con dos suegras). Años después su andadura profesional se introduciría en una dilatada experiencia televisiva que incluso le llevaría a dirigir episodios de series vinculadas al fantastique tan conocidas como THE TWILIGHT ZONE o THRILLER. Pero a tenor de las características y cualidades que definen el título que nos ocupa, lo cierto es que podemos señalar que su talento como artífice de elegantes comedias y melodramas se encontraba en un óptimo momento.

Una vez más vinculado a la Paramount -estudio en el que desarrolló la mayor parte de su carrera-, en esta ocasión trasladó en imágenes un guión en el que colaboró el conocido Charles Brackett, narrando la extraña situación que se produce en el entorno de Val McNulty (John Lund), cuando repentinamente se ve unido a la bella Maggie (Gene Tierney). Poco después de su encuentro se disponen a casarse, coincidiendo la boda con la llegada de la madre del primero –Ellen (Thelma Ritter)-. Esta acudirá junto a su hijo al perder su puesto de hamburguesas debido a las deudas acumuladas con el banco, pero finalmente se resistirá a estar presente en el enlace, al comprender que la novia procede de un entorno social más elevado del que ella representa. Algún tiempo después, y cuando la normalidad se ha recuperado en el matrimonio McNulty, Ellen se introducirá en la vida doméstica de la pareja, al ser confundida como una sirvienta que la joven esposa había solicitado a una agencia. Pese a la sorpresa del hijo al verla desempeñando este papel, su madre le pedirá que no revele su auténtica identidad a Maggie, integrándose en la andadura cotidiana de la pareja, que se irá enturbiando progresivamente por la incidencia que en ella provocan por un lado el hijo del jefe de la empresa en la que trabaja Val –George Kalenger Jr. (James Lorimer)-, nada oculto enamorado de Maggie, y por otro la madre de la propia Maggie –Fran (Miriam Hopkins)-, una mujer insoportable que solo busca la disolución del recientemente instaurado matrimonio. Por su parte, Ellen hará todo lo posible por preservar el buen devenir de la andadura de la pareja, aunque este celo en un determinado momento no hará más que provocar el enfrentamiento más acentuado entre los cónyuges.

Si hay un elemento que defina el carácter de esta comedia, es sin duda el de su pasmosa naturalidad. THE MATING SEASON se caracteriza por la ausencia de momentos álgidos, por un cierto intimismo en su desarrollo –por ejemplo, podemos observar una casi total ausencia de banda sonora en sus imágenes-, que sin duda le proporciona una especial definición. Todo ello cobra mayor importancia al subrayar el entorno en que se ubica este título de Leisen. Nos encontramos a principios de la década de los cincuenta, cuando estamos en un desafortunado impasse de la comedia cinematográfica norteamericana. Se trata de unos años en los que el género se encuentra sin exponentes dignos de ser reseñados, y poco antes de que se consoliden las aportaciones de Billy Wilder, y debuten -iniciando su aportación en esta vertiente-, Stanley Donen, Frank Tashlin, Richard Quine o Blake Edwards, propiciando el último gran periodo de esplendor de la comedia a partir de la segunda mitad de aquella década. Algo hay de ello en esta película, cuando en secuencias como la de la fiesta que ofrecen los McNulty se despliega un adelanto de ese feeling que caracterizará esa venidera comedia de Hollywood, o en el plano casi final de una Thelma Ritter caminando bajo la lluvia se anticipara inesperadamente la secuencia más famosa de la inmediatamente posterior SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 1952. Stanley Donen y Gene Kelly).

Pero más allá de estos elementos de afinidad, creo que habría que ligar el film de Leisen con ese conjunto de comedias que por aquellos años firmaron realizadores como George Cukor para la Columbia –THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), BORN YESTERDAY (Nacida ayer, 1950), IT SHOULD HAPPEN TO YOU (Una rubia fenómeno, 1954)- o incluso el primerizo Richard Quine de THE SOLID GOLD CADILLAC (Un cadillac de oro macizo, 1956). En aquellos casos los títulos se encontraban al servicio de la actriz cómica Judy Holliday, mientras que en el que nos ocupa el elemento más o menos cómico se ofrece a la veterana y estupenda Thelma Ritter. Pero incluso en esa vertiente, THE MATTING… destaca por formular una crónica sobria y contenida, por momentos escorada hacia el melodrama, en la que destaca una vez más la inteligente utilización del espacio escénico por parte de un Leisen sobradamente curtido en la dirección artística –a lo que habría que destacar el apoyo de la excelente iluminación y fotografía en blanco y negro ofrecida por el especialista en el género Charles Lang-, en la que el uso del detalle a la hora de cerrar o abrir algunas de sus secuencias denota el sentido visual de su puesta en escena, y en donde brilla el retrato de personajes que están a punto de bordear la caricatura, sin que por fortuna este rasgo anule su autenticidad –es el caso de la madre de Maggie-. Leisen logra hacer creíbles situaciones tan difíciles de plasmar con acierto en la película, como el equívoco que convertirá a la madre de Val en la cocinera contratada por Maggie, o las situaciones que impiden que la primera pueda contactar con su hijo durante el desarrollo de la fiesta. Y, por último, sabe incorporar personajes tan atractivos como el de Kalenger Sr. (un estupendo Larry Keating), que permitirá cerrar esta película con una llamada a la esperanza en la utilidad de la veterana Ellen, que definitivamente revela su auténtica identidad, permite que su hijo se reconcilie con su esposa, y planta cara a su insufrible consuegra.

Medida, de ritmo sostenido y definida en un acertado timming, una espléndida dirección de actores, y una mirada sutil sobre la autenticidad en las relaciones humanas, THE MATING SEASON es una muestra tardía pero valiosa, en la aportación de uno de los talentos más singulares -y todavía infravalorados- con que contó la comedia americana en sus años de esplendor; Mitchell Leisen.

Calificación: 3

NO TIME FOR LOVE (1943, Mitchell Leisen) No hay tiempo para amar

NO TIME FOR LOVE (1943, Mitchell Leisen) No hay tiempo para amar

Prolongando una trayectoria lo suficientemente sólida y exitosa dentro del ámbito de la comedia, Mitchell Leisen acomete con NO TIME FOR LOVE (1943) –en España traducida literalmente NO HAY TIEMPO PARA AMAR-, una nueva vuelta de tuerca en la fórmula de la comedia screewall, para lo cual retomó un guión del experto comediógrafo Claude Binyon, y utilizando una pareja de intérpretes ya especializados en el género y con los que Leisen había trabajado ya en diversas ocasiones. Evidentemente, con unos ingredientes tan sólidos, la experta mano del realizador y lo favorecedor del look de la Paramount, era casi imposible que el resultado no fuera positivo. Aún así hay que reconocer que pese a ser un título francamente agradable, en sus costuras se deja entrever cierto desgaste de unas fórmulas que ya acusaban una reiteración de modelos que ciertamente poco podían aportar ya de nuevo a un género que se agotaba en sus fórmulas.

Katherine Grant (Claudette Colbert) es una fotógrafa artística que lleva en jaque el responsable de un magazine de Nueva York. Como ella es la amante de su director no tiene más remedio que aceptarla pese a que su modo de realizar las imágenes difieren notablemente del criterio de la publicación. Para intentar que ella se adapte a las necesidades de la misma el redactor jefe la manda a realizar un reportaje en la obra subterránea que están realizando unos obreros bajo el río Hudson para lograr configurar unos túneles. Allí la fotógrafa provoca con su presencia el alboroto de los trabajadores –que señalan que su presencia es un augurio de mala suerte-, aunque finalmente logre salvar la vida de Jim Ryan (Fred MacMurray), uno de los ellos. En su marcha, Katherine se deja en el subsuelo parte de su equipo fotográfico. La inesperada publicación de algunas de las fotos en las que Ryan está trabajando, provocan una suspensión de empleo y sueldo de este, quien visita a la fotógrafa para entregarle el elemento que se había dejado y al mismo tiempo mostrarle su queja por lo sucedido.

Su evidente rudeza no impedirá que ella se sienta atraída hacia él y le ofrezca un empleo de ayudante. A partir de ahí se iniciarán diversas andanzas entre ambos que pondrán de manifiesto la evidente disparidad de su educación y modales. Sin embargo y pese a estas divergencias se irá desarrollando una mutua atracción que se interrumpirá precisamente en el momento en el que ambos se sinceraban en sus sentimientos. La inoportuna intervención de la hermana de ella provocará que tras la brusca ruptura de ambos, Jim retorne a la obra. Allí intentará poner en practica una nueva máquina que impida la proliferación de lodos que han puesto a prueba la continuidad de la culminación del túnel. Katherine asistirá como reportera gráfica a la presentación de esta nueva máquina y logrará esconderse y ser testigo involuntaria tanto de su eficacia como de la repentinas aparición de nuevos lodos. A consecuencia de estas inundaciones de barro el ayuntamiento suspenderá las obras, pero la fotógrafa logrará demostrar la eficacia de la máquina creada por Jim, aunque las pruebas ante las autoridades se encuentren en las fotografías que ha logrado hacer y que se han quedado encerradas entre los barros en la zona de pie de obra. Acompañada por el atildado Roger (Richard Haydn) arriesgará su vida logrando regresar hasta el peligroso recinto y recuperando las fotos que le permitirán persuadir a las autoridades municipales de la eficacia de la nueva maquinaria. Ha pasado cierto tiempo; Jim es el encargado de la continuidad de ese túnel y Katharine se va a prometer en matrimonio con su antiguo amante, el director del magazine. La sincera relación que mantuvieron la fotógrafa y el antiguo obrero ha sido pasto del olvido. No obstante la intercesión de Roger demostrará que realmente la misma estaba solamente adormecida por el resentimiento.

NO TIME FOR LOVE tiene un inicio muy ingenioso. Sus títulos de crédito se ubican sobre las placas y posteriores revelados fotográficos que realiza la que pronto veremos es la protagonista. A continuación se enlaza con rapidez con el primer punto de conflicto de su personaje, elemento que implica al espectador a interesarse por lo visto. Evidentemente, la película de Leisen se centra en la clásica “guerra de los sexos” y, muy especialmente, en la confrontación de entornos sociales –el refinado de la fotógrafa y el rudo del obrero-, sobre los que girarán la mayor parte de elementos de confrontación que se sucederán en la historia.

Es precisamente en ello donde evidenciamos el desgaste de una forma de entender el género que ya muestra su debilitación. Más allá de ello es innegable la capacidad como realizador de Leisen, la utilización dramática que proporciona a los espejos –es uno de los rasgos estilísticos más evidentes de su cine-, la existencia de secuencias brillantemente dotadas de timming cómico o la aportación de instantes en donde la intensidad melodramática dotan a las imágenes de gran sinceridad –el instante en el que los dos enamorados expresan lo que sienten el uno por el otro dentro del auto aparcado, sin duda el momento más brillante de la película-. En cualquier caso, creo que los detalles más singulares de esta comedia se centran por un lado en la presencia de elementos directamente heredados del cartoon -el sueño erótico de Katharine en el que se ve protegido por un superhéroe con el aspecto de Joe-, o en detalles directamente tomados del slapstick –la secuencia en la que el obrero en calidad de ayudante fotográfico provoca sin cesar al estúpido campeón culturista que va posar ante una sesión de fotos artísticas, secuencia esta bajo mi punto de vista demasiado alargada y desequilibrada-. Junto a lo anterior, no cabe olvidar las poderosas alusiones sexuales que la película plantea en clave de comedia, como la equiparación de la rudeza de Joe a una vulgar silla o ese momento desarrollado durante las inundaciones de lodo en los subterráneos de la obra –unos instantes perfectamente desarrollados a nivel de producción y puesta en escena-, en los que de alguna manera nuestra protagonista prácticamente se “arrastrará por el barro”, en un claro simbolismo sexual.

En definitiva, NO TIME FOR LOVE deviene finalmente una simpática pero previsible comedia, poco conocida en nuestros días, que ratifica la maliciosa dotación de Leisen dentro del género, y al mismo tiempo nos anuncia que las fórmulas que tantos grandes títulos proporcionaron años atrás de alguna manera habían tocado fondo en su eficacia. El propio realizador sería consciente de ello en su evolución posterior, y siempre teniendo en cuenta su condición de privilegiado asalariado de la Paramount.

Calificación: 2’5