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CINEMA DE PERRA GORDA

Philip Dunne

HILDA CRANE (1956, Philip Dunne)

HILDA CRANE (1956, Philip Dunne)

Una mayor conciencia por parte de la sociedad, y también la progresiva relajación por parte de la censura hasta entonces vigente, iría propiciando en Hollywood una mirada adulta y crítica en torno a una situación de progreso y bienestar económico, que escondía una serie de rémoras arrastradas de periodos anteriores -clasismo económico, puritanismo, papel pasivo de la mujer…-. Será un ámbito en el que se esconda la popularísima sucesión de melodramas, con los que Douglas Sirk alcanzó la proeza de seducir a los públicos femeninos de la época, al tiempo que mostrar delante de sus narices, una visión devastadora de la propia sociedad en la que vivían. A dicha circunstancia, irá acompañada otra paralela de no poca importancia; la presencia de personajes femeninos revestidos de fuerza, rompiendo con la sumisión a las que el cine americano les venía relegando. Es algo que podremos contemplar en diferentes melodramas, algunos de los cuales no se estrenaron comercialmente en nuestro país, como podría ser el ejemplo de la estupenda MARJORIE MORNINGSTAR (1958, Irving Rapper) -en la que no dejo de ver un precedente de la excepcional SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-.

Fruto de esa corriente tan saludable, nos llega HILDA CRANE (1956) -tampoco estrenada comercialmente en su momento en nuestras salas, estoy convencido que por su tratamiento de la sexualidad, demasiado “escabroso” para las estrechas mentes censoras franquistas de la época-, que aparece como una de las más inspiradas realizaciones de ese espléndido guionista y apreciable realizador que fue Philip Dunne -esta es la sexta de las diez películas por él dirigidas que he podido visionar, y puedo asegurar que ninguna de ellas me aparece desprovista de interés-. La misma, se integra dentro de la corriente antes señalada, adaptando la obra teatral de Samson Raphaelson, envuelta dentro de los elegantes ropajes del diseño de producción de la 20th Century Fox -CinemaScope, excelente fotografía en color de Joseph MacDonald, inspirada partitura de David Raksin, y presencia como adaptador del propio Dunne, uno de los referentes del estudio-. Con dichos mimbres, su artífice acierta a transmitir al espectador, el azaroso retorno de Hilda (magnifica Jean Simmons) a la pequeña población de Winona, tras cinco años de estancia de Nueva York, donde ha conocido varios divorcios. Muy pronto su madre -Stella Crane (Judith Evelyn)- se apercibirá del fracaso de su estancia -un plano de detalle revelará que el abrigo que porta, se encuentra desgastado-, aunque aceptará acogerla. Casi de inmediato se volverá a plantear la disyuntiva que Hilda asumió una vez abandonó la población años atrás; decidir entre dos pretendientes que la cortejaron y siguen pensando en ella. De un lado el acaudalado y triunfante Russell Burns (el opaco Guy Madison), dominado por la posesiva sombra de su madre -Mrs. Burns (Evelyn Varden)-. En la oposición que mantiene ante un hombre que no ama, se encuentra el elegante profesor francés Jacques De Lisle (Jean-Pierre Aumont), a quien le liga una acusada pasión, aunque de él espere aquello que no le llega; el deseo de que este le pida convertirse en su esposa.

Así pues, el drama interno que vive Hilda, y que se encuentra brillantemente resuelto por Dunne, reside en la imposibilidad de realizarse como mujer, entendiendo que en uno no encuentra lo que ella busca -estabilidad emocional-, y el otro le ofrece aquello que ella no desea -seguridad económica-. Pero la principal cualidad de esta notable película, que traba con acierto su base melodramática con una muy interesante aura intimista, es la capacidad que desprende, a la hora de transmitir al espectador el aroma de una sociedad puritana, que en todo momento es incapaz de apreciar, en la medida que debiera, la voluntad de la protagonista de elegir su propia vida y su propio destino. Y es que, en la realidad, para aquellos que la rodean, Hilda no es más que una “buscona”. Lo será para ese petulante profesor que, sin embargo, desea ser uno más de sus supuestos amantes. Para la absorbente madre de Burns, que utilizará todas sus argucias para intentar que la boda de esta con su hijo no llegue a feliz término -con resultados inesperadamente trágicos-. Y lo será, y será quizá el elemento más doloroso del relato, para la propia madre de Hilda, que en uno de los instantes más sinceros de la película -en sus pasajes finales-, confesará a su hija que tiene de ella la misma consideración, que todos aquellos que la han rodeado.

HILDA CRANE resalta en la creación de un personaje femenino de fuertes convicciones, a la hora de elegir y apostar por el futuro, huyendo de convenciones o presiones -aunque finalmente no deje de refugiarse en ellas, aunque intuyendo la posibilidad de una cierta estabilidad futura-. Esa es la gran fuerza motriz de una película que sabe reutilizar los recursos y el diseño de producción del estudio, para dar forma e intensidad a un relato que, por un lado, sabe eludir las convenciones del teatro filmado, y por otro se acerca a la entraña de sus personajes, por medio de inteligente juego de cámara desplegado por un Philip Dunne, que intuyo se sintió especialmente a gusto con la historia narrada -como le sucedería un par de años después con estupenda TEN NORTH FREDERICK (10, Calle Frederick, 1958)-. Ello se demuestra en el especial seguimiento a las oscilaciones de sus personajes, por medio de una magnífica planificación, puesta al servicio del relato, hasta el punto que la elección de un plano, la modulación o modificación del encuadre, o la disposición de los actores en el interior del mismo, serán elementos que describan casi a la perfección, la interioridad psicológica de los pensamientos y confesiones de sus protagonistas.

Es algo que permite a Dunne plasmar con considerable efectividad, el estado de felicidad vivido por Russell, cuando Hilda le anuncia que accede a casarse con él -la cámara describe un elegante movimiento de grúa de retroceso, en medio del intenso azul de la noche, sin percatarse de los peldaños que le hacen caer al suelo-. Del mismo modo, con la intensidad de su planificación, con la anuencia del equipo de escenografía, describirá con enorme facilidad, el mundo opresivo y cerrado de la mansión de los Burns, presidido por el enorme retrato de la matriarca, entre espesos telones y cortinajes. Y como prueba de la elegancia y destreza con la que el cineasta aplica los recursos del lenguaje cinematográfico, destacará la elipsis que describirá la inesperada muerte de la Sra. Burns -eterna fingidora de achaques del corazón, que con su muerte real no llegará a impedir la boda de su hijo con la protagonista-.

Pese a la general ausencia de referencias, he leído sobre esta película la posibilidad de la impotencia de parte de Russell -un poco como podía suceder con el Rossanno Brazzi de THE BAREFOOT CONTESSA (La condesa descalza, 1954. Joseph L. Mankiewicz), por cierto, estrenada poco más de un año antes del título que nos ocupa-. Es posible que así fuera, aunque en las limitaciones de un ya pétreo Guy Madison, es imposible encontrar la sutileza necesaria, a la hora de explicar las razones del pertinaz respeto que siente hacia Hilda, por más que de manera paradójica, en las imágenes finales, aparezca inesperadamente, la génesis de otro gran melodrama posterior; STRENGERS WHEN WE MEET (Un extraño en mi vida, 1960. Richard Quine)

Calificación: 3

TEN NORTH FREDERICK (1958, Philip Dunne) 10, calle Frederick

TEN NORTH FREDERICK (1958, Philip Dunne) 10, calle Frederick

“¿Cómo se puntúa usted como director? Bueno, la verdad es que no lo sé. Creo que soy muy bueno con los actores. Creo que consigo las mejores interpretaciones posibles de los actores dándoles libertad, sin decirles como interpretar la escena. Pero la verdad es que no lo se, porque nunca conseguí la combinación necesaria para hacer una película de primera clase. 10, calle Frederick fue la que estuvo más cerca, pero el estudio la chapuceó tanto que parecía una película de serie B”  Así se expresaba Philip Dunne en la entrevista que Tina Daniell le formulaba para el primer de los cuatro volúmenes de la imprescindible Backstory coordinada por Pat McGuilligan. Interpelado para hablar ante todo en su calidad de destacadísimo guionista en el periodo dorado de la 20th Century Fox, se evocaba de manera muy sencilla sobre su andadura como realizador. Precisamente siendo como era, un escritor que valoraba en poco la aportación del director a la hora de dar vida a la película, era comprensible que no tuviera en demasiada consideración su cualificación como metteur en scene. Una tarea a la que brindó una decena de títulos en el transcurso de una década de crucial importancia en el devenir del cine norteamericano, de los cuales hasta la fecha son cuatro los que he podido contemplar. Películas quizá no deslumbrantes, pero siempre caracterizadas por un determinado grado de elegancia y sutileza, capaces de lograr que Elvis Presley ofreciera una notable actuación ante la pantalla –WILD IN THE COUNTRY (El indómito, 1961)- o que un producto ligado a la moda del cine de espías, alcanzara un cierto grado de singularidad –BLINDFORD (Misión secreta, 1965)-.

Es por ello que de una parte, cabe esperar con ciertas expectativas, poder acceder al resto de la filmografía de un escritor elegante, que con timidez, y quizá sin pretenderlo, buscó lo propio en el ámbito de la realización. Prueba de ello lo ofrece TEN NORTH FREDERICK (10, calle Frederick, 1958), quizá su realización más reputada, aunque Tavernier y Coursodon le formularan no pocas objeciones, al señalar que en esta adaptación de una novela de John O’Hara, habían omitido un tratamiento más abierto del aborto que asumía el personaje encarnado por Diane Varsi. O’Hara fue un novelista muy popular en aquellos años, llevándose sus novelas al cine en algunas ocasiones. No era nada de extrañar; sus argumentos narraban dramas familiares por lo general en lujosos ámbitos, erigiéndose en precursores de lo que más tarde se conocerían como soap operas. No olvidemos que el melodrama cinematográfico tenía que competir en aquellos años con la fuerte competencia televisiva, ofreciendo en sus fotogramas el lujo inherente a Hollywood, con una búsqueda de emociones fuertes -por lo general ligadas a alusiones e incidencias sexuales-, y un especial guiño por la juventud, bien fuera en la presencia de roles caracterizados por su rebeldía, al tiempo que mostrando las nuevas modas que definían a esta nueva juventud, tan en apariencia contestataria como, en realidad, consumista. Dentro de dicho ámbito, se puede decir que discurrieron los exponentes de un género, que tendría su exponente más valioso a nivel visual y narrativo, y transgresor en su vertiente argumental, en la obra de Douglas Sirk, bajo el ámbito de producción de la Universal y el amparo de Ross Hunter. En aquellos años, la adaptación de novelas de O’Hara –la cansina FROM THE TERRACE (Desde mi terrraza, 1960. Mark Robson)-, iría aparejada con la presencia de exitosos y muy pronto caducos exponentes de esta nueva vertiente, en la que conflictos en ámbitos lujosos y contrastes generacionales, permitirían sobre todo la incorporación de nuevas estrellas juveniles –PEYTON PLACE (Vidas borrascosas, 1957), curiosamente, o quizá no tanto, dirigido también por un en esta ocasión más aceptable Mark Robson-.

Lo cierto y verdad es que TEN NORTH FREDERICK, aparece en nuestros días como un exponente sensible del género, logrando elevarse por encima de las servidumbres que el mismo tuvo que asumir casi como condicionante para su subsistencia como exponente de cine popular, dirigido ante todo a públicos femeninos. Y es que el film de Dunne alberga todos los elementos y características antes señaladas, pero destaca ante todo en el aporte de una determinada delicadeza, tanto en sus modos interpretativos, como en las formas narrativas y visuales aportadas por Dunne, demostrando en no pocos momentos, que en su mano se encontraba un humilde pero efectivo estilista. La película se inicia en 1945, en la ciudad de Gibsville –que sería retomada un par de décadas después, en una exitosa serie televisiva con el mismo nombre-, describiendo la llegada de autoridades y personalidades relevantes, tras el funeral celebrado en memoria de Joe Chapin. Un reportero narrará dicha llegada con cierta ironía, adentrándonos con ellos al interior de la vivienda de la familia anfitriona. Muy pronto descubriremos el dominio que ejerce su viuda –Edith (Geraldine Fitzgerald)-, y en el que se percibe la incomodidad de sus hijos –Ann (Varsi) y Joby (Ray Stricklyn)-. La hipocresía, y las nada ocultas ambiciones de la posesiva matriarca, provocarán el rechazo del primogénito, y la mirada desencantada de Ann, bajo la cual se describirá un largo flashback que se extenderá sobre la casi totalidad de la película, y que se remontará a cinco años antes. En él se describirán con especial pertinencia, las tensiones existentes en el ámbito de los Chapin, que girarán por un lado en los nobles deseos del padre por adentrarse en la política, que en el caso de su esposa se dirimirá en una casi patológica obsesión en el ascenso social de su esposo, buscando quizá con ello redimir una frustración personal. Esta tensión tendrá diversas manifestaciones, como la falsa ayuda que le brindará un intrigante sujeto ligado a la actividad de un partido político, que guiará a Joe (un eminente Gary Cooper) a sus menguadas aficiones en la vocación política. Por su parte, su hija desdeñará un pretendiente acaudalado, enamorándose de un joven trompetista –Charlie Bonguiorno (Stuart Whitman)-, con quien quedará embarazada y se llegará a casar. Pronto la madre extenderá sus tentáculos para disolver el matrimonio, e incluso provocar el aborto de la criatura que la muchacha llevaba en su vientre. Despechada, Ann se marchará hasta Nueva York, donde trabajará en una librería. Mientras tanto, su padre renunciará con enorme dignidad a sus aspiraciones políticas, abriéndose con su esposa una profunda crisis, que Joe intentará resolver visitando a su hija, para intentar recuperar su cariño. Lo hará en el apartamento en el que reside, topándose por casualidad con su compañera, la bella Kate Drummond (Suzy Parker). Será únicamente el destino el que marque la extraña relación que se iniciará entre un hombre otoñal como Chapin, y una muchacha joven, en la que se adivina una extraña madurez. Pese a negarse a sí mismos el disfrute de un sincero amor, poco a poco el deseo se elevará sobre una relación, que para Joe supondrá lo que supondrá su último goce existencial, y para Kate su demostración de que busca algo especial en la vida, más que caer en la rutina de tantas mujeres de su edad –el encuentro con este, facilitará que abandone a un pretendiente, al que nunca llegaremos a conocer-. El apasionamiento entre ambos, llegará a provocar que Joe proponga en matrimonio a la joven, con la promesa de pedir el divorcio a su esposa. Esta, pese a ser consciente de la diferencia de edad que les separa, accederá emocionada. Sin embargo, una vez más, las casualidades del destino –inherentes a los giros más ligados al melodrama fílmico-, de nuevo condicionarán su futuro. Un encuentro accidental con un compañero de colegio de Kate, pondrán en primer término esa avanzada edad de Chapin –al que se confundirá como padre de esta-, lo que hará que este apele al conformismo, y renuncie a sus pretensiones, siempre dentro de un ámbito de mutuo respeto, y reconociendo que esta aventura le ha permitido quizá, vivir alguno de los mejores momentos de su vida.

Joe languidecerá dándose al alcohol al retornar a su rutina diaria, enfermando progresivamente, hasta que en las puertas de su muerte, su hija retorne al hogar, estando en algunos de sus últimos momentos, presente la atención hacia el anuncio de Ann, de ejercer de dama de honor en el matrimonio de su antigua compañera de apartamento. Joe morirá muy poco después, la acción retornará al momento en que se inició el relato, interviniendo Joby ante los invitados, y reprochando a su madre su actitud depredadora y castrante ante su desaparecido padre. Muy poco después, Ann cumplirá su compromiso con Kate, y en los instantes previos a su boda, adivinará que su amiga fue la amante oculta que tanta luz proporcionó a su padre.

Si algo caracteriza TEN NORHT FREDERICK, y la eleva entre sus compañeras de ámbito, género y características, es el abandono del elemento sensacionalista, en beneficio de una narración en voz callada, que proporciona más importancia a la sinceridad en el comportamiento de sus personajes. A una mirada frontal que intenta extraer de todos ellos sus elementos de verdad, por más que sus comportamientos sean reprobables. No olvidemos que aunque procediendo de una novela de O’Hara, la película asumió un guión del propio Dunne, quien en la entrevista citada al inicio de estas líneas, señalaba que la intención central a la hora de asumir este proyecto, tomada como elemento de referencia ese insólito pero al mismo tiempo apasionado romance establecido entre Joe y Kate, sobre el que se articulará la mirada retrospectiva de la hija del protagonista. Producida por el muy valioso Charles Brackett, no cabe duda que la elección del formato panorámico, combinada por la magnifica fotografía –elegante y al mismo tiempo sombría, proporcionada por el gran Joseph MacDonald-, imprime a sus imágenes una personalísima textura visual, sobre la que su realizador aplica su asumido esmero en la dirección de actores, a través de una planificación basada en largos planos, nunca estáticos, que saben extraer el potencial dramático de los elementos plasmados en pantalla. Y, en efecto, la película adquirirá una especial sensación de verdad cinematográfica, a la hora de describir ese romance contra natura, que aparecerá casi como un desahogo existencial, para un protagonista encaramado a la madurez, y ahogado por el aura represiva de su entorno social, representado fundamentalmente en su castrante esposa, y una joven de elegantes maneras y acusada personalidad, incapaz de refugiarse con un joven de similar edad, probablemente caracterizado por su inmadurez.

Dunne se recrea con delicadeza en ese oasis sentimental vivido por la pareja, en el que las emociones, la complicidad y una clara sintonía, parece haberlos ligado de manera inesperada. Esa sinceridad, esa sensación de estar ante dos seres que podría formar parte de nuestro entorno, se mantendrá incluso en las últimas secuencias que ambos compartan, donde lo que podría suponer una falta de valentía por parte de Joe –por otro lado tremendamente considerado al atisbar el futuro que depararía a Anne consumar esa propuesta de matrimonio- culminará en apariencia una de las más originales y profundas historias de amor plasmadas en el cine norteamericano de su tiempo. Tras ella, Joe se hundirá en una rápida decadencia, refugiado en la bebida, y solo el recuerdo que su hija le transmitirá de Kate, quizá articule la llegada de su muerte, plasmada con enorme delicadeza, en un plano que evitará mostrar directamente su colapso final, aunque si contemplemos la caída de ese último vaso de bebida.

Sin embargo, TEN NORTH FREDRICK aún ofrecerá un último quiebro, hermoso y lleno de emoción, cuando Anne se encuentre con Kate instantes antes de su boda, vistiendo ambas las galas de la ceremonia. Una vez más el destino permitirá encontrar ese rubí que tiempo atrás regalara Joe a su enamorada, lo que traerá a ese momento importante, la evocación de la hija y la añoranza de una historia de amor que parra Kate sigue presente, aun estando a punto de casarse con otra persona. No cabe duda que Philip Dunne se empeñó a fondo en una hermosísima conclusión, que además de transmitir al espectador la nostalgia de un momento de luz en la existencia, nos permite sentir la presencia del personaje que tan maravillosamente encarnó Gary Cooper, cuando su ausencia se transmuta en una profunda evocación de ambas. Una como hija, y otra como profunda enamorada. Un enorme y al mismo tiempo delicado picado envolverá a la pareja de amigas, que han sabido adquirir la necesaria madurez, aprendiendo las enseñanzas que en el pasado les brindó ese hombre íntegro, cuya huella se prolongará en el futuro de sus vidas.

Calificación: 3

 

PRINCE OF PLAYERS (1955, Philip Dunne)

PRINCE OF PLAYERS (1955, Philip Dunne)

Es sabido que todos y cada uno de los proyectos surgidos en el periodo dorado de la 20th Century Fox, llevaban la marca directa de su todopoderoso responsable, Darryl F. Zanuck. Para bien o para mal, su impronta y obsesiones se encuentran presentes en cuantas producciones surgieran en dicho estudio. Conocidas son las polémicas mantenidas en este sentido con Joseph L. Mankiewicz, pero del mismo modo debería ser reconocida su intuición, su primitiva riqueza cultural, y su capacidad para otorgar a quienes sobrellevaban sus películas todos los méritos de estas, mientras que el propio Zanuck asumía personalmente las consecuencias de sus fracasos. Nunca he ocultado mi absoluta debilidad por su figura, en quien siempre he visto representado al más valioso de los tycoons con que contó el Hollywood clásico. Esta larga premisa, viene a colación a la hora de contemplar una película tan insólita como PRINCE OF PLAYERS (1955), que además sirvió como debut en la dirección de uno de los guionistas estrella, dentro de un estudio en el que sus bases dramáticas ejercían como piedra angular de su propia producción; Philip Dunne. Siempre modesto a la hora de calibrar sus supuestas cualidades como director, este señalaba que las mismas se reducían a una cierta capacidad en la dirección de actores. Lo cierto es que en función de lo que he podido contemplar de su no muy extensa producción, Dunne logró aspectos tan milagrosos como la que a mi juicio es la única interpretación salvable de Elvis Presley –en WILD IN THE COUNTRY (El indómito, 1961)-, siendo sus películas propuestas sencillas y humildes, que destacan en sus mejores momentos por la intensidad con la que trabajaba sus materiales de base.

En buena medida, todo este enunciado se traslada a PRINCE OF PLAYERS –de la que lamento haber contemplado una copia que amputa su formato original en CinemaScope-, cuyo argumento se centra en el recorrido existencial de una familia de actores, la más conocida del siglo XIX en los nacientes Estados Unidos; los Both. A su través, la película –basada en el libro de Eleanor Ruggles, dejando las tareas de guión en manos de Moss Hart-, describe en un segundo término una faceta poco conocida de la Norteamérica del siglo XIX; su pasión por el teatro, en concreto por la obra de Shakespeare. A partir de dicha premisa, no se me oculta que la existencia de una propuesta tan singular –y atractiva a priori- como la que propone el debut como realizador de Dunne, obedecería en una primera instancia a la intención de Zanuck de consolidar la presencia del galés Richard Burton en el seno de la Fox. Nada malo hay de esta astuta operación comercial, máxime cuando la propuesta planteada permite al ya consolidado intérprete teatral ejercer en sus imágenes como intérprete shakesperiano. A partir de dichas intenciones, la película plantea –cual traslación de los protagonistas de la novela The Fall of the House of Usher de Allan Poe-, la previsible tragedia que llevaría a la familia que encabeza el veterano actor Junius Brutus Both (Raymond Massey), a poseer en un sangre el estilema de la locura. Both es el actor más célebre de su tiempo, pero al mismo tiempo es un hombre consumido por la bebida y sus constantes altibajos emocionales. Sobrelleva el cuidado de sus dos hijos, de los cuales el pequeño Edwin es quien siempre ha procurado cuidarle, al tiempo que empaparse con la rica prosa shakesperiana, mamada al vivir tantas y tantas funciones bajo el suelo de las tablas. El paso de los años permitirá que el veneno de la actuación se introduzca en los dos. De un lado el propio Edwin (Richard Burton), seguirá un sendero apegado a la realidad. Por el otro su hermano John Wilkes (John Derek) hará lo propio, viviendo un éxito fácil en terreno sureño, debido más a la simpatía que provoca su filiación política –lo que le llevará a un reconocimiento que encubre sus limitaciones como intérprete-. Mientras tanto, Edwin seguirá por lógica la sucesión de la figura de su padre, al que acompaña en todo momento, siendo ambos apadrinados por Dave Presscott (eminente Charles Bickford), un hombre de turbio pasado pero honesta vocación teatral. Será este quien llegado el momento de la debacle del patriarca como figura principal de la escena, promocione y aliente el relevo en la persona de su hijo, quien de forma segura irá consolidando su prestigio. A partir de ese momento, Edwin irá fogueándose entre marcos rurales, comprobando la potencia y convicción de sus cualidades escénicas, y aumentando su prestigio, que incluso le llevará hasta escenarios europeos. Al mismo tiempo, encontrará el amor en su vida en la persona de Mary Devlin (Maggie McNamara), con quien se casará e incluso llegará a tener un hijo, pero en la que verá presentes los temores de que la inestabilidad mental que atenazó a su padre, y que también ha sobrellevado en su persona, pudiera tener descendencia. No obstante, en su esposa encontrará ese apoyo constante y la seguridad quizá ausente en sí mismo, aunque su debilidad física le lleve a separarse de él temporalmente, hasta que dicha separación se convierta en definitiva. Poco después, John Wilkes volverá a ser objeto de una actualidad nada estimulante, al ser el ejecutor del asesinato de Abraham Lincoln. El crimen colocará a Edwin en una terrible tesitura en un importante debut teatral. No obstante, su valiente presencia ante la turba que lo espera invadiendo el patio de butacas, permitirá por un lado reconducir la situación, recibir la aprobación entusiasta de este público hostil, al tiempo que reconocer en ellos esa veta cultural, inserta dentro de una personalidad quizá primitiva y rural, pero que ya en aquellos años iba reconvirtiéndose en urbana.

PRINCE OF PLAYERS alcanza su mayor grado de atractivo al ofrecer esa mirada sobre la entrega de la profesión escénica, integrando en la misma un componente de inestabilidad poco frecuente en sus traslaciones en la pantalla. En realidad, quizá habría que remontarse a la muy posterior y olvidada THE DRESSER (La sombra de actor, 1983. Peter Yates), para encontrar un título de similares características, aunque bien es cierto que en el seno de la Fox se planteara una reflexión –de diferente calado- en torno al mundo teatral, con la mítica ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950. Joseph L. Mankiewicz). En su oposición, el film de Dunne no se puede comparar en su alcance a ninguno de los dos títulos citados –uno de ellos ya señalado por su prestigio, mientras que el segundo precisa de una necesaria revalorización entre las propuestas más perdurables del cine de los ochenta-. Sin embargo, y partiendo de la irregularidad que ofrece su metraje, el film de Dunne supone ya en sí mismo un referente de cierto interés, que no decepciona merced a su atractiva base argumental, el soberbio apoyo que brinda el score de Bernard Herrman, o la excelente dirección de actores que ofrece su “cast” –excepción hecha del casi siempre imposible John Derek-, en la que la presencia de verdaderas figuras pertenecientes a diversas generaciones y estilo, contribuyen a enriquecer un relato que toma como valioso referente la fuerza y la riqueza de la interpretación, como terapia y expiación de personalidades complejas e incluso atormentadas. Dentro de dicho contexto, a mi modo de ver la principal objeción que se puede formular al relato, se centra de una parte en una ausencia de mayor arrojo narrativo. Resulta hasta cierto punto comprensible esa humildad con la que Dunne acomete una responsabilidad hasta entonces ajena a sus inquietudes, pero justo es admitir que ello limita en buena medida el alcance de la película, como lo hace ese cierto abuso en la recurrencia a recitados shakesperianos, a la hora de servir como refuerzo a la progresión de su metraje.

Estos defectos, no nos deberían en modo alguno hacer palidecer esa veta intimista que recorre su metraje –centrada de manera especial en la relación amorosa que se establece entre Edwin y la que será su esposa y madre de su hijo-, o la fuerza que adquirirán algunas de sus secuencias, en las que se detecta e intuyen las posibilidades de Dunne como mettre en scene. Serán episodios como el que marca la actuación de Edwin ante un público rural en pleno campo, las que demostrarán el abatimiento de este ante la muerte de su esposa –provocando que durante largo tiempo acuda diariamente a su tumba, incluso en plena nieve- o, por supuesto, la secuencia final, en la que una emoción contenida muestra la capacidad del ya consagrado intérprete, para revocar a la enfurecida turba que pretende boicotear su actuación, al intentar vengar de forma colectiva e injusta el criminal asesinato que su hermano –con el que se mantenía distancia a todos los niveles- había cometido en la figura del legendario presidente. Será un fragmento mesurado y al propio tiempo tenso, sostenido por la fuerza y bravura del talento de Richard Burton, y una planificación ajustada que sabe potenciar los recovecos de una situación revestida de hostilidad. Resulta más complejo de lo que parece, plasmar en la pantalla un episodio como el que concluye PRINCE OF PLAYERS, pero Dunne lo resuelve con convicción, permitiendo además que ese triunfo de la tenacidad y la consideración de la actuación como una forma de vida, deje en el espectador una sensación sincera que eleva la impresión lograda por esta propuesta modesta, apenas conocida y, en su conjunto, apreciable.

Calificación: 2’5

IN LOVE AND WAR (1958, Philip Dunne) Amor y guerra

IN LOVE AND WAR (1958, Philip Dunne) Amor y guerra

Al margen de ser probablemente el guionista estrella dentro de la 20th Century Fox, en donde precisamente la importancia de la base escrita de cada proyecto tuvo más importancia que en el resto de los grandes estudios, Philip Dunne (1908 – 1992) efectuó una nada desdeñable andadura como realizador cinematográfico. Una aportación de diez títulos, en los que intuyo no se oculta ningún exponente de especial relieve –aunque el propio Dunne destacaba TEN NORTH FREDERICK (13 Calle Frederick, 1958) como su favorito-, pero en la que estoy dispuesto a apostar a que ninguna de sus realizaciones queda desprovista de interés. Dotar de interés una película puesta a punto a la mayor gloria de Elvis Presley –WILD IN THE COUNTRY (El indómito, 1961)-, o lograr una atractiva y ya casi tardía combinación de comedia de suspense –BLINDFOLD (Misión secreta, 1965), su última realización - son para mí elementos suficientes para intuir que el cine de Dunne, modesto, humilde y sin ínfula alguna, adquiere en esa misma humildad, en la sobriedad de sus puestas en escena, y en el esmero de la dirección de actores –una cualidad que el propio director / guionista reconocía-, elementos que caracterizan a un sincero y consciente artesano, capaz de elaborar productos dignos y honestos, poniendo en ellos la suficiente convicción que, en manos menos diestras, hubieran confluido en resultados poco menos que desastrosos.

Dentro de dichas coordenadas queda inserto este IN LOVE AND WAR (Amor y guerra, 1958), enésima aportación evocadora de las penurias y sufrimientos vividos por los jóvenes soldados norteamericanos enviados como voluntarios en la ofensiva aliada de la II Guerra Mundial. Es probable que esta corriente emergiera dentro del cine USA de la segunda mitad de los cincuenta, a partir del éxito logrado por la Warner con BATTLE CRY (Más allá de las lágrimas, 1956. Raoul Walsh). Es más, ya poco antes el tandem formado por Stanley Donen y Gene Kelly ofrecieron la que para mi supone su mejor colaboración juntos con la siempre infravalorada IT’S ALWAYS FAIR WEATHER (Siempre hace buen tiempo, 1955). Es curioso, como de alguna manera estos y otros títulos ofrecían una estructura dramática formada por tres soldados, en líneas generales destinados al conflicto mundial, a partir de los cuales se brindaban una serie de convenciones, en las que no podía faltar la presencia consustancial del la trilogía del pensamiento burgués USA –Dios, patria, justicia-. Podemos señalar, a este respecto, que el film de Dunne –que parte con soporte dramático del experto Edward Anhalt, basado en una novela de Anton Myrer-, no rehuye este componente. Ni rehuye tampoco servir –como el antes citado film de Walsh-, la oportunidad de plantear esta producción del experimentado Jerry Wald, al servicio de algunas de las más populares estrellas juveniles del estudio de Zanuck –Jeffrey Hunter, Robert Wagner y, en menor medida, Bradford Dillman-.  Es decir, nos encontramos en cierta medida ante un cúmulo de convenciones, y antes de comenzar la película sabemos lo que va a suceder, asistiendo al desarrollo de tres seres de personalidad contrapuesta, llenos de conflictos, y que tras su experiencia en la guerra modificarán sus vidas. Nada de esto resulta novedoso, e incluso puede plantearse como detestable… Y sin embargo no lo es.

Es así como desde los primeros instantes de la función conoceremos a nuestros tres protagonistas, al disfrutar ambos un breve permiso en San Francisco tras su periodo de instrucción. Frankie O’Neill (Robert Wagner) es un joven con problemas familiares y frecuentador de bares. Al sargento Nico Kantaylis (Jeffrey Hunter), de mayor experiencia militar, hijo de una humilde familia de pescadores, y que se casará poco antes de culminar su breve permiso en San Francisco, al comprobar que su novia –Andrea (Hope Lange)- se encuentra embarazada. Finalmente, Alan Newcombe (Bradford Dillman), es un joven de buena familia, notable cultura y conciencia pacifista, quien sin embargo accederá a alistarse, aún en contra de la opinión de su padre. Ya en el corto periodo en que ambos se encuentran en sus respectivos ámbitos vitales, conoceremos las circunstancias y problemáticas personales de todos ellos, e incluso por parte de O’Neill y Newcombe se brindará a su superior la posibilidad de que este pueda vivir su noche de boda en un hotel, cediéndoles la habitación que estos tenían prevista para celebrar una fiesta. También Newcombe comprobará el hastío que le proporciona la frivolidad que le brinda la que ha sido su novia, una joven que desarrolla su existencia entre fiestas y sin ningún tipo de compromiso. Por su parte, Frankie tendrá que soportar las constantes pullas que le brinda su padrastro ante su propia madre y sus hermanos –un aspecto dramático este de escasa credibilidad-

Como se puede comprobar, no asistimos a un planteamiento que invite a tener demasiadas esperanzas. Sin embargo, es ahí donde se encuentra la pequeña grandeza o, en este caso, la relativa sensibilidad de un realizador, como fue en este caso Dunne, que sabía a través de un material lleno de convenciones, trazar una puesta en escena sencilla pero sincera en todo momento, dirigiéndose en todo momento a la máxima profundización posible de sus personajes y contradicciones, huyendo ante todo de elementos más o menos chirriantes y, por el contrario, mostrando en voz callada ese contraste de los marines protagonistas en plena contienda, con la cotidianeidad de los contextos familiares que se encuentran a miles de kilómetros de allí. Sin evitar el recurrir a situaciones prototípicas –la presencia del capellán, que en un momento dado obviará la orden del mando para ayudar a salvar a un soldado herido-, sin provocar tampoco ese alcance de denuncia del propio hecho bélico –en este sentido, Dunne se muestra mucho más pudoroso que otras propuestas firmadas por cineastas como Fuller o Anthony Mann-, lo cierto es que nos encontramos con un relato que, dentro de sus asumidas limitaciones, sabe discurrir por una senda de intimismo y convicción. Para ello, Dunne cuenta con la efectividad en el uso del CinemaScope, la inapreciable prestación musical de Hugo Friedhofer, una efectiva labor de su elenco interpretativo –pese a ciertos excesos iniciales por parte de Robert Wagner- y, sobre todo, por esa sensación de lógica que está presente en el conjunto de la película, desatendiéndose en buena medida de las convenciones que sin duda permitieron su proyecto, para adquirir de forma humilde una nada despreciable entidad como producto cinematográfico.

Es por ello, que será mejor que olvidemos ese plano casi final en el que aparece la justificación de la bomba atómica de Hiroshima, y detengámonos sin embargo en instantes provistos de una gran sensibilidad, como el primer plano sostenido de la joven Kalai (France Nuyen), cuando se despide de Alan –del que se ha enamorado de inmediato- intuyendo una definitiva separación de este, el posterior encuentro de la joven con el padre del muchacho, confesándole el amor que sintió por él en ese único encuentro, con tal sinceridad que el progenitor aceptará sus afirmaciones y le facilitará la dirección donde se encuentra este en la contienda. Pero es indudable destacar que será el breve episodio final, en el que Frankie –ya curtido en la labor militar- visite a la viuda de Nico, junto a su pequeño, cuando el film de Dunne alcance sus más altas cuotas de sensibilidad, dejando abierta la posibilidad de un posible reencuentro entre la viuda y aquel soldado de origen conflictivo, que quizá en el futuro de alguna manera sirva como homenaje a aquel hombre que llegó a dar su vida por ellos mismos.

Digámoslo ya. No pretendamos ver en IN LOVE AND WAR ningún film que cuestione la brutalidad de la guerra –por más que sus secuencias de contienda resulten especialmente veraces-, pero sí en última instancia nos quedará el regusto del relato previsible en sus primeros compases, al que poco a poco iremos acercándonos con un creciente grado de interés.

Calificación: 2’5

WILD IN THE COUNTRY (Philip Dunne) El indómito

WILD IN THE COUNTRY (Philip Dunne) El indómito

En una lejana entrevista realizada a este excelente guionista que fue Philip Dunne, se le preguntaba que había podido aportar como director cinematográfico –firmó una decena de películas-. A ello respondía con bastante modestia que se le daba bastante bien la dirección de actores. No he visto demasiados de estos títulos –recuerdo con simpatía BLINDFOLD (Misión secreta, 1965)-, pero creo que es cierto que en WILD IN THE COUNTRY (El indómito, 1961) se evidencia esta cualidad. Máxime cuando nos encontramos con el protagonismo del generalmente imposible Elvis Presley –uno de los peores actores-estrella del cine norteamericano, poseedor de una filmografía de escasisimas cualidades-. Afortunadamente, esta película se erige quizá como la mejor de cuantas protagonizó –por encima incluso de la un tanto sobrevalorada FLAMING STAR (Estrella de fuego, 1960. Don Siegel)- y, más allá de esta valoración concreta, el único trabajo ajustado y moderadamente creíble de su andadura como intérprete cinematográfico.

Por encima de esta circunstancia concreta como condicionante, WILD IN THE COUNTRY es una curiosa mezcolanza de film de temática juvenil y melodrama incluso romántico. En su favor, la primera de dichas vertientes no tendrá en ningún momento un excesivo peso –con la cantidad de tópicos y lugares comunes que podría sobrellevar-, discurriendo el film hacia unos senderos melodramáticos, lo que permitirá que el interés de su metraje sea evidente y logre casi en todo momento prender la atención del espectador.

Tras haber tenido una violenta pelea con su hermano, el joven Glenn Tyler (Elvis Presley) es llevado a juicio y sometido a libertad condicional, siendo acogido por su tío Rolfe Braxton (William Mims), un astuto comerciante de falsos tónicos, y sobrellevando una fugaz relación sentimental con Betty Lee (Millie Perkins), al tiempo que coquetea esporádicamente con la hija de su tío –Noreen (Tuesday Weld)-. En todo momento además, Glenn ha de participar de unas sesiones de terapia con la joven psiquiatra Irene Sperry (Hope Lange), en las que esta desde el primer momento vislumbrará en el joven rebelde un inusual talento literario. Irene es viuda aunque está ligeramente relacionada con Phil (John Ireland). De todos modos, desde su encuentro inicial con Tyler, entre ambos se establecerá una extraña atracción que irá in crescendo, hasta que una serie de circunstancias le lleven a esta a rechazarlo y atender la proposición de matrimonio que en diversas ocasiones le ha brindado Phil. El cúmulo de incidencias llevarán a Glenn a ser acusado de asesinato en la persona del joven y pendenciero hijo de Phil –Cliff (Gary Lockwood)-, y no valiendo la intercesión que efectúa Irene, lo que lleva a esta a un intento de suicidio. La gravedad de la situación será el detonante para la absolución de Tyler y posibilitar una oportunidad de futuro para el muchacho.

Adornada con el elegante look que la Fox había puesto ya en practica en ocasiones precedentes, creo que la principal virtud de WILD IN THE COUNTRY estriba en la descripción de sus dos principales personajes, desarrollados con una notable sensibilidad. Con una secuencia inicial llena de brío –Tyler y su hermano se enzarzan en una violenta pelea ante la presencia de su padre, el protagonista noqueará al segundo y el agresor huye por un entorno natural poblado por animales y pantanos-, la película muy pronto acierta al aplicar una historia llena de atractivo.

Y es en el preciso momento que se inicia el contacto entre Glenn y la psiquiatra cuando esta muestra un claro interés por el joven, que va parejo al descubrimiento de sus cualidades literarias. En todo caso, lo cierto es que para Irene la presencia de Tyler no supone más que la posibilidad de reflejar el recuerdo del su  joven marido, que falleció en un accidente automovilístico. Todas las secuencias entre ambos adquieren una enorme y creciente sensibilidad, están admirablemente planificadas en formato panorámico, y destacan en su elegancia además de estar magníficamente interpretadas por Hope Lange –una excelente actriz que, al igual que su marido en la vida real, Don Murray, no tuvo el reconocimiento que merecía-. Y es en torno a esta relación entre ambos, donde se brindan los mejores momentos de una película que al menos logra evitar en buena medida loas excesos y clichés inherentes a este tipo de relatos.

Es más, WILD IN THE COUNTRY destaca por algunos brillantes hallazgos de puesta en escena que revelan el ocasional talento como realizador de Dunne. Uno de ellos sería la propia secuencia inicial, máxime dada su arriesgada ubicación en el film. Pero podemos destacar otros interesantes momentos, como aquellos que se desarrollan en el interior de las habitaciones del motel, donde gracias a un elegante montaje y el recurso a la sobreimpresión, se logra expresar con intensidad la atracción que sienten los dos protagonistas y la turbación que ambos sienten en sus sentimientos, que no se atreven a hacer públicos, e iniciando ese posible “tercer camino” que Irene había señalado previamente en un comentario.

Antes, un Glenn borracho y en compañía de Noreen, llega a comentar con voz en grito mientras provoca en la puerta de la casa de la psiquiatra lo poco que esta le importa como persona. Al instante se muestra el rostro triste de Irene y un chorro de agua fría lanzado por la manguera que porta el joven de forma desafiante, se despliega ante la ventana en la que esta está apostada. Finalmente, cabría destacar otra estupenda secuencia cuando en la parte final, Hope Lange entra en su casa y recibe los recados de Presley de boca de su criada. En plano general la criada abandona el encuadre, dejando ver un sillón vacío ¿el que ocupaba el desaparecido marido de la propietaria? Mientras la joven y viuda psiquiatra llama por teléfono, imagen que se sobreimpresiona con la presencia de John Ireland –Irene ha decidido aceptar su proposición de matrimonio-. Solo queda en WILD IN THE COUNTRY una secuencia mejor, que puede incluirse entre los grandes momentos del melodrama cinematográfico de los años cincuenta. Tras comprobar Irene que sus intentos por salvar a Glenn de una acusación de asesinato, se marcha abatida a su casa y encarga a su sirvienta el envío de un sobre, abandonando la morada. Se queda sola en la misma –plano general con varias puertas-, saliendo al jardín, recogiendo unas flores secas e introduciéndose en el garaje con el coche en marcha. Su perro se inquieta…

En definitiva, el film de Philip Dunne es un producto bastante interesante, en el que su realizador supo implicarse especialmente, y en el que la impronta del dramaturgo Clifford Odets –a partir de una novela de J. R. Salamanca-, es palpable –joven obrero con conflictos emocionales; la lucha de clases que emanaba de la lejana GOLDEN BOY (Sueño dorado, 1939. Rouben Mamoulian) y tantas otras muestras dramáticas debidas a la impronta de Odets-. No puede negarse que en la película coexisten una serie de elementos bastante previsibles y envejecidos –fundamentalmente aquellos personajes inclinados más a la vertiente teenager-, otros situaciones se ubican especialmente para general conflictos melodramáticos –todo lo que conlleva la enfermedad de Cliff, un tanto traída por los pelos-. Pero es innegable que nos encontramos con dos personajes magníficamente descritos y espléndidamente interpretados, y entre los cuales destaca la que acaso sea, única interpretación perdurable de la conocida estrella de Memphis. Señalar por último que en un conjunto tan apreciable, sobran por completo un par de canciones que Presley interpreta sin venir a cuento –era algo casi obligado, pero en este caso chirría notablemente-, y el conjunto del personaje que encarna Millie Perkins; no aporta nada en absoluto.

Calificación: 2’5