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CINEMA DE PERRA GORDA

Ralph Thomas

VENETIAN BIRD (1952, Ralph Thomas) Intriga en Venecia

VENETIAN BIRD (1952, Ralph Thomas) Intriga en Venecia

La existencia de un título de las características de VENETIAN BIRD (Intriga en Venecia, 1952. Ralph Thomas), obedece a mi juicio a dos circunstancias muy concretas. De un lado la presencia de un determinado subgénero, surgido al amparo de un referente tan exitoso como THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed), en el que a nivel temático, se trataran ficciones, emanadas dentro de un contexto de enfrentamiento de bloques, tras la finalización de la II Guerra Mundial. De otro, la utilización de una narrativa abigarrada, que tomara como referente los episodios más recordados del film de Reed, asumiendo del mismo modo los aportes retóricos, propuestos por figuras como Orson Welles. De todo ello, bebe esta apreciable propuesta de intriga que, al mismo tiempo, supone una muestra más, de la querencia de ciertas cinematografías, por extender los ámbitos de rodaje y sus propias ficciones, en fotogénicos ámbitos de países extranjeros. Bien fuera una medida para poder liberar presupuestos confiscados, o bien intentar airear parte de su producción, lo cierto es que supuso el objetivo de no pocas producciones que, por ejemplo, en nuestro país, permitieron gran cantidad de películas, algunas incluso de gran nivel.

En esta ocasión, es la ciudad de Venecia la elegida, para desarrollar la novela de misterio del escritor especializado en el género Victor Canning -una de sus obras, sirvió de base a FAMILIY PLOT (La trama, 1976), el magnífico testamento de Alfred Hitchcock-, responsable también de su adaptación en forma de guion. Hasta allí llegará el investigador Edward Mercer (un opaco Richard Todd), al objeto de atender un caso, en el que se busca a Renzo Ucello, un antiguo partisano en la II Guerra Mundial, que durante la contienda salvó la vida a un aviador aliado. Dicha búsqueda, será el inicio de una alambicada historia, en la que casi de inmediato se observarán e incluso sentirán físicamente, los crecientes inconvenientes y peligros vividos por el recién llegado, en el contexto de una ciudad que, para él, transformará sus perfiles amables, en medio de una espiral llena de peligros. Será algo que contemplará en su primera noche en la misma, viviendo de cerca el asesinato de un contacto, que le iba a ofrecer información para afianzar sus pesquisas, en la que más adelante, se le informará que Ucello, murió en plena contienda, en medio de un bombardeo a una localidad italiana. Las indagaciones de Mercer, le llevarán al entorno del elegante y poco recomendable conde Boria (un refinado e inquietante Walter Rilla), en cuyo contexto aparecerá la joven Adriana Medova (Eva Bartok), ligada al entorno de Boria, que de manera paulatina se acercará al investigador. Todo ello, irá conformando la punta del iceberg, a la hora de apuntar los estilemas de un magnicidio político, dispuesto a llevarse a cabo en la propia Venecia, y en la que nuestro protagonista, llegará a ser de manera involuntaria, planteado como su ejecutor.

Para valorar los atractivos que, indudablemente, planean sobre VENETIAN BIRD, conviene de entrada olvidarse de su poco atractiva e incluso confusa propuesta argumental. O de la escasa entidad y química que brinda su pareja protagonista -lo que propicia que sus instantes finales, aparezcan desprovistos de autenticidad-. Sin embargo, si hacemos abstracción de dichos inconvenientes, nos encontraremos con un relato que permite ofrecernos una mirada en torno al propio entorno de la ciudad que lo protagoniza. Una Venecia avejentada y dominada por imágenes nocturnas. Unas calles, rincones, que son descritas, dominando en ellas un componente sombrío, por donde deambulan seres poco recomendables, y en donde se transmite una sensación de decadencia -e incluso ruina-, en buena medida, trasladando ese escenario de posguerra, a un entorno dominado por el arte, la decadencia o, incluso, lo numinoso -esas pesquisas, que revelan la muerte del tan buscado Ucello, en medio de un bombardeo-. Es por ello, que quizá lo más valioso de VENETIAN BIRD obedezca a esos momentos, descritos en la oscuridad de la noche, en el interior de la suntuosa mansión veneciana de Boria, como esos planos filmados en la enorme y abigarrada sala, poblada de maniquíes vestidos con antiguos vestidos, en los que la propia y excelente iluminación de Ernest Steward, potencia esa sensación de pesadilla, acrecentada por la planificación de Thomas, que sigue muy de cerca esa cierta desmesura visual, marcada por una querencia expresionista tardía, muy propia del cine de Orson Welles. Es algo que, a mi modo de ver, se patentiza, en su propio e impactante episodio final, tras una vibrante persecución por los tejados de Venecia, en el que se observa una clara influencia del previo THE STRANGER (1946), una de las obras menos conocidas de la filmografía wellesiana. O, de manera mucho más secundaria, en la presencia en el cast del brillante George Couloris, encarnando a Spadoni, el jefe de policía de la ciudad del Adriático. Por ello es cierto, que nos encontramos con una película, que sabe transmitir esa cierta sensación de paranoia. Que incluso describe con acierto la plasmación de ese -por otra parte, insólito- magnicidio. Insólito, sobre todo, por lo escasamente creíble de su enunciado, y también por escenificarse en el ámbito de una ciudad, en la que nadie se puede imaginar una disputa política.

En un conjunto, en el que uno descubrió con bastante celeridad, la identidad del misterioso, desaparecido y, al parecer fallecido, Ucello. En el que se deja un poco de lado esa querencia artística de dicho personaje -su facilidad para el dibujo, presente en esa muestra del tapiz, servirá para que Mercer prolongue sus sospechas, en torno a su intuición de que el buscado ex partisano se encuentra con vida, cuanto antes había visto la plasmación de ese diseño, en uno de los grandes tapices que se encontraban expuestos, en la artística sala de venta de la mansión de Boria-. O en donde se puede disfrutar del fondo sonoro de Nino Rota, lo cierto es que percibe una carencia de densidad en el tratamiento de personajes. En medio de una película, en la que, en líneas generales, sus personajes apenas poseen fuerza como tales, abandonándose al ámbito del estereotipo -algo que perjudica mucho a la pareja protagonista-, es cierto que en ocasiones, el repentinamente reaparecido Ucello, ofrece destellos de ese pasado que, en esencia, ha marcado el desarrollo dramático de la película. Sin embargo, a la hora de buscar un personaje, que destile algo de mundo propio, no dudaría en destacar a Rosa (una estupenda Margot Grahame), dueña de una vieja pensión veneciana, que en el pasado mantuvo una relación con el retornado Mercer, que no dejará de alentarle a que abandone su misión, y no dude en ayudarle, cuando este se encuentra en peligro. Siguiendo con esa filiación wellesiana de la película, y aunque no sea más que un parecido infundado, uno no deja de ver en esta mujer con mucho mundo a sus espaldas, un precedente del rol encarnado por Marlene Dietrich, en la posterior y magistral obra de Welles, TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957).

Calificación: 2’5

NO, MY DARLING DAUGHTER (1961, Ralph Thomas)

NO, MY DARLING DAUGHTER (1961, Ralph Thomas)

Dentro de la amplia nómina de realizadores ingleses, debutantes a partir de la segunda mitad del siglo XX, creo que en Ralph Thomas se da cita uno de los artesanos quizá más blandos y acomodaticios, cuando se introducía en ámbitos como la comedia, mientras que por el contrario podía llegar a ofrecer resultados estimulantes, cuando apostaba por la reconstrucción histórica, o en vertientes más oscuras. Es un contexto este último, el que me permito destacar un drama bélico tan claustrofóbico como ABOVE US THE WAVES (1955), o la magnífica adaptación de la novela de Dickens, A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1958). Lamentablemente, por lo general, cuando Thomas se inclinaba en los contornos de la comedia, sus resultados descendían notablemente, pese al éxito comercial alcanzado a partir de 1954 con DOCTOR IN THE HOUSE (Un médico en la familia), que dio inicio a todo un ciclo de producciones prolongadas en sus personajes, que bastantes años después, con otros intérpretes, se transformó en serie televisiva. Pese a ello, el tratamiento de comedia brindado por lo general por Thomas, suele estar imbuido de una blandura e inoperancia que, lamentablemente, envuelve casi por completo este NO, MY DARLING DAUGHTER, rodada en ese 1961, en el que el corpus del cine inglés, se encontraba alimentado por unos de los momentos más vitalistas y transgresores de toda su historia. Por ello, asistir a esta pequeña e insustancial comedia juvenil, en cierto modo invita a un cierto grado de nostalgia, tal es el grado de conformismo de una producción, que intuyo se llevó a cabo, para facilitar el debut de la entonces jovencísima Juliet Mills –hija del gran John Mills, hermana de Hayley Mills, quien once años después, protagonizaría junto a Jack Lemmon la excelente AVANTI! (¿Qué sucedió entre mi padre y tu madre?, 1972) de Billy Wilder-.

Es cierto que la frescura que aporta la Mills, es un aliciente especial del film de Thomas, como lo aportará la presencia de sólidos intérpretes, como los eminentes Roger Livesy y Michael Redgrave o el joven y muy versátil Michael Craig, lamentablemente engullido por el arrastre que en terrenos de interpretación, brindó la irrepetible generación de intérpretes que definieron los Angry Young Men británicos. La joven interpreta a Tansy Carr, la hija de un magnate –Sir Matthew (Redgrave)-, que en el fondo no se da cuenta que tiene desatendida a una muchacha, que crece ante sus ojos. El empresario tiene en el anciano pero vitalista Henry Barclay (Livesy) a su principal consejero, cuyo hijo será el joven y emprendedor Thomas (Craig), a quien en el fondo destinarán como impenitente tutor de una muchacha, que no aventuran que casi se está haciendo una mujercita, y que en el fondo desearían ver emparejada con este en el futuro. A partir de dicho punto de partida, NO, MY DARLING DAUGHTER deviene en un simpático aunque insustancial vodevil juvenil, que en cierto modo hereda referentes tan conocidos como la simpática THE RELUCTANT DEBUTANTE (Mamá nos complica la vida, 1958. Vincente Minnelli). Comedias en las que de manera inofensiva y complaciente se plasma el enfrentamiento generacional, que en esta ocasión tendrá su referente en la llegada del joven americano Cornelius Allingham (Rad Fulton, apelativo de James Westmoreland). Este es el verso libre, hijo de un conocido empresario newyorkino, que ha acudido a Londres a entregar una carta con la respuesta a la oferta de Sir Matthew, y que inesperadamente se encontrará con Tansy, iniciándose entre ambos una rápida corriente de simpatía, que les llevará incluso a fugarse juntos en tierras escocesas. Ahí se encontrará la inofensiva carga cómica de la película. Es las andanzas y equívocos producidos a partir de la desaparición de la muchacha, las infundadas alarmas de su padre, o el repentino malestar que Thomas irá asumiendo, procediendo a un caricaturesco “rescate” de la muchacha, cual nuevo Orfeo en busca de su Eurídice, sin impedir con ello que Tansy se vea cada vez más ligada a Cornelius, hasta el punto de plantearse su boda, para lo cual contarán con el visto bueno de Sir Michael. Así pues, en torno a dicha fuga, viviremos alguna situación divertida –ver como Cornelius introduce la motocicleta en el mismo tren en que la chica viaja a Escocia, para vivir ese viaje con ella, o la brusquedad con la que Thomas la “secuestrará” tras su rescate, introduciéndola inmovilizada, dentro de una cabina para caballos-.

Sin embargo, dentro de una película que se contempla y olvida con la misma facilidad, lo cierto es que lo más fresco, lo que en algunos momentos respira sinceridad dentro de su conjunto, es la expresión de esa extraña relación marcada entre la joven protagonista y el díscolo pero noble Cornelius. Envuelto con ese físico blanco y negro fotográfico, que en algunos instantes parecía ligar sus imágenes al enorme vigencia del Free, uno se queda con la metáfora erótica de ese plátano que ambos se comen al mismo tiempo con la boca, culminando con un plano frontal de deseo entre ambos o, sobre todo, en la emocionante secuencia –la mejor con diferencia de la película-, en que ambos reconocen la fragilidad de su relación, anulando su boda, pero asumiendo que su encuentro ha forjado una hermosa amistad que no olvidarán el resto de sus vidas. Esa capacidad de expresar visualmente, a través de la mirada emocionada de sus dos protagonistas, la casi indeseada llegada de una determinada madurez para todos ellos, quizá obligándoles a dejar de lado sus sueños e ilusiones, es la que permite que estos instantes eleven por completo un juguete cómico y juvenil de escaso fuste, que en esos elementos concretos, y en demostrar la versatilidad para la comedia de Craig, son los aspectos perdurables de una película tan inofensiva como olvidable.

Calificación: 1’5

ABOVE US THE WAVES (1955, Ralph Thomas)

ABOVE US THE WAVES (1955, Ralph Thomas)

ABOVE US THE WAVES (1955, Ralph Thomas), es una muestra más de un tipo de cine muy practicado en Inglaterra. Fueron en su conjunto relatos más o menos vibrantes, centrados en el ámbito bélico –especialmente la II Guerra Mundial-, que dejaban de lado cualquier componente bélico, versando estos en el relato de algún capítulo en ocasiones basado en hechos reales, hablando en los mismos en torno a la fuerza del valor colectivo. En este sentido, los bélicos británicos aparecían bastante opuestos a los norteamericanos, ya que solían hablar más en voz baja, y quizá por ello con mayor elocuencia, en torno a la heroicidad en grupo, dejando por el camino esa apelación patriótica que caracterizaron buena parte de las producciones bélicas USA.

En esta ocasión, Thomas se inserta en el relato de la operación que culminó con el ataque al acorazado alemán Tirpitz que, escondido en el fiordo de Noruega, aparece como un auténtico tormento para la marina británica, al ser el mayor fustigador de su fuerza naval, destruyendo constantemente naves y buques a través de su terrible fuerza. La película se inicia con imágenes documentales, en las que se describen bombardeos navales de los nazis, vislumbrando muy pronto el espectador que está asistiendo a una proyección, que ha convocado el almirantazgo inglés, a la hora de intentar responder a la casi inexpugnable amenaza del acorazado. Es algo que expresará con contundencia el almirante Ryder (James Robertson Justice), recogiendo el envite el comandante Fraser (John Mills). Quizá lo efectúe con demasiada ligereza, pero planteará el ensayo con mini submarinos, al objeto de lograr junto a voluntarios que aprendan a manejar sus resultados, atacar al destructor precisamente reeditando la eterna lucha de David y Goliat. Y en definitiva, el auténtico nudo gordiano de ABOVE US THE WAVES, se centra en la descripción del aprendizaje del grupo de voluntarios seleccionados, para enmarcarse en una operación conjunta de tres pequeños submarinos. Tendrán como  objeto atacar con contundencia el Tirpitz, para con ello lograr debilitarlo y cuestionar de manera definitiva su pretendida superioridad.

La película se dividirá con claridad en dos mitades, describiendo la primera de ellas la selección del personal, y sus dispares características. Thomas no incide en demasía en el contraste psicológico de todos ellos, prefiriendo obviar esa casi obligada incursión en estereotipos, y optando en su oposición por una mirada naturalista, sobre una serie de jóvenes que acuden a las operaciones por diferentes razones, teniendo como superiores a los tenientes Duffy (John Gregson) y Corbett (Donald Sinden). Todos ellos, inicialmente tendrán que probar un par de ligerísimos submarinos que ocultan debajo de un pequeño velero, discurriendo camuflados como pescadores en aguas de Noruega. Ello les hará vivir una azarosa circunstancia cuando uno de ellos se desenganche, hayan de sobrepasar unas montañas nevadas, o tengan que atacar a unos vigilantes nazis en una población a la que discurren en la nocturnidad. Pasajes todos ellos que se incorporan con un cierto abuso de la elipsis, hasta el punto de que estos aparecen de manera zigzaguante, sin saber extraer de ellos su debido aporte dramático.

Por fortuna, la segunda mitad del film de Thomas, describe con todo lujo de detalles la operación marcada en torno a la puesta en marcha del plan. Es ahí donde realmente la película eleva su tono de manera definitiva, hasta el punto de erigirse como un vibrante y extenso fragmento, en el que espectador siente muy de cerca la angustia vivida por esos tripulantes de los tres pequeños submarinos que comandan, respectivamente, Fraser, Duffy y Corbett. Ayudado por la excelente iluminación en blanco y negro de Ernest Steward, la película describe con creciente intensidad, las azarosas circunstancias sufridas en los tres artefactos, las pequeñas averías sufridas, el creciente sentido de la claustrofobia, su apuesta por la camaradería, o el miedo a morir en una auténtica ratonera. Todo ello se extenderá en un largo y denso fragmento, en el que se puede casi palpar la escasez de movimientos que sienten los tripulantes de las tres naves. Su manejo de la intuición, los altibajos emocionales de ese conjunto de hombres encaminados a una misión conjuntas, pero que en un momento determinado perderán su conexión, teniendo que actuar confiando en sus instintos, y otros resolviendo las averías y situaciones precarias que se les avecinarán. Uno de ellos, encallará en la parte inferior del acorazado al que han rodeado de armas prestas a explosionar. Otro quedará encallado entre las gigantescas redes que rodean el entorno marítimo. Finalmente, la nave que comanda Duffy, tendrá que sufrir la rotura del periscopio.

En cierto modo, todos podemos de antemano adivinar la conclusión de su argumento, pero ello no nos impide sentir en carne propia toda una odisea en la que se encuentran presente, el esfuerzo mancomunado de un buen grupo de jóvenes, haciéndose presos por los alemanes los de dos de estas naves. Finalmente, tras el acierto de los bombardeos, el acorazado acusará la operación, recibiendo los presos el insólito gesto del mando alemán del mismo, cuadrándose ante Fraser, y reconociendo que son unos valientes. Como lo habían sido los de la nave que dirigía Duffy, que finalmente sucumbirá en una explosión, contemplada por sus compañeros con tanta angustia como resignación. Será el recuerdo que apreciará Fraser, cuando junto a sus hombres tripulan un pequeño barco donde van a ser trasladados, al contemplar ese pequeño acordeón de Duffy, flotando sobre las aguas, mientras en su semblante se dibuja una expresión, entre admirativa y melancólica.

Calificación: 2’5

CONSPIRACY OF HEARTS (1960, Ralph Thomas) La guerra secreta de Sor Catherine

CONSPIRACY OF HEARTS (1960, Ralph Thomas) La guerra secreta de Sor Catherine

Hasta en un año tan extraordinario para el cine mundial como fue 1960 –en donde se registró un casi inabordable ramillete de obras maestras en todos los géneros-, se produjeron títulos grises y bienintencionados, antiguos tanto en sus propuestas argumentales como en su plasmación fílmica. A mi modo de ver, ele ejemplo que brindó el británico Ralph Thomas con CONSPIRACY OF HEARTS (La guerra secreta de Sor Catherine) fue uno de ellos. Es cierto. Nos encontramos ante un producto, que por un lado pretende narrarnos un argumento, centrado en el periodo seminal de la II Guerra Mundial, en la que el ejército italiano, una vez descabezado el fascismo, estuvo sometido por el III Reich. Pero el argumento en el que participó el blacklisted Adrian Scott, no pudo calibrar en su justa medida el hecho temible de articular su base dramática, en el seno de un argumento centrado en un convento de montas. Temible perspectiva, en la que por otra parte aprobaron con nota, cineastas de la talla de Leo McCarey, Frank Borzage o Douglas Sirk. Y un ámbito en el que, por otro lado, no podemos ubicar ni de lejos, al competente artesano que en ocasiones fue Ralph Thomas.

Así pues, con una voz en off y el recurso a impactantes imágenes de base documental, se nos relata la dolorosa circunstancia que vivieron tierras italianas sojuzgadas por esos mismos nazis con los que habían convivido no mucho tiempo atrás. Pero muy pronto, este alcance dramático se traslada a una secuencia en la que contemplamos la huída de una serie de niños judíos de un campo de prisioneros, auspiciado por el conjunto de religiosas que comanda la madre Katherine (Lilli Palmer) –una mujer de noble ascendencia-, a los que insertan en una sede de resistentes, encaminada a trasladarlos a Palestina, donde sean acogidos en adopción, ya que tanto sus padres como familiares directos han sido asesinados. A partir de ahí, se articulará un montaje paralelo en torno a las vicisitudes de las religiosas, con la llegada al campo de una nueva autoridad alemana, representada en el duro coronel Horsten (Albert Lieven), al que acompañará como inmediato súbdito al arrogante y violento teniente Schmidt (Peter Arne). Horsten, sustituirá en el mando al joven mayor Spoletti (Ronald Lewis), que hasta esos momentos había dirigido el recinto con cierta mano ancha, facilitando de forma implícita la constante fuga de niños, contemplando el hecho bélico desde la distancia, dada su condición de italianos que han dejado atrás el fascismo.

La película se centrará en diversos aspectos del funcionamiento de la organización que articula Katherine desde el convento, centrando toda su labor en la salvación de estos niños, aunque ello le reporte constantes riesgos, que se acrecentarán a partir de la llegada al mando de Horsten, quien aplicará toda su dureza a la hora de reprimir dichas fugas. Por su parte, la religiosa también encontrará oposición entre sus súbditas, centrada sobre todo en la hermana Gerta (Yvonne Mitchell), quien acusará a su superiora de buscar un protagonismo innecesario, arriesgando la convivencia de todas ellas, al tiempo que señalando que hay muchas más formas de ejercer la caridad, que la de salvar a esos niños. Todo ello irá unido con una serie de pequeñas descripciones en torno a las distintas religiosas, destacando la sensibilidad demostrada por la joven novicia Mitya (Sylvia Syms), ligada en un pasado cercano con el ya citado Spoletti. Como se puede deducir, todo ello va conformando un contexto dramático, en el aspecto incluso cercanos a la comedia –la manera con la que una última remesa de niños escapa, escondida entre la basura-, se combinan con otros altamente dramáticos –el asesinato de todos los que ayudaron a dicha fuga-, e incluso en apariencia conmovedores –las amenazas del mando alemán de de fusilar a una serie de religiosas, empezando por su superiora, como castigo por haber violentado las estrictas órdenes de este-. En cualquier caso, Ralph Thomas es incapaz de canalizar las posibilidades de una base dramática que, por otro lado, apenas se evade del conjunto de lugares comunes, inherentes a este tipo de temática, sensiblera y complaciente. Para colmo, el estereotipo más ramplón domina la mayor parte de sus personajes, empezando por la presencia de una molestísima Lilli Palmer, artificiosa como ella sola en su rol, o la casi paródica maldad del teniente alemán encarnado por Peter Arne. Ni siquiera la espesura que ofrece su iluminación en blanco y negro, o la presencia de secuencias dotadas de cierta personalidad –esa ceremonia judía celebrada por un rabino de la resistencia, y ante los niños refugiados, en el escondido subterráneo del monasterio-, elevan en demasía el conjunto. Y, llegados a este punto, hay una excepción, representada en el personaje de la reticente y rencorosa hermana Gerta. Pero si ello sucede, se debe evidentemente a la sensibilidad con la que la extraordinaria Yvonne Mitchell, despliega en todos y cada uno de los recovecos de su personaje. Cualquier mirada en segundo término, cualquier gesto escondido en la sombra, o esa lágrima con la que finalmente reconocerá lo equivocado de sus reticencias, revelan una vez más el talento, de la que considero una de las mejores intérpretes de todos los tiempos.

Calificación: 1’5

NOBODY RUNS FOREVER (1968, Ralph Thomas) Nadie huye eternamente

NOBODY RUNS FOREVER (1968, Ralph Thomas) Nadie huye eternamente

El triunfo de las adaptaciones cinematográfica del personaje ideado por Ian Fleming; James Bond, y el del agente Harry Palmer encarnado por Michael Caine a partir de THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965. Sidney J. Furie), unido a las circunstancias sociopolíticas de enfrentamiento entre los dos bloques, posibilitaron en Inglaterra una considerable producción de películas centradas en peripecias de espías. Turbios argumentos de raíz casi folletinesca, que actualizaban al tiempo que conectaban con la tradición que el cine británico mantenía incluso desde los lejanos años treinta, con aportaciones firmadas por el mismísimo Alfred Hitchcock. Sería por tanto la segunda mitad de los años sesenta, el periodo propicio para ese florecimiento, que favoreció títulos que oscilan entre lo perdurable y lo efímero, y al mismo tiempo abordaban registros dramáticos, nihilistas e incluso paródicos, como muestra de esa libertad de criterios que se dio cita en una cinematografía que vivió un periodo convulso a todos los niveles, y en donde lo mejor y lo más cuestionable se daba de la mano, con una facilidad pasmosa.

Dentro de este ámbito, se puede decir que NOBODY RUNS FOREVER (Nadie huye eternamente, 1968. Ralph Thomas) aparece casi como un producto tardío. Un extraño anacronismo, en un contexto en el que el propio Thomas ofrecía exponentes de este subgénero, aunque tamizadas por el prisma del humor. Por el contrario, ya desde sus propios títulos de crédito –con la poderosa impronta que ofrece el fondo sonoro de George Delerue-, percibimos que nos encontramos ante una propuesta de claro matiz dramático, en la que según vayamos introduciéndonos, irá asumiendo una extraña sensación de fatalismo que, a fin de cuentas, aparecerá como su rasgo más atractivo. En realidad, nos encontramos ante una película que formalmente podría emparentarse con la producción aquellos años, de cineastas como Basil Dearden o Bryan Forbes. Apenas podemos percibir escasos y funcionales zooms, eligiéndose por el contrario una puesta en escena bastante clásica. Será esta la base visual y narrativa, de una propuesta que si bien no cabría engrosas entre las antologías de su ámbito argumental, sí que es cierto ha logrado sobrellevar el paso del tiempo con considerable solidez.

NOBODY RUNS FOREVER se centra en el relato del problema de conciencia que se establece en torno a un líder pacifista; el alto comisario Sir James Quentin (un sensible y magnético Christopher Plummer), de orígenes australianos, empeñado en lograr un acuerdo global, para con ellos intentar evitar las desigualdades de alimentación entre los países. Con ser alguien muy respetado y admirado, hay un episodio en su pasado que se ha preocupado en ocultar, pero que sus opositores políticos en el lejano continente desean que regrese al mismo desde la Inglaterra en la que se desarrolla la acción, para con ello responder ante la justicia australiana, y al mismo tiempo descabezar a un líder de creciente prestigio internacional, que podría ocupar parcelas de importancia en la política australiana. Para devolverlo a su país enviarán a un rudo agente –Scobie Malone (Rod Taylor)-, destinado en una zona rural, al cual se hará viajar hasta Londres y con rapidez se introducirá en el entorno del comisario (será este uno de los aspectos menos convincentes del relato, careciendo de la necesaria credibilidad). Será el inicio del contacto con Quentin, al que muy pronto desarmará en su primer encuentro privado, atendiendo sin embargo su petición, al objeto que retorne con él a tierras australianas para responder de dicho asesinato –que asumirá desde el primer momento-, una vez concluya la delicada cumbre de naciones que se está celebrando en dichas fechas.

El acierto del film de Thomas, se centra fundamentalmente el uso de una narrativa clásica y eficaz, capaz de trasladar con contundencia a la imagen, una ficción centrada en la complicidad que se establecerá entre dos mentalidades opuestas, hasta el punto que lo que en un principio se defina como mutua animadversión, muy pronto derivará en una sincera amistad e incluso admiración, especialmente desde el áspero agente hasta el idealista político. Esa destreza en el trazado psicológico, la anuencia de un reparto magnífico, o la incorporación de atractivos episodios de suspense –el que se desarrolla en el estadio donde se juega el torneo de tenis-, serán elementos que permitan disfrutar en su medida, de una película que no deja de incorporar personajes arquetípicos en su villanía –el mayordomo que encarna el impagable Clive Revill, en aquellos años tan en boga; la exótica femme fatal incorporada al entorno de la esposa de Quentin, ese extraño periodista de tez oscura, que se revelará uno de los componentes de la conspiración elaborada en el entorno del comisario.

Todo un cúmulo de elementos ligados al cine de acción, descritos unos con mayor grado de acierto y credibilidad que otros, pero que en su conjunto favorecerán esa mirada revestida de humanismo. Ese descubrimiento en suma de la vocación de servicio alentada por un hombre aún joven, que en su nobleza no duda incluso en proteger a su esposa –Sheila (Lilli Palmer)- de las oscuras circunstancias de la muerte de su primera mujer. Pero más allá de su impronta argumental, el film de Thomas destila una amarga parábola en torno al peso atávico del pasado. Ese sentimiento de culpa que hará, en un momento determinado, arrepentirse de su comportamiento al criado traidor del matrimonio, aunque ello le cueste su muerte. Ese sentimiento de inmolación, es el que finalmente llevará al sacrificio de la propia Sheila, en un episodio de perfecta gradación y alcance trágico, que permitirá la nihilista conclusión de un relato, quizá no merecedor de figurar en las cumbres de su ámbito genérico, pero si lo suficientemente atractivo como para ser citado algo más que de pasada, dentro del cine inglés de su tiempo.

Calificación: 2’5

UPSTAIRS & DOWNSTAIRS (1959, Ralph Thomas) Las pícaras doncellas

UPSTAIRS & DOWNSTAIRS (1959, Ralph Thomas) Las pícaras doncellas

Cuando en 1959 Ralph Thomas asume la realización de UPSTAIRS & DOWNSTAIRS (Las pícaras doncellas), cierto es que ya había probado armas de manera exitosa –a nivel comercial-, con el ciclo de títulos de la serie DOCTOR IN.... Exponentes de enorme popularidad pero exiguo interés que, junto a la serie Carry On, forjaron lo menos atractivo que el género brindó en una década donde el influjo de la Ealing Studios fue declinando, hasta que su devenir evolucionara con nuevas formas, ajeno casi por completo a la renovación marcada en el cine norteamericano. Es por ello, que pese a esas poco alentadoras premisas, hay que reconocer que la producción de Thomas en aquellos años se encontraba en un buen momento, siempre adscrito a la Rank. Apenas un año antes había filmado su estupenda versión de A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1958) –quizá su obra más perdurable-, y se encontraban dramas y aventuras coloniales no desprovistos de interés. En medio de dicha coyuntura, y aunque su interés aparece de manera intermitente, lo cierto es que UPSTAIRS & DOWNSTAIRS –título que evoca la célebre y posterior serie de la BBC-, nos traslada ante todo a la importancia que la servidumbre albergaba en la Inglaterra próspera de finales de la década de los cincuenta. Thomas y el guionista Frank Harvey, a partir de la novela de Ronald Scott Thorn, no se plantean el más mínimo análisis sociológico en torno a la representatividad que dicha circunstancia tiene como manifestación del clasismo británico.

En su oposición, ofrecen un juguete amable y, en algunas ocasiones –en líneas generales las más divertidas de la función- describiendo las hilarantes consecuencias de la búsqueda de sirviente por parte del matrimonio formado por Richard (Michael Craig) y Kate Barry (Anne Heywood). Ambos se presentan en la película en la víspera de su boda, mostrando como ella se dirige a la búsqueda de sirvienta en una oficina de empleo, en donde percibirá las exigencias que en esos días ofrecen las empleadas domésticas. Una vez convertidos en esposos, el padre de Kate –Mansfield (James Robertson Justice), introducirá en la vivienda que la pareja ha adquirido, a una joven sirvienta italiana sin conocerla, basándose en referencias. El resultado será desastroso, encontrándose el matrimonio a su retorno al hogar con una escena casi surrealista. En ella, Maria (una joven Claudia Cardinale, poco antes de su consagración como estrella internacional) se encuentra con una serie de marineros viviendo una tremenda juega. Serán desalojados todos ellos, pero aún contarán con la protesta airada de la inconsciente muchacha, dejando atribulado a Richard.

La búsqueda seguirá con la incorporación de una sirvienta ya entrada en años, que ha venido acompañada por un perro de grandes proporciones, y que se caracteriza por su incorregible adicción a la bebida. El resultado, como se podrá suponer, se dirimirá catastrófico, en una cena además que Richard había programado para complacer a un veterano matrimonio norteamericano, presto a invertir en la empresa de su suegro. Las negativas experiencias motivarán al rol encarnado por Michael Craig a acudir a un pueblo inglés para recoger a una muchacha que jamás ha conocido la capital inglesa, en cuyo trayecto se producirán numerosas incidencias, que provocarán que la joven quede atemorizada y renuncie a su destino profesional. Las tribulaciones del joven matrimonio parecerán solucionarse tras el compromiso adquirido con un viejo matrimonio que incluso se ofrece a trabajar ambos por el precio de uno… sin saber que tras ellos se esconden unos asaltantes de bancos. Todo parecerá quedar solventado cuando acojan en su hogar como sirvienta a una joven nórdica –Ingrid (Milène Demongeot)-, que en principio colmará todas sus aspiraciones a la hora de ocupar esas labores domésticas, acentuadas además con el paso del tiempo con los dos hijos fruto del matrimonio de los Barry. En primera instancia, Ingrid cumplirá a la perfección su cometido. Sin embargo, muy pronto se podrá percibir que su eficacia discurre por encima de lo esperado, ya que su juventud y belleza arrastrará el interés de los hombres. Incluso el del acomodado Richard.

A partir de dicha premisa, y a través de una estructura que combinará elementos de comedia blanda, otros ligados al slapstick y ciertas gotas de melodrama, Thomas conforma una película tan plácida como carente de ese gramo de locura que, caso de haber exprimido ante todo su potencial cómico, hubiera permitido que nos encontráramos ante un resultado mucho más plausible. Pero, si más no, lo cierto es que su metraje alcanza a mostrar un inofensivo fresco sobre la clase media inglesa de su tiempo y, sobre todo, hay que reconocer que los episodios que relatan las frustradas experiencias de diferentes sirvientas, aparecen revestidos de eficacia cómica. No lo será tanto el fragmento que protagoniza la Cardinale, pero si el de esa veterana sirvienta que supuestamente visita a su hermana enferma pero que acude a una tasca a emborracharse. Sobre todo el la larga y casi enervante secuencia en la que prepara una cena a los invitados de los Barry, dentro de un conjunto caracterizado por la técnica del slowburn que deviene francamente hilarante, concluyendo el mismo con el incendio de los mismos y la anuencia de los bomberos. Más lo será el del traslado de la joven pueblerina, que provocará un divertido fragmento en el que Richard –impagable Craig-, se verá atrapado en el aseo del tren, viviendo equívocas y apuradas situaciones que incluso darán pie al doble sentido. De eficacia más formularia devendrá la acción de los nuevos sirvientes, ancianos que acometerán el atraco a una sucursal vecina por medio del butrón, insertándose a continuación la vertiente melodramática en la incidencia de la sensual e inocente Ingrid. Su personaje proporcionará los instantes más emotivos de la película, al decidir renunciar a la boda que iba a celebrarse con el músico americano Wesley (Daniel Massey), y dejando entrever en su despedida al iniciar su viaje en tren, que su amor se encontraba ligado al imposible Richard, de quien siempre admiró el hecho de ser feliz con su esposa e hijos.

Tan frágil como inocente, tan discreta como plácida, con un reparto en el que se encuentra en un rol episódico la mítica Barbara Steele –encarnando a la esposa de un matrimonio mundano, encariñada con su perro-, lo cierto es que UPSTAIRS & DOWNSTAIRS aparece como un producto inofensivo pero agradable dentro de su irregularidad. Un título representativo de esa carencia de rumbo que la comedia británica mantenía en aquellos años puente en su cinematografía. Otros géneros más ligados a su sensibilidad –el fantástico y terror, por ejemplo-, se encontraban en aquel tiempo en plena efervescencia.

Calificación: 2

A TALE OF TWO CITIES (1958, Ralph Thomas) Historia de dos ciudades

A TALE OF TWO CITIES (1958, Ralph Thomas) Historia de dos ciudades

Reconozco que durante cierto tiempo he mantenido la curiosidad de contemplar la versión que el británico Ralph Thomas brindó de la célebre obra de Dickens A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1958). Quizá en el pasado esa curiosidad fuera malsana. Pero cierto es que unido a mi creciente aprecio por el cine británico, y estar la película situada entre dos títulos apreciables en la obra de este competente artesano, se unía la posibilidad de establecer una comparación con la adaptación dirigida en 1935 por Jack Conway para la Metro Goldwyn Mayer, probablemente una de las producciones más atractivas emanadas por el estudio en aquel tiempo. A todo ello cabía unir además la práctica imposibilidad de acceder –como en tantas ocasiones- a la versión de Thomas, de la que se recuerda ante todo el hecho de suponer el definitivo espaldarazo en la trayectoria del magnífico Dirk Bogarde, excelente en su encarnación de Sydney Carton, un abogado escéptico y sin rumbo, dado a la bebida, en el ámbito de la Inglaterra del periodo inmediatamente previo a la revolución francesa.

De antemano, la adaptación de Thomas destaca por la decidida intención de introducir con rapidez al espectador en el relato, iniciando su discurrir con el recorrido de una diligencia por parajes rústico y boscosos –con ello ya se apreciará la apuesta por una magnífica ambientación-, en la que se encuentran como pasajeros cuatro personajes de gran importancia en el ulterior discurrir de la narración. De un lado el abogado Jarvis Lorry (Cecil Parker), la joven francesa Lucie Manette (Dorothy Tutin) –a la que Jarvis acompaña y protege, al tiempo que su fiel sierva-, el apuesto y agradable Charles Darnay (Paul Guers), y finalmente el siniestro Barsad (Donald Pleasance). Muy pronto, la diligencia será interceptada por unos enviados que remitirán a Lorry un mensaje que este responderá en clave, antes de proseguir hacia su destino. Lucie desde el primer momento contemplará con agrado a Darnay –del que desconocerá que en realidad se trata de un componente de la familia aristócrata francesa St. Evremonde-. A partir de este atractivo inicio, ayudado por la pertinencia de un magnífico guión del experto T.E.B. Clarke –conocido por su importantes aportaciones en los Ealing Studios, pero que apenas un par de años después brindaría quizá su máximo logro, reincidiendo en el terreno de las adaptaciones literarias con la magistral traslación de la obra de David H. Lawrence en SONS AND LOVERS (1960, Jack Cardiff)-, A TALE OF TWO CITIES aparece como una francamente sólida adaptación dickensiana, sabiendo distanciarse del referente que le proporcionara más de dos décadas antes la versión de Conway, al tiempo que erigiéndose quizá en el punto más elevado en la andadura de un Ralph Thomas que, con casi total seguridad, jamás estuvo tan inspirado. Y no quiere decirse con ello que podamos atisbar en la película unos rasgos de estilo más o menos definitorios. Por el contrario, Thomas –que sitúa esta película entre dos títulos aceptables, como el drama CAMPBELL’S KINGDOM (La dinastía del petróleo, 1957) y el melodrama colonial THE WIND CANNOD READ (El viento no sabe leer, 1958)-, tuvo la intuición de rodearse de un excelente equipo técnico y artístico, logrando aunar la interacción de todos ellos en la mejor tradición inglesa, para confluir en una adaptación que destaca por su sentido del ritmo –este no decae en ningún momento-, el respeto al referente dickensiano, y ofreciendo una mirada bastante dispar de la igualmente notable adaptación americana de los años treinta.

Y es en dicho aspecto, donde el film de Thomas destaca como una apuesta más acentuada por una ambientación áspera y física –la película de Conway en este sentido aparecía más pulida-. Es algo que incluso se trasladará en la propia configuración e interpretación de sus personajes y actores –todos ellos magníficos-, que destacarán por unos matices de dureza, parangonables con esa querencia por una ambientación que, por momentos, nos acerca a las presentes en los títulos de terror que Inglaterra iba haciendo populares en aquellos años. Es por ello, que sobre todo en los episodios centrados en la Francia revolucionaria, o antes en las actitudes sádicas y criminales ejercidas por el Marqués de St. Evremonde (para más inri, encarnado por Christopher Lee), o incluso en la repulsiva presencia y actuación del despreciable Barsad, en muchos momentos uno tiene la sensación de encontrarse ante un precedente de la espléndida THE FLESH AND THE FIENDS (1960, John Gilling) o cualquiera otro de los films producidos por el tandem formado por Robert S. Baker & Monty Berman. Las actuaciones y crímenes cometidos por Evremonde, la descripción sórdida de los bajos fondos parisinos previos a la revolución francesa –ese tonel de vino que estalla en plena calle, provocando la avalancha de lugareños que beberán del líquido sin dudar en lamer el suelo-, la severidad de la magnífica fotografía en blanco y negro plasmada por Ernest Steward, el brillante acompañamiento musical, la fisicidad que emanan de los interiores de la prisión parisina, donde ha estado encerrado durante dieciocho años de manera injusta el Dr. Manette (Stephen Murria). Todo ello, conforma un conjunto de elementos que permiten que la visión de la revolución francesa que se traslada a la pantalla, tuviera como su más claro referente en el mostrado por Anthony Mann en la estupenda REIGN OF TERROR (El reinado del terror, 1948).

Pero, con ser muy interesantes, limitar los atractivos de A TALE OF TWO CITIES a dicha circunstancia, si bien contribuye a delimitar su singularidad como tal adaptación, no suponen más que menoscabar la esencia de la película y la obra que le sirve de base; la mirada que se ofrece de un ser –Carton- que en la vida no encuentra acomodo, y que cuando aparece un elemento que pueda iluminarle –Lucie Manette-, el destino impedirá que ese objetivo pueda servir para encontrar ese ansiado objetivo existencial –Lucie se casará con Darnay-. Merced a la esplendida ambivalencia –uno de los rasgos que configuraron su personalidad cinematográfica-, que brinda la espléndida performance de Bogarde –atención a sus miradas y expresiones cuando se entera de las novedades en la relación de la joven y Charles-, hay que añadir el retrato que se ofrece de Darney / Evremonde, al cual pese a sus buenas maneras, su atractivo y supuesta bondad, quizá por su interpretación o por haber sido deliberada dicha inclinación, aparece con una cierta aura de egoísmo –quizá involuntario-, del que carecía el Donald Woods que encarnaba dicho rol en la versión de 1935.

Y es en ese sacrificio final del abogado –que hasta entonces en su vida no ha demostrado un solo gesto-, donde quizá el film de Thomas alcanza una verdadera emotividad, trasladando con auténtica inspiración y al mismo tiempo intimismo, la decisión de un hombre que solo, trascendiendo con el sacrificio de su propia vida, encontrará un sentido verdadero a la misma. Se expresará en esos últimos planos -magníficos, en los que vislumbraremos la guillotina en último término, casi como un monumento a la crueldad humana-. En ellos acompañará, juntos camino al cadalso, a la inocente hija de Gabelle hasta que sea decapitada, antes de que él se someta a la misma condena tras sustituirse por Darnay mediante una estrategia en la utilizará a ese siniestro Barsad, que no ha dudado en “cambiar de bando” y sumarse en su miserable personalidad a los defensores de la República. Serán estos últimos instantes memorables, centrados en el intenso primer plano sobre un Bogarde dispuesto a morir con el temor presente, pero al mismo tiempo con la convicción de hacer lo que debía, insertando Clarke cara al espectador, los pensamientos de ese hombre, que con su muerte a dado legitimidad a una vida vacua y sin sentido.

A TALE OF TWO CITIES es una muestra más no solo de la vigencia que el cine inglés albergaba ya en aquellos años, sino de la mezcla de características que se daban en el conjunto de su producción. Sin lugar a dudas, su edición en DVD hace justicia a un título que merecía ser rescatado del olvido.

Calificación: 3

THE WIND CANNOT READ (1958, Ralph Thomas) El viento no sabe leer

THE WIND CANNOT READ (1958, Ralph Thomas) El viento no sabe leer

Cuando en 1958 el británico Ralph Thomas asume la realización de THE WIND CANNOT READ (El viento no sabe leer), el cine norteamericano ya llevaba algunos años explotando con éxito la fórmula de los melodramas interraciales, que darían como fruto algunos títulos del interés de LOVE IS A MANY-SPLENDORED THING (La colina del adiós, 1955. Henry King) –una de las precursoras de dicho subgénero-, SAYONARA (1957, Joshua Logan) o el más tardío THE WORLD OF SUZIE WONG (El mundo de Suzie Wong, 1960. Richard Quine). Es curioso señalar como estos y otros exponentes, en su momento gozaron de una gran popularidad, aunque poco a poco fueron olvidados e incluso despechados por la crítica, aspecto este que ha sido sometido a reconsideración con el paso del tiempo. En aquel entonces, Thomas se caracterizaba en su carrera como un en ocasiones competente, en otras rutinario –sobre todo para la comedia- artesano, alternando producciones más o menos serias y ambiciosas –el título previo al que nos ocupa es una adaptación de la novela de Dickens A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1958)-, con esa adscripción a la comedia de notable aceptación popular –la serie iniciada con la previa DOCTOR IN THE HOUSE (Un médico en la familia, 1954)-, que hoy día queda paradójicamente entre lo más olvidable de una filmografía extendida en unos cuarenta títulos, diseminados treinta años de andadura como tal realizador.

THE WIND CANNOT READ se inicia en la Birmania de 1942, donde soldados británicos custodian a ciudadanos hindúes en plena II Guerra Mundial, protegiéndoles de los ataques japoneses, lo que no impedirá un contundente bombardeo que costará numerosas víctimas. De la misma, dos de sus supervivientes serán el teniente Michael Quinn (Dirk Bogarde), quien resultará especialmente malherido y será protegido por su amigo el oficial Peter Munroe (John Fraser). Ambos recorrerán un camino penoso entre altísimas temperaturas y parajes desérticos, siempre bajo la carencia de agua y la sombra acechante de los buitres. Será un breve fragmento de enorme efectividad, que quizá predispondrá al espectador a vivir una cinta de aventuras de lejano regusto colonialista, pero que pronto se desvanecerá cuando los dos ingleses encuentren un destacamento en el que sean rescatados y se recuperen de sus heridas. Muy pronto la acción se trasladará a la Nueva Delhi de 1943, donde un compacto grupo de oficiales británicos se someterán al aprendizaje del japonés, para con ello lograr superar una de las armas más peligrosas en su lucha contra su ejército; la diversidad de dicho idioma y su dificultad de comprensión para los británicos. Ya en este desplazamiento la acción incorporará al un tanto arrogante superior Leader Fenwick (el siempre apático Ronald Lewis), quien demostrará desde el primer momento una cierta altanería ante Quinn y Munroe, aunque ello no impida el buen desarrollo del específico ciclo de aprendizaje. Una singularidad que asumirá un carácter sin duda más revulsivo, ante la incorporación como profesora de japonés de la joven y bella Sabbi (Yoko Tani), con la que muy pronto el teniente Michael irá estrechando una relación, que la joven asumirá no sin cierto temor. Y es que la complejidad de su propia presencia –una profesora japonesa dando clases de su idioma, para que los ingleses puedan tener un plus de ventaja en su lucha contra los nipones será sin duda un elemento cuanto menos incómodo.

En definitiva, esa es la combinación de elementos que esgrime la discreta pero no despreciable propuesta de Ralph Thomas, destinada a la postración del drama de un amor que puede parecer imposible, pero que en realidad se podrá consumar entre la pareja protagonista, combinado con elementos de cine de aventuras –una vez más, con ecos del cine colonial, aunque situados en el ámbito bélico de la última contienda mundial-. La combinación de ambos factores, justo es reconocer que está ejecutada alternando un cierto rasgo de delicadeza en la plasmación de la singular relación amorosa –ambos llegarán a casarse secretamente-, mostrada además con un inusual sentido del romanticismo por la cámara de Thomas, y sin revelar al espectador ni a su propio marido ese drama oculto que la joven alberga –una enfermedad incurable-. Quinn será destinado, junto con Fenwick, a un hindú fiel a los ingleses, y bajo el mando del superior de ambos, como avanzadilla para seguir una ruta por la que discurrirán diversos comandos británicos, al objeto de contraatacar a los japoneses. La inoportuna presencia de un árbol ubicado cortando el camino elegido, marcando un instante inquietante, en el que los ocupantes del jeep se preguntarán sobre las posibilidades existentes en torno al mismo. Será el inicio del que a mi juicio se erige como el fragmento más valioso de la función. El asesinato del superior y el conductor hindú, y el sometimiento a torturas de los dos supervivientes, por parte de un destacamento japonés. Será un episodio en el que se palpará la dureza y crueldad no solo de la directa lucha bélica, sino de las estrategias seguidas por los nipones a la hora de extraer la información necesaria a los dos ingleses, para poder contrarrestar el previsible ataque de comandos de dicho país. Será algo que ambos se negarán a ofrecer, aunque la tortura que los dos sufrirán –especialmente Quinn, quien será atado y colgado de las manos durante horas, encima de su ya casi agonizante compañero-, será quien reciba un trato más inhumano. Será en estos minutos, cuando la hasta entonces marcada animadversión que Fenwick había mostrado hacia su compañero, se torne en una casi inevitable comprensión, llegando a adelantar el final de su existencia al ayudar a este para que pueda huir de su cautiverio. Con ella se marcará el punto de partida que permita que este llegue a comunicar a sus superiores la situación vivida, al tiempo que volver a reencontrarse con su esposa, conociendo esa enfermedad incurable que está a punto de costarle la vida.

Es probable, llegado a este punto, que a Thomas le falte esa capacidad para trascender el sentimiento amoroso a través de la imagen, tal y como mostraron cineastas como Borzage, Stahl, Sirk, o los propios Logan y Quine, entre otros. No es cuestión de pedir peras al olmo, y de alguna manera lamentar que esos minutos finales carezcan de esa casi obligada capacidad de transmitir al espectador el poder vivificador del amor. Sin embargo, y pese a la carencia de una auténtica catarsis amorosa, la profesionalidad del cineasta logra hacer moderadamente creíble una conclusión sin duda un tanto blanda y acomodaticia, pero que pese a todo está a tono con la discreción generalizada de una película que funciona a ráfagas como drama romántico –las visitas de la pareja por lugares exóticos y llenos de belleza-, pero que preciso es reconocer alcanza en sus fragmentos más sórdidos y crueles, un grado de intensidad y tensión interna aún vigente.

Calificación: 2