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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Thorpe

HER HIGHNESS AND THE BELLBOY (1945, Richard Thorpe) [Su alteza y el botones]

HER HIGHNESS AND THE BELLBOY (1945, Richard Thorpe) [Su alteza y el botones]

Cuando ya entrada la década de los cuarenta del pasado siglo, la comedia americana iba dejando atrás su extraordinario periodo Screewall, aparece e incluso se consolida en su seno, una vertiente que entronca con un tipo de producción familiar.  Nos referimos a títulos amables, sin grandes pretensiones y que, en algún momento, estarán en contacto con la opereta, llegando a ser puestos en solfa por futuras figuras del género, como el mismísimo Billy Wilder -THE EMPEROR WALTS (El vals del emperador, 1948)-, o en nombres emblemáticos como el mismísimo Ernst Lubitsch, a través de aquella irregular propuesta, que finalmente completó su discípulo, Otto Preminger, sin compartir crédito; THE LADY IN ERMINE (1948).

Pues bien, pocos años antes de estos dos ejemplos concretos, podemos señalar esta curiosa y discreta mixtura de comedia familiar, cuento principesco, y ecos del slapstick que brinda HER HIGHNESS AND THE BELLBOY (1945), inesperada incursión del muy prolífico y por lo general no demasiado afortunado Richard Thorpe, en dicha vertiente, dentro del ámbito de la Metro Goldwyn Mayer. Curioso -y apenas conocido- precedente, de la posterior y mucho más brillante ROMAN HOLIDAY (Vacaciones en Roma, 1953. William Wyler), la película se impregna -y no poco-, por esa aura realista que aparece en aquel periodo de la producción del estudio, cuando apenas había concluido la II Guerra Mundial, y los ecos del neorrealismo se habían extendido por todo el mundo. No resulta casual que ese mismo año, Robert Walker, brillante protagonista de esta película, había hecho lo propio con la atractiva THE CLOCK (1945), insólita aportación de Vincente Minnelli, filmando el breve encuentro de 48 horas de un soldado en la gran urbe newyorkina, forjando una relación con la joven Judy Garland. Algo de dicho personaje parece flotar en la encarnación de Walker del simpático botones Jimmy Dobson quien, junto a su atolondrado amigo Albert (Rags Ragland) -a quien ha logrado despojarle de su ligazón a una banda de delincuentes-, cuidarán de una vecina de edificio y amiga, con la que nuestro protagonista mantiene una entrañable relación, y que se encuentra impedida de las piernas -Leslie (June Allison)-. De manera paralela, se registrará en el hotel en el que Jimmy trabaja, la joven princesa de un país indeterminado -Verónica (una Hedy Lamarr, en la cumbre de su belleza)-, que ha viajado hasta Nueva York, para intentar recuperar el amor perdido con un joven periodista, del que se sigue sintiendo ligada, pese al paso del tiempo.

Muy pronto, y de manera involuntaria, Verónica conocerá a Jimmy -que intenta atesorar propinas paseando perros, para pagar obsequios a Leslie-, iniciándose una insólita relación entre ellos, que no remitirá, cuando este descubra que se encuentra ante una representante de sangre real. Advirtiendo esta, que Jimmy conoce al periodista que en realidad ocupa sus sentimientos -Paul MacMillan (Warner Anderson)-, no dudará en utilizarlo para lograr su objetivo. Bajo esta premisa, girará esta extraña y al mismo tiempo convencional ronde de amores confundidos, en la que el joven botones se enamorará de Verónica, esta última buscará recuperar el amor de MacMillan, mientras que la sensible e impedida Leslie soñará, para sus adentros, en mantener el amor de Jimmy.

Todo ello, quedará descrito en una comedia a la que, justo es señalarlo, le hubieran beneficiado unos 20 minutos menos de duración, pero que no por ello queda revestida de un modesto grado de interés. Interés que, en ocasiones, se encuentra presente, por esa extraña querencia que aparenta albergar, del universo literario del gran cronista newyorkino que fue Damon Runyon -quiero pensar que, en la recreación de Paul, puede encontrarse alguna lejana referencia a su figura-, y que dará pie a algunas de las secuencias más divertidas de la película, como aquella que se describe en el tugurio al que acudirán Jimmy y la princesa. Una visita espoleada por la noble, que mantiene la intención de encontrarse de nuevo con el periodista, en la que serán constantemente asediados por un tosco camarero, empeñado en que cenen manos de cerdo, finalizando la misma con una enorme pelea y una redada, en la que la princesa será detenida -sin saber su real identidad-, no sin la satisfacción de ella, por ver que Paul finalmente la ha localizado.

No siempre se encontrará ese mismo grado de regocijo en la función. Desde la presencia de ese detestable pretendiente aristocrático de la princesa -el barón Faludi (Albert Esmond)-, hasta la presencia de una horripilante secuencia kitsch, en donde con querencia hacia la fantasía, se acerca a los peores extremos de la opereta. En cualquier caso, HER HIGHNESS AND THE BELLBOY se degusta con relativa placidez, bien sea por la ligereza con la que describe esa cotidianeidad de la vida obrera newyorkina, por el cierto grado de sensibilidad que adquieren las secuencias que se centran en el personaje de la estupenda June Allison o, en esos divertidos minutos finales, en los de manera inesperada, Verónica se convertirá en futura reina, al tener noticia del inesperado fallecimiento del monarca, desquiciándose su séquito, en una serie de desbordadas situaciones, que adquirirán un tono absurdo al regreso de la desaparecida, en medio de una no menos ridícula y reiterada, ceremonia de pleitesía, en las propias dependencias del hotel. Todo ello, conformará un conjunto, que Richard Thorpe filmará con tanta eficacia, como desgana en sus peores momentos, y que culminará con una conclusión que, en definitiva, apela a la propia insustancialidad del conjunto, y que se reiteró en no pocas comedias de estas características; en una celebración final, contemplaremos en pleno baile a las dos parejas en litigio, mientras el divertido Albert, mirará a la pantalla, con un gesto de complicidad.

Calificación: 2

BLACK HAND (1950, Richard Thorpe) [La mafia de la mano negra]

BLACK HAND (1950, Richard Thorpe) [La mafia de la mano negra]

No cabe duda que dentro de la andadura del noir, o de las múltiples derivaciones y variantes desplegadas en sus años de mayor esplendor, se esconden títulos o singularidades, que más allá de su mayor o menor grado de alcance, merecen ser tenidas en cuenta por esa misma singularidad que representan. Dentro de dicho contexto, y más allá de su relativa eficacia, BLACK HAND (1950, Richard Thorpe), aparece como una pequeña producción de la Metro Goldwyn Mayer, que destaca precisamente por una de las escasas producciones –al menos que yo conozca-, que desarrolla su argumento, en base al tratamiento de los orígenes de la presencia de la mafia italiana, a partir de la llegada de emigrantes a las grandes urbes de la costa este norteamericana. Así pues, nos encontramos en los primeros pasos del siglo XX, contemplando por un lado la miseria de los suburbios en los que se encuentra esa inmigración italiana, que poco a poco va sufriendo el acoso de la denominada Black Hand, un grupo mafioso dedicado a extorsionar a sus conciudadanos, y que en realidad no son más que delincuentes huidos de suelo italiano, para evitar allí las consecuencias de la justicia de su país. Con un agilidad y atmósfera poco frecuente en un cineasta tan formulario como Thorpe, la película se iniciará con un fragmento dominado por su densidad, que describirá el intento de rebelión del ya maduro Roberto Columbo (Peter Brocco), padre de familia dispuesto a colaborar con la policía, para desmantelar el asedio de esta siniestra organización. Sin embargo, caerá víctima de una emboscada, sin saber que dos de sus sicarios se han adelantado, e incluso han suplantado la personalidad del agente con el que iba a contactar, apuñalándolo –el instante en que aparezcan estos y muestren el cadáver ensangrentado, es realmente impactante-. La familia Columbo quedará despedazada, trasladándose la acción a 1908, cuando el adolescente Johnny se ha convertido en un curtido joven –encarnado por Gene Kelly, en una esforzada composición, que sin embargo aparece como uno de los flancos más débiles del relato, en su carencia de la fuerza necesaria para encarnar este personaje-. Este ha estado viviendo en Italia, retornando a New York y al entorno en el que vivió los primeros años de su vida, sobre el que le aparece el recuerdo del crimen de su padre.

Será ese, a ciencia cierta, el nudo gordiano de BLACK HAND. El creciente interés de Johnny de desarticular a una organización poderosa, que comprueba sigue sojuzgando a esa minoría italiana de la que ha formado parte, manteniendo en su interior un claro deseo de vengarse de la muerte de su padre. Para ello conservará una navaja, y también intentará aunar voluntades, para conformar un colectivo que se aglutine en contra de los desmanes de la Black Hand, ayudado por el veterano comisario Louis Lorelli (magnifico J. Carrol Naish). Asimismo tiempo, Johnny irá acrecentando su relación con la joven Isabella (Teresa Celli), que se erigirá en su mayor apoyo. Sobre todo, cuando la ofensiva de Johnny empiece a levantar la atención de los dirigentes del colectivo mafioso, que no dudarán en extorsionar a los convecinos, e incluso presionar con la violencia, cuando se convoque la primera asamblea, al objeto de consolidar la organización que se oponga a la organización mafiosa. Así pues, en medio de una casi irrespirable lucha en dicho contexto urbano, Lorelli planteará la posibilidad de viajar hasta Italia, al conocer el indicio que avala el hecho de que los mafiosos en realidad huyeron de las responsabilidades penales de su país de origen. Esa circunstancia resultará determinante para poder sembrar las semillas que contrarresten el acoso de los mafiosos, aunque estos puedan con la vida del veterano comisario, o se encuentren a punto de acabar con la de Johnny.

Si algo destaca en BLACK HAND es, sin duda, el acierto que alcanza a las hora de describir ese mundo abigarrado, populista, extrovertido y al mismo tiempo lleno de limitaciones, del contexto inmigrante italiano en la Norteamérica de finales del siglo XIX y principios del XX. La película describe una ambientación creíble y sombría, dentro de una oscilación que podría traernos ecos del cine silente, o por otro lado adelantar determinadas producciones televisivas de principios de los sesenta. Esa clara sensación de asistir a una serie B, beneficia un conjunto, del que muy probablemente se aprovechó escenografía de títulos precedentes del estudio, y que irradian una extraña y perturbadora sensación, que se eleva por encima de sus convencionalismos argumentales, teniendo en cuenta además, que nos encontramos con una de las escasas ocasiones –que yo conozca-, que en el ámbito del noir se describa un universo alejado de las coordenadas temporales, habituales en el mismo.

A ello, cabe añadir la constatación de un Thorpe que se muestra ágil en su trabajo tras la cámara, sabiendo potenciar esa aura oscura y siniestra que esgrime el conjunto del relato. Así pues, emergiendo sobre sus convenciones, lo cierto es que podemos asistir a secuencias notables, como la angustia y el suspense que se describe cuando se va a iniciar la asamblea inicial de aquellos que se asocian contra la mafia, esperando la llegada de Johnny, que finalmente legará inesperadamente, tras recibir una brutal paliza –el inserto de la pierna rota y desencajada deviene brutal-. Los tensos instantes en que ese matrimonio de comerciantes se muestra nervioso y renuente a colaborar con Johnny, tal y como antes le habían prometido, escondiendo el secuestro de su hijo. Las presiones que recibe ese viejo testigo, que finalmente decidirá dar el paso adelante, pese a las amenazas que se le lanzan desde la propia sala. El asesinato de Lorelli en tierras italianas, tras una persecución nocturna, logrando in extremis tirar en el buzón las pruebas que desea enviar hasta tierras americanas. O, en definitiva, ese capítulo final, con Johnny entregado para poder salvar al pequeño hermano de Isabella, y dispuesto a su inmolación, aunque finalmente revele su ingenio, dentro de un episodio dominado por lo sórdido, dan la medida de esta pequeña pero nada desdeñable producción de la Metro, dominada por secuencias nocturnas, siniestras y recargadas, en la que desde su primera aparición, destacará la presencia amenazadora e inquietante de Marc Lawrence.

Calificación: 2’5

JAILHOUSE ROCK (1957, Richard Thorpe) El rock de la cárcel

JAILHOUSE ROCK (1957, Richard Thorpe) El rock de la cárcel

Aunque fue la tercera producción en la que participó, puede decirse sin temor a equivocarnos, que JAILHOUSE ROCK (El rock de la cárcel, 1957. Richard Thorpe), supone la primera de las películas, que consolida la mitología cinematográfica de Elvis Presley, dentro de un ámbito de limitada extensión temporal, y no demasiado contorno cualitativo, en el que sin embargo se acogieron títulos de estimables cualidades, entre los que destacaremos KING CREOLE (El barrio contra mí, 1958. Michael Curtiz), a mi modo de ver, la producción cinematográfica más valiosa, protagonizada por el cantante. Comparada con esta producción inmediatamente posterior, JAILHOUSE ROCK palidece un poco, en la medida que nos encontramos con un conjunto menos rotundo que el de Curtiz –que embridaba con especial acierto los servilismos al cantante, con un melodrama noir de notable efectividad-. Sin embargo, ello no nos va a impedir valorar en la medida que merece, este apreciable drama, que aporta una realización que oscila entre lo apagado y lo desprejuiciado, hasta el punto de disponer de una estructura narrativa que, en no pocas ocasiones, se describe en una sucesión de secuencias y situaciones, abandonando una intencionalidad dramática, en beneficio de una cierta atonalidad. En ella contrastará la actitud desplegada por el protagonista, el joven Vince Everett (Presley), casi como si ese recorrido existencial, desde la normalidad de su trabajo, su ingreso en la marginalidad a partir de su repentino ingreso en prisión, o su posterior encuentro con la fama, a partir del desarrollo de su singular personalidad como cantante, y gracias a la ayuda que le prestará la joven agente del mundo del disco –Peggy (Judy Tyler), fallecida en accidente muy poco después de finalizar el rodaje-, que poco a poco se irá enamorando de él-.

La realidad es que JAILHOUSE ROCK perdura moderadamente en nuestros días, y más allá de su aspecto circunstancial de suponer uno de los primeros exponentes del estrellato cinematográfico de Presley, tan pronto hundidos en las aguas de la mediocridad, en la continuidad que permite, a la hora de establecer en su figura, un representante del rebelde en la pantalla. Una faceta que adquirió carta de naturaleza en Hollywood, a partir de la llegada del prematuramente fallecido James Dean, aunque marcara exponentes previos en la figura de Marlon Brando. En cualquier caso, y más allá de buscar en ello un elemento de segura comercialidad entre los adolescentes –sobre todo las muchachas- de aquel tiempo, lo cierto es en esta ocasión se plasmó en un producto, que adquiere bastante más importancia en la plasmación de esa rebeldía interior por parte del Vince Everett protagonista –y al que Presley aporta una indolencia que enriquece su personaje, unido a su sensualidad y desafío ante la cámara-, que en el propio enunciado dramático de la misma.  De tal forma, el film de Thorpe aparece como un recorrido en torno al tortuoso mundo interior de Everett, describiendo su inadaptación al conformismo del éxito, su voluntad de expresarse a través de la música, y su incapacidad para canalizar sus sentimientos a través de las relaciones afectivas y sentimentales. Es más, en esa capacidad para mostrarse áspero e incluso impertinente, deviene uno de los elementos más atractivos en la película, y perfecto elemento de base para los estallidos emocionales que expresan su música, o ese duro comentario que saldrá de su boca tras besar por vez primera a Peggy, diciéndole “Ha salido la bestia que hay en mí”.

Es precisamente esa, una de las cualidades de JAILHOUSE ROCK; la presencia de unos diálogos secos y cortantes, tanto los pronunciados por el arrogante Everett, como aquellos que le rodearán en su ascenso hacia la fama, casi como en un inesperado combate de cinismo, que se prolongaría en algunos de los films inmediatamente posteriores protagonizados por Presley –no olvidemos que en el muy cercano WILD IN THE COUNTRY (El indómito, 1961. Philip Dunne), se contó con el dramaturgo Clifford Odets, especializado en diálogos llenos de furia, en calidad de guionista-. Esa inclinación por la réplica seca y cortante, irá acompañada por una estructura dramática caracteriza por su discontinuidad narrativa, casi heredada del ámbito que caracterizaría el cine protagonizado ya entonces y posteriormente dirigido por el cómico Jerry Lewis, que curiosamente al año siguiente parodiaría al mundo musical de Presley, en una de las secuencias musicales de ROCK A BYE BABY (Yo soy el padre y la madre, 1958. Frank Tashlin). Se percibe una sensación de extraña atonalidad, de cierta desconexión entre uno y otro episodio, como si aparecieran desgajados de un guión férreamente articulado. Esa extraña estructura dramática, la fuerza de sus diálogos, la sensualidad y arrogancia de Presley, lo caduco que aparece el célebre número que da título a la película, invocando el pasado delictivo del protagonista, la cierta química erótica existente entre Presley y la Tyler, o el patetismo que se encuentra presente en el compañero preso del protagonista, encarnado por el estupendo Mickey Shaughenessy, representante de la música country, un ámbito que Presley contribuiría a asumir y, en el fondo, a liquidar, son aspectos que permiten que JAILHOUSE ROCK sobreviva con mejor estado del que pudiera suponerse a primera vista. Es cierto que KING CREOLE aparece quizá como la expresión más perdurable del limitado universo fílmico perdurable de la estrella del rock. Ello no impide dejar de lado una película como la que comentamos, que avala el magnetismo y el carisma que Presley brindó en aquellos primeros años de su carrera, con una juventud a sus espaldas, casi insultante.

Calificación: 2’5

ABOVE SUSPICION (1943, Richard Thorpe)

ABOVE SUSPICION (1943, Richard Thorpe)

En el seguimiento de la extensísima filmografía de Richard Torpe abundan los títulos dominados por la corrección y, por que no decirlo, la grisura. Pero junto a ellos, conviven en ocasiones películas merecedoras de interés. Es algo que se alterna quizá no con la frecuencia deseada. Cierto es también que pocos disponemos de un conocimiento lo suficientemente representativo de la misma para poder hablar con propiedad de esa cierta falta de ambición que presidió la abultada obra. Independientemente de todo ello, no podemos por menos que advertir la gratísima sorpresa que supone ABOVE SUSPICION (1943), ya que no solo la puedo situar con facilidad entre lo más brillante que he contemplado de Thorpe –no hay mucha competencia en ello- sino, sobre todo, una estupenda propuesta de cine de suspense.

Cualquiera que haya contemplado su resultado, esta atractiva producción de la Metro Goldwyn Mayer bien podría haber surgido de la mente de Alfred Hitchcock. Lo cierto es que su eficacia y su casi constante brillantez, viene dado por varios factores muy claros. Por un lado la confluencia de un férreo guión, que alberga junto a la precisión en sus constantes giros, el perfecto ondear en su faceta de suspense y los apuntes de comedia, que se insertan y enriquecen de manera constante. Algo que por momentos nos retrotrae a exponentes que el maestro británico había practicado con creciente acierto en su periodo británico, con argumentos propios de Sidney Gilliat o Charles Bennett. Unamos a ello su lograda atmósfera, en la que incluso convenciones como el rodaje de secuencias de exteriores en decorados de estudios o el uso de transparencias, proporcionan un inesperado atractivo suplementario. Son cualidades a las que, en última instancia, cabe añadir la inspirada puesta en escena de un Richard Thorpe decidido a extraer el máximo rendimiento de los materiales que pusieron a su disposición. Por momentos, podríamos caer en el simplismo de considerar que nos encontramos ante un acierto de productora –no olvidemos que poco tiempo atrás la propia Metro había lanzado otro títulos de similares características, aunque de sustrato más dramático, como ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy). Sin embargo, a poco que se preste atención a su desarrollo, se podrá percibir ese esmero de realización, que Thorpe exterioriza con un impecable uso de la grúa, la dirección de actores, esa ya señalada atmósfera de suspense, la descripción y comportamiento de sus personajes, la oportuna inserción primeros planos de algunos de ellos en sus instantes más tensos o, en definitiva, dinamizando un relato en el que cada giro no solo permite que el interés no decaiga sino, ante todo, enriquezca todo lo vivido, prolongando en todo momento su grado de atractivo.

La película se inicia con la boda del profesor de la Universidad de Oxford, Richard Myles (Fred McMurray) con Frances (Joan Crawford). Su rápido viaje y el desvío de la ruta inicial de su luna de miel, no les impedirá ser captado por Peter Gail (Richard Ainley) amigo de Richard y miembro del gabinete de Asuntos Exteriores. Nos encontramos en 1939 y se conocen las acciones de la Alemania de Hitler, en cuyo entorno ha desaparecido un contacto británico que posee la fórmula de un artefacto bélico que podría utilizarse en contra de los británicos –el clásico mcguffin-. Por ello encargará al recién casado profesor, que realice en calidad de turista la misión de localizarlo, atendiendo a la aparente condición de turistas de la pareja. Será el inicio de una azarosa andadura que se iniciará en Paris y pronto se trasladará hasta Salzsburgo, en Alemania, utilizando para ello el contacto de un sombrero con una ostentosa rosa roja portado por Frances, y tomando como insólito referente una insólita canción que alude a dicha circunstancia. De manera casi incesante, nuestros protagonistas irán descubriendo personajes que en líneas generales esconden su realidad, como el librero encarnado por Felix Bressart –que también aparecía en la mencionada ESCAPE- que en su polvoriento negocio trasladará una pista a la pareja, antes de huir por medio de un pasadizo al llegar una pareja de oficiales nazis. O como el extraño joven –Thornley (Bruce Lester), uno de los roles más intensos de la función-, aficionado a la música, al que han torturado hasta la muerte a un familiar, y que se vengará en un concierto asesinando a un jerarca nazi, en un fragmento magnífico, que parece sacado de THE MAN WHO KNEW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1934. Alfred Hitchcock). o incluso con el antiguo compañero de universidad del protagonista, Sig von Aschenhausen (Basil Rathbone), de quien desde el primer momento –y unido a las propias características del actor- intuimos una extraña ambigüedad, que poco a poco se irá ratificando, al ir emergiendo sus auténticos y siniestros perfiles.

Richard Thorpe dirige con una extraordinaria soltura un relato que va desprendiéndose paulatinamente de los perfiles amables e incluso divertidos de sus primeros compases –esa secuencia en un extraño club parisino, donde la pareja tendrá que interpretar una canción a modo de “prueba iniciática”-, para ir adentrándose en una espesa atmósfera, en donde el peligro, la amenaza y la ambivalencia van extendiéndose casi sin tregua, al mismo tiempo que una sucesión de incidencias engarzadas con especial acierto. El aprovechamiento de las secuencias de interiores –magnífico diseño de producción-, la agilidad en los movimientos de cámara de la que hace gala la función, episodios tan brillantes como el que tiene lugar en el teatro, con el concierto de List, que culminará con el asesinato de responsable nazi, o las secuencias que tienen lugar en los páramos alemanes, que tienen una extraña similitud con los relatos basados en adaptaciones del célebre personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle, protagonizados por el –curioso detalle- mismo Basil Rathbone. Esa atmósfera de misterio “de biblioteca”, será quizá el rasgo más relevante que, en última instancia, trasmite una película que puede presumir de no sufrir baches narrativos, de la creciente espesura de su discurrir y, sobre todo, por suponer no solo una inspirada muestra de trabajo en equipo, coordinada por un realizador entregado sino, ante todo, una muestra más de que en aquel tiempo, incluso en el estudio más conservador –en todos los sentidos- de Hollywood, se rodaron títulos interesantes y, aún hoy día, llenos de frescura.

Calificación: 3

THE CROWD ROARS (1937, Richard Thorpe) El gong de la victoria

THE CROWD ROARS (1937, Richard Thorpe) El gong de la victoria

Cuando la Warner Bros estaba ya por completo fogueada en títulos más o menos convincente, más o menos perdurables, relacionados con colectivos juveniles imbricados en contextos ligados a ambientes turbios, y destinados al lucimiento de sus estrellas –Garfield, Cagney, etc-, al tiempo que ofrecer a los espectadores productos de rodaje rápido, solvencia profesional y consumo masivo, es evidente que se trataba de una fórmula atractiva. Por ello, la Metro Goldwyn Meyer no dudó en imitarla, implicando en ello a sus estrellas más adecuadas a primera instancia para tal comercialización. Entre ellas, no dudaron en explotar la imagen de un juvenil Robert Taylor, a quien convirtieron en rebelde universitario en  A YANK AT OXFORD (Un yanki en Oxford, 1938. Jack Conway) o, como en el título que comentamos, fulgurante estrella del boxeo de orígenes humildes en THE CROWD ROARS (El gong de la victoria, 1938), filmada por uno de los más característicos destajistas del estudio; Richard Thorpe. Ya de entrada, si comparamos su resultado con los mostrados por tantos exponentes ofrecidos por la Warner, muy pronto percibiremos una mayor carga de almibaramiento y mengua en esa sensación de veracidad que mostraban sus títulos. Y es que aunque se agradezca un sentido de lo directo por otro lado poco habitual en la línea del estudio más conservador del estudio, ese inicio dentro de un coro parroquial –que por otro lado nos brindará un divertido guiño final con el adulto protagonista cuando va a contraer matrimonio-, abrirá un capítulo en donde ese dramatismo moralizante caracterizará los primeros minutos del film de Thorpe. Ahí es nada la presencia de un niño con habilidades canoras, hijo de padres de humilde condición, en donde el padre –el gran Frank Morgan, que siempre me ha parecido tan sorprendente en su parecido con Mariano Rajoy- se caracterizará por su holgazanería y constante adicción al alcohol.

En una de las actuaciones que le promoverá su padre –sin que la madre se entere, dentro de unos combates entre niños-, el muchacho peleará de manera improvisada, ganando el combate y poniéndose en contacto con el campeón de boxeo Johnny Martin (Wiliam Gargan). Este verá en el pequeño aptitudes y le brindará acudir a sus combates como atracción, cometido al que accederá junto a su padre, dejando a la madre en su hogar. El tiempo pasa y el muchacho se convertirá en un joven, apuesto y valiente púgil –McCoy (Robert Taylor)-, a quien una oportuna elipsis nos lo mostrará realizando ya combates, hasta ganarse un relativo prestigio, y acercándose mediante a la adicción de su padre a las apuestas, al entorno del capo de apuestas Jim Cain (Edward Arnold). Este, inicialmente deseoso de cobrar los seiscientos dólares que el padre de McCoy le debe, intuirá en este unas posibilidades futuras de negocio, ofreciéndole un contrato.

La previsible anécdota argumental nos llevará a una serie de contrariedades en el heroico protagonista, viviendo en carne propia la muerte accidental en un combate de su oponente, el que fuera su maestro Johnny Martin, el descrédito posterior, su inútil busca de un nuevo trabajo, lo que le hará recaer en el entorno de Caín, con quien negociará un nuevo contrato que le permita obtener los suficientes recursos para dejar el boxeo –incluyendo en ello un porcentaje para la viuda e hija de Martin-. La peripecia del púgil se completará con el encuentro con una joven muchacha –Sheila (Maureen O’Sullivan)-, que la casualidad mostrará como la hija de Cain, enamorándose de ella pese a que en un momento determinado el padre –que nunca ha querido que ella conozca sus negocios poco recomendables-, descubra la relación existente. Junto a ello un socio y al mismo tiempo rival de Cain descubrirá el montaje mantenido en torno a la figura de McCoy, secuestrando sus hombres al padre del púgil y su novia Sheila, con la intención de que efectúe ese último combate dejándose perder en el octavo salto, y dejando al gangster ganador una cuantiosa fortuna en apuestas.

¿Les parece que adquiere dicho enunciado el más mínimo atisbo de originalidad? Ni siquiera en el momento de su estreno dicho argumento aparecía como novedoso, puesto que ya el cine silente nos la había trasladado a la imagen con mayor grado de pertinencia, e incluso no pocos de los ya citados referentes de la Warner, ofrecían un mayor grado de convicción. Es más, incluso el protagonismo ofrecido a Robert Taylor carece de la necesaria credibilidad –las secuencias de combate en algunos momentos le fuerzan a una gesticulación casi ridícula-, por más que el producto quede por entero a su servicio, puesto que su propio look físico lo hace escasamente creíble para encarnar a un púgil –cuando bondades y limitaciones aparte, en Taylor siempre se dirimió un galán romántico- ¿Qué es lo que, pese a todo, impide que THE CROWD ROARS aparezca como un título absolutamente olvidable –aunque se encuentre cercano a ello-?. De entrada, su mayor valor se encuentra en el sentido del ritmo que transmite su metraje –en buena medida debido a la labor de montaje de Conrad A. Nervig, quien no dudará en incorporar elementos heredados del cine mudo –al igual que lo realizaran con mayor fuerza expresiva en los productos emanados por la Warner-. Ello proporcionará ligereza y ritmo a un relato insustancial que por otro lado se contempla sin grandes cortapisas, en el que destacaremos la aportación de secundarios como William Arnold o Lionel Stander, junto a una juvenil Jane Wyman haciendo de joven alocada en busca de amor, y en el que ocasionalmente Richard Thorpe apunta detalles de cierta sensibilidad. Son destellos de lo que este film podría haber proporcionado –habiendo dejado de lado sus enormes convencionalismos-. Me refiero con ello al recurso de la pelota que de pequeño Martin le entregó a McCoy para que entrenara su puño derecho, o al instante en el que el padre leerá la carta en la que el párroco le comunica la muerte de su esposa, pidiendo para él el perdón divino. Pero, por encima de todo, destaca sin duda una secuencia magnífica, que vale por toda la película. Me refiero al encuentro entre McCay y Martin, instantes antes del encuentro que va a enfrentarlos a ambos. Este último, con un marcado rostro de derrota, de manera sutil y dolorosa, le confirmará aquello que tanto su antiguo alumno como los propios espectadores intuirán. Que no se encuentra en buena forma, y ha tenido que retornar al ring obligado por una acuciante carencia económica al haberse casado y tener una hija. La modulación y el tempo de la secuencia, el peso de la mirada de Martin (magnífico el intérprete), no solo trasladan al relato el sabor de la amistad, sino las propiedades de un cine sensitivo que, preciso es reconocerlo, se ausentaran por completo en el resto del retraje, por más que instantes después la tragedia aparezca en el mismo.

Ligera y escasamente perdurable, THE CROWD ROARS es un exponente predecible del cine escapista propuesto por Hollywood a finales de los años treinta.

Calificación: 1’5

THE PRODIGAL (1955, Richard Thorpe) El hijo pródigo

THE PRODIGAL (1955, Richard Thorpe) El hijo pródigo

Contemplar las imágenes de THE PRODIGAL (El hijo pródigo, 1955. Richard Thorpe), es adentrarse de lleno en uno de los subgéneros más temibles que generó el cine norteamericano; el denominado “de estampita” o ascendencia bíblica. Una vertiente temática que justo es reconocer estuvo presente en Hollywood desde el propio periodo silente –títulos como la primera versión de BEN-HUR (1925, Fred Niblo), o la posterior NOAH’S ARK (El arca de Noé, 1928. Michael Curtiz) son buena prueba de ello-, pero que conoció una popularidad inusitada a través del éxito que obtuvo la 20th Century Fox con THE ROPE (La túnica sagrada, 1953. Henry Koster). Una apuesta personal del astuto e inteligente Darryl F. Zanuck, quien incorporó a esa nueva –aunque apolillada- versión de estos temas bíblicos, la invención del nuevo sistema CinemaScope, mucho lujo y producción... y también una ampulosidad, retórica y conservadurismos dignos de mejor causa. Durante años se sucedieron exponentes de esta tendencia, de los que personalmente solo destacaría la apuesta de Howard Hawks con LANDS OF THE PHRAOHS (Tierra de faraones, 1955) y, precisamente, uno de los más vilipendiados, pero más curiosos en su expresión visual; THE SILVER CHALICE (El cáliz de plata, 1954. Victor Saville). No sería a mi modo de ver hasta SPARTACUS (Escpartaco, 1960. Stanley Kubrick), cuando este subgénero llegaría a su cenit de calidad y explotación de sus posibilidades.

 

Y si antes citaba a ese film del británico Saville, que supuso el debut en la pantalla de un Paul Newman que durante toda su vida –y  a mi modo de ver sin justificación- renegó del mismo, es por que la huella de la estilización visual que en aquella ocasión se adueñaba de un argumento tan banal como de costumbre en este subgénero, se traslada a esta –digámoslo ya- mediocre película, en la que de manera sorprendente se implicó el “hombre para todo” que fue Richard Thorpe, artífice de productos aún peores que este, pero también de otros mejores. Más allá de su carencia de interés, lo cierto es que THE PRODIGAL ofrece un relativo desmarque de otros exponentes de esta tendencia, lo cual si bien no redimen la insustancialidad de su resultado, al menos proporcionan unos pequeños alicientes que impiden que el sopor se adueñe de la función.

 

Una voz en off nos anuncia que THE PRODIGAL va a trasladar a la pantalla la célebre parábola bíblica del hijo pródigo, representada en el cambio de mentalidad que se produce en el joven Micah (Edmund Purdom), hijo de una respetada familia judía, devoto de su fe en el Dios de Moisés, y a quien su padre está a punto de desposar con la joven Ruth (Audrey Dalton). Será un matrimonio que el muchacho acoge con resignación y respeto –él siente verdadero cariño por la muchacha-, aunque sienta en su interior que con ella no se producirá la expresión física y/o suprema del amor. Persona temperamental, Micah salvará en un viaje a Damasco de una muerte segura al joven esclavo mudo Asham (James Mitchell), quien al parecer era un elemento especialmente detestado por el tirano Nahreeb (Louis Calhern). Esta defensa puntual será el detonante de una especial animadversión hacia Micah, a quien intentará tentar de alguna manera para lograr que renuncie a su religión y abrace el politeísmo que él regenta. Este se negará en todo momento, aunque llegados a un punto su seguridad se pondrá en entredicho al contemplar en plena acción a la suma sacerdotisa de dicha religión; Samarra (Lana Turner). Será para nuestro arrogante y noble protagonista su auténtico talón de Aquiles, encontrando en su erotismo y sensualidad esa capacidad de fascinación que hasta entonces permanecerá ausente en su futura esposa. El deslumbre en su personalidad que le brindará el descubrimiento de la suma sacerdotisa –que ejerce como sofisticada prostituta aceptando cuantiosos donativos ofrecidos a sus dioses-, será astutamente utilizado por Nahreeb, quien verá en esa fascinación un motivo para cristalizar su venganza humillando a ese Micah que ha osado desafiar su poder y significación en su territorio.

 

Como se puede comprobar, THE PRODIGAL responde punto por punto a todo aquello que ofreció en aquellos años este tipo de cine, tan periclitado en nuestros días. Lujosos ropajes, personajes de cartón piedra, mucha barba y atrezzo, declamaciones a modo de sentencias, la utilización de prestigiosos actores de carácter que prestan el engolamiento propio de cualquier producción teatral, unidos en este al servilismo del hipotético atractivo y carisma de Lana Turner que, bajo mi punto de vista, fracasa a la hora de brindar el retrato de una diosa de la sensualidad, revestida repentinamente de un sentimiento de amor hacia el joven Micah.

 

Declamaciones y sentencias, en las que sus actuantes lucen vistosas e inmaculadas túnicas, aviesos villanos y moralismos de origen bíblico. Nada nuevo bajo el sol de este tipo de cine tan trasnochado hoy como en el momento en que fue diseñado, pero que precisamente en la distancia que le proporciona el paso de más de medio siglo, ofrece un menguado interés, que impide que la contemplación de sus imágenes constituya una tortura –aunque secuencias como la del sacrificio de Samarra ante la turba rebelada y enfurecida ante ella, puedan incluirse sin temor a equivocarnos entre las más insípidas y lamentables del cine norteamericano de su tiempo-. Un moderado atractivo que proviene de los tonos apastelados de su fotografía –obra de Joseph Ruttenberg- y la dirección artística que esgrime su metraje, especialmente atractivo a la hora de mostrar los exteriores e interiores de la acción desarrollada en Damasco. Será un aspecto que tendrá una relativa potenciación con la elegancia e incluso pertinencia con la que Richard Thorpe utiliza la grúa, despojando su presencia de la general ampulosidad con que dicho recurso es esgrimido en este tipo de películas. Unamos a ello la singularidad del breve episodio que enfrenta a Micah en su traslado como presunto cadáver al denominado “pozo”, en donde convivirá con un enjambre de esqueletos y será atacado por un gigantesco buitre. Se trata, con todo, de una idea no suficientemente desarrollada ni en sus componentes macabros ni en la resolución del episodio –Micah aparece huido del recinto tras la lucha con el buitre, cuando hemos visto que allí rondan varios más y se encuentra en un abismo de gran altura-, pero que parece anticipar las cercanas aventuras filmadas muy pocos tiempo después por la Columbia bajo la égida de Ray Harryhausen.

 

Pero más allá de estos rasgos, hay dos elementos concretos que me gustaría destacar en esta ilustre aunque no irritante mediocridad que ofrece THE PRODIGAL. El primero es la única idea cinematográfica que se muestra tras la despedida de Micah con la que iba a ser su esposa. Tras el adiós, esta deja en libertad la paloma que su novio le había regalado, volviendo el animal con ella, y preludiando ese inevitable regreso que se producirá al final de la función. El segundo, es el insólito apunte gay que ofrece ese barbero que atusa a Micah cuando se encuentra en prisión, antes de provocar su muerte aparente, permitiéndose piropear a este. Ese mismo personaje no dudará, llegado el momento de ser liberados todos los presos en la revuelta final, en matar a un guerrero ¡apuñalándole por el trasero! En definitiva, incluso en productos tan previsibles y codificados como este, aparecían detalles y apostillas que, con el paso del tiempo, resultan tan sorprendentes como degustables, haciendo más llevadera la insustancialidad del conjunto.

 

Calificación: 1