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CINEMA DE PERRA GORDA

Roy William Neill

GYPSY WILDCAT (1944, Roy William Neill) Alma zíngara

GYPSY WILDCAT (1944, Roy William Neill) Alma zíngara

Una película de rasgos tan estrambóticos y kitschs como GYPSY WILDCAT (Alma zíngara, 1944), debería servir como punto de inflexión para reivindicar la personalidad del cineasta británico Roy William Neill. Cuando me refiero a ello no lo hago argumentando que nos encontremos ante un producto de enorme valía –que no lo es-, pero sí partiendo de la premisa de que en manos de un director menos dotado, la propuesta no hubiera concluido más que en un desastre. En su lugar, Neill –en un intermedio entre dos de sus más atractivas propuestas dentro del ciclo de Sherlock Holmes; THE PEARL OF DEATH (La perla maldita, 1944) y THE HOUSE OF FEAR (La casa del miedo, 1945)- logra insuflar a un relato descabellado, sometido al dictado del efímero y hoy incomprensible éxito de la pareja formada por María Montez y Jon Hall, de una vitalidad y sentido del ritmo y, lo que es más importante, de lógica cinematográfica, salvando lo que en teoría estaba condenado al delirio y el olvido, y proporcionando en un metraje de poco más de setenta minutos un resultado más que apreciable. GYPSY… es una más de las producciones de la Universal forjadas al socaire de aquel exótico tandem, contando además como productor con el poco estimulante George Wagner –firmante no obstante, del para mi simpático THE WOLF MAN (El hombre lobo, 1941)-. Una de aquellas propuestas de serie B que mostraban un rutilante uso del Technicolor, ligadas a temáticas propicias a la fantasía casi digna del más primitivo cuento infantil.

 

En esta ocasión, al contrario que varios otros de los vehículos Montez-Hall, la acción se traslada a un indeterminado contexto medieval, aunque lo cierto es que la película articula en su conjunto una insólita mezcla del mismo con ecos del western o, por momentos, una cercanía con esa vertiente del cine de aventuras, que brindaría años después muestras como THE FLAME AND THE ARROW (El halcón y la flecha, 1950, Jacques Tourneur) o la versión de la Metro Goldwyn Mayer de la novela de Anthony Hope THE PRISONER OF ZENDA (El prisionero de Zenda, 1952. Richard Thorpe). Esa mixtura se inicia a partir de la descripción realizada del campamento zíngaro que encabeza Anube (Leo Carrillo). Desde esos primeros compases, la destreza en el manejo de la grúa por parte de Neill será constante, incorporando además una mirada distanciada en torno a las convenciones que está narrando. Una mirada que, resulta paradójico, es la que logra que lo relatado –en la que de forma sorprendente ejerció como guionista el novelista noir James L. Cain- aparezca en nuestros días con un cierto grado de simpatía. Así pues, aún estando la película en función del protagonismo del inefable Hall y, sobre todo, su más defendible oponente femenina, el espectador se deja llevar por esa historia de corte folletinesco, en la que la joven Carla (Montez) es una joven huérfana criada desde pequeña por parte de Anube y la adivina Rhoda (Gale Sondergaard), que constituye la atracción del campamento, siendo indispensable con su belleza y frescura para alegrar la visita de lugareños y propiciar entre ellos el mayor número de ventas. Pero Carla será testigo –en su primer encuentro furtivo con Michael (Hall) en pleno bosque-, como este retira una flecha del cuerpo de un hombre muerto. Al tiempo, establecerá con él un incomprensible flechazo amoroso, aunque pronto este encuentro no supondrá más que un cúmulo de problemas para el campamento gitano, ya que la llegada de los escuderos del barón Tovar (Douglass Dumbrille), el señor del territorio, empeñado en buscar el autor del crimen, decidirán tomar como presos a los componentes del campamento, apareciendo en defensa de estos el propio Michael, quien ya se ha percibido del atractivo que también siente sobre Carla. A partir de ese momento, la acción se centrará en el castillo que comanda Tovar, en las escapadas brindadas por Michael –que en realidad es un mensajero real, encaminado en solventar el crimen cometido sobre el conde Corso que fue auténtico dueño del lugar, en el descubrimiento del siniestro Tovar de la verdadera identidad de la joven Carla –es hija de la condesa esposa de Corso, fallecida veinte años atrás-, su interés en casarse con ella para adquirir con legitimidad el mando del estado –sin revelarle las razones de dichos casi obligados esponsales, para los que la presionará con la puesta en libertad de sus compañeros de campamento e incluso de Michael, al que someterá a tortura-. Unido a este folletinesco cúmulo de circunstancias, se expresará la relación amorosa que Carla ha mantenido con Tonio (Peter Coe), hijo de Anube, estableciéndose un triángulo amoroso que, como es de preveer, se resolverá con la desaparición de este último. Y es que, como antes señalaba, pese a la insólita presencia de Cain como guionista, no es en su trazado argumental donde se encuentran los modestos pero estimulantes alicientes de esta película, sino en el dinamismo que aplica la puesta en escena de su realizador. Lo ofrece en esa combinación de referentes genéricos, en la agilidad con la que el manejo de la grúa sirve para describir personajes y situaciones, en ese sentido del humor soterrado que sabe situar la propuesta en una distancia equidistante entre la ironía y una visión entrañable. Pero al mismo tiempo hay elementos concretos que prueban que Neill era un notable estilista. Una secuencia que podría haber caído en el ridículo y en kitsch más desaforado como la de la exhibición de danza en el interior del castillo, se convierte en manos del realizador en un episodio casi delicioso, combinando con presteza la movilidad de la cámara, el colorido del vestuario, la tensión de los zíngaros ante el deseo de Tovar de ver actuar al payaso –bajo cuyos rasgos se camufla Michael-, el lado bizarro del intento de tortura de este ante Carla para que confiese donde se esconde –impagable la introducción de los primeros planos del usurpador mientras la joven se encuentra actuando, describiendo los mismos la fascinación que sobre él ejerce la muchacha-, que se verán reprimidos al contemplar ese medallón que quedará como indicio de los orígenes nobles de la zíngara.

 

El lado bizarro y siniestro inherente al cine de Neill, también se manifestará en la forma de planificar los interiores del castillo, en el uso de las sombras a la hora de describir las torturas de Michael y Anube, o la crueldad que manifiesta mostrar al primero de ellos atado y sometido al disparo de flechas por parte de los esbirros de Tovar, que solo es detenido cuando aparece Carla por indicación del perverso Tovar. Neill ofrece una indudable pericia como cineasta, tanto al relacionar en el encuadre a este con el retrato que se muestra colgado de la que sería la madre de la muchacha, en la fuerza que despliega en la caravana que ocupa el tramo final del film, por medio de escarpados barrancos y de nuevo ecos del western. Sin embargo, en ese fragmento de conclusión tan solo hay un elemento que resta interés al mismo, erigiéndose casi en el elemento más molesto del film. Me refiero con ello a la presencia y el personaje encarnado por un especialmente cargante Nigel Bruce, recreando a un torpísimo alto comendador que llega a arruinar esa nada lograda ceremonia nupcial entre el usurpador y Carla. Es curioso, ya que durante el resto de su metraje, Neill sí que logra ese grado de jovialidad buscado de forma expresa, que tendrá incluso una insólita manifestación en la musicalidad con la que se describe la huída de los zíngaros de las mazmorras en donde se encuentran confinados, mientras entonan sus cánticos de forma mancomunada. Será una demostración más de los curiosos atractivos que ofrece esta casi desconocida película, que demuestra que cuando hay un cineasta de talento tras la cámara, incluso con material de derribo se pueden extraer vetas de intensidad y atractivo.

 

Calificación: 2’5

THE PEARL OF DEATH (1944, Roy William Neill) La perla de la muerte

THE PEARL OF DEATH (1944, Roy William Neill) La perla de la muerte

Son bastantes los títulos que he contemplado hasta la fecha, correspondientes al ciclo dedicado por la Universal al personaje de Sherlock Holmes durante la primera mitad de los años cuarenta, encarnando siempre al conocido investigador el actor Basil Rathbone. Lo cierto es que al disponer de esa mirada suficientemente amplia sobre ellos, es de justicia destacar la eficacia y ocasional inspiración marcada en un conjunto de producciones a mi modo de ver mucho más interesante que el mostrado por el decreciente cine de terror auspiciado por dicha productora de forma paralela. La condición serial –escorada a una clara serie B-, y el carácter cíclico de sus propuestas, es probable que con el paso de los años haya tratado con demasiada injusticia la valoración de un bloque de películas que merecen ocupar un lugar destacado dentro del cine de misterio generado en Hollywood durante aquella década. Una serie en la que se registran lógicos vaivenes, pero que tuvo la enorme suerte de estar amparado en su casi totalidad por un realizador inteligente como Roy William Neill. De hecho el peor de los títulos que he contemplado de este ciclo, es el que firmó el anodino John Rawlins –SHERLOCK HOLMES AND THE VOICE OF TERROR (1942)-.

 

A falta de un estudio sobre una filmografía que se remonta a pleno periodo silente, es indudable que la figura de Neill define a un director dotado de una especial destreza para tratar el cine de misterio –género en el que se desarrolló la mayor parte de su obra-, articulando con una enorme habilidad con la cámara la creación de atmósferas, e incluso describiendo un gusto exquisito en la dirección artística de sus películas. Todos estos elementos se dan cita en THE PEARL OF DEATH (La perla de la muerte, 1944), que no dudo en ubicar entre los títulos más interesantes de todo el ciclo, en y que por encima de todo adquiere la virtud de poseer un ritmo magnífico, expresado ya en sus primeros fotogramas, y que no abandonará en sus menos de setenta minutos de duración. El planteamiento inicial nos llevará a un crucero, donde muy pronto se establecerá el elemento de intriga con la custodia por parte de un agente británico, de una enorme perla procedente de la familia de los Borgia, que ha de ser depositada en el museo británico. Será el propio detective protagonista, quien disfrazado logrará evitar el robo de la joya en medio del viaje marítimo –en una secuencia desarrollada con una admirable destreza-, depositándola en el propio museo, donde cometerá la ligereza de facilitar de forma indirecta el robo de la misma ante sus plenas narices. Dicha circunstancia le acercará al peligroso delincuente Giles Conover (Miles Mander), quien aún habiendo hecho efectivo el robo, no ha podido hacerse con el control de la valiosa perla. La intuición del célebre investigador –cuya personalidad ha quedado en entredicho al haber facilitado la tarea del ladrón-, le obligará a recuperar la joya, aunque al mismo que tiempo que capture a Conover, el descubrimiento de una serie de asesinatos ligarán este robo a la actuación de un extraño demente –The Creeper (Rondo Hatton)-, un auténtico monstruo de destrucción que el ladrón ha conseguido captar para su fines, utilizando para ello la platónica relación que el psicópata mantiene con la joven Naomí Drake (Evelyn Ankers).

 

A partir de este contexto, la virtudes de THE PEARL... estriban en la presencia de un guión que considero se encuentra más equilibrado que en otras aventuras de Holmes y Watson. Puede que en este caso echemos de menos el alcance siniestro que permitían un título como THE SCARLETT CLAW (La garra escarlata, 1944. Roy William Neill), pero es bastante probable que sea en esta ocasión donde se encuentren articulados con mayor acierto esos apuntes humorísticos que en otros exponentes del ciclo aparecen más forzados. Es algo que tendrá su ejemplo en el tratamiento del personaje de Watson (Nigel Bruce) –un ejemplo pertinente lo tenemos en la secuencia en la que un recorte de prensa se le pega en la manga, adelantando con ello ese rasgo curioso de su personalidad, que tendrá una especial importancia con posterioridad-, pero también en las ironías permanentes que mostrará el inspector Lestrade (Dennis Hoey), o incluso en el malestar casi impertinente exteriorizado por el encargado del museo, tras desarrollarse el robo a partir de la torpe exhibición de superioridad de Holmes. Unamos a ello la lógica que preside la trama detectivesca, y el hecho de ligar a dos criminales de personalidad opuesta, a través de la subtrama –magnífico macguffin- de las estatuillas de Napoleón que redondearán su argumento, y obtendremos un conjunto que quedará completado por la agilidad con la cámara y la destreza con la que Neill –bien ayudado por un montaje e iluminación apropiados- desarrolla la acción –atención al aprovechamiento que ofrece de la aparición de Hatton, envolviendo su presencia a base de sombras, y logrando con ello una breve pero impactante presencia, de lejanos ecos a Frankenstein, una de suyas secuelas dirigió precisamente en aquellos años.

 

La articulación de todas estos elementos, confluyen finalmente en una pequeña delicia, pura esencia del mejor espíritu del personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle, basado en esta ocasión en el relato The Six Napoleons y utilizando los servicios del experto guionista de suspense Richard Millhauser –partícipe de otros títulos de la serie-. En pocas ocasiones como en esta, la figura de Holmes aparece más lógica en sus intuiciones y menos altanera en sus descubrimientos, mientras que la torpeza de Watson logra resultar hasta entrañable, unido a la permanente ironía manifestada por el combativo Lestrade. Junto a ellos, asistiremos a un conjunto plagado de persecuciones, encuentros y desencuentros, personajes ataviados con disfraces, asesinatos e intentonas –la que protagoniza Conover por medio de un libro que esconde un puñal de efecto mortal-, erigiéndose como una de las más atractivas aventuras fílmicas dentro de un ciclo populoso en su producción, atractivo en su conjunto pero, probablemente, en pocas ocasiones más acertado como en este tan modesto pero valioso THE PEARL OF DEATH en que, como en otras ocasiones, lograron incluso trasladar con enorme habilidad el marco temporal de la acción esgrimido por Conan Doyle, sin que el espíritu de su relato se viera traicionado.

 

Calificación: 3

SHERLOCK HOLMES IN WASHINGTON (1943, Roy William Neill) Sherlock Holmes en Washington

SHERLOCK HOLMES IN WASHINGTON (1943, Roy William Neill) Sherlock Holmes en Washington

Dos son los elementos que bajo mi perspectiva dotan de un cierto interés a SHERLOCK HOLMES IN WASHINGTON (Sherlock Holmes en Washington, 1943), quinta apuesta cinematográfica del conocido detective bajo la égida de la Universal en la década de los cuarenta, abrumadoramente llevada a la pantalla bajo la dirección de Roy William Neill. La primera de ellas, obvio es señalarlo, es la habilidad con la que la figura del detective Sherlock Holmes y su fiel ayudante Watson –encarnados como siempre por la inseparable pareja formada por Basil Rathbone y Nigel Bruce- es trasladada a la actualidad de su rodaje, integrando a ambos en un contexto de espionaje nazi. Para ello, bastará en este caso con insertar un rótulo apelando a la pervivencia de la pareja creada por Conan Doyle, para de manera rápida introducir a estos en una trama de misterio que, en este caso, no procede de ninguna de las obras creadas por el conocido escritor, escorándose de manera más acusada en uno de tantos relatos de dicho género insertos en la serie B de aquel tiempo. La ventaja con la que parte esta película, es que ese anacronismo se encuentra incorporado de manera desprejuiciada, logrando con ello evitar los existentes en algunos otros títulos de la serie, de menos credibilidad en ese aspecto. La otra característica digna de ser resaltada, es el acertado protagonismo que tiene el mcguffin de la película. Ese microfilm incrustado en un lugar que no revelaré para evitar restar el interés de cualquier espectador que se muestre interesado en contemplar esta modesta pero simpática propuesta, que permite con apenas escasos elementos y una duración siempre ajustada de poco más de setenta minutos, conformar un relato que, si bien no cabe situar entre los títulos más valiosos de este ciclo de adaptaciones –que cada día más, me doy cuenta alberga exponentes de verdadera valía-, sí que emerge como una propuesta atractiva y con algunos tours de force que, en última instancia, logran envolver y dotar del suficiente atractivo al conjunto del film.

 

Estamos en plena II Guerra Mundial, y desde Londres se destina a Estados Unidos un agente secreto para trasladar un documento de vital importancia en el desenvolvimiento de la contienda en su lucha contra los nazis. Para ello, las autoridades británicas utilizarán la vieja fórmula de enviar un profesional más o menos reconocible, aunque este sea utilizado como señuelo para remitir el documento con otro agente anónimo. Con lo que no contarán estos es que por parte del bando enemigo –que sin citarlos expresamente se trata de enviados nazis-, tres personas comandadas por William Easter (el siempre magnífico Henry Daniell) capturarán en pleno traslado en tren al agente Alfred Pettibone –que viaja bajo alias como John Grayson (Gerald Hamer)- forzando un apagón en el ferrocarril y secuestrándolo con la intención de que les entregue el codiciado documento. La realidad será que este, consciente de la situación extrema a la que se ve sometido, se deshará del mismo sin que sus captores lo adviertan, desapareciendo a continuación y, previsiblemente, cerniéndose sobre él la invisible amenaza bajo el previsible uso de la tortura. Conscientes las autoridades inglesas de dicha contrariedad, no tendrán más remedio que recurrir a la figura de Holmes –y Watson- para que se trasladen hasta la capital norteamericana. Antes de efectuar dicho viaje, y en propio terreno inglés –en su visita a la vivienda de Pettibone-, la organización enemiga que anda detrás del citado secuestro, deseará con la misma contundencia eliminar a Holmes –este sufre un atentado en la puerta de la casa del desaparecido-. Será poco antes de que el detective descubra que el documento ha sido trasladado en forma de microfilm –será el momento en el que el espectador advertirá la manera con la que el agente inglés se deshizo de la documentación antes de ser capturado-.

 

A partir de este momento, SHERLOCK HOLMES IN WASHINGTON apuesta de una parte por una especie de relato turístico de los lugares emblemáticos existentes en el poco monumental centro administrativo de Norteamérica, en donde Holmes muy pronto detectará la trama y la amenaza que se cierne no solo en torno a él, sino también sobre una anónima muchacha que viajaba en tren junto al desparecido agente inglés, y que de manera involuntaria se convirtió en cómplice de este al portar el objeto que contenía el documento que finalmente costará la vida al infortunado Pettibone –a partir del instante en el que de forma elíptica se descubre el cadáver de este, la acción cobrará un tinte mucho más dramático-. Pero ya antes, la película habrá mostrado un episodio espléndido en el traslado del posteriormente secuestrado, en donde a partir del temor de este y el apercibimiento de sus secuestradores, irán acompañados en la pantalla de la descripción de una galería de excéntricos personajes, todos ellos convergentes en la cafetería del ferrocarril. Allí desde un político parlanchín, hasta una anciana que esconde en una jaula a unos roedores, la sensación de amenaza sobre Grayson / Pettibone se hará casi tangible, evocando con ello ecos de la estupenda THE LADY VANISHES (Alarma en el expreso, 1938) de Hitchcock. No será en este sentido, el único tour de force que nos brindará el seguimiento de ese codiciado macguffin, ya que otro de similares características, aunque de resultado más insustancial, tendrá lugar en la fiesta de despedida de soltero que brindará Nancy Patridge (Marjorie Lord) quien, sin ella saberlo, porta entre sus objetos personajes ese deseado microfilm. En el marco de dicha celebración, el objeto irá discurriendo de manera ingeniosa e inesperada por parte de muchos de los comensales, varios de los cuales se permitirán comentarios sobre dicho tema, sin saber que tienen a su alcance el tan codiciado documento.

 

Más allá de estos dos fragmentos, impregnados de una plasmación coreográfica del suspense, lo cierto es que el film de Neill discurre por unos senderos más o menos eficaces, concisos y por lo general dotados de una atractiva movilidad con la cámara, aunque no nos evitará la presencia de personajes insustanciales como la del prometido de Nacy, el teniente Merriam (John Archer), trasladándonos en sus minutos finales hacia una tienda de objetos antiguos, donde Holmes se enfrentará con el cabecilla del grupo de espías –Richard Stanley / Heinrich Hinckel (un magnífico George Zucco, atención a la mesura de su dicción)-, componiendo un episodio en el que el riesgo y el peligro irá de la mano de un marco estético rodeado de bellos y antiguos objetos, en donde Holmes se introducirá simulando ser un molesto y cargante comprador. Serán unos atractivos minutos de duelo dialéctico entre ambos personajes –en los que de nuevo se encontrará patente la presencia de ese macguffin que todos buscan y solo Holmes sabe donde se encuentra-, culminando el mismo con la llegada de la policía –alertada por Watson-, y llegando a tiempo para evitar una situación de extremo peligro tanto para Holmes como para la secuestrada Nancy. La redada servirá para eliminar o detener a los secuaces de Stanley, más este logrará huir, teniendo Holmes que plantear una última argucia para alcanzar de forma definitiva ese objeto tan codiciado por todos.

 

En última instancia, más allá de la efectividad como humilde relato de misterio en el que la presencia actualizada de Holmes está incorporada con tanta ligereza como efectividad –no así la de Watson, al que se ofrecen demasiadas licencias de dudosa comicidad-, y al margen de las dos circunstancias que comentaba al inicio de estas líneas, SHERLOCK HOLMES IN WASHINGTON revela el interés de la Universal de sumar esta propia serie de misterio, dentro del esfuerzo antinazi que fue algo común en la producción hollywoodiense de aquel tiempo. Que para ello se llegara a actualizar la figura del conocido detective, resulta al menos una singularidad –o quizá un sacrilegio para cualquier seguidor más purista-, pero no por ello podremos desdeñar la efectividad de su modesto resultado.

 

Calificación: 2’5

PURSUIT TO ALGIERS (1945, Roy William Neill) Persecución en Argel

PURSUIT TO ALGIERS (1945, Roy William Neill) Persecución en Argel

Que el ciclo de títulos sobre el personaje de Sherlock Holmes, auspiciado por la Universal y en casi todos sus exponentes realizado por Roy William Neill se encontraba en 1945 ya desgastado y casi a punto de culminar, es una realidad. Pero aún reconociendo esa circunstancia negativa de desgaste dentro de un ciclo en su conjunto bastante estimulante, creo que conviene ser objetivos y valorar en su justa medida las cualidades –insertas de manera más intermitente, eso sí, que en otros títulos previos de este amplio ciclo- que ofrece este tan discreto como simpático PURSUIT TO ALGIERS (Persecución en Argel, 1945. Roy William Neill), que supone una de las ocasiones en las que los personajes surgidos de la pluma de Sir Arthur Conan Doyle asumieron aventuras en un contexto contemporáneo –para ello contarían con la tarea como guionista de Leornard Lee-. Ello no impedirá, por fortuna, que la película tenga un atractivo inicio destacado por la espesura de una atmósfera nocturna londinense, donde una serie de personajes que pululan en el entorno de la pareja protagonista aparecen como un cúmulo de extraños augurios. En medio de esa situación, Holmes descubrirá que una representante de la aristocracia inglesa ha sufrido el robo de sus esmeraldas, aunque ello no suponga un motivo suficiente como para desterrar la intención de ambos de vivir unas merecidas vacaciones en Escocia. Sin embargo, si lo será la extraña cita que ambos recibirán para acudir a una reunión convocada por un grupo de autoridades, encargándoles la protección de un joven heredero al trono cuyo padre ha sido asesinado, aunque exteriormente hayan comunicado la noticia de su muerte argumentando accidente. La situación se torna de gran tensión en un país en el que facciones disidentes desean derrocar el régimen hasta ahora vigente, aspecto por el cual el hecho de la presencia del heredero y su acceso al poder se antoja poco menos que indispensable. Holmes aceptará la petición –no sin ciertas reticencias por parte de Watson-, diseñando un plan que logre esquivar las intenciones del grupo opositor que desea el asesinato del heredero, simulando un vuelo con el joven al tiempo que designando a su fiel ayudante a un crucero para encontrarse ambos en Argelia. Todo supone, una vez más, una estrategia del detective para lograr despistar a los perseguidores, dejando entrever un accidente de la avioneta, aunque posteriormente encontrándose junto al joven monarca en el buque junto a Watson. Allí –un poco a la manera de las ficciones creadas por Ágata Christie-, se describirá una sospechosa galería de pasajeros, entre los cuales nuestros protagonistas tendrán que deambular hasta ir cerrando el círculo de sospechosos.

 

Ante lo señalaba, lo mejor de PURSUIT... estriba en su fragmento inicial. Combinando esa magnífica destreza de Neill para la creación atmósferas de misterio ambientadas en un contexto nocturno y neblinoso, logra introducir al espectador en un contexto de intriga que, justo es reconocerlo, se disipa en sus proporciones según la intriga va haciéndose más formal, también más rutinaria y previsible y, lo que es más importante, esta adquiere unos tintes más contemporáneos. Será algo que se percibirá una vez la acción se traslada al crucero –marco que ya no abandonará la función-, aunque tampoco sería justo decir que el moderado atractivo de la película se pierda por completo. El realizador sabe articular los mimbres de la intriga, bien sea a través de su dominio del espacio escénico, con el sincretismo que predomina en un relato de poco más de una hora de duración, bien sea mostrando una elegancia en el encuadre o, por último, introduciendo elementos de puesta en escena que enriquecen y potencian el desarrollo de la función. Entre ellos, no se puede omitir el impacto que tiene la manera con la que Neill describe el impacto emocional que Watson recibe al leer en la prensa la noticia del accidente aéreo que anunciaba la muerte de Holmes –lo encuadra con un “ojo de buey” con fondo del mar, abriendo una puerta en la que se vislumbra la grandiosidad del mar, una metáfora sobre la eternidad, por la que se introduce el abatido ayudante-, o ese otro posterior que describirá –también utilizando otro “ojo de buey”, la destreza de ese extraño Mirko (Martín Koslech) con el manejo del duchillo. Son instantes y matices –como aquel que marca una amenaza nocturna contra el heredero en un nocturno encuentro con una joven con la que traba relación, cuando se dispone a recuperar un objeto que se le ha caído a esta-, que en realidad obedecen al abanico de pistas falsas que se desgranan en una función que, cada vez más, se aleja del auténtico espíritu de Conan Doyle, y por el contrario se acercan a un contexto de giros más o menos artificiosos y eficaces, pero en realidad lejanos de lo que hasta entonces había comportado su expresión cinematográfica.

 

De alguna manera, estas situaciones se solventan con cierto sentido del humor –algo que se manifiesta especialmente en esos pasajeros sospechosos de los que posteriormente conoceremos su extravagante profesión-, pero preciso es reconocer que el trazado de personajes y lo arbitrario de sus comportamientos en más de una ocasión dejan un poco que desear, máxime cuando el espectador va advirtiendo la facilidad con la que los conspiradores comparten el crucero con sus supuestas víctimas, sin que estas hagan nada por evitarlo. Se trata de un reproche que podríamos extender hacia la joven cantante que porta en todo momento un maletín y que, de forma casi incomprensible, quedará relacionada con el robo de esmeraldas citado al inicio del film o, en fin, el abandono de presunto sobrino de Watson –Nicholas Watson (Leslie Vincent)-, una vez queda inutilizada su condición de presunto heredero, y tras contemplarse en la pantalla una posible relación con la joven cantante antes citada. Son, sin duda, limitaciones u omisiones, que parten de la cortedad de miras de una película realizada con claridad como complemento de programas dobles aunque, por supuesto, no nos prive de pasar un rato entretenido. Cierto es que las traslaciones cinematográficas de Holmes y Watson daban ciertas señales de agotamiento pero, dentro de sus discreción, todavía demostraban ser eficaces e incluso, en algunos momentos, impregnadas del talento y la inventiva de su notable realizador.

 

Calificación: 2

THE SCARLETT CLAW (1944, Roy William Neill) La garra escarlata

THE SCARLETT CLAW (1944, Roy William Neill) La garra escarlata

Es un sentimiento bastante extendido, manifestar que THE SCARLETT CLAW (La garra escarlata, 1944. Roy William Neill) es la mejor de las producciones que, en el seno de la Universal, se realizó en torno a la figura del detective Sherlock Holmes. No se hasta que punto podría ratificar dicho enunciado, en la medida que THE HOUSE OF FEAR (La casa del miedo, 1943) también me parece una aportación espléndida al cine de misterio y, lo que es más importante, todavía no he visionado todas las muestras de este ciclo. En cualquier caso, no dudo en unirme a ese cierto entusiasmo que me provoca esta película, que sin duda habría que insertar en cualquier antología del cine de misterio generado en el cine de Hollywood en la década de los cuarenta.

 

THE SCARLETT... se inicia de manera apasionante. En medio de un contexto rural nocturno de carácter espectral, el sonido de la campana de la iglesia parece augurar el más siniestro anuncio. Frente a su sonido casi fantasmagórico, los lugareños de la pequeña población canadiense de La Mourte Rouge se reúnen aterrados en el hostal del mismo, sin atreverse a visitar esa iglesia que se encuentra desierta y en la que resuena ese tintineo de aroma mortuorio. Finalmente, será el párroco el que se atreverá a acudir a su templo –acompañado del cartero de la localidad-, introduciéndose en el mismo –que se encuentra con la puerta abierta-, y descubriendo del cadáver de Lady Pemrose. Hay algo de tourneriano en la habilidad con la que Neill logra trasladar al espectador esa atmósfera clásica de film de terror. No olvidemos a este respecto que en esos mismos años el propio realizador había aportado su experta mano por estos lindes genéricos con el fantastique con modestas pero atractivas apuestas dentro de esos cocktails de monstruos que la Universal producía en aquellos tiempos –FRANKENSTEIN MEETS THE WOLF MAN (Frankenstein y el hombre lobo, 1943. Roy William Neill)-.

 

Muy pronto, la acción de la película se trasladará al contexto de una reunión de amantes del ocultismo a la que acude el propio Lord Pemrose (Paul Cavanagh), y en la que también se encuentran presentes Sherlock Holmes (Basil Rathbone) y Watson (Nigel Bruce). Este ingenioso apunte de guión establece de manera certera el contraste de credibilidad ante lo sobrenatural que expresa Pemrose –que en esta convocatoria conocerá la muerte de su esposa- y el racionalismo que siempre guiará la personalidad del célebre detective. Lo importante de esta secuencia se centra en lograr integrar de la forma más brillante y lógica posible la presencia y posterior actuación de Holmes en la intriga, sin mostrar ni la típica superioridad del protagonista –al contrario, se establece una interesante digresión de su personalidad- ni elementos artificiosos integrados con calzador en la trama. Por el contrario, esta adquiere tanta lógica como inventiva, desplegando un argumento de suspense con notables elementos ligados al fantastique –parajes nocturnos, neblinosos y espectrales, incluso una aparición extraña en dichos marcos-, llegando incluso a mostrar aspectos que denotan una cierta vertiente necrológica –que tiene su modo de expresión más rotundo en el instante en que Holmes se introduce en la mansión de Pemrose y contempla al ya viudo junto al cadáver de su esposa-.

 

THE SCARLET CLAW destaca por la brillante combinación de dichos elementos con la entrega de una puesta en escena que sabe resaltar la progresión del relato, apostar por detalles tan interesantes como el arma con la que se realizan los crímenes –que servirá para que Holmes ponga a prueba a uno de sus sospechosos-, o introducir giros muy interesantes como el que plantea que el criminal sea un actor que en el fondo desea vengarse de una serie de personas que residen todas ellas en la extraña población. Ello asimismo servirá para describir una serie de personajes aterrorizados –sin que haya razón lógica para ello-, trazando una galería humana realmente atractiva –que va desde el temeroso juez hasta el no menos asustado dueño del hostal-, en la que además los apuntes humorísticos que suelen ir ligados a la figura de Watson, en esta ocasión son tan discretos como bien insertados, sirviendo de contrapunto a un guión en el que prácticamente no se plantea tregua alguna. El film de Neill logra dar la impresión de establecerse como un artefacto engrasado a la perfección, en el que cada nueva digresión no solo está integrada con la que le procede, sino que la progresión de elementos, a primera instancia dominados por el artificio,  se revela de notable pertinencia. Es algo que se manifiesta con la sucesión de elementos y detalles que inspiran la dosificación de la intriga –la aparición de un ser espectral ante Holmes, el resto de tejido que este logra localizar de dicho presunto fantasma, el indicio que este tejido le llevará a la presencia del juez....-. Esa articulación de la lógica que domina la película, por más que en primer término puedan parecer peregrinos y carente de lógica, la manera con la que están insertadas en la película, contribuyen a que su contemplación llegue a suponer una experiencia francamente atrayente. Es algo que manifestará, por poner otro ejemplo, la introducción de ese abandonado hostal en que reside el que finalmente resultará el asesino –el viejo actor despechado-, prolongándose con la sucesión de equívocos y situaciones amenazantes –el momento escalofriante en que el temeroso juez es asesinado, suplantando la identidad de su joven sirvienta, el posterior asesinato de la amable hija del propietario del hostal-, hasta llegar a una solución tan lógica como sorprendente. Sin excesos por parte del protagonismo de Holmes, que en esta película adquiere su justa presencia como personaje, ni los caricaturescos de Watson, ni la presencia de situaciones que en otros de los exponentes de esta serie se antojan tan brillantes como inverosímiles, THE SCARLETT CLAW se define como una estupenda manifestación de cine de suspense. Un ejemplo pertinente en el que la atmósfera, la vigencia narrativa de unas fórmulas de probada eficacia y con la base de un guión valioso, confluye en un título realmente notable, en el que la presencia de los célebres personajes surgidos de la mente de Sir Arthur Conan Doyle no solo no resultan excluyentes en el metraje, sino que su presencia se erigen por completo pertinentes.

 

Calificación: 3

THE BLACK ROOM (1935, Roy William Neill) Horror en el cuarto negro

THE BLACK ROOM (1935, Roy William Neill) Horror en el cuarto negro

¿Llegará algún momento en un futuro más o menos próximo, en el que la figura del realizador irlandés Roy William Neill conozca una relativa reivindicación? Es una interrogante que de alguna manera cabe plantearse –como podría extenderse en otro director con el que comparte ciertas características, como es Rowland W. Lee; curiosamente también con nombre compuesto-, pero que personalmente me viene a la mente según voy acercándome a más títulos de su filmografía. Una andadura que se inicia en pleno cine mudo -1917- extendiéndose en cuatro décadas de profesionalidad, hasta que su repentina muerte interrumpió bruscamente una filmografía que quizá pudo haberle confinado en los límites de la serie B, pero que estoy convencido de la dificultad que esta situación no hubiera podido ocultar su talento. Unas cualidades que se extienden en su facultad para crear atmósferas y temáticas de misterio, que en muchas ocasiones se extendían a marcos y entornos de época, combinados con un importante rasgo bizarro. Sería algo que mostraría especialmente en su prolongada vinculación con la Universal –centrada en sus estimulantes adaptaciones cinematográficas del personaje de Sherlock Holmes, aunque también en producciones de terror de dicho estudio-, pero que igualmente se muestra en todo su esplendor en THE BLACK ROOM (Horror en el cuarto negro, 1935). Se trata de una producción de la Columbia, que cuenta con el protagonismo de un Boris Karloff en su periodo de mayor productividad cinematográfica, y que en esta ocasión le permitió encarnar con brillantez dos personajes contrapuestos. Ambos son los hermanos Gregor y Anton de Berghman. El primero es el Barón de Berghman, dueño de un castillo y un ser cargado de maldad que tiene aterrorizada a su población –ubicada en un indeterminado lugar del este europeo-. Además de su maldad, Gregor es un hombre astuto, que recuerda en todo momento la terrible leyenda que marca el destino de la familia, y que indica que sería asesinado por su hermano menor –Anton-. En su astucia y detectando el creciente descontento de sus subordinados –hartos de ver desaparecer a jóvenes convecinas-, decide llamar y atraer al educado Anton para hacerle compartir la hacienda, aunque finalmente lo que pretende es urdir un plan que en apariencia entregue su título a este, pero en realidad se sirva de esta sustitución para poder conservar su poder, suplantando su presencia tras eliminarlo.

 

Será este el germen de una trama de misterio y horror dominada por su alcance deliciosamente folletinesco e incluso demodé, a la que quizá solo cabría oponer ciertas ingenuidades en su parte final –como el hecho de que el Gregor que suplanta a Anton asuma que durante toda su vida va a tener que simular la minusvalía en uno de sus brazos para hacer creer a su futura y joven esposa –Mashka (Katherine DeMille)- dicha suplantación, o que esta misma se case pocas semanas después de que condenen injustamente a su joven prometido –el teniente Lussan (Robert Allen)-, e incluso antes de que este vaya a cumplir su condena a muerte. Son pequeños servilismos que emanan de la propuesta confeccionada por Henry Myers y Arthur Strown, pero que en cualquier caso quedan en segundo término tras apreciar el considerable atractivo que emana de un título que en sus menos de setenta minutos de duración alcanza una densidad considerable, combinada con un ritmo trepidante, hasta tal punto que su resultado muestra esa sensación de necesidad narrativa emanada de una planificación o conjunto de elecciones cinematográficas mostradas de manera implacable. En ellas, una vez más, podremos detectar la experta mano de Neill a la hora de aprovechar los recovecos de los interiores de suntuosos marcos escenográficos. Como ocurrió en aquellos años con el más reconocido James Whale, Roy William Neill era un auténtico esteta, y esa cualidad se hace presente en numerosos instantes del film, en donde las elecciones formales buscan una potenciación de dicha vertiente, bien por la manera de reforzar el dramatismo de las situaciones mediante atrevidas elecciones formales –la presencia de espejos que permitirá al sirviente y al espectador, asistir a uno de los crímenes de Gregor-, o por la inserción de elipsis francamente oportunas. En este rasgo concreto, creo que podríamos destacar la fuerza que tienen esos breves planos que se desarrollan en el cementerio del castillo –una vez más, dispuesto escenográficamente de manera tan lúgubre como atrayente-, que nos permitirán conocer a los dos hermanos desde buen pequeños, hasta que estos se vienen ya hombres de cierta edad de madurez. Es más, en esas secuencias, en las que como fondo veremos la imagen del castillo resuelta con un forillo bastante evidente, logran una sensación opresiva e irreal que, con el paso del tiempo, ha enriquecido notablemente sus objetivos iniciales.

 

En cualquier plano o gesto furtivo, Roy William Neill apuesta por un relato denso y una atmósfera en ocasiones asfixiante. Será algo que mantendrá como norma inherente al conjunto, y que nos brindará un episodio absolutamente aterrador cuando Gregor muestre a Anton la puerta secreta que conduce a ese “cuarto negro”, en el que en teoría tendría que realizarse la maldición familiar anunciada hace tanto tiempo. La atmósfera casi irrespirable del conjunto, la disposición de la siniestra escenografía de instrumentos de tortura, los débiles puntos de luz que describen el conjunto, están al servicio de un pozo siniestro, en el que Gregor ha ido eliminando a todas aquellas mujeres denunciadas por los lugareños. Será el instante perfecto para que desde su crueldad empuje a su hermano a que caiga en dicho pozo, logrando con ello matarle. Anton, apuñalado por su propio cuchillo en la caída, dice en sus últimas palabras, que lo eliminará, se encuentre donde se encuentre. Hay que reconocer que, más allá de esa promesa de venganza de ultratumba, todo este episodio adquiere un tono malsano y bizarro, francamente desacostumbrado en el cine de estas características realizado en aquellos años.

 

Neill apostará en todo momento por esa filiación plástica, insertando siempre que el plano o la situación lo posibilita, imaginería religiosa o simplemente esculturas de cierto tamaño, que aparecerán junto a los personajes como mudos testigos de sus desdichas. Unamos a ello un adecuado uso de la elipsis, y tendremos con ello este THE BLACK ROOM, que pese a sus limitaciones adquiere un nivel superior y más equilibrado que tantas y tantas producciones coetáneas filmadas en la Universal. En esa convicción que muestran sus imágenes, en la constante sensación de asistir a una obra cinematográfica en la que se encuentra muy presente la sensibilidad plástica y estética de su realizador, y en la perfección que muestra el logro de una atmósfera por momentos casi irrespirable, o la ausencia de desequilibrios o tiempos muertos, se encuentran bajo mi punto de vista los atractivos más notorios de una película por lo general olvidada, pero que nos revela que el cine de terror no se circunscribió al ámbito del estudio de Carl Leamle, e incluso nos brinda algunos de los primeros zooms presentes en el cine norteamericano, insertados de manera adecuada. En definitiva, se trata de una propuesta de cine de misterio, que debería suponer otro jalón para intentar reconsiderar la aportación de un director coherente tanto en sus temas elegidos –el misterio, la recreaciones históricas y el cine de terror-, como en la manera de plasmarlo en la pantalla con precisos aportes puramente cinematográficos.

 

Calificación: 3

SHERLOCK HOLMES FACES DEATH (1943, Roy William Neill) Sherlock Holmes desafía la muerte

SHERLOCK HOLMES FACES DEATH (1943, Roy William Neill) Sherlock Holmes desafía la muerte

SHERLOCK HOLMES FACES DEATH (Sherlock Holmes desafía la muerte, 1943. Roy William Neill) resulta para mí un caso paradigmático de una circunstancia reconozco muy personal. Se trata de mi impresión al contemplar algunas de estas adaptaciones de la Universal de novelas de Sir Arthur Conan Doyle, en las que detecto que el servilismo hacia la figura de su protagonista –Sherlock Holmes-, de alguna manera entorpecen en su –por otro lado lógica- inclinación hacia el investigador algunos buenos relatos de misterio que por sí mismos ya adquieren la suficiente atmósfera e interés. En esta ocasión, las imágenes de apertura de esta película ratifican esta singularidad, ya que por sí mismas contribuyen a introducir al espectador en un contexto numinoso y oscuro, probablemente más atractivo que tantas y tantas producciones ligadas al cine de terror firmadas en aquellos años por dicho estudio. Una panorámica nos introduce al rótulo de una vieja taberna. Ya en el interior un cuervo cercano al aliento de la sangre tendrá un incidente con uno de los clientes, y ese hecho tan extraño permitirá a otro de ellos evocar la mansión casi maldita de los Musgrave, plasmada en la pantalla con unos amenazantes planos de acercamiento hacia la misma desde su lúgubre jardín de entrada. Es sin duda un atractivo inicio que nos llevará al interior de la misma en donde los hermanos propietarios manifiestan una discusión entre ellos, ya que la hermana menor está ligada a uno de los soldados allí residentes, ya que dicha mansión se encuentra utilizada como hospital de recuperación de soldados en la que se encuentra ejerciendo el Dr. Watson (Nigel Bruce).

 

La llegada de Sherlock Holmes (Basil Rathbone) por la indicación de Watson, pronto le llevará a descubrir el primero de los tres cadáveres que violentarán unas dependencias por otra parte dominadas por los malos augurios –el enfrentamiento entre hermanos, las extrañas reacciones psicóticas de los soldados, la presencia de una extraña pareja de mayordomos que vigilan las acciones de todos los presentes, unas estancias angostas que esconden intrincados pasadizos y sótanos en los que el paso del tiempo parece haberse detenido-. A partir de estos elementos, Roy William Neill urde con mano experta una historia en la que resaltará la potenciación de todos estos elementos familiares por otra parte en su reiterada apuesta por el cine de misterio, en el que tiene un especial énfasis la crueldad y relativa originalidad con la que aparecen los asesinatos –el primero de ellos cubierto bajo un manto de hojas secas, el segundo es descubierto por el cuervo que nos ha sido mostrado en los primeros instantes del film-, el aprovechamiento que se realiza de la escenografía del interior de la mansión –los casi abisales sótanos y subterráneos, la presencia de un salón cuyas baldosas ejercen como improvisado y siniestro tablero de ajedrez-, o el gusto del director por el detalle –ese ovillo de hilo que deja entrever la falsedad del gesto de dormido de uno de los internos; la aguja que finalmente servirá como referencia de los extraños crímenes-.

 

Sin embargo, ello no evita que una vez más nos encontremos con un Sherlock Holmes antipático y distante –la secuencia final desarrollada en una cripta del interior de la mansión es reveladora en este sentido de dicha característica, además de resultar bastante inverosímil-, que los personajes aparezcan descritos con escasa densidad y que ciertas peripecias aparezcan bastante pilladas por los pelos. Es, sin duda, la consecuencia de unas películas dominadas por el ámbito de la serie B, en las que lo brillante y lo formulario en ocasiones aparecen casi en el mismo plano pero que, pese a todo, se erigen como productos relativamente inspirados que, más de seis décadas después de su realización, mantienen vigente esa capacidad que tenía su habitual realizador para alcanzar a través de su modesta pero atractiva puesta en escena, un interés suplementario al propio hecho de trasladar a la pantalla una historia del conocido y siempre sagaz –y a mi juicio molesto- detective. Por encima de ese tinte de valoración tan personal en torno a la figura de su protagonista, no se puede negar la moderada pero estimulante eficacia de este SHERLOCK HOLMES FACES DEATH, que quizá no sea el mejor título de la larga serie de apuestas de la Universal con este personaje, pero tampoco su exponente menos atractivo. Consignemos finalmente la presencia en una de sus secuencias, de decorados exteriores ya mostrados en FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931. James Whale) –utilizada en tantas y tantas ocasiones, y al parecer incluso procedente entonces de una película anterior-, y la presencia como insólito y ocasional poeta – mayordomo, de Halliwell Hobbes, casi recién salido de un rol homónimo en la estupenda THE UNDYING MONSTER (1942, John Brahm). Al parecer, los perfiles que dominaban ambos personajes fueron referentes en la trayectoria cinematográfica estadounidense de este intérprete de la escena británica.

 

Calificación: 2’5

BLACK ANGEL (1946, Roy William Neill) Ángel negro

BLACK ANGEL (1946, Roy William Neill) Ángel negro

Hay dos maneras de contemplar un título tan escondido en el terreno de las valoraciones como BLACK ANGEL (Ángel negro, 1946. Roy William Neill). De un lado atender el seguimiento del caprichoso argumento que plantea el referente novelístico de Cornell Woolrich, de nuevo me encuentro ante una muestra impregnada de convenciones y artificios argumentales que –como me podría suceder con NO MAN OF HER OWN (Mentira latente, 1950 . Mitchell Leisen)-, planteaba giros desprovistos de ese rasgo a primera instancia tan fácil de atender en una película, como es la verosimilitud de lo que se nos narra, por más que en ella se encierren acontecimientos y situaciones poco creíbles. En esta ocasión, sin embargo, nos encontramos con hechos que devienen faltos de credibilidad –un ejemplo; la manera con la que Catherine Bennett (June Vincent) se acerca hasta Martin Blair (Dan Dureya), atendiendo a una improvisada conversación que escucha mientras intenta realizar una llamada telefónica en una visita a un estudio hollywoodiense. No obstante, si logramos desprendernos de esos relativos desequilibrios que nos proporciona el seguimiento de la novela de Woolrich –desarrollado en forma de guión por Roy Chanslor- lo cierto es que en esta producción de la Universal podemos apreciar una estilizada, elegante e incluso conmovedora búsqueda de una finalmente frustrada segunda oportunidad en el amor, por parte de dos seres desplazados y decepcionados en un contexto urbano con reminiscencias estéticas alejadas de la vida cotidiana. En el mérito de la lectura paralela de una propuesta sencilla, narrada con gran elegancia por parte de un Roy William Neill en el que quizá sea uno de los títulos más valiosos de su filmografía –una trayectoria, por otro lado, que debe albergar más de una sorpresa-, se encuentra finalmente el mayor grado de interés de esta serie B que bebe de referencias claras de otros títulos inmediatamente precedentes sin que ello evite alcanzar en su metraje una textura y alcance bastante personal.

 

En la ciudad de Los Angeles se comete el asesinato de la conocida cantante Mavis Marlowe (Constance Dowling). Aunque en realidad fueron varios los hombres que se acercaron a su apartamento antes de su muerte, la policía encarcelará a Kirk Bennett (John Phillips), amante de esta aunque en su vida cotidiana esté casado. Muy pronto las evidencias que le inculpan en el crimen –había sido sometido a chantaje por parte de Mavis- le acercarán a una condena a muerte que de forma inexorable se ceñirá sobre él, sin que en ningún momento su grito sincero apelando por la inocencia surta su efecto. Será sin embargo un lamento que atenderá su esposa –la ya citada Catherine-, quien para ello intentará ponerse en contacto con el esposo de la asesinada. Es así como se producirá su encuentro con el atormentado Blair, un pianista de talento ahogado en un contumaz alcoholismo y un entorno desesperado de vida. Pese al inicial rechazo de este pronto se tornará en una extraña ligazón hacia la agobiada joven, llegando a ayudarle a buscar indicios que puedan proporcionar la inocencia de Bennett, lo que les acercará hasta un extraño individuo –Marko (Peter Lorre)-, propietario de un lujoso club, e incluso a colaborar juntos como una insospechada pareja musical de éxito. La prolongación de dicha situación no permitirá que Catherine olvide a su esposo, separándose pese a que entre ellos ha quedado marcada una extraña ligazón. Será un sincero amor que finalmente provocará en Martin una insospechada reacción de sacrificio.

 

BLACK ANGEL se inicia de manera muy atractiva, desplegando esa precisión narrativa y el gusto por el detalle que siempre caracterizó el cine de Neill. Nos muestra el exterior de la finca en la que reside Marlowe, describiendo la situación en la que se detectan puntos de vista paralelos de una serie de personajes que poco después tendrán especial protagonismo en la función. En especial nos detendremos en la manera con la que es rechazado Marvin por parte de la que aún es su esposa –esta ni siguiera se digna a recibirlo, dejando que sea el portero el que lo eche del edificio. Poco después, veremos una inusual manera de mostrar el asesinato de esta, recurriendo a la elipsis y ofreciendo las consecuencias del crimen, en una tendencia que se prolongará a lo largo del metraje provocando una extraña textura en un relato dominado por su concreción fotográfica –cortesía de Paul Ivano- y la utilización de la música, contribuyendo ambos elementos a definir su singular configuración. Que duda cabe, en este sentido, que BLACK ANGEL deviene un conjunto dominado por una estilización formal que proviene de la mano de ese aún poco reivindicado hombre de cine que fue Roy William Neill. Una estilización esta que en momentos destaca en la planificación y configuración de no pocas de sus secuencias, o en detalles en apariencia tan nimios como la recurrente presencia de bustos y motivos escultóricos siempre que tiene ocasión de complementar los encuadres con su presencia. Es evidente, por otro lado, que la película fue puesta en marcha teniendo bien presente determinados títulos previos de notable éxito. El más citado es el de SCARLET STREET (Perversidad, 1945. Fritz Lang) –a lo que contribuye no poco la presencia de Dan Dureya. El ya reconocido intérprete alcanza en esta película uno de los roles más hondos de su filmografía, ya que en sus momentos más intensos transmite el desconsuelo de un amante no correspondido, cuando finalmente Catharine decida no continuar con su relación con él-. No obstante, no creo resultar aventurado si señalo que en este capítulo de referencias cabría incluir la de DETOUR (1945), rodada muy poco tiempo antes por el eternamente maldito Edgar G. Ulmer ¿Puede ser que pese a su escaso eco en taquilla, ya entonces alguien se fijara en el alcance trágico y las audacias formales de la célebre obra de Ulmer? A mi juicio es una intuición bastante probable, puesto que el título que nos ocupa contempla diversas semejanzas con la mítica producción de la PRC. Una de ellas sería la configuración del personaje de Marlow, la manera con la que es asesinada, la propia definición fatalista de Marvin, o el mero hecho de plantear la acción del film en Los Angeles y rozar de manera lejana el contexto cinematográfico.

 

Más allá de estas afinidades y ecos, de las ligerezas inicialmente señaladas que impiden que la película pueda finalmente erigirse en un logro absoluto, es indudable que en ella se muestra en todo momento una esmerada narrativa, una elegancia malsana en sus propuestas y, sobre todo, el alcance casi trágico que marca la relación amorosa finalmente frustrada entre Marvin y Catharine, que llevará al primero de ellos a redescubrir de manera accidentada y en medio de un “delirium tremens” su verdadera relación con el crimen cometido, inmolándose casi como un sacrificio de amor, precisamente por haberlo perdido en una vida que para él ya carece de sentido –la intensidad de la labor de Duryea en estas secuencias llega a ser casi dolorosa-. Es por ello que debamos dejar de lado la incidencia poco interesante del capitán Flood (Broderick Crawford) de la policía, y diversos saltos temporales o situaciones no demasiado relevantes o mostrados sin demasiado interés, centrándonos en la extraña intensidad de un relato que habla desesperadamente sobre el poder destructor del amor, y que además del magnífico Dureya, nos permitirá apreciar una de las interpretaciones más contenidas y brillantes de Peter Lorre.

 

Calificación: 3