Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Sidney J. Furie

THE SNAKE WOMAN (1961, Sidney J. Furie)

THE SNAKE WOMAN (1961, Sidney J. Furie)

Antes de que destacara en el entonces floreciente cine inglés, el canadiense Sidney J. Furie se había fogueado con algunas producciones de bajo presupuesto rodadas en su país natal e incluso USA. Títulos a los que no podemos acceder, pero que serían los que le llevaran hasta las islas británicas, donde poco a poco iría adentrándose en su industria, alternando algunas simpáticas comedias musicales al servicio de Cliff Richard -THE YOUNG ONES (Los años jóvenes, 1961)- con el que probablemente sea el exponente más valioso de su filmografía -el sensible y audaz THE LEATHER BOYS (1963)-. En medio de ese periodo de adaptación, casi de manera consecutiva rueda dos producciones de terror de bajo presupuesto, con los que Furie de alguna manera -e intuyo que de manera forzosa- parecía homenajear una manera ya periclitada de entender el género. Uno de ellos, sin duda el más estimable, fue esa extraña y bizarra mixtura de relato de vampiros y mad doctors que propone DOCTOR BLOOD’S COFFIN (1961) rodada en desbordante color. Junto a ella, Furie dará vida a la más modesta -apenas 17.000 libras de coste y rodada en seis días; también más menguada en resultados- THE SNAKE WOMAN (1961) que aúna en su disparatado argumento la descripción de una maldición establecida por una criatura en cuyo origen tuvieron una desgraciada influencia las investigaciones de su padre con veneno de serpiente, al tiempo que ondear en su desarrollo cierta querencia por una investigación al modo del Sherlock Holmes de Conan Doyle, una vez más con un argumento descrito en la campiña inglesa, en esta ocasión en el pasado.

Nos encontramos en las muy lejanas comarcas inglesas de Northumberland a finales del siglo XIX. En dicha campiña y alejado del pueblo se encuentra la vieja casona en la que vive el doctor Adderson (John Cazabon), un hombre circunspecto muy reconocido por sus investigaciones en torno a los ofidios, a los que extrae veneno para proseguir con sus trabajos. También lo hará para inocularlo en su esposa, a la que intenta revertir en sus accesos de locura, y que se encuentra embarazada. Precisamente uno de dichos pinchazos acelerará el parto, para lo que se contará con la ayuda del médico local, el doctor Murton (Arnold Marlé) y la compañía de la oscura Aggie Harker (Elsie Wagstaff). En el parto pronto surgirán extraños incidentes, que tendrán su conclusión al dar a luz una niña caracterizada por su gélida temperatura y mantener los ojos abiertos. Serán rasgos que Aggie -muy ligada a planteamientos sobrenaturales y de brujería- pronto ligará a los experimentos de su padre. Por su parte, fallecerá la madre muere en medio de la extraña situación. Mientras esta última hace llamar la atención a la población, para que luchen contra lo que para ellos supone un lugar donde se centra el mal -las investigaciones con serpientes de Adderson-, Murton llevará al bebé a un pastor para que lo cuide, puesto que él se ha de ir de viaje al día siguiente. Poco después, los lugareños prenderán fuego al hábitat del investigador, quien morirá al ser mordido por una de sus propias criaturas.

Pasan veinte años y Murton regresa de su larga misión en África, descubriendo que en la pequeña población se han venido sucediendo diversas muertes por picadura de serpiente, consideradas entre ellos como una maldición. Fruto de la carta enviada por el coronel Wynborn (Geoffrey Denton) a los superiores de Scotland Yard, será enviado a la población el joven agente Charles Prentice (John McCarthy). Este, caracterizado por su mentalidad racionalista, se enfrentará a un contexto rural dominado por las supersticiones, y acentuado además por las constantes víctimas, que el propio agente contemplará. Poco a poco se irá albergando la duda en torno a Prentice, ya que junto a los recelos que le provocará la anciana Aggie Harker, surgirá la fascinación que le producirá una extraña joven a la que conocerá caminando por la noche, mientras entona música con torpeza con una extraña trompeta.

Es curioso señalarlo, pero mientras en Inglaterra aparece esta escasamente relevante THE SNAKE WOMAN, en USA surgía la muy atractiva NIGHT TIDE (Marea nocturna, 1961) la cima en la obra del extraño Curtis Harrington. Y viene esta circunstancia a colación, ya que ambas propuestas apelan a una mirada un tanto nostálgica en torno a determinadas corrientes del fantastique. Sin embargo, el film de Furie se queda ahí en esa semejanza, ya que en realidad lo único que propone es una pequeña historia de terror. La puesta en imagen de una historia que combina la imposible confluencia de lo racional y lo sobrenatural y que, al contrario de lo sucedido con el film de Harrington, en ningún momento desprende el más mínimo ápice de poesía en la relación entre el agente desplazado y esa joven muchacha. Alguien que aparece como sujeto pasivo y nunca se planteará como verdadera víctima de una maldición que ha conducido su vida. Y es que nos encontramos ante una propuesta argumental de tremenda simpleza, que discurre casi a trallazos -de un plano a otro la acción discurre veinte años, desde que el doctor Murton marchó a África, sin conocer el motivo, y retornó a la pequeña población- y en donde la pobreza de medios es manifiesta -el bebé de los primeros minutos aparece casi como un muñeco de trapo encubierto-. Todo va inserto dentro de un cúmulo de peripecias que surgen dentro de una simple acumulación, a partir de un conjunto que no alcanza los setenta minutos.

En cualquier caso, considero que si algo permite elevar discretamente esta película es, sin duda alguna, el logro de una atmósfera oscura y sombría. Algo que puede que fuera buscado de manera deliberada por su realizador, pero que al mismo tiempo vendría dado por sus propias limitaciones de producción -un poco lo que sucedería con títulos de mayor prestigio como CARNIVAL OF SOULS (1962, Herk Harvey) o NIGHT OF THE LIVING DEAD (La noche de los muertos vivientes, 1968. George A. Romero)-. Esa constante presencia de un relato malsano, ayudado de manera especial por la iluminación oscura brindada por Stephen Dade, nos brinda un producto que discurre a trompicones, pero en el que en todo momento tenemos la sensación de asistir a una extraña pesadilla. En su discurrir, la que la casi constante presencia de planos de archivo -bien integrados- protagonizados por ofidios, añaden un plus de inquietante amenaza. En cualquier caso, en un conjunto tan torpe como previsible hay una secuencia en la que surge un cierto intento de puesta en escena. Se trata de aquella en la que en la taberna llevan el cuerpo sin vida de un niño mordido por una serpiente. La secuencia, en plano general, nos muestra a Prentice en el fondo de la pequeña masa de lugareños, siendo el único al que no se ilumina su rostro. Será una eficaz forma de mostrar el desconcierto que define su personaje.

Calificación: 1’5

DOCTOR BLOOD’S COFFIN (1961, Sidney J. Furie)

DOCTOR BLOOD’S COFFIN (1961, Sidney J. Furie)

No vamos a descubrir nada nuevo, al señalar que el extraordinario éxito comercial marcado por la irrupción de Hammer Films a partir de su decidida apuesta por el cine de terror, convulsionó literalmente un florecimiento del género, inigualable en la Historia del Cine. Una brillantez que tuvo su extensión en la paralela escuela italiana del terror y en el ciclo Corman – Poe filmado en USA. En ambos casos con producciones lindantes con la serie B -en cierto modo este ámbito creativo fue la culminación de la misma-, en producciones en su momento merecedoras de un gran éxito comercial y, en líneas generales, orillados por la crítica. Pese a su configuración dentro de esa ya señalada serie B británica, lo cierto es que el desbordante atractivo de los exponentes emanados por dicha productora favoreció que al margen de la misma, otras pequeñas productoras se sumaran a esta corriente intentando ofrecer productos que alcanzaran, con bajos presupuestos, resultados más o menos interesantes, aunque fundamentalmente de rápida rentabilidad.

Estoy convencido que esta sería la génesis de DOCTOR BLOOD’S COFFIN (1961), cuarto largometraje rodado por el canadiense Sidney J. Furie apenas un par de años antes de su magnifica THE LEATHER BOYS (1963), y cuatro de su éxito comercial con THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965). Furie daría sus primeros pasos en realizaciones de bajo presupuesto, y ocasionalmente incurriendo en el cine de terror -tras esta película ese mismo año rueda hasta cuatro películas, siendo la siguiente otra olvidada apuesta dentro de dicho género; THE SNAKE WOMAN (1961)-. Se trata, en el exponente que comentamos, de una producción de la pequeña compañía ‘Caralan Productions’, que aparece de entrada como una curiosa mixtura de las propuestas de cine de misterio inherentes a la cinematografía inglesa, aunque con la novedad de su elección por el color lo cual, a fin de cuentas, proporciona a su conjunto una extraña configuración. Basado en una historia de Nathan Juran -que firma como Jerry Juran- nos encontramos a grandes rasgos, como una película que asume no pocos de los postulados de la magnífica THE MAN WHO COULD CHEAT DEATH (1959) rodada un par de años antes por el gran Terence Fisher. Sin embargo, todo lo que en la obra de Fisher se articulaba como una más de sus múltiples y transgresoras reflexiones de clase que otorgaban densidad psicológica a unas películas envueltas de una admirable formulación narrativa, en esta ocasión se limita a una pequeña historia de terror que, justo es reconocerlo, sabe mantener un perdurable y moderado grado de interés, gracias a la incorporación de una oscura atmósfera, y la presencia de ciertas escenas insertas de forma oportuna, al objeto de elevar esa inquietante formulación en el género.

Una secuencia pregenérico nos sitúa en el laboratorio de una universidad, donde un joven alumno al que no veremos su cara, se encuentra a punto de realizar un experimento con el cuerpo de un enfermo que se encuentra anestesiado. La llegada de su superior iniciará una discusión entre ambos, reprochando el veterano profesor lo inaceptable de su comportamiento al desobedecer sus órdenes y expulsándole del recinto. Tras los créditos, la acción se trasladará a una pequeña población de la costa de Cornualles en donde se vienen sucediendo unas extrañas desapariciones entre sus habitantes, y cuyo médico es el veterano dr. Robert Blood (el muy veterano Ian Hunter), siempre ayudado por la eficiente enfermera Linda Parker (Hazel Court, muy pronto convertida en una de las musas del género británicas). Muy pronto, la cámara nos mostrará la presencia de un hombre -del que tampoco veremos su rostro- que se encuentra en el interior del despacho de Blood robando una jeringuilla de sus pertenencias. Casi de inmediato nos trasladaremos al oscuro interior de una mina abandonada, donde de manera sorprendente se encuentra un laboratorio, del que contemplamos un cuerpo inerte y en el que esta persona anónima llevará a otro hombre, presumiblemente para realizar experimentos. De manera paralela llegará hasta la pequeña población el hijo del doctor -Peter Blood (notable y rotundo Kieron Moore)- tras algunos años estudiando una beca en el extranjero, tomando este breve retorno como un pequeño descanso hasta encontrar un destino médico adecuado a sus inquietudes.

La incorporación de Peter a la población coincidirá con la desaparición del ya señalado lugareño, al que el secuestrado ha aplicado una extraña inyección. El joven sugerirá la posibilidad de que en las ruinas de la mina pudieran encontrarse los cuerpos, acompañando al representante policial para investigar entre ambos sus oscuros túneles… hasta que en el recorrido de este último descubramos que el propio Peter es el oculto secuestrador, quien ha decidido confirmar aquellos experimentos que le fueron negados en su beca. Así pues, este seguirá prolongando un doble juego apareciendo como colaborador ante las autoridades del pequeño pueblo, mientras prosiga con riesgo y absoluta convicción sus inaceptables actividades y, al mismo tiempo, acercándose sentimentalmente a Linda, quien quedó viuda pocos meses atrás. La sencilla premisa configurará un relato en el que, como antes señalaba, resaltará de manera especial esa querencia por una atmósfera inquietante y oscura, inserta en el contexto de la placidez rural en que se desarrolla su sórdido planteamiento. Junto a ello, se observarán limitaciones de presupuesto en algunos de sus maquillajes, e incluso algunas arbitrariedades argumentales -esas inoportunas caídas, que en más de una ocasión ejercerán como giros argumentales- y, en líneas generales, una falta de mayor ambición, a la hora de llevar hasta sus últimas consecuencias la locura interior de este mad doctor empeñado hasta casi el paroxismo en confirmar sus teorías, encaminadas en la resurrección selectiva de cadáveres a través de la extracción del corazón de moribundos o personas que bajo su consideración no merecen mantenerse con vida, y a los que previamente habrá envenenado con curare.

DOCTOR BLOOD’S COFFIN discurre, por tanto, con tanta sencillez como efectividad, con una buena dosificación de su atmósfera y la concurrencia de ciertas ingenuidades. Pero, sobre todo, destacará en la fuerza que adquirirán algunos de sus pasajes, ofreciendo la medida de hasta habría podido llegar, esta pequeña y simpática propuesta, cuyo look, no deja de anticipar -volviendo de nuevo a Fisher-, aquellos insólitos ISLAND OF TERROR (S. O. S.: el mundo en peligro, 1965) o la posterior NIGHT OF THE BIG HEAT (Radiaciones en la noche, 1967). El film de Furie destacará en la insólita recreación de ese laboratorio ubicado en los oscuros subterráneos. Sin embargo, adquirirá su auténtica carta de naturaleza efectiva en la secuencia donde el policía y Peter revisan sendos pasadizos de las ruinas, y descubriendo el espectador la sospecha que hasta entonces se tenía sobre él. En ese momento insertará una panorámica casi a ras de suelo, abandonando al protagonista una vez descubrimos que se trata del autor de los secuestros, y dirigiéndose a su última víctima, que se encuentra arrastrándose entre la oscuridad. Mostrará asimismo el intento de huida de este viejo lugareño, a gatas por la costa, intentando evitar la búsqueda que muy cerca realiza Peter con la intención de eliminarlo. El instante en que Peter y Linda discurren por los túneles de la mina y este se encuentra a punto de asesinarla en su interior, intención frustrada por la inesperada aparición de un vagabundo. La angustiosa secuencia en la que el demente científico realiza la supuesta autopsia, en realidad la operación para extirpar el corazón -aún palpitante- del cuerpo de este viejo vecino que se encuentra con vida. Furie llegará a insertar contrapicados del joven científico mostrando su turbación, e incluso planos de ese corazón vivo y sangrante, algo poco habitual en el cine de aquel tiempo. Es cierto que nos encontraremos pequeñas ligerezas de guion en el recorrido de la película -la puerta de la morgue aparece abierta en todo momento; la enfermera aparece ligada al despacho del doctor día y noche; nadie se apercibirá que en un ataúd se encuentran introducidos dos cadáveres…- que concluirá con una secuencia de atroz configuración; Peter reprochará a Linda la nostalgia de su difunto marido. Por ello, con el corazón que ha logrado salvaguardar con vida, desenterrará el putrefacto cadáver de este, para insertarle el órgano aún palpìtante y devolviéndole a la vida. El demente doctor obligará a la viuda a contemplar la dantesca presencia, en una de las situaciones más transgresoras del cine de terror de su tiempo, por más que en su plasmación cinematográfica uno eche de menos, además de mayor perfección en la recreación del cadáver vuelto a la vida, un mayor arrojo visual, sin que ello nos evite reconocer el grado de efectividad que logra alcanzar.

Calificación: 2’5

THE NAKED RUNNER (1967, Sidney J. Furie) Atrapado

THE NAKED RUNNER (1967, Sidney J. Furie) Atrapado

Cuando en 1967, el canadiense Sidney J. Furie rueda THE NAKED RUNNER (Atrapado), apenas han transcurrido tres años, del momento de su revelación, con la magnífica THE LEATHER BOYS (1964), con bastante probabilidad, el mejor exponente de su filmografía. Pero con ser escaso el margen temporal de distancia, menos distancia se establecerá de la posterior THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965), sin duda el título más exitoso de una andadura que, a partir de la entrada en la década de los setenta, se ahogaría en un lodazal de títulos, con muy escasas excepciones, olvidables en su querencia por la comercialidad. Dados estos antecedentes, no resulta difícil dilucidar, ya desde los primeros compases del título que protagoniza estas líneas, señalar que se encuentra por completo dominado por la estética visual y narrativa, de la película que inauguró la trilogía del agente Harry Palmer, protagonizada por Michael Caine, la ya mencionada THE IPCRESS FILE. Ya desde sus propios títulos de crédito, se reeditará esa formulación visual, descrita en una planificación de planos sin movilidad de la cámara, aplicando profundidad de foco, y ubicando sus personajes en primerísimo término del encuadre.

Este será, punto por punto, el eje narrativo de esta historia de espionaje y suspense producida por su propio protagonista -Frank Sinatra, que en los últimos días del rodaje, no retornó al mismo tras viajar hasta USA, lo que obligó a su director a utilizar un doble para las secuencias que restaban por finalizar, completando dicha elección con la utilización de planos de descarte del actor, y llegando a superponer sobre ellos diálogos-, contando para ello con un conocido actor secundario -Brad Dexter-, actuando como tal en dicha faceta. Viendo el discreto resultado de esta película, al igual que buena parte de los títulos que protagonizaron la andadura de Sinatra en estos años -hagamos excepción de lAs posteriores TONY ROME (Hampa dorada, 1967) y, sobre todo, THE DETECTIVE (El detective, 1968), ambas firmadas por un inspirado Gordon Douglas-, puede calificarse más o menos errática. En cualquier caso, en la cortedad de su alcance, y en sus episódicos logros, THE NAKED RUNNER aparece como un producto de su tiempo. Una película situada en las postrimerías de la llamada guerra fría, intentando prolongar esa mirada desencantada, en torno al universo del espionaje en las altas instancias occidentales, por lo general planteada en su oposición al bloque occidental, y centrada fundamentalmente en argumentos que planteaban peligrosas y, por lo general, mortales andanzas. Un contexto dominado por la deshumanización que, en su vertiente cinematográfica, ya había ofrecido productos del nivel de THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (El espía que surgió del frio, 1965. Martin Ritt), o THE DEADLY AFFAIR (Llamada para el muerto, 1967. Sidney Lumet), a partir de novelas de Leigh Denison o John le Carre -es curioso destacar, como ambos títulos, fueron rodados en Inglaterra por realizadores americanos, insertos en la denominada ‘Generación de la Televisión’-. Será el contexto, con un Swinging London que ya empezaba a acusar el agotamiento de su hegemonía, aparece esta adaptación de una novela de Francis Clifford, plasmada en guion por el prolífico Stanley Mann, y que nos plasma la odisea de un individuo inserto, a pesar suyo, en una peligrosa aventura, al ser utilizado por el alto servicio británico, para ejecutar a un ex espía inglés, que ha decidido traicionar a sus superiores, pasándose al bando soviético. Será esta una orden, planteada por el ministro de defensa británico, al avezado superior de inteligencia Martin Slattery (Peter Vaughan), con la orden de que dicha ejecución, en modo alguno ha de realizarla agente británico, al objeto de dejar al margen las instancias del país, en lo que se desea plantear como un asesinato puntual, sin relación alguna con ellos. Acuciado Slattery para encontrar una persona de confianza que lleve a cabo esta misión, casualmente -mirando el periódico-, descubrirá el éxito puntual de diseño que ha logrado un industrial, que en la II Guerra Mundial fue compañero suyo, destacando por su ferocidad bélica en la contienda. Se trata del norteamericano Sam Laker (Sinatra), viudo y con un hijo, que se dispone a viajar casi de inmediato a la localidad de Leipzig, al objeto de asistir a una cita de negocios. Pese a llevar años sin mantener contacto con este, el agente británico logrará convencer al escéptico Laker, para que efectúe una sencilla misión de intercambio de documentación, utilizando para ello la figura de Karen Gisevius (Nadia Gray), una mujer que en plena contienda le salvó la vida, y que pensaba se encontraba muerta. Pese a su renuencia en aceptar el envite, descubrir que Karen se encontraba con vida vencerá sus reticencias. Dicha circunstancia será el inicio de una auténtica pesadilla para el protagonista que, a la llegada a su destino, y tras su breve pero emocionante reencuentro con alguien que siempre perduró en su memoria, se encontrará con el secuestro de su hijo por parte del coronel Hartmann (Derren Nesbitt), siendo acuciado por las autoridades orientales, al objeto de cometer un asesinato. En realidad, y pese a la aparente complejidad de las situaciones vividas, Laker está siendo sometido a un astuto plan, calculado hasta el milímetro, jugando para ello incluso con los estallidos emocionales de su psique, llevando a cabo el crimen señalado, sin que perciba que, en realidad, han jugado con su voluntad.

Seamos honestos. THE NAKED RUNNER no parece más que un pequeño juguete. Tan enfático como desgastado. Una anécdota sin verdadera importancia, que desaprovecha ese pathos, o aura nihilista que plantea su peripecia argumental, describiendo unas altas instancia inglesas, deshumanizadas y desprovistas de sentimientos. Por el contrario, nos encontramos con un argumento de intriga revestido de lugares comunes, y envuelto en esa pátina de una planificación forzada, descrita en los términos antes señalados. Esa querencia por el artificio, es evidente que provoca cierta irritación, como decepción produce una conclusión tan desprovista de la menor lógica que, por cierto, aparece con notables paralelismos, a la de la coetánea POINT BLANK (A quemarropa, 1967. John Boorman). Sin embargo, el paso del tiempo brinda a una película tan mimética de ejemplos precedentes cercanos, como deudora de una estética tan datada, algo que quizá en el momento de su estreno no fue demasiado apreciado. Me refiero a esa pátina de fatalismo que rodea todo su metraje, en no poca medida, retomado del ya señalado título de Martín Ritt, y potenciado en esta ocasión, por la lividez que le proporciona la fotografía en color de Otto Heller. Sumemos a ello, algunos instantes, en los que la película da la medida de lo que hubiera podido ser, caso de no quedarse en su periferia -la fuerza de la secuencia en la que Laker asume que va a ser eliminado a punta de pistola por parte de Hartmann; el instante ubicado ya en la parte final, en el que el protagonista es encuadrado, en medio de unas marionetas, como clara metáfora de la crueldad con la que está siendo utilizado-. Unamos a ello la intensidad que alberga el breve rol de la estupenda Nadia Gray -que lástima que su personaje no tenga más presencia en el conjunto-, o la ocasional melancolía, que proporciona el tema musical compuesto por Harry Sukman. Todo ello, conformará un conjunto discreto, en buena medida fruto de una corriente cinematográfica que ya se revelaba de escaso recorrido, pero, al mismo tiempo, apuntando a esa mirada nihilista, que casi de inmediato, se iba a adueñar de buena parte del conjunto del cine de las islas.

Calificación: 2

THE APPALOOSA (1966, Sidney J. Furie) Sierra prohibida

THE APPALOOSA (1966, Sidney J. Furie) Sierra prohibida

Apenas un año después del que sería el éxito más grande su carrera –que no su mejor film-; THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965), el canadiense Sidney J. Furie abandonó el territorio inglés en el que se dio a conocer, asumiendo la realización de uno de los títulos que conformaron un periodo más o menos irregular dentro de la trayectoria de Marlon Brando. Curiosamente, Furie en poco tiempo se puso al servicio de estrellas tan dispares como Frank Sinatra o el joven Robert Redford, limitándose sus supuestas habilidades dentro del contexto de un artesanado tardío, por lo general inserto dentro de los elementos visuales emanados en las décadas de los sesenta y setenta, hasta que prácticamente fue engullido dentro de las aguas del cine de consumo, sin que en su andadura posterior dejara de aparecer algún título provisto de interés.

Con THE APPALOOSA (Sierra prohibida, 1966), resulta palpable que nos encontramos ante un producto en el que se pueden detectar claramente huellas de dos valiosos títulos precedentes protagonizados por el actor. Me refiero al que supuso su debut y única obra como director; ONE-EYED JACKS (El rostro impenetrable, 1961. Marlon Brando) y más adelante el complejo y aún menospreciado THE CHASE (La jauría humana, 1966. Arthur Penn). En ambos casos se comparte la presencia de un personaje que comparte un rol en el que la impronta de vaquero reflexivo, lacónico, caracterizado por su magnetismo sexual y, al mismo tiempo, por su tendencia tanto al narcisismo como el masoquismo en torno a su persona. En esta ocasión nos situamos en la frontera de Río Grande, durante la segunda mitad del siglo XIX. Hasta allí llega un hombre provisto de cierto misterio y aspecto harapiento, quien lo primero que hará será es entrar en la iglesia de la población, confesarse ante el sacerdote, e implorar ante la imagen sagrada buscando la redención sobre un pasado del que se arrepiente, pero que en cierto modo justifica, ya que a todas esas personas que eliminó en el ayer de su existencia, según su opinión lo merecieron. Nos estamos refiriendo a Matt Fletcher (Brando), quien desea rehacer su vida en unas tierras que se sitúan cerca de las de unos amigos suyos. Lo que no esperaba encontrarse es con el deseo del matón de la población –Chuy Medina (John Saxon)- verdadero dominante en la zona, a la hora de comprarle a Matt el singular caballo appaloosa del que se ha encaprichado su amante de este –Trini (Anjanette Comer)-, que se ha encontrado con este en el interior, provocando un innecesario incidente para propiciar una compra que el recién llegado rechazará con aplomo.

No será todo ello más que el inicio de un enfrentamiento prácticamente sentenciado. Y es que si algo tiene THE APPALOOSA en su defecto, es que su desarrollo se inserta dentro de los meandros de lo previsible, máxime dentro de los parámetros antes citados en los títulos protagonizados por Brando. Matt será humillado y torturado por Medina, le robarán su cabalo, y este realizará una peregrinación en la búsqueda del animal –y, con ello, de su dignidad como persona-, sirviéndole al mismo tiempo para que en el inesperado reencuentro con Trini, esta oponga su inicial hostilidad –en el fondo reveladora de la atracción que desde el primer momento ha sentido por él en el interior del templo- a ese creciente acercamiento hacia un hombre que, una vez despojado del aspecto exterior descuidado, dejará entrever un claro magnetismo y dominio de si mismo.

A partir de dichas premisas, Furie inserta a favor del film el excelente aporte de la fotografía en color del mítico Russell Metty, de manera insólita incorporado en el equipo técnico de un relato que, por el contrario, cuenta con una banda sonora del compositor Frank Skinner, en la que combina bellos pasajes románticos, con otros chirriantes y deudores de la peor herencia del spaghetti western. Y es que, en el fondo, THE APPALOOSA bebe a partes iguales de la corriente más o menos crepuscular, de la iconografía marcada por su principal intérprete y, en una manera más o menos permisible, en la generada por la impronta de Sergio Leone. Todo ello, combinado por la decidida voluntad del realizar composiciones visuales en pantalla ancha en la que predominen los encuadres enfáticos, ubicando rostros y objetos en primer término y otros utilizando una un tanto rebuscada profundidad de campo –algo habitual por otra parte en su previa THE IPCRESS FILE-. Esa herencia del spaghetti se pondrá de manifiesto a la hora de describir una fauna de roles secundarios en los que se vierte la galería de villanos, que personalmente considero uno de los elementos más cuestionables del relato. Pese a la presencia del veterano Emilio Fernández, o incluso el carisma que ofrece John Saxon a la hora de dar vida al jefe de los bandidos, todos ellos no suponen más que una sucesión de estereotipos, que son potenciados de forma muy acusada al realzarlos Furie mediante un abuso de primeros planos y risas jactanciosas, que contrastarán con la contención manejada por Matt, quien solo en los momentos cumbres del film hará valer su superioridad no solo como pistolero y estratega sino, ante todo, como ser humano.

Pese a esa ingerencia de lo vicios del Eurowestern –tan alabados ahora por algunos- , y al hecho de proseguir por senderos más o menos previsibles, lo cierto es que THE APPALOOSA alberga la virtud de no incurrir en el uso del zoom o el teleobjetivo, lo que permitirá que albergue una cierto aura crepuscular, sobre todo cuando en su tramo final se plantee esa inesperada relación entre el curtido protagonista, deseoso de proporcionar un nuevo rumbo a su vida al formar un rancho, y esa Trini que poco a poco se sentirá atraída por él, hasta el punto de resultar decisiva para salvarle la vida. Pero en ello tendrá del mismo modo una especial importancia el encuentro con un veterano cazador –que intuye cercana su muerte, e incluso para ello ya tiene dispuesto el agujero que formará su tumba- y que no dudará en ayudar a la pareja escondiéndola en la misma, sabiendo que los hombres de Medina irán en su búsqueda y, con todo probabilidad, acabarán con su vida. Un sacrificio en beneficio de dos seres que se encontraban en peligro, y que culminará con ese emotivo instante en que este será enterrado en el lugar que tenía previsto, donde Matt ubicará una cruz formada por dos ramas rugosas, sobre las que insertará la calavera de una de las ovejas que el anciano solitario conservaba como un elemento entrañable.

Como será previsible, THE APPALOOSA finalizará con el esperado enfrentamiento entre Matt y Medina en medio de un paraje entre la nieve. Una pequeña nota de originalidad, dentro de una película finalmente discreta, en la que el fantasma de los estereotipos de adueña de buena parte de sus roles, pero que justo es reconocer podría haber resultado bastante peor de lo que proponen sus imágenes.

Calificación: 2

THE BOYS (1962, Sidney J. Furie)

THE BOYS (1962, Sidney J. Furie)

Aunque con anterioridad ya había probado armas dentro del terreno de la dirección, en productos de supuesto escaso calado, lo cierto es que el canadiense Sidney J. Furie empieza a despuntar en su filmografía dentro de la cinematografía británica una vez llegado el florecimiento de la década de los sesenta. Dentro de ese limitado punto de interés, THE BOYS (1962) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, se encuentra tras THE YOUNG ONES (Los años jóvenes, 1961) –una comedia musical protagonizada Cliff Richard de la que recuerdo un lejanísimo pero grato recuerdo- y THE LEATHER BOYS (1963) –una singular visión de una relación con tintes homosexuales, desarrollada dentro del ámbito de los Teddy Bikers-, que sigo considerando de lejos su mejor película. Poco después llegaría el inesperado éxito de THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965), desarrollándose con posterioridad su carrera dentro de unos senderos tan irregulares como, en su mayor arte, decepcionantes. Pues bien, esta misma decepción es la que finalmente me ha invadido al contemplar una película de la que esperaba bastante, y que de manera paulatina se va diluyendo por el sendero de la incapacidad de profundizar no solo en el terreno dramático que esgrime -los prejuicios de la sociedad británica de la época ofrece en torno a esa juventud rebelde que ejemplifican los denominados Teddy Boys-, sino sobre todo al fracasar casi de manera estrepitosa en aquello que acertaba casi por completo la posterior y mencionada THE LEATHER BOYS; la sensibilidad y credibilidad en la psicología de los personajes sobre los que se centra la acción.

THE BOYS se inicia de manera solemne, con esos planos en picado punteados por unos atractivos títulos de crédito, describiendo la disposición de la sala de juicios en una audiencia londinense. La descripción de la salida de los representantes de la ley –con sus togas y elementos tradicionales-, la salida de los cuatro acusados, el proceso de jura de los componentes del jurado… Parece que nos dispongamos a asistir a una muestra distinguida del cine de juicios, aunque muy pronto ese adjetivo se desprenda a la hora de calificar el epicentro de esta fallida película de Furie. En esencia, su propuesta dramática –responsabilidad de Stuart Douglass-, se centra en la vista contra cuatro jóvenes Teddy Boys, acusados del asesinato de un viejo guarda de un garaje, con la intención frustrada de robar una caja de cien libras, que en realidad se redujo a unos pocos peniques. Estos son Stan (Dudley Sutton), Billy (Ronald Lacey), Ginger (Tony Garnett) y Barney (Jess Conrad) –el más coqueto y atractivo del grupo; atención al detalle del cepillado de sus nuevos botines de cuero, en el interior de su limitada vivienda-, los componentes de una pandilla en la que se frecuentan tanto las gamberradas, como una nada solapada sensación de rebeldía contra un entorno obrero hostil. Es ese, quizá, uno de los aspectos que aún perviven en el conjunto de la película, aunque bien es cierto que en aquel 1962, numerosas muestras del Free Cinema inglés ya habían manifestado con mayor rigor dicha rebeldía de la juventud inglesa. La primera media hora del film –en el que de entrada se aprecia un exceso de duración para lo que realmente cuenta-, se reduce a la sucesión de valoraciones de los testigos de la acusación, a los que interrogará el fiscal Víctor Webster (un muy solvente Richard Todd), siendo contrapuestos por la reversión de los testimonios que, en la mayor parte de los casos, ofrecerá el astuto y experimentado defensor Montgomery (el siempre excelente Robert Morley), mientras el juez (Félix Aylmer) aparenta asistir con desapego a la causa. En esa media hora larga, se desaprovecha la ocasión para asistir a una mirada reveladora en torno a la relatividad de la percepción humana, asistiendo en su lugar a una rutinaria sucesión de testimonios, que ya nos predisponen a vislumbrar la rutina que presidirá el conjunto del relato.

Y es que en realidad, aún contando con una secuencia central en la que Montgomery reproche a sus acusados la torpeza de sus actuaciones –pese a su experiencia, en la vista ha quedado claro que se trata de unos gamberros de clase proletaria-, poco después THE BOYS se centrará en el relato de los propios acusados. Será una oportunidad para comprobar su contexto vital, la sensación colectiva de ser muchachos rebeldes contra un entorno en el que aún prolifera una mirada clasista y puritana. Sin embargo, pese a la pertinencia en la descripción de exteriores urbanos –a lo que ayudará de manera muy especial la notable fotografía en blanco y negro de Gerald Hibbs-, a la corrección general de sus jóvenes intérpretes, uno tiene la extraña sensación de asistir a un apagado refrito de las muestras de ese ya señalado Free Cinema, que estaba a punto de evolucionar a las muestras del Swinging London, contemplando una especie de versión british del RASHOMON de Akira Kurosawa –la visión dispar y complementaria al mismo tiempo, de cada uno de los encausados sobre las circunstancias que los han llevado hasta el banquillo-. Lo que en última instancia proporciona a THE BOYS una sensación de rutina, es por un lado la sensación de déjà vu que ofrece su enunciado dramático y, sobre todo, la reiteración en el formulismo de dichos testimonios, que proporcionan al conjunto esa nada positiva sensación de reiteración. Cierto es que en su tramo final, el propio fiscal llegará a poner en duda la propia solvencia de su actuación, llegando a asumir los planteamientos que les han ofrecido los cuatro encausados, y viendo en torno a ellos la sensación de erigirse en víctimas de los prejuicios de esa sociedad inglesa todavía escasamente vulnerable para una renovación generacional que de todos modos se antojaba inapelable –aunque en la película tenga una casi ridícula presencia en ese joven sacerdote de aspecto moderno que el defensor esgrimirá como referencia para no fiarse de las apariencias que han argumentado todos los testigos de la acusación-. Es en esos últimos minutos, donde THE BOYS propone un giro sorprendente –que no revelaré, en atención a sus posibles espectadores-, que ciertamente deja entrever ese probable interés que el conjunto del relato podría haber propuesto, pero que poco puede hacer ya para otorgar a la película una dimensión que se le ha escapado en su dilatado metraje previo. Queda, eso si, la mirada por un Londres nocturno, húmedo y poco apetecible, en el que nuestros protagonistas deambulan casi como auténticos fantasmas, ya que sus gamberradas y acciones más o menos reprobables, no adquieren ni de lejos, la hondura que podrían manifestar los tan indeseables como patéticos asesinos de la muy posterior IN COLD BLOOD (A sangre fría, 1967. Richard Brooks), a partir de la novela de Truman Capote.

Pese a la verdadera decepción que me ha producido el film de Furie –sobre todo a partir de las expectativas que me hacían intuir su título posterior-, no dejaría de quedarme con un aspecto muy puntual, que en momentos parece adquirir vida propia en medio del formulismo del relato. Me refiero a la extraña complicidad establecida entre fiscal y defensor, esgrimiendo ambos un transparente juego de “trucos” jurídicos, que son expuestos en la pantalla con la especial sintonía de sus intérpretes. Será una oportunidad para ofrecer ciertos apuntes irónicos –sobre todo por parte de Morley-, en una película desaprovechada, que cabría incluir dentro del aluvión paralelo a la riqueza que el cine británico desprendió en aquel periodo inolvidable.

Calificación: 1’5

THE LEATHER BOYS (1963, Sidney J. Furie) [Los chicos de cuero]

THE LEATHER BOYS (1963, Sidney J. Furie) [Los chicos de cuero]

Pese a la reconsideración que afortunadamente se viene marcando con el paso del tiempo, creo con sinceridad que aún no se ha realizado –al menos entre la crítica española- un estudio que valore en su conjunto la importancia y al mismo tiempo las semejanzas que generaron ese conjunto de films que surgieron al amparo del denominado free cinema inglés. Más allá de que supusiera el florecimiento de dos realizadores a mi juicio de gran nivel como fueron Karel Reisz y Tony Richardson, una generación de grandes intérpretes –algunos de los cuales siguen ejerciendo con intachable prestigio-, creo que esta nueva corriente cinematográfica tuvo en Inglaterra –al socaire de los “nuevos cines” europeos- un ascendente sobre todo literario. Sin que ello suponga restar mérito alguno a los artífices de buena parte de sus títulos más prestigiosos, creo que es evidente que dramaturgos como Allan Sillitoe, John Braine, John Osborne, Shelagh Delaney y algunos otros, contribuyeron a establecer un nuevo marco en el que predominaban los exteriores lúgubres e industriales del país –algo que por otra parte había estado ya presente en época precedentes del cine británico-, personajes grises, alienados y frustrados, una enorme capacidad descriptiva y, fundamentalmente, utilizar resortes de lo que se habrá que considerar como una de las grandes virtudes del cine británico en toda su historia; la existencia de ese “realismo” que siempre ha acompañado –de forma más o menos rigurosa, más o menos escorada en el humor o hacia otros géneros-, el devenir de la plasmación fílmica de un país por la que siempre he tenido una enorme debilidad –y me alegra ver como cada día hay más aficionados que muestran esa admiración, cuando años atrás parecía que no “estaba bien visto” hablar bien del cine inglés-.

Dicho esto, insisto en el hecho de apreciar que siguen existiendo numerosos títulos inmersos en esta corriente –y quizá en el cine británico de los años 60 en general- que apenas son conocidos... y eso es lo peor que le puede pasar a una película que atesore cualidades; el no ser vista. Nunca me hartaré de apelar a la necesidad de ir redescubriendo la que es una de las obras cumbres del “free cinema” –curiosamente realizada por su intérprete más carismático y años después, cuando la corriente ya se encontraba abandonada; me estoy refiriendo a CHARLIE BUBBLES (1968, Albert Finney)-. Pero al mismo tiempo de este ejemplo concreto –que creo resulta casi insultante-, el paso del tiempo nos ofrece en ocasiones el disfrute de títulos apenas conocidos en nuestro ámbito, y que si que si bien pueden parecer miméticos en función de las obras más relevantes del movimiento, no es menos cierto que una vez contemplados revelan unas considerables cualidades que les hacen merecedores de estar ubicados a la altura de varios de sus exponentes más populares y consensuadas.

Este es, bajo mi punto de vista, el ejemplo que nos brinda THE LEATHER BOYS (1963, Sidney J. Furie) –jamás estrenada en España aunque emitida en pase televisivo con el título literal de LOS CHICOS DE CUERO-. Se trata, que duda cabe, de una pequeña película que bebe considerablemente –mas adelante volveremos a este aspecto- de otros títulos de especial significación en aquellos intensos años del cine inglés, pero lo cierto es que, con voz callada, esta película de la trayectoria inicial del canadiense Sidney J. Furie –poco tiempo antes de su enorme éxito con THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965) y de sobrellevar finalmente una trayectoria en constante y progresivo declive que llega hasta nuestros días-, logra ofrecer una historia sencilla, basada en una novela obra del propio guionista del film –Gillian Freeman-, en la que destaca evidentemente la introducción de esa extraña relación entre los tres personajes protagonistas donde se incorporan claros apuntes homosexuales y que tienen su prolongación en el mundo de los “bikers” que ejecutaban pandillas juveniles en aquellos años. Y es en este aspecto concreto, donde hay que destacar la enorme diferencia que se ofrece en esta película con mitificadas y vetustas propuestas precedentes –una de las más significativas sería la mediocre THE WILD ONE (¡Salvaje!, 1954. Lazslo Benedek)-.

Pero más allá de ello resalta en THE LEATHER BOYS una cuidada descripción de personajes centrada en el trío que protagoniza sus imágenes. Estos son especialmente Reggie (Colin Campbell), un atractivo y joven mecánico caracterizado por su inmadurez y honestidad, que practica en su tiempo libre la compañía de otros bikers. Reggie es novio de Dot (Rita Tushigham) y muy pronto se casa con ella, siendo ambos muy cortos en edades. Ella es una mujer bastante ociosa y estrafalaria que muy pronto deja entrever su escasa preparación a la hora de afrontar una relación sellada con el matrimonio. Es en ese proceso en el que las discusiones y enfrentamientos entre los dos jóvenes esposos serán algo prematuramente habitual, donde aparecerá la figura de Pete (Dudley Sutton). Pete es un extraño joven caracterizado por su extraña sensibilidad y capacidad de reflexión, que muy pronto estrechará sus relaciones con el desorientado Reggie, hasta formar ambos una profunda amistad. Ambos incluso llegarán a vivir y dormir juntos en casa de la abuela del joven marido cuando esta se queda viuda, y para Dot la presencia de Pete siempre será un impedimento a la hora de plantearse un retorno con su esposo. Su amigo es una persona enormemente influyente en Reggie y llega a persuadirle para que incida en la práctica de la afición a las motos, participando en nuevas carreras, alentándole a que utilice un uniforme completo de cuero y aconsejándole abiertamente en contra de retornar con su esposa. Evidentemente, este comportamiento obedece tanto a una sincera actitud de sabiduría psicológica de Pete –evidentemente es un hombre experimentado-, como al secreto deseo homosexual que mantiene hacia Reggie y que el joven solo en contados instantes acierta a intuir.

Es en esta circunstancia donde se encuentra uno de los mejores aciertos de THE LEATHER BOYS, y este no es otro que saber en todo momento mantener la ambigüedad a la hora de trazar sus personajes protagonistas. Es esa dualidad la que permite que conozcamos a todos ellos en sus virtudes y defectos y que nos permita encariñarnos con Dot pese a resultar en muchos momentos una joven de características más que ordinarias –se tiñe el pelo con un rubio estridente-, ya que en el último tercio del film observamos el cariño que siente por Reggie. Por su parte en su esposo se pueden achacar sus condicionamientos machistas –los rasgos que pide que cumpla Dot para que se convierta en una buena esposa son indudablemente reaccionarios-, pero no es menos cierto que en su propia inmadurez se adivina una honestidad que incluso inconscientemente le lleva a ser admirado por ese nuevo amigo que lo envuelve en todo momento. Finalmente, esa ambigüedad tiene otro importante exponente en el personaje de Pete, que intenta por todos medios dejar en un segundo lado su homosexualidad latente por mantener una amistad en la que cree y de la que está convencido va a ayudar a ese joven desorientado con el que vive y comparte la vida cotidiana.

Ni que decir tiene que esa ambigüedad puede tener a años vista su mayor interés superficial en el tratamiento de esa homosexualidad que late en la relación de Pete y Reggie, pero creo que el conjunto de la película caracteriza por una descripción de los tres principales personajes en la que se revelan cualidades y debilidades que confluyen en el logro de una entrañable credibilidad en todos ellos, por más que los momentos finales de la película –realmente magníficos- resulten innegablemente descorazonadores y frustrantes para todos ellos. La cámara de Furie se muestra realmente inspirada en la película, basando su narrativa en un excelente aprovechamiento del formato panorámico que se extiende a la planificación de largos planos con leves movimientos de cámara centrados en la evolución de los actores dentro del encuadre –a este respecto es reveladora la secuencia en la que vemos acostarse en la misma cama a Pete y Reggie-. Sorprendentemente viniendo de la mano de quien poco después haría gala de un hoy día anticuado rebuscamiento formal –la mencionada IPCRESS-, THE LEATHER BOYS destaca por una realización pausada, caracterizada en el aprovechamiento de las secuencias por medio de una cámara discreta que se deja en todo momento que sean sus personajes los que vivan dentro del encuadre y nos transmitan sus inquietudes y la progresiva sensación de frustración que emana de sus vidas grises y sueños frustrados a todos los niveles. Para ello hay que destacar –como era habitual en el cine británico de la época, la magnífica fotografía de Gerald Gibbs y la brillante sintonía musical que ofrece Bill McGuffie y que tiene como eje central un melancólico tema que será reiterado en cuatro ocasiones a lo largo del film, en sendas escenas en las que tendrá un especial protagonismo una sensación de nostalgia por un amor que se pierde.

Será precisamente en el –maravilloso- plano final, donde ese tema musical tendrá un mayor protagonismo, envolviendo la emotiva despedida de Reggie –que ha visto frustrado todos sus sueños al ver como su esposa le es infiel cuando decide retornar a vivir con ella- de ese amigo al que no deja de admirar como tal, pero del que comprende que vive en un mundo y una condición –su homosexualidad-  que él no comparte. Ese largo plano con reencuadre en que los dos amigos se alejan en un triste puente londinense, es sin duda un brillante colofón para una película a la que quizá solo cabría achacar algunos momentos en los que las carreras de motos tienen especial protagonismo –especialmente la que efectúan a Edimburgo-.

Antes señalaba las influencias que THE LEATHER BOYS mantiene con otros célebres títulos británicos de la época. Sin ser muy audaces cabe señalar A TASTE OF HONEY (Un sabor a miel, 1962. Tony Richardson), THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey), BILLY LIAR (Billy el embustero, 1962. John Schlesinger) y algunos otros. Pese a esa influencia -¿a qué a nadie se le ocurre objetar cuando una película de cine negro se parece a otro éxito precedente?-, nos encontramos con una película emotiva, brillante, y por momentos magnífica, en la que es imposible dejar de resaltar la labor de un reparto que no parece interpretar, sino ser ellos mismos sus propios personajes. Y entre ellos me gustaría destacar la labor del joven e inseguro Reggie, que interpretó un Colin Campbell que, sorprendentemente, no tuvo continuidad en el cine inglés de aquellos tiempos. Su trabajo es realmente un prodigio de espontaneidad y sensibilidad, dentro de una película que merece sinceramente salir de su inmerecido anonimato.

Calificación: 3’5