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CINEMA DE PERRA GORDA

Anthony Mann

STRATEGIC AIR COMMAND (1955, Anthony Mann)

STRATEGIC AIR COMMAND (1955, Anthony Mann)

No tengo la menor duda que STRATEGIC AIR COMMAND (1955) -jamás estrenada comercialmente en España- es el título más oculto y, sobre todo, el más molesto, en la filmografía de Anthony Mann. Con el paso de los años, hasta los primeros títulos de su obra, en donde se encuentran exponentes tan escasamente interesante como TWO O’CLOCK COURAGE (1945), STRANGE IMPERSONATION (1946) o, sobre todo, THE BAMBOO BLONDE (1946), en algunos casos incluso han sido valoradas con relativa simpatía, dada su común condición de títulos primerizos y de serie B. Sin embargo ¿Cómo se puede valorar una producción de cine bélico, hagiográfico ante un comando aéreo que disparó la bomba atómica años atrás, y encima rodado entre dos westerns de reconocido prestigio?

Lo fácil, en este caso, era ignorarla, como sucede con otros dos ejemplos ubicados en dicho periodo. rodados por Mann dentro de los márgenes del melodrama. Es más, nos encontramos ante un título poco visto, escasamente referenciado -apenas se le cita en el estudio que, sobre la obra del cineasta, realizó la estudiosa norteamericana Jeanine Basinger, editado por el Festival de Cine de San Sebastián de 2004; en la remembranza efectuada por Tavernier y Coursodon, no demasiado extensa, ni se le cita-. Podríamos señalar que, junto a SERENADE (Dos pasiones y un amor, 1956) -que aún no he contemplado- se trata de la película más molesta en la filmografía de Mann -un ejemplo similar sería el de la excelente MY SON JOHN (Mi hijo John, 1950) en la obra de Leo McCarey-.

Pues bien, conviene señalarlo ya, STRATEGIC AIR COMMAND no solo me parece una estupenda película sino, sobre todo, considero que se trata de una propuesta que enlaza de manera clara con el entorno temático e incluso narrativo característico del cineasta. En esencia, se trató de una iniciativa del actor James Stewart, empeñado en que Paramount auspiciara el proyecto, y embarcando en él a un Mann no muy proclive a introducirse en un ámbito que le obligaba a salir del cine del Oeste, en el que se encontraba ante un momento de especial febrilidad, y al que volvería casi de inmediato. Sería esta la séptima, de las ocho ocasiones con la que Mann contó con Stewart -la última ocasión sería la inmediatamente posterior THE MAN FROM LARAMIE (El hombre de Laramie, 1955)-.

De entrada, el espectador percibe en sus primeros instantes, la personalidad que le brinda la pantalla ancha en VistaVision -fue uno de los primeros títulos en dicho formato- aunado por el cromatismo que le proporciona la fotografía en color de William Daniels, contando con el aporte del gran ‘pintor’ del estudio, Richard Mueller. Esa textura visual, unido a la elegancia y desdramatización que nos brindan las secuencias iniciales, que sirven para presentar a la pareja protagonista, nos predisponen a asistir a un relato que pueda ser cualquier cosa, menos acomodaticio. Con enorme serenidad, la cámara de Mann acierta a describir a sus personajes, siempre con cercanía e incluso ternura en torno a ellos, como si se buscara la justificación a sus comportamientos y debilidades. Y todo ello, dentro de un look que, por momentos, no dejó de recordarme los instantes más sobriamente melodramáticos de la memorable THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1957), la obra maestra de Frank Tashlin. La cámara de Mann se expresa con elegancia, sobriedad, atendiendo a las miradas y gestos de los actores, como si no quisiera interferir en ese drama interior que, de manera inesperada, se va a plantear en el entorno del antiguo coronel ‘Dutch’ Holland (Stewart), triunfante figura del rugby, y casado hace escasos meses con Sally (la eternamente subvalorada June Allyson, en la tercera de sus películas junto al célebre actor). Esta demuestra la extrema cercanía y comprensión que mantiene con su esposo, del que se encuentra embarazada de tres meses. Holland recibirá la llamada del general Hawkes (rotundo Fran Lovejov) para salir de la reserva e incorporarse en el Strategic Air Command por un total de 22 meses. Ello llevará a que abandone su vocación deportiva y su esposa abandone los planes que ambos poseían, teniendo que vivir ambos el entorno militar.

En realidad, a partir de ese momento es cuando el film de Anthony Mann adquiere su auténtica pulsión dramática, al sacar a la luz el enfrentamiento emocional del protagonista, enfrentado contra sí mismo al abandonar la cómoda y prometedora vida deportiva que consolidaba, viviendo poco a poco casi hechizado por la envolvente atmósfera de su vida como piloto aéreo. STRATEGIC AIR COMMAND tiene en ese contraste la mayor cualidad de un argumento al que se otorga una casi irrelevante importancia, a todo aquello que de militarista pudiera ofrecer. Por el contrario, y siempre en voz baja, la película acierta a articular ese permanente combate que atormenta a su protagonista, a través de una sucesión de episodios enlazados entre sí, buscando de manera deliberada una clara desdramatización, y que servirán para plasmar en la pantalla el drama interior de ese buen americano que no desea olvidar su plan de vida familiar, pero que al mismo tiempo se ve cada vez más atraído por las arenas movedizas de la fascinación que le alberga su vocación en la fuerza aérea, al ser uno de los destinatarios de los nuevos modelos que el ejército USA tiene previstos para reforzar su flota y -en apariencia- mantener permanente un estado de paz. Señalar eso en aquellos años del post macartismo, suena un poco a chiste. Sin embargo, confieso que me resulta sorprendente la fuerza visual emanada por esta estupenda e injustamente infravalorada película.

De un lado -y esto fue lo más valorado en el momento de su estreno- no se puede negar la fuerza casi hipnótica que albergan todas y cada una de las secuencias que describen la presencia de aviones y, sobre todo, sus secuencias de vuelto. Ayudados por el fondo sonoro de Victor Young, y a partir de una deliberada apuesta por una elaborada impronta visual, dichos pasajes aún hoy, casi setenta años después de su realización, siguen asombrando, uniendo a ello una delibrada voluntad de desdramatización -la cotidianeidad con la que se resuelve el accidente del avión que comanda Stewart en tierras árticas-. Pero es que, junto a ello, y oponiéndose y ejerciendo como como contraposición a ese elemento de fascinación que brindan todas sus secuencias aéreas, puede decirse que la auténtica entraña de STRATEGIC AIR COMMAND se encuentra en todas y cada una de las secuencias compartidas por la pareja protagonista. En la plasmación de un conflicto familiar se describen secuencias planificadas con inusitado rigor, lejos de erigirse en convenciones melodramáticas, a través de largos planos que utilizan milimétricamente el formato panorámico. Será en la contraposición de ambos mundos donde se dirimirá el aparentemente apacible drama personal de su protagonista, al que solo la creciente lesión en su brazo obligará a decidir el abandono de su pasión militar aérea.

Así pues, lo que a primera instancia se dirimía como un producto propagandístico, y el público y la crítica de su época entendió como tal -el primero con una muy positiva acogida, y el segundo con notable desapego-, en el fondo no supone más que una inesperada variación de esos personajes atormentados que poblaron la filmografía de Anthony Mann -no pocos de ellos, interpretados por el propio Stewart-, en una propuesta que no solo merece salir del ostracismo al que ha sido condenada durante décadas, si no que en sí misma se integra con más pertinencia de la concedida en el conjunto de la obra de su artífice.

Calificación: 3

THE FAR COUNTRY (1954, Anthony Mann) Tierras lejanas

THE FAR COUNTRY (1954, Anthony Mann) Tierras lejanas

Vitalismo. Aventura. Seres con luces y sombras en sus vidas. Lucha por el progreso, la comodidad y la ambición. Estamos ante un mundo que evoluciona desde espacios naturales, y en el que la lucha contra la agreste naturaleza va acompañada por una evolución interior de esos hombres y mujeres, para los cuales esta sucesión de incidencias supondrá una nueva oportunidad en sus vidas… Excepto por parte de aquellos que se quedaran en el camino.

THE FAR COUNTRY (Tierras lejanas, 1954) fue la sexta colaboración entre el gran Anthony Mann y el actor James Stewart. De ellos, cuatro supondrían westerns -aún rodarían uno más juntos- por lo general dominados dentro de unos inolvidables rasgos de producción -producciones de Aaron Rosenberg en el seno de la Universal, extraordinario guion de Borden Chase, vibrante cromatismo de William Daniels y, por supuesto, el casi eléctrico protagonismo de Stewart-. Todo ello, para dar vida una vigorosa y física propuesta de cine del Oeste, muy ligada en sus características el género de aventuras, desarrollada en las fronteras canadienses a finales del siglo XIX. La cámara de Mann muy pronto nos presentará y definirá la psicología de sus principales personajes, mostrando los claroscuros de sus personalidades. Es algo que de inmediato percibiremos en el individualista Jeff Webster (Stewart) al llegar al puerto de Seattle, desde donde embarcará el ganado que ha portado hasta allí, atendiendo al encargo de su fiel amigo Ben Tatum (el adorable Walter Brennan). Muy pronto descubriremos el enfrentamiento latente que Webster mantiene con los que han sido sus dos ayudantes, y el hecho de que durante el traslado matara a otros dos de ellos, por el cual será perseguido el barco en que se va a trasladar a Yukon para vender el ganado y establecer un rancho en Utah junto a su fiel Ben. Seguido por unos agentes, de inmediato será protegido por la atractiva Ronda Castle (exuberante Ruth Roman).

Este cúmulo de incidencias, que se suceden con ejemplar fluidez en la pantalla, será el inicio de una azarosa andadura que tendrá otra importante parada una vez nuestros personajes lleguen hasta la localidad de Skagway, en Alaska, donde en una inesperada situación -el ganado de Jeff interrumpirá un doble ahorcamiento- supondrá el encuentro de este con el carismático, divertido y tremendamente corrupto sheriff y juez del territorio -Gannon (un deslumbrante John McIntire)-.  Gannon detendrá a Webster, aunque lo liberará a costa de quedarse con su ganado, por lo que este tendrá que acceder, junto a Ben y Rube (extraordinario Jay C. Flippen), al encargo de Ronda trasladar provisiones al salón que posee en Dawson, epicentro de la fiebre del oro de la zona. Mientras tanto, Jeff también habrá conocido a la joven, pecosa y muy masculina Renee (Corinne Calvet), quien acompañará a sus hombres una vez el protagonista recupere de noche su ganado y ambos huyan de la persecución de los sicarios de Gannon. Webster volverá a reunirse a la caravana encargada por Ronda, a la que aconsejará obviar el paso por un valle nevado, aunque finalmente estos decidan discurrir por dicho itinerario, ya que de entrada resulta mucho más corto.  Este utilizará un recorrido mucho más largo pero también más seguro, y su intuición se revelará precisa, permitiendo el accidente vivido por Ronda y sus hombres un acercamiento hacia ella, aunque ello conlleve el creciente desengaño por parte de Renee. Una vez en el destino, totalmente dominado por la ambición de los buscadores de oro, pronto percibiremos la colectividad de un recinto aún primitivo y carente de leyes y comodidades, que se dispone a adentrarse en una obligada senda de progreso, pero en cuyas debilidades comprobaremos la facilidad con la que el delito e incluso el asesinato se puede adentrar en dicho contexto.

THE FAR COUNTRY es una obra física. En la que tanto los sentimientos de sus personajes como sus claroscuros y debilidades, se impregnan en el espectador con la facilidad que esgrime la transparente, pero siempre precisa puesta en escena de un Anthony Mann en estado de gracia. Lo hará a través de una singladura en la que incluso el aire del paisaje parece trasmitirse al espectador. En el que la sucesión de azarosas circunstancias, se asumen con la naturalidad propia del discurrir de las aguas del río. Esa comunión con una naturaleza caprichosa y ondulante, que aparece casi como espejo inmutable al bullir de las luces y sombras de unos seres definidos por su ambivalencia, capaces del hecho más noble pero al mismo tiempo de elementos de oscuridad en sus respectivas personalidades. Esa capacidad de ir plasmando dichos contrastes, de hacerlo con absoluta naturalidad, e incluso con no poca ironía -la socarronería e incluso el irresistible atractivo que emana del personaje de Gannon; la ingenuidad juvenil que emana en Renee, la irreprimible charlatanería del viejo Ben- irá acompañada con episodios en los que lo severo e incluso lo trágico -el alud de nieve que sucederá poco después de la advertencia de Jim- se alternará con pasmosa facilidad. Todo ello irá discurriendo con un extraño sentido de lo irreductible, y en el que la dualidad de sentimientos y percepciones parecerá adueñarse del relato. Lo hará ese persistente individualismo del protagonista en las dos mujeres a las que se ligará sin darse cuenta. En la propia ambigüedad emanada por la mundana, elegante y ambiciosa Ronda. En la malignidad que surgirá en el entorno de ese juez corrupto que no dudará en emerger de su jurisdicción para extender su riqueza de manera nuevamente insana. Y en contraste a todo ello contemplaremos la galería de personajes que conforman esa nueva ciudad, aún dominados por calles llenas de barro, en las que percibimos una extraña humanidad. Un deseo de consolidar esa apuesta de vida, donde la presencia de Jim, sin él pretenderlo, ejercerá como inesperada piedra de toque.

THE FAR COUNTRY está trufada de momentos inolvidables. De detalles especialmente significativos, como ese cascabel en la montera de Jim, que tanta importancia revestirá en el relato. O la fuerza y el cromatismo del vestuario de Ronda. Pero al mismo tiempo resulta difícil olvidar la fuerza de algunos de los pasajes insertos como oportuno clímax en el tramo final del relato. En esa conversación llena de emoción entre Jim y Ben dentro de la cabaña, donde el segundo le confiesa a este que le queda poco tiempo de vida y siempre pensó en estar hasta ese momento junto a él en el rancho soñado. En la casi inmediata emboscada vivida cuando ambos se disponen a marcharse en la balsa que Jim ha construido, instantes después de darse éste cuenta que la imprudencia de su viejo amigo les puede costar muy caro, o en la secuencia previa donde el intento de Jim de salvar a Rube de una muerte segura, en el fondo propiciará la humillación pública de este ante su comunidad. Serán todos ellos, episodios que irán preludiando un clímax, en el que el enfrentamiento de mundos, de oposición de modos de entender la existencia y, en definitiva, la oportunidad de dejar atrás una serie de atavismos, al objeto de abrir la puerta al progreso colectivo, se brindará por medio de la venganza de Jim al entorno que comanda el tan siniestro como irresistible Gannon. Mann plasmará con celeridad el rápido proceso de forzosa madurez asumido por un protagonista, al que los últimos acontecimientos vividos le harán despojar de ese individualismo revestido de misantropía del que hizo gala hasta ese momento. Al mismo tiempo que se le curan las heridas de su mano, quizá en su alma se produjera un similar proceso de purificación, que tendrá su exponente último en el enfrentamiento contra los hombres de ese juez corrupto, e incluso contra este mismo, dominado por una precisión asombrosa y una sucesión en los afilados encuadres de una catarsis nocturna, en la que Ronda se sacrificará involuntariamente, quizá como giro del destino, dada la deliberada ambigüedad de su comportamiento. Una sentencia en la que ese cascabel en la montura, símbolo de la personalidad de ese cowboy hasta poco antes incapaz de empatizar con los que le rodeaban, no solo suponga el salvoconducto para salvar su vida, sino que finalmente le abra la puerta a una nueva sociedad llena de valores compartidos.

Calificación: 4

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXIV) DIRECTED BY... Anthony Mann

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXIV) DIRECTED BY... Anthony Mann

Anthony Mann, en el centro de la imagen, dirigiendo a los actores James Stewart y Dan Dureya, en THUNDER BAY (Bahía negra, 1953).

 

ANTHONY MANN... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(10 títulos comentados)

SING YOUR WAY HOME (1945, Anthony Mann) [El código del amor]

SING YOUR WAY HOME (1945, Anthony Mann) [El código del amor]

A pesar de la ligereza y aparente falta de personalidad que esgrime SING YOUR WAY HOME (1945), lo cierto es que Anthony Mann ya había dado probadas muestras de su destreza en el ámbito de la serie B, dentro del engranaje de la RKO. Esta sería la octava obra de una andadura centrada hasta entonces en propuestas de cine policíaco y dramas lindantes con el misterio. Ni que decir tiene, que en aquel entonces nadie podía adivinar ni de lejos, el cineasta de primera fila que muy pronto iba a despuntar, en ese mismo marco de producciones de bajo presupuesto. Pero, si más no, hay que reconocer que pese a su apresurado y poco atractivo inicio, el título que comentamos queda delimitado según va transcurriendo su muy ajustado metraje –poco más de setenta minutos de duración-, como una simpática comedia romántica y musical, en la que sotto vocce, se trata la problemática del retorno de heridos y soldados, tras su participación en la II Guerra Mundial

La acción de SING YOUR WAY HOME, se inicia en la Francia ocupada, en la que se describe el hastío del egocéntrico corresponsal de guerra Steve Kimball (Jack Haley), deseoso de retornar a su actividad periodística en Estados Unidos. Dada la escasez de oportunidades para ello, solo tendrá la oportunidad de retornar en un buque, si se hace cargo de un grupo de adolescentes conocidos por formar un grupo musical. Un colectivo en teoría de quince muchachos, pero entre el que se encuentra una joven que en principio Kimball estará dispuesta a denunciar a las autoridades del barco, pero a la que decidirá utilizar, enviando mensajes a su periódico de cabecera, utilizando el denominado “código del amor”, y encubriendo con ello las crónicas de guerra que traslada a la imprenta. Mientras se sucede esta circunstancia, la joven –Briget Forrester (Marcy McGuire)- se enamorará de manera creciente del arrogante periodista, mientras que este –del que descubriremos nunca ha mantenido relación alguna con una mujer-, hará lo propio con la atractiva cantante Anne Jeffreys (Kay Lawrence), con la que ha tenido un accidentado encuentro a la llegada al barco.

Con todos estos ingredientes, el todavía dubitativo Anthony Mann compone una ligera historia a modo de comedia, en la que personalmente me resulta chirriante la presentación de su protagonista. Es verdad que retrata a un ser arrogante y antipático, pero no es menos cierto que el intérprete que lo encarna resulta detestable –algo que lastrará el conjunto de la película-. Será un rasgo que acentuará en cierto modo en las carencias de este título discreto pero que, de manera paradójica, va ofreciendo un creciente interés, en su incardinación de esos elementos de comedia slapstick, la relativa agilidad de sus números musicales, el elemento romántico que proporciona le relación del cronista con Anne, y los ecos que entre secuencia y secuencia, se ofrece en torno al drama de los retornos de guerra, en ocasiones soldados heridos y mutilados.

Quizá sea demasiado pedir que se profundizara en cualquiera de sus vertientes, en una pequeña película que solo se erige como complemento de programa doble de la época. Sin embargo, lo que podría ser el punto de partida de una producción desdeñable –como lo pudo ser HONEYMOON (1947, William Keighley)-, poco a poco se erige como una agradable comedia –es el elemento que más destaca en su discurrir-, en el que podremos contemplar personajes episódicos tan disparatados como el oficial del buque que no deja de intentar el recuento de los jóvenes, buscando esa polizón que una y otra vez se le escapa en sus cómputos, o ese pasajero que recibirá constantemente golpes en la cabeza con objetos que atrae como un imán. O la divertida secuencia en la que el tutor – periodista duerme en una improvisada cama en medio de la separación de chicos y chicas que ha establecido con innecesaria severidad. O el episodio en la que sentirá su orgullo herido, cuando en la librería en la que compra un ejemplar de su libro para obsequiar a Ann, el dependiente no deja de soltar improperios en contra de las supuestas calidades del mismo, hasta el punto de regalárselo. O, en definitiva, la disparatada situación –digna del mejor Preston Sturges- que Anne ha provocado de manera inesperada, al ampliar ese supuesto telegrama amoroso que descubre ¡Y que estallará en un conflicto diplomático internacional!

Pero junto a con esa vertiente amable, que se ensañará con la figura de ese cargante periodista, la ligereza del film de Mann proporciona algunos números musicales de ágil disposición, un entramado sentimental de escueta presencia, y también esas pinceladas melodramáticas, encaminadas a resaltar el esfuerzo de guerra. Una intención que revelará no solo la presencia ocasional de jóvenes ubicados en silla de ruedas en un segundo término en algunas de las secuencias en plano general –la actuación de los jóvenes protagonistas, en la conexión establecida con Steve- sino, sobre todo, en el episodio en el que se describe la misa dominical en el barco, provisto de una especial temperatura emocional, aportando un curioso carácter ecuménico, a un fragmento que queda despejado del conjunto del film, erigiéndose como una extraña evocación, muy a tono con su momento de realización.

Calificación: 2

DEVIL’S DOORWAY (1950, Anthony Mann) La puerta del diablo

DEVIL’S DOORWAY (1950, Anthony Mann) La puerta del diablo

Han pasado seis décadas desde que fue realizada, resulta evidente que no se encuentra entre los westerns más reconocidos de su artífice, e incluso el paso del tiempo no le ha reconocido del hecho de ser una de las visiones más nobles que el cine ha mostrado jamás sobre la dignidad y singularidad del indio. Pero aún con todos estos inconvenientes, la realidad de DEVIL’S DOORWAY (La puerta del diablo, 1950) supera, con mucho, estas visiones a mi modo de ver injustas. Injustas en la medida que nos encontramos ante un título espléndido, totalmente integrado en la corriente psicológica que en aquellos años enriqueció el cine del Oeste. También en la incapacidad de reconocer que asistimos ante la primera gran aportación de Mann en un género en el que debutaba, y al que brindaría una de las miradas más personales y reconocidas, ratificada de inmediato con dos títulos notables como THE FURIES (Las furias) y WINCHESTER 73 ambas del mismo 1950-. Es quizá del primero de estos títulos, donde con más facilidad podemos establecer un entronque con la labor de puesta en escena que el realizador de EL CID (1961), ofrece en el título que comentamos, tomando como referencia la experiencia previa adquirida en el cine policíaco –donde ofreció no solo una serie de films magníficos, entre el que me gustaría destacar el poco reconocido y urbano SIDE STREET (1949)-, sino el hecho de proyectar en ellos una estética, en definitiva un estilo, propio.

Por ello DEVIL’S DOORWAY asume esa plástica de raíz expresionista, que se asomará en el aspecto sombrío que en todo momento adquiere la andadura vital de Lance Poole (un notable Robert Taylor, que dota a su personaje de la necesaria dignidad), un indio navajo que retorna a Wyoming después de varios años combatiendo con la caballería, por lo que ha recibido la medalla de oro del congreso. De poco le valdrá el espejismo de una filiación noble a la hora de volver a la realidad de un Oeste cambiante, en el que poco a poco irá percibiendo que no hay lugar para las gentes de su raza. Es algo que irá apreciando desde el mismo momento de su retorno a su lugar de origen. En buena medida, además de esos modos de raíz expresionista, que Mann asumió a partir de la simbiosis mantenida con el director de fotografía John Alton –que le llevó incluso al ámbito de la revolución francesa en la estupenda REIGN OF TERROR (El reinado del terror, 1949)-, lo cierto es que DEVIL’S DOORWAY proporciona una extraña continuidad con otra de las constantes temáticas que el cine del realizador había utilizado en su obra precedente; el respeto hacia las minorías y una mirada comprensiva hacia los marginados. Es así como, aunque estemos ubicados en un ámbito y un tiempo diferente por completo, no nos encontramos muy alejados de títulos como RAW DEAL (1948) o BORDER INCIDENT (1949) –en este último ejemplo, quizá las afinidades sean más manifiestas, trasladando el pasado del contexto indio con el contemporáneo de la inmigración mexicana a Estados Unidos-.

Más allá de sus intrínsecas cualidades como western, DEVIL’S DOORWAY –que de forma sorprendente, fue el único guión que rechazó filmar Jacques Tourneur-, ofrece una soterrada lectura en contra de cualquier tipo de discriminación. Es algo que se expresará entre los habitantes de Wyoming con nuestro protagonista, cuando este se reencuentra con su anciano padre –convirtiendo dicho encuentro en una atracción de curiosos-, pero también se pone de manifiesto en el rechazo que el propio Poole ofrecerá en un primer momento con el abogado que elige –no tiene más opciones- al descubrir que se trata de una mujer –Orrie Masters (Paula Raymond)-. Esa curiosa situación –que revela por otro la lado la riqueza del texto de Guy Trosper-, es espléndidamente utilizada por Mann, quien aprovecha para describir a través de la misma ese conjunto de intereses, luchas, amistades, filiaciones y traiciones, que englobarán el conjunto del relato, y que en realidad quedarán catalizados por la demagogia elegante y punzante del en apariencia caballeroso Verne Coolan (magnífica composición de Louis Calhern). Este se verá por un lado impelido por su aversión hacia los indios –que en un momento determinado podría estar justificada por una extraña fascinación hacia la libertad que emana de sus propias costumbres-, y a lo que se unirá la lucha por la competencia que le puede ofrecer un nuevo abogado, que encima es una mujer.

No se podía disponer de un sustrato dramático de mayor calado, pero lo cierto es que limitar las excelencias del título que nos ocupa a estas circunstancias, es minimizar su alcance. Y es que nos encontramos ante un título que sabe comprender e incluso apreciar la singularidad del hecho indio. Lo hará de forma mucho más convincente y, quizá por ello, más trágica, que el interesante pero sobrevalorado BROKEN ARROW (Flecha rota, 1950. Delmer Daves) –que en el mismo año logró un enorme éxito, en demérito del film de Mann-. La manera con la que se muestran las conversaciones del padre de nuestro protagonista, ese viejo jefe que parece haber esperado el retorno de su hijo para morir, y explicarle la realidad que asume su pueblo y de la que este se ha mantenido ausente, concluye en la hermosa la secuencia del funeral de este. La densidad de los diálogos que se van intercalando en la interacción de Lance con sus amigos –el viejo sheriff, siempre buscando el imposible equilibrio del respeto a la ley y su amistad con este-. Será la misma situación que irá percibiendo Orrie al intentar establecer desde una ley injusta el reconocimiento de los derechos de ese indio, que en unos años ha logrado una notable riqueza en su trabajo como ganadero –quizá el acicate para que vaya recibiendo la hostilidad latente de los vecinos, alentada por Coolan-. Pero al mismo tiempo, y siempre acentuando fotograma a fotograma ese aire de tragedia griega que desde el primer momento preside la película –una insólita producción de la siempre conservadora Metro Goldwyn Mayer-, esta no nos privará de fragmentos en los que la violencia latente alcanzará una fuerza casi paroxística. Es algo que tendrá su exponente de mayor dureza en la extraordinaria secuencia de la pelea en el saloon, donde con fondo del tronar de una tormenta se desatará todo el odio latente a partir de la provocación de un sujeto alentado por el demagogo abogado, dentro de un fragmento planificado y montado a la perfección, en el que la expresividad, la furia y también los sentimientos ocultos de los lugareños, se muestran con una crudeza casi inusitada.

En ese contexto de violencia la catarsis asomará en los minutos finales, donde ninguna vía resuelve la aplicación de una justicia que no se puede tener con esos indios a los que no se considera como ciudadanos, solo como “protegidos del gobierno”. Una vez muerte el veterano sheriff –una panorámica nos lo mostrará con las botas puestas, como a él nunca le hubiera gustado-, Coolan será nombrado depositario de la autoridad, no dudando en encabezar la batida para acabar con esos seres que detesta, agrupando para ellos a los ovejeros a los que no ha dudado en engañar, evitando que estos asumieran actitudes más dialogantes. Llegados a ese punto, ya no hay razones que valgan para evitar la trágica confrontación, en un episodio de textura casi ritual donde los navajos no dudarán en hacer frente –la venganza de Lance contra Coolan apenas ocupa unos segundos en el metraje-. Sin embargo, más importancia revestirá destacar la inutilidad de la entrega que Lance ofreció al ejército durante varios años. Será un simple gesto final, tras la rendición ante la caballería de las pocas mujeres y niños que no han muerto en el asedio, cuando su saludo final culmine una vida que no tiene sentido en un mundo cambiante, pero sobre todo, lleno de injusticias y ausente de de comprensión ante la diferencia. No se puede hablar más claro, ni hacerlo con tanta fuerza, contundencia y convicción cinematográfica. Es por ello que, pese a que el paso de los años aún no le ha ofrecido el reconocimiento que merece –mucho me temo que no lo hará nunca-, no dejo de apreciar DEVIL’S DOORWAY no solo como una de las grandes obras de Anthony Mann, sino quizá como la aportación más sincera que el cine ofreció a la dignificación de la figura del indio en la gran pantalla.

Calificación: 4

RAILROADED! (1947, Anthony Mann) El último disparo

RAILROADED! (1947, Anthony Mann) El último disparo

Haciendo una valoración quizá un poco a la ligera, podría decirse que en RAILROADED! (1947. El último disparo) aún no se encontraban presentes suficientemente maduras las cualidades que labraron un lugar al norteamericano Anthony Mann entre los mejores realizadores de la generación intermedia del cine norteamericano. No cabe duda que en el desarrollo de la película se pueden detectar en todo momento destellos y momentos de verdadera inspiración, y en conjunto esta se describe como un atractivo y pequeño título policiaco, en la línea de los realizados en aquellos años por nombres como Richard Fleischer u otros exponentes de la denominada “generación de la violencia”. Sin embargo, cierto es que en ella se echa de menos esa oscuridad, impronta poética,  una inclinación visual expresionista o el alcance fatalista, que definieron los mejores exponentes de Mann en el contexto del policiaco estadounidense. Una aportación en la que, lógico es suponerlo, algo tendría que ver su reiterada colaboración con el operador de fotografía John Alton, con el que estoy seguro que logró no solo complementarse a la hora de incorporar un universo y una atmósfera muy especial a su cine, sino que incluso asesoró a Mann en esta faceta, brindándole una colaboración tan valiosa, como pudo manifestarla por otro lado la de Nicholas Musuraca con Jacques Tourneur. En esta ocasión, contó con la prestación como operador de fotografía de Guy Roe, y es evidente que a través de sus imágenes se deja entrever la impronta visual y atmosférica de un realizador que sabe potenciar claroscuros, sombras, encuadres recargados o espacios dominados por la amenaza. Es algo que manifiesta la modélica secuencia en la que un aparente y descuidado salón de belleza –que en realidad encubre una caso ilegal de apuestas-, se convierte en el marco de un atraco, azarosamente convertido en motivo de tragedia por el asesinato de un policía. Uno de los atracadores –Cowie Kowalski (Keefe Brasselle)- es herido de gravedad, mientras que el auténtico asesino, y promotor del atraco –Duke Martin (John Ireland)-, se encarga de implicar como falso culpable del mismo al joven Steve Ryan (Ed Kelly). La táctica logrará su resultado haciendo testificar en falso al atracador herido, al tiempo que hacer lo propio con una de las testigos del crimen cometido, la esteticién Clara. En realidad esta se encuentra relacionada sentimentalmente con Martin, sometiéndose en todo momento a los designios de este.

 

En este marco, Mann desarrolla una intriga policíaca que en buena medida se describe a partir de dos aspectos complementarios. De un lado ofrece una crónica cotidiana, por momentos melodramática, centrada en los esfuerzos de la familia de Ryan –especialmente por parte de su hermana-, para intentar lograr las pruebas que demuestren la inocencia de su hermano. Por otra parte, nos encontraremos con un relato policiaco que goza de secuencias impactantes y una demostrada concisión narrativa, que de alguna manera se entronca con el sendero que el cineasta abordaría con mayor profundidad en sus siguientes títulos. En la confluencia de ambas tendencias, podemos apreciar un relato que combina dureza y cotidianeidad, que aúna secuencias dominadas por una evidente blandura en su discurrir –definitorias del Mann primerizo-, entrelazadas con momentos, secuencias, elementos de montaje y planos caracterizados por su sordidez, que constantemente se intercalan, en un conjunto irregular pero siempre bien llevado en el que, lógicamente, alcanza una mayor intensidad toda esa vertiente sórdida, esos destellos de dureza presentes en su conjunto, antes que el elemento melodramático, propuesto por otra parte con una considerable sobriedad narrativa aunque, justo es reconocerlo, sin lograr trascender el contexto de la bienintencionada discreción.

 

Esa relativa poca profundización de los personajes, indudablemente impide que la película alcance unas mayores cuotas de brillantez. Sin embargo, ello no evita que podamos sentirnos a gusto en una pequeña historia de poco más de setenta minutos de duración, en el que podemos detectar esa presencia de un falso culpable. Un joven que podría ser perfectamente el precedente del Farley Granger que protagonizara el que para mi supone la apuesta más valiosa del cine policiaco de Mann. -SIDE STREET (1950)-.

 

En el cómputo de aciertos de RAILROADED! destacaremos de nuevo la fuerza, atmósfera y percutante planificación de la secuencia del atraco. Incluso la apertura del film –mostrando la fachada del salón de belleza-, está planteada de tal forma que deja entrever una extraña sensación de amenaza. Todo lo referente al personaje del joven Kowalsky alcanza un notable grado de intensidad –especialmente impactante son sus primeros planos en los que, instantes antes de morir, adquiere conciencia de la ausencia de su mandíbula, y sus ojos reflejan una gran desesperación-, y de forma oportuna, Mann inserta detalles y elementos que contribuyen a mantener el interés de la función. Detalles que van desde el fundido que nos muestra el agujero de bala sobre el bolso de la compañera de Clara –anunciando que ha sido eliminada por Martin, para evitar que las debilidades de esta puedan poner en duda la falsa acusación que ha urdido-, o incluso la fuerza de la secuencia final. Sin embargo, no se puede decir que personajes como el del agente de policía o incluso la relación que mantendrá la hermana de Ryan con Martin, aparezcan con un mínimo de entidad, desaprovechando de alguna manera el conflicto interior que se establece entre este, su inicial apreciación sobre el joven Steve como culpable, y la progresiva consideración que este le ofrecerá como inocente, coincidiendo con el tímido inicio de una relación con su hermana.

 

En definitiva, una película de corto alcance, atractiva a partir de la asunción de la limitación de su material de base, y que de alguna manera sirve de puente entre los primeros títulos de Anthony Mann, caracterizados por una mezcla de atractivo, intuición e insuficiencias cinematográficas, y un posterior estadio de su cine, definido por una mayor hondura expresiva y temática.

 

Calificación: 2’5

THE LAST FRONTIER (1955, Anthony Mann) [Desierto salvaje]

THE LAST FRONTIER (1955, Anthony Mann) [Desierto salvaje]

Sin temor a equivocarnos podemos definir THE LAST FRONTIER (1955, Anthony Mann) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, aunque denominada en pases televisivos DESIERTO SALVAJE-, como una película cuyo contenido esencial es la búsqueda de la comprensión en el ser humano, y lo difícil que es dar y recibir ese rasgo, no solo en el contexto que expresa el film de Mann, sino como metáfora de dicha incapacidad en cualquier ámbito de existencia. Cierto es también que a través de este rasgo primordial, la película nos ofrecerá el sempiterno conflicto entre civilización y primitivismo, entre la libertad del individuo y el enconsertamiento que –a todos los niveles- ha venido proporcionando el seguimiento ciego de rígidas normas introducidas en una convivencia social. En esta ocasión, se hará especial hincapié en el estamento militar, pero igualmente –y de forma bastante sutil- la película mostrará las limitaciones que para cualquier hombre libre podría imponer la presencia del cristianismo. Indudablemente es un tema que su guionista –Philip Yordan-, trataría con cierta frecuencia en sus aportaciones para el cine –en esta ocasión tomando como base una novela de Richard Emery Roberts-, aunque en esta ocasión puede decirse que, más allá de de la conexión de esta película con el resto de westerns rodados, cabría destacar lo insólito de algunas de sus características.

 

THE LAST… se inicia con la presentación del personaje protagonista -Jed Cooper (Victor Mature)-, acompañado de su fiel amigo Gus (James Withmore) y Mongo (Pat Hogan). Ambos son expertos exploradores y han sido sorprendidos por un contingente de indios, que se apropian de sus caballos y sus capturas de pieles a cambio de dejarles con vida. Los tres llegarán hasta un fuerte realizado por los confederados y encabezado por el amable capitán Riordan (Guy Madison). Este les propone ser contratados en el recinto, proposición que estos aceptan aunque muy pronto tengan que sobrellevar el extrañamiento que les produce el ejército, al tiempo que sufrirán su inadaptación como seres libres que son, dentro de un contexto dominado por la disciplina. Sin embargo, hay algo que marcará en nuestro protagonista una especial fascinación; el descubrimiento de una rubia de buena presencia –Corinna (una joven Anne Bancroft)- que inicialmente se muestra despectiva con él, aunque en su interior manifiesta el mismo sentimiento que este siente por ella. Pese a esta mutua atracción, un elemento impide que esta situación pueda superar el estado latente; ella se encuentra casada con el coronel Marston (un sorprendente Robert Preston). Marston en un militar dominado por el resentimiento de un pasado definido por su irreflexivo sentido de la lucha, anclado en una concepción de lo militar escorada en lo más rancio y adusto del militarismo. Cooper logrará rescatar a los componentes de la misión que comandaba Marston, chocando muy pronto este a su llegada con Riordan y también con el propio Cooper. En un fuerte dominado por los enfrentamientos latentes, Corinna no dejará de encontrarse con Jed, e incluso sutilmente le propondrá que elimine a su marido. Es algo que este, con cierta simpleza y sin pretenderlo, logrará, cuando en una misión de rastreo el coronel caiga en una trampa y Cooper se niegue a rescatarle. Una vez regresa al fuerte la esposa de Marston se lo recriminará, lo que permitirá que finalmente decida rescatarlo. A partir de ahí, los enfrentamiento más o menos latentes, serán norma corriente en el fuerte, mientras que el trío de exploradores se diseminará, especialmente en el caso de Cooper, quien huirá de allí al ser acusado de un asesinato –se ha peleado con un oficial que buscaba eliminarlo a él-. Mientras tanto, y pese a la oposición latente de sus soldados, Marston auspiciará una operación para liquidar a los indios que les llevará a una enorme sangría de vidas humanas, y que incluso llegará a segar la del propio artífice de la refriega. A partir de esta sangrienta batalla, la serenidad retornará a un fuerte dirigido de nuevo por Riordan. Pero al mismo tiempo la relación entre Cooper y Corinna podrá ser una realidad y, sobre todo, lo acontecido permitirá a nuestro protagonista haberse transformado de un hombre libre y casi sin civilizar, hasta integrarse en un entorno que ha encontrado finalmente atractivo, y en donde quizá pueda proseguir el devenir de su vida.

 

Antes lo señalaba y me gustaría incidir en ello, ya que uno de los rasgos de THE LAST FRONTIER reside precisamente en el alcance insólito de su propuesta. Y es algo que se manifiesta precisamente en su secuencia de apertura con la insólita situación que se plantea ante los indios, en la que el trío de exploradores actúan como si estos no se encontraran a su lado. Este elemento de presencia de constantes sorpresas se sucederá a lo largo de diversos pasajes y situaciones de la película. Por ejemplo, la manera con la que se sucede la caída de Marston a la trampa, en una secuencia totalmente desdramatizada e incluso revestida de un cierto tono de comedia. Ello no debe llevarnos a decir que Mann se olvidara de sus características y el mundo personal que expresaba en el género, que en todo momento estará presente mediante un admirable uso de los paisajes a la altura de sus mejores títulos, y contando para ello con una magnífica utilización del Scope. Sin embargo, lo mejor de THE LAST… reside, a mi juicio, en esa apuesta por elementos sorprendentes y desdramatizados y, de forma muy especial, en los numerosos instantes de carácter intimista que pueblan la función. Instantes por lo general centrados en la relación entre Cooper y Corinna, que nos brinda el que quizá sea el momento más hermoso de la película, cuando mientras el primero de ellos está cocinando unos peces que ha pescado, le pide a esta que quiere ser su amigo. Un momento maravilloso que –al igual que el conjunto de su labor en la película-, permite considerar a su interpretación, como una de las más apreciables de la filmografía de Victor Mature. Pero esa inclinación hacia momentos intimistas se extenderá incluso entre Cooper y su eterno amigo Gus, quien desde el primer momento ha intuido las complicaciones que para su compañero del alma proporciona la relación que mantiene con Corinne. Y es precisamente dentro de ese mismo ámbito, donde podemos detectar las mayores debilidades del conjunto. Me estoy refiriendo a la escasa progresión con la que muestra en pantalla la relación de Ben con la esposa del coronel. A esa ausencia de una necesaria sutileza, cabría añadir el miscasting ofrecido con la presencia de la fría Anne Bancroft para este rol tan importante.

 

En cualquier caso, THE LAST FRONTIER es un film francamente valioso, coherente con la aportación previa al género por parte de Anthony Mann, y que debe ser reivindicado en la medida que es una de las aportaciones suyas menos citadas, escondiendo entre sus imágenes propuestas y sugerencias más que interesantes. Si a ello añadimos la pericia técnica de Mann en los rodajes –esa grúa que se eleva sobre el fuerte desde el exterior una vez los tres exploradores se integran en el mismo, sugiriendo una especie de prisión para ellos; el larguísimo travelling lateral cuando Riordan va presentando a Marston a los soldados que están en estado de revista-, obtendremos motivos más que sobrados para intentar no olvidar su resultado a la hora de hablar o evocar el conjunto de los westerns de su realizador.

 

Calificación: 3

SIDE STREET (1949, Anthony Mann)

SIDE STREET (1949, Anthony Mann)

Joe Norson (Farley Granger) es un joven fracasado que vive en la inmensa marea humana de New York de finales de los años cuarenta. Añorante en poder comprar hermosas ropas a su esposa –que está a punto de dar a luz el primer hijo del matrimonio-, verá la ocasión de poder lograr doscientos dólares para que la joven alumbre su primer hijo en una habitación digna. Para ello utilizará su labor como cartero ocasional, abriendo un mueble en el que encuentra una carpeta que sabe posee dinero. Ejecuta el robo, logrando la sorpresa de que la cantidad estimada se eleva a mucho más, ya que serán treinta mil los dólares finalmente robados. Será ese el comienzo de un recorrido existencial que le relacionará con un reguero de crímenes, extorsiones y personajes delictivos, que parecen agarrarse a él de forma casi instintiva. Todo un infierno emocional que le llevará a sobrellevar situaciones y vivir peligrosas andaduras que pondrán en peligro no solo su vida, sino incluso la de su joven esposa Ellen (Cathy O’Donnell) y su recién nacido hijo. Con ser ese el nudo argumental central de la película, SIDE STREET (1949, Anthony Mann) se expresa como un auténtico cántico a la vida de la ciudad, una New York que es retratada con rotundidad en su cotidianeidad a través de los rincones más habituales para sus habitantes, retomando con ello la apuesta que un año antes había formulado Jules Dassin con THE NAKED CITY (La ciudad desnuda, 1948), aunque afortunadamente eliminando en esta ocasión el alcance discursivo y la blandura que caracterizada el título anteriormente señalado –que curiosamente goza de un prestigio inmerecido al ser el primer que utilizó un rodaje totalmente en exteriores-. En este sentido, el film de Mann –aunque mucho menos reconocido- se sitúa a una altura muy superior, erigiéndose para mi gusto no solo como su mejor obra dentro de cuantas realizó dentro del cine policiaco o noir sino, en uno de los títulos más valiosos del conjunto de su filmografía.

 

¿A qué se debe esa adhesión tan entusiasta por mi parte? A diversos factores complementarios, pero sobre todo por la manera con la que Mann sabe integrar la moralidad del relato dentro de una asombrosa puesta en escena de exteriores, que casi nos permite “oler” el aroma de esa New York siempre dispuesta al trabajo y al discurrir apresurado de sus ciudadanos. En ese contexto tan magistralmente trabajado por Mann a lo largo de todo el metraje, se integra la andadura angustiosa de ese ser anónimo llamado Joe Norson, pero es que en su rededor conoceremos una serie de personajes –por lo general dedicados a turbias actividades-, todos ellos perfectamente descritos e interpretados en su tipología, logrando en su conjunto –y en ello hay que unir la descripción de la tarea de la policía-, un extraño dinamismo interno en el relato, en el que prácticamente no se registran fisuras ni caídas de ritmo. Ciertamente el guión de Sydney Boehm es una auténtica pieza de orfebrería que permite que cualquier acción, cualquier gesto, o la evolución de todos sus personajes, en todo momento tengan una lógica implacable, y nada se pueda escapar a la atención del espectador.

 

A partir de esta admirable base dramática, y la apuesta certera por un relato que tiene un personaje principal la propia ciudad de la gran manzana –por cierto los planos aéreos de la misma durante los títulos de crédito, nos indican que realmente Robert Wise no inventó nada cuando incorporó esa misma situación en la sobrevaloradísima WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins)-, es el compendio de su vitalidad, su ritmo rápido y su capacidad consumista, el que llevará a nuestro protagonista a cometer una debilidad que le llevará a vivir la peor pesadilla de toda su vida. La cámara de Mann sabe recorrer los aconteceres de los distintos caracteres entremezclados en la situación; desde mostrar de forma elíptica los asesinatos de la chantajista que aparece en las primeras secuencias de la película, hasta el propietario del bar que se adueñó del Inesperado botín que le había entregado Joe camuflados dentro de un paquete. Todo ello conformará un contexto pesadillesco para Norson, quien correrá de un lado a otro para intentar paliar el error cometido con el robo, y que precisamente cuando decide devolver el dinero robado es cuando sus problemas realmente cobren la máxima incidencia contra su persona. Lo admirable del film de Mann reviste en haber utilizado un marco narrativo que, si bien en otro contexto podría haberse caracterizado por un matiz expresionista innecesario, en esta ocasión reviste una total adecuación en sus intenciones. Esos primeros planos centrados sobre todo en el rostro de Joe, son la expresión más pertinente para una pesadilla personal, una ascesis que tiene que superar casi tomando el conjunto de la ciudad como un entorno místico al que debe ofrecer la debida reparación de la debilidad cometida. Desde este punto de vista, el film de Mann adquiere una cierta metafísica “de la ciudad”. Y es que sus imágenes, sin subrayados de ningún tipo, se impregnan del aroma de una ciudad como la emblemática de la Norteamérica moderna, y del mismo modo esa querencia por una planificación levemente agresiva, de ascendencia expresionista, y que toma el primer plano como rasgo descriptivo del estado de ánimo de sus personajes, logra que en todo momento el espectador sea consciente de causas y efectos y, sobre todo, se sienta siempre cercano a la odisea de la aventura personal de ese joven dominado por un fracaso personal dentro de los cánones consumistas del entorno en que viven, pero rico en la medida de tener una esposa que lo comprende y apoya, y por poder acariciar a un hijo recién llegado, que pudiera preludiar un futuro con mayores expectativas.

 

SIDE STREET funciona con la precisión de un mecanismo de relojería, pero ello no implica que nos encontremos ante un título frío o deshumanizado. Precisamente una de las mayores cualidades de su conjunto provienen de la maestría de Mann al llevarnos a compartir y sentir la angustia de su protagonista. Y en ello hay que destacar el acierto de cast al elegir a Farley Granger; un actor mediocre pese a haber sido protagonista con Ray, Hitchcock o Visconti, pero que en esta ocasión ofrece hondura en su labor para mostrar la angustia y desesperación de su inútil intento de volver a llevar las cosas como estaban antes de realizar su inocente robo, sin saber que ello no fue más que un detalle más de una andadura delictiva encubierta bajo el despacho de un abogado. Así pues, integrando con verdadera inspiración un relato de tensión y transformación personal –el de Joe-, junto a una serie de incidencias de grave carácter delictivo –se contarán hasta tres asesinatos-, en realidad se dispone a expresar una película que, sin subrayados ni elementos discursivos, pretenden mostrar la viveza de la gente ordinaria, del delincuente, y de aquel que puede pecar en una debilidad, sin tener en cuenta las consecuencias que puede acarrearle en su decisión. Todo ello en el marco de esa New York que siempre ocupa un lugar determinante, y que en las secuencias que relatan la persecución final por las largas calles de la ciudad norteamericana, es mostrada a través de una deslumbrante gama de planos dominados por las líneas verticales y horizontales que, en buena medida, sirven en ese caso para mostrar los límites hipotéticos de los que no se puede abstraer cualquier ciudadano. Una persecución que debe quedar en las antologías del género, para una película lamentablemente poco referenciada –incluso por aquellos seguidores de la trayectoria de su realizador-, pero que personalmente tengo que incluir entre los grandes exponentes no reconocidos dentro del género. Su singularidad, su capacidad para mostrar la debilidad en el ser humano, la manera con la que se integra el rodaje en exteriores, la precisión de su guión, el acierto en la definición de sus personajes secundarios, o la arriesgada elección formal elegida por Mann, con una extraña sucesión de primeros planos que describen con fuerza el estado de ánimo de sus personajes, son elementos que me permiten hacer una llamada de atención ante el que considero el título más valioso legado por el realizador norteamericano dentro de su vertiente policíaca y, en definitiva, una película que debe figurar en un lugar de honor entre las mejores propuestas del cine noir norteamericano. No es de extrañar que a partir de este rodaje, el norteamericano diera por concluida su aportación a este género y se adentrara en otro donde ofrecería lo mejor de sí mismo; el western, aunque en dicho recorrido se integraran aportaciones de otros géneros, como la excepcional MEN IN WAR (La colina de los diablos de acero, 1957), que personalmente considero no solo el mejor título que ha ofrecido el cine bélico en su conjunto, sino la obra cumbre de su autor.

 

Calificación: 4