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CINEMA DE PERRA GORDA

Cyril Endfield

THE ARGYLE SECRETS (1948, Cyril Endfield)

THE ARGYLE SECRETS (1948, Cyril Endfield)

Realizador americano que realizó la parte más conocida de su obra en tierras inglesas -como sucedería con Joseph Losey o, de manera parcial, Edward Dmytryk- nos encontramos en la figura de Cy Endfield a una de las víctimas de la caza de brujas de McCarthy desde el seno de ese lado crítico del cine norteamericano. Un contorno en el que se presentaban denuncias de considerable calado en propuestas directamente imbricadas en el universo de la serie B y, por tanto, muy alejadas de las producciones más protegidas de los grandes estudios. En dicho sendero discurrirían los nombres antes señalados y varios otros, y en el que la muy curiosa THE ARGYLE SECRETS (1948) supone un exponente solo parcialmente inmerso en dicha corriente, pero no por ello desprovisto de interés.

Rodado en apenas ocho días, con poco más de una hora de duración, y contando con un irrisorio presupuesto de unos cien mil dólares dentro de la fantasmagórica Eronel Productions, nos encontramos ante la adaptación de un breve drama radiofónico del mismo título, obra del propio director y guionista, en el que sería su tercer largometraje cinematográfico. Su argumento plantea inicialmente una extraña dualidad. Por un lado, un homenaje a la profesión periodística y, por otra, lo hace introduciendo la voz en off del protagonista, el reportero Harry Mitchell (William Cargan) efectuando un inquietante preámbulo al introducir de manera fugaz la galería de oscuros personajes que poblarán su relato. Un relato este que se iniciará describiendo la tarea del veterano y reconocido periodista Allen Pierce (George Anderson), quien ha ido publicando en un prestigioso rotativo la estela del denominado ‘Argyle’, un libro en el que supuestamente se detallarían los simpatizantes nazis que se establecieron en suelo norteamericano. Pierce se encuentra interno en un hospital de Washington, donde es cuidado por afecciones cardíacas, mientras el grueso de la profesión desea extraerle declaraciones. Solo Mitchell albergará dicho privilegio al permitírsele entrevistarlo, ya que el veterano columnista observa en el joven a un periodista de raza. Será el momento en el que le advertirá sobre la existencia de ese anhelado libro, del que entregará al invitado una fotografía de su portada. De manera inesperada Pierce comenzará a sentirse indispuesto y, pocos instantes después, fallecerá. En previsión de la bomba informativa de esta muerte, el joven reportero hará entrar a su fotógrafo y llamará al doctor y los agentes, descubriendo el cadáver el periodista con un bisturí en su vientre, mientras que el fotógrafo desaparecerá… hasta que surja inesperadamente su cadáver oculto. En vista de un horizonte en el que todo se dirige hacia él como principal sospechoso, este logrará huir iniciando una peripecia en la que logre conciliar por un lado permanecer alejado de una policía que lo tiene definido como principal sospechoso del supuesto doble crimen, y por otro intentar acercarse a ese codiciado cuaderno, que aparece en el relato como singular mcguffin, lo que le hará encontrarse con extraños e incluso peligrosos personajes.

A partir de estas premisas y dentro de un claro formato de serie B se desarrollarán una serie de peripecias, en la que su vertiente más positiva devendrá en el logro de un relato inclinado en la búsqueda de atmósfera. En su oposición, THE ARGYLE SECRETS deja entrever sus mayores debilidades en la delimitación de sus personajes -que apenas quedan establecidos como meros estereotipos, en medio de un conjunto decididamente pulp. Es por ello que uno echa de menos la intensidad que podía brindar una propuesta inicialmente pareja como sería el previo CORNERED (1945, Edward Dmytryk), rodada pocos años antes, y en donde quizá la cercanía en el tiempo permitía una mirada revestida de malignidad, en torno a la incidencia oculta del nazismo en tierras americanas. En su oposición, y aunque se retomen elementos de este tipo de relatos, lo cierto es que no soy el primero en señalar que nos encontramos ante una propuesta que bebe bastante -quizá demasiado- de los planteamientos de la adaptación de Huston sobre la novela de Dashiell Hammett en THE MALTESE FALCON (El halcón maltés, 1941) -la presencia de ese gangster sureño de actitud bobalicona; Panama (Jack Reitzen), que desde el primer momento nos retrotrae el Peter Lorre del film de Huston, o esa fría femme fatal -Maria (Marjorie Lord)-, ante la que nunca se justifica la extraña atracción amorosa que se sugiere con el protagonista-. Estos y otros elementos configuran un relato tan ágil como caótico. Tan lleno de peligros como, en última instancia, inofensivo. Ten lindante con una mirada descriptiva hacia esa aura malsana de la sociedad norteamericana como, en definitiva, carente de un acercamiento con ese huevo de la serpiente, que en sus primeros minutos parece anunciar su enunciado dramático, insinuando por momentos la atmósfera de pesadilla que presidían los minutos iniciales de la ignorada THE STRANGER (1946), realizada por ese Orson Welles con el que Endfield había compartido experiencias teatrales y su común afición por la magia.

En cualquier caso, y aunque uno cabría esperar bastante más de quien apenas un par de años después nos ofrecería con THE SOUND OF FURY (1950) una explosiva mezcla de relato social y diatriba social, no es menos cierto que con THE ARGYLE SECRETS nos encontramos ante una pequeña pero divertida película que, lamentablemente, no conviene ser tomada demasiado en serio. Ello no impide reconocer que su conjunto brinda no pocos motivos de regocijo, sobre todo centrados en esa ya señalada búsqueda de atmósfera, que presidirá sus instantes más logrados. Serán aquellos que dejan de lado el seguimiento de su peripecia argumental y, por el contrario, se centran en la búsqueda de esa aura inquietante, a través de su planificación, su montaje, o los contraluces que le proporciona la iluminación en b/n de Mack Stengler. Serán unos rasgos que aparecen en esos minutos iniciales, en los que se despliegan unas expectativas que, con posterioridad, no se verán cumplidas. Pero ese aroma malsano reaparecerá en los instantes que verificarán la muerte en su lecho del hospital del veterano periodista, precisamente cuando este se iba a adentrar en pormenorizar el relato de ese álbum tan inquietante. Más adelante, Endfield introduce un brillante y al mismo tiempo divertido episodio de suspense, una vez el protagonista se fuga de los captores que lo tienen retenido tras haberlo apalizarlo -gracias a la ayuda de Maria- y se introduce en la vivienda de una conocida, cuyo hijo se ha convertido en investigador. El deliberado juego con el artificio mientras el periodista intenta cubrir su rostro, que se encuentra fotografiado en el periódico que el joven agente manosea, culmina nada más Mitchell logra salir sin ser descubierto y el muchacho se asombra al ver su fotografía, mientras se brinda un tan divertido como chirriante encadenado con la chimenea de un barco, puesto que el protagonista se dirige hasta allí para intentar acercarse a uno de los posibles depositarios del álbum.

En dicho emplazamiento se producirán, finalmente, dos de los episodios más brillantes de la película. El primero se ofrece a través de la llegada del reportero, tras una amplísima panorámica que acentua la desolación y soledad nocturna del entorno, y en ella se produce un enfrentamiento con el inquietante dueño del lóbrego recinto, que casi le costará la vida. Más adelante, allí se producirá la secuencia más tensa del relato, en la que el protagonista queda acorralado y encerrado por parte de quienes quieren incluso torturarlo, intentando sonsacarle el destino de ese cuaderno que ni él sabe dónde se encuentra. Un episodio de creciente tensión, en el que la presencia de esa soldadora en funcionamiento introduce el aterrador estallido de luz en la oscuridad, y durante la que el periodista logra revertir la situación mediante su psicología. THE ARGYLE SECRETS culmina con ese tono casi festivo con el que Harry custodia el codiciado cuaderno, sabiendo alejarse de las intenciones de María de apoderarse de él… y también del despistado agente de policía, que en todo momento ha sido incapaz de valorar su importancia.

Calificación: 2’5

A 8 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIX) DIRECTED BY... Cyril Endfield

A 8 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIX) DIRECTED BY... Cyril Endfield

El realizador norteamericano, de larga andadura en Inglaterra, Cyril ’Cy’ Endfield, a la izquierda de la imagen, en pleno rodaje de la conocida ZULU (Zulú, 1964).

 

CYRIL ENDFIELD... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(9 títulos comentados)

CHILD IN THE HOUSE (1956, Cyril Endfield)

CHILD IN THE HOUSE (1956, Cyril Endfield)

En algunas ocasiones me he referido al describir el cine inglés, como un extraño mundo interconectado, poblado por una serie de argumentos básicos, y expuestos en una constante sucesión y evolución de títulos, imbricando en ellos leves matizaciones que, a la postre, le otorgan su definitivo rasgo de singularidad. Es quizá por ello que hasta tiempos muy recientes, se haya logrado proyectar una mirada revestida de profundidad, a una producción que en apariencia aparecía dominada por la grisura, en consonancia con esos exteriores neblinosos, o la crónica de una cotidianeidad extendida. Perfecto ejemplo de este enunciado lo ratifica CHILD IN THE HOUSE (1956), firmada por Cyril Endfield en una extraña pirueta, al ubicar como codirector uno de sus propios “alias” –Charles De Latour-. Probablemente una estrategia laboral, para un drama que en concreto aparece para aprovechar el tirón de la estrella infantil Mandy Miller –protagonista del admirable film de Alexander Mackendrick MANDY (1954)-, y a nivel general reitera ese casi constante interés que el tratamiento del mundo de los niños mantuvo en el cine de las islas. Estimo –y es una teoría muy personal-, que dicha asumida elección obedeció a la facilidad que dicho prisma ofrecía, cara a plasmar dramas proyectados desde una mirada distanciada al mundo adulto, abordando con ellos bases literarias. En este caso la misma parte de Janet McNeill, y, detalle sintomático, la ficción comienza como en tantas y tantas películas británicas; la cámara se sitúa en el interior de un vehículo en movimiento por las calles de Londres. En este caso se encuentra la pequeña Elizabeth Lorimer (Mandy), que es trasladada en un lujoso vehículo hasta la acomodada vivienda de sus tíos; Evelyn (Phillis Calvert) y Henry Achenson (el fabuloso Eric Portman). La madre de la pequeña se encuentra hospitalizada –nunca la mostrará la película-, quedando la niña al cuidado de su hermana y cuñado, ya que su padre, Stephen Lorimer (vulnerable Stanley Baker), se encuentra en paradero desconocido.

Los primeros minutos de CHILD IN THE HOUSE, aparecen casi como un borrador del posterior y excepcional SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick). Se centran en la descripción de los pasos de la niña, dominaba por la melancolía, en un ámbito físico en el que no se siente cómoda, forzada por la personalidad dominante de su tía, y la casi permanente ausencia de Henry, un abogado de notable reputación. Dentro de esa notable capacidad de observación, resulta de especial interés comprobar el modus operandi de Evelyn, centrada en actividades intrascendentes y mundanas, propias de un estatus social elevado. Incluso la importancia de los acentos –las conversaciones con su amiga-, resultan reveladores en unos pasajes donde comprobaremos como la pequeña se encuentra mucho más cómoda con la sirvienta –Cassie (Dora Bryan)-, y guarda como un auténtico tesoro un bolso con música, que aparece como un recuerdo y metáfora de la ausencia de sus padres.

La aparición del padre en el nudo argumental, será expuesta por Endfield por medio de una atrevida panorámica descendente que se inicia en el techo acristalado de un casino, presentando a Stephen como perteneciente a un mundo opuesto. A partir de ese momento, CHILD IN THE HOUSE se detiene en un vigoroso, sensible y valiente drama psicológico, que circula a varias velocidades de forma paralela. De un lado la subversión de la cómoda cotidianeidad que la niña brindará en el matrimonio Achenson. De otro, el eco que Stephen marcó en el pasado del mismo. También, la repentina oportunidad de redención que se establecerá en el último momento en Stephen. Y, finalmente, esa mirada global establecida en un ámbito en el que el clasismo parece no querer abandonar, una sociedad encaramada a una renovación generacional que se intuye muy lejanamente en sus fotogramas. Todas estas subtramas confluyen en un conjunto sensible y dominado por la sencillez y el regusto por lo cotidiano. Como si asistiéramos a un pequeño cuento, perverso casi a pesar suyo, protagonizado por una niña caracterizada por su permanente tristeza. Endfield se toma el tiempo necesario para plasmar esa mirada revestida de dureza, a la hora de planificar episodios de tanta sinceridad emocional, como el strep tease psicológico a que se someten los Achenson, revelando la enorme crisis matrimonial que sobrellevan desde hace varios años atrás, y que sigue latente desde que en su momento Elizabeth dediciera dejar de lado su aventura con Stephen, prefiriendo la estabilidad económica que le iba a proporcionar Henry. O el regusto de emotividad que vivirá Henry en su contacto con la niña, riendo casi con reparo –se tapa la boca con la mano- al escuchar una fantasiosa historia de su sobrina. O la fuerza heredada del noir, que Endfield aplica en el tenso episodio en el que Stephen huye del acoso policial –una vez más, sus agentes aparecen revestidos de desarmante cotidianeidad-. O, justo es reconocerlo, la delicadeza con la que se plantea la conclusión del relato, en la que la redención, la capacidad de revertir errores cometidos, y la búsqueda de la felicidad, se darán de la mano en el encuentro de sus principales personajes.

CHILD IN THE HOUSE es una prueba más de esa admirable estrategia de causa y efecto que proporcionó al cine inglés títulos de considerable relieve, que aparecieron devorados precisamente por su confluencia casi serial. Este fue uno de ellos, sufriendo una recepción de muy cortos vuelos. Por fortuna, el paso de casi seis décadas en sus fotogramas, no solo apenas ha perjudicado su resultado, sino que le ha permitido envejecer como los buenos vinos.

Calificación: 3

SEA FURY (1959, Cyril Endfield)

SEA FURY (1959, Cyril Endfield)

Inserta por derecho propio dentro de los rasgos que configuraron la andadura del norteamericano exiliado a Inglaterra Cyril Endfield, la contemplación de SEA FURY (1958) –en la que firma como C. Raker Endfield-, nos interna de nuevo en ese cine físico y lleno de nervio que caracterizó no solo su filmografía, sino la de sus compañeros de generación –Robert Aldrich, el Losey inicial-. Esas características se mantendrían en el grueso de su filmografía, erigiéndose como uno de sus rasgos de estilo, aunque no es menos cierto que la aplicación de los mismos, no marcaron de manera indeclinable un resultado óptimo. Es decir, que a partir del logro de muy valiosos títulos –personalmente destacaría los excelentes THE SOND OF FURY (1950) o el mucho más reciente SANDS OF THE KALAHARI (Arenas del Kalahari, 1965)-, también se lograron apuestas de mediano calado, irregulares, en las que se alternan episodios magníficos con otros más escorados a lo convencional. Y justo es señalar que SEA FURY  aparece de lleno inserta en este segundo capítulo, ya que el mejor Endfield aparece en el tramo final del relato, ya que las virtudes del mismo –que aparecen en todo momento- quedan diluidas dentro de un determinado ámbito de lugares comunes, que en última instancia limitan el interés de su resultado.

Ambientada en la costa española y en el supuesto puerto de Vigo –aunque los exteriores utilizados sugieren otro emplazamiento-, la película se inicia con unos atractivos títulos de crédito que nos insertan en un ambiente costero, frío y al mismo tiempo dominado por la vitalidad de sus moradores, todos ellos dependiente de los hombres de mar que tienen aquel marco para desarrollar su actividad diaria. La película se centra en un ámbito singular, destacando la labor de los patrulladotes dedicados a la recuperación de barcos siniestrados en el Golfo de Vizcaya debido fundamentalmente a las tormentas. La acción se inicia con la voz en off de Abel Hewson (el excelente Stanley Baker, siempre ligado al cine de Endfield, en el tercero de los seis títulos que protagonizó con el realizador). Habiendo sido segundo de a bordo en otra nave, su llegada a la población coincidirá con el rescate del inmediato responsable del viejo pero eficaz buque que comanda el ya veterano Capitán Bellew (Victor Mclaglen). Hewson pronto encontrará en Fernando (Grégoire Aslan) una especie de conducto que le permitirá conocer el ámbito al que llega, integrándose en el personal de a bordo de Bellew, quien verá en una pelea que mantendrá con otro marino, a un hombre joven, con vitalidad y personalidad. Al mismo tiempo, el veterano mando de mar intentará ligarse a la jovencísima Josita (Luciana Paluzzi), hija de Salgado, un hombre de escasas posibilidades, que no dudará en “ofrecer” a la muchacha a Hewson al objeto de asegurarse con ello una estabilidad económica. Sin embargo, la muchacha quedará atraída por el joven marino pese a la inicial reticencia de este, aunque poco a poco Abel vaya acercándose a ella, mientras es forzada a ligarse sentimentalmente al viejo capitán, quien no dejará de agasajarla de manera constante. La muerte del que fuera fiel ayudante del mando, decidirá a Bellew designar como su segundo de a bordo a Hewson. En su nueva ocupación este destacará en la aplicación de una creciente rigidez en sus medidas, lo que motivará una hostilidad entre los miembros de la tripulación. Especialmente en el joven Gorman (Robert Shaw), que en los primeros minutos del film mantuvo una cruda pelea con Abel, que contemplará uno de los escarceos amorosos de este con la joven Josita, informando al capitán del encuentro observado. El enfrentamiento entre ambos aparecerá como algo inevitable, pero la presencia de una tempestad y el rescate de un buque norteamericano, modificarán por completo la casi inevitable lucha que se va a producir entre ambos hombres de mar.

Dominada por el blanco y negro de Reginald H. Wyer, lo cierto es que SEA FURY peca, y en no pocos momentos con cierta insistencia, de su apego por el folklorismo que se produce en su elección de un marco español como lugar de rodaje. La machacona utilización de la guitarra de Julian Bream como fondo –lo cual en ciertos momentos deviene molesto-, o ese alcance tópico marcado en la descripción de esa cotidianeidad de población marítima hispana, es un determinado lastre que Endfield no acierta a soslayar. Y no la hace, por que la propia historia narrada carece de la necesaria hondura, al contrario de lo que generalmente caracterizaba el cine del realizador. Cierto que el uso de la voz en off aparece adecuado –aunque necesitado de una mayor entidad psicológica-. Los personajes secundarios adquieren un excesivo rasgo costumbrista, inclinado pese a su contexto sombrío a un cierto tipismo a la hora de aparecer en la pantalla. La recurrencia a este tipo de estereotipos limita su alcance, como lo hace la insuficiente descripción del veterano lobo de mar, que encarna un demasiado envejecido Víctor McLaglen, incapaz de otorgar la debida hondura a su rol de hombre necesitado de una nueva oportunidad en sus relaciones humanas. Hay carencias en una subtrama que, caso de haberse abordado con más profundidad, hubiera proporcionado una superior densidad a su resultado.

Estas limitaciones no impiden que en su valoración global, el film de Endfield  aparezca como un apreciable drama limitado en el contexto de las aventuras en el mar. Es cierto que su aspecto físico casi nos permite “oler” a mar, que las secuencias descritas en el entorno de la nave rescatadora aparecen con verismo, que la descripción de su personal lleva la vitola de la autenticidad o que las secuencias desarrollas entre Bream y Josita en las ruinas del castillo de la localidad están excelentemente filmadas, transmitiendo al espectador ese incipiente romance establecido entre la pareja. Sin embargo, si por algo merece ser recordada SEA FURY, logrando levantar el conjunto del relato de su relativa atonía, es sin duda el episodio casi de conclusión, en el que se describe la maniobra de rescate de un buque norteamericano encallado por la tormenta en el Golfo de Vizcaya. Desarrollado de forma dramática como una catarsis al enfrentamiento personal que se va a dirimir entre el viejo capitán y su segundo de a bordo, describirá la valiente maniobra de Hewson, quien al saber la existencia de la avería del buque hará incluso una apuesta con otro dedicado a las mismas tareas. No solo eso, dirigirá la misma y pondrá incluso su vida en riesgo al trasladarse al buque en riesgo. En un fragmento dotado de una irresistible sensación de peligro, Endfield pondrá de manifiesto su maestría a la hora de plasmar episodios dotados de una fisicidad que por momentos se hace casi irrespirable.

El episodio, dominado por un montaje perfecto y una modulación de elementos admirable, se caracterizará por una planificación percutante que por momentos –la inesperada aparición del capitán del navío, en estado catatónico, y con una ostentosa brecha en la cabeza, adquirirá rasgos inquietantes- De manera paulatina iremos imbricándonos en el riesgo compartido por nuestro protagonista, al que acompañará este mando americano que le indicará, dentro de las limitaciones que le muestra su estado, el lugar donde se encuentran depositados unos barriles de sodio, que en su contacto con el agua provocarían una explosión del buque. Hay que reconocer que esos minutos caracterizados por su pureza fílmica, que describen la lucha de Hewson para limitar el enorme riesgo existente, en medio de la creciente fuerza de las aguas, elevan considerablemente el nivel marcado hasta el momento por la función, hasta el punto de hacernos sentir que estamos en “otra” película. Será el ámbito que provocará que el viejo capitán modifique la opinión combativa que tenía por este hombre cuya intuición le había señalado formara parte de su tripulación, asumiendo que Josita sea su enamorada, aunque para el veterano marino quede la gloria de una operación casi suicida, que en realidad él se limitó a presenciar desde el barco. Apresurada conclusión para una película que, en su tramo más intenso, puede decirse contiene uno de los mejores fragmentos del cine de su director, pero en su conjunto no reviste el interés de las mejores muestras de su filmografía.

Calificación: 2’5

DE SADE (1969, Cyril Endfield) De Sade

DE SADE (1969, Cyril Endfield) De Sade

No dejo de reconocer que DE SADE (1969, Cyril Endfield) es el clásico ejemplo de película que sería muy fácil destrozar en apenas pocas líneas. Ahí es nada constatar con facilidad un producto rodado a finales de los sesenta, “datado” en la galería de efectismos visuales de la época, hasta el punto de que en ocasiones nos encontramos con imágenes que rondan el nudie. Desde el abuso del zoom y el teleobjetivo –máxime siendo una producción desarrollada casi totalmente en interiores-, el flou, secuencias con ralenti o incluso episodios virados en rojo confusos y lindantes de manera abierta con la cursilería y representativo de los peores tics narrativos de aquel periodo concreto tan regresivo para el cine mundial. No era de extrañar. Aunque firmada por un cineasta tan reivindicable como Endfield, DE SADE fue una producción de la American International que se resintió de la ingerencia de sus artífices –Arkoff y Nicholson-, participando en la filmación desde un Roger Corman ya a punto de abandonar la profesión, hasta nombres tan nefastos –y mimados entonces por el estudio -como Gordon Hessler –a quien no dudo en adjudicar los momentos más rechazables del film. En realidad, es bastante fácil detectar de donde pueden proceder las secuencias rodadas por uno u otro realizador –no hay que ser demasiado avezado para intuir que la secuencia de llegada del ya algo avejentado Marqués de Sade al recinto de un anfiteatro dominado por el abandono y las telarañas, podría ser perfectamente trasladable a la de cualquiera de los jóvenes héroes cormanianos en sus adaptaciones de Poe-. Pero aún reconociendo esas ingerencias visuales y narrativas que se enseñorean e incluso anulan buena parte del film, no seré yo quien pese a ello descalifique una propuesta como la comentada.

Es más, dentro de su discreto nivel general, encuentro en la narración firmada por Endfield –en la que al parecer los actores del reparto se pusieron de su parte cuando atisbaron las ingerencias de los productores- un cierto grado de arrojo, no solo a nivel temático, y en el hecho de encontrar en ella secuencias en la que se contemplan desnudos femeninos –hecho por el cual la película tardó varios años en estrenarse en España-, sino en la propia génesis de un proyecto que contó con la presencia de Richard Matheson como guionista, gozando en no pocos momentos de una clara patina cercana al cine de terror. Aspectos como esas ruinosas y abandonadas dependencias en donde de repente se realizarán una serie de representaciones que evocarán episodios del pasado de la vida de Louis Alphonse Donatien, Marqués de Sade (encarnado por un esforzado y magnético Keir Dullea, recién salido del rodaje del 2001 de Kubrick), se combinarán con otras que revelarán el lado cruel de su figura, aunque sin atisbar en ellas un matíz moralizante. Antes al contrario, ese recorrido en el que se alternan tiempos y situaciones que entremezclan la juventud y la madurez del protagonista, se expresan como una proyección del subconsciente de cualquier ser humano, que en este caso tuvieron en la figura de Sade un auténtico adelantado a su época, exteriorizando con su comportamiento aquello que el resto de los mortales escondieron o hicieron público de manera muy íntima, y que en esta ocasión tiene además la justificación de haber sido casado con la poco agraciada Renée de Montreuil (Anne Massey), en contra de su voluntad, que estaba marcada en la bella Anne –su hermana- (encarnada por la bella Senta Berger con más encanto del habitual en ella).

En realidad, DE SADE narra la historia de una frustración amorosa –que tendrá ciertos instantes de oasis en ese recorrido vital del protagonista que discurre de manera desordenada por la pantalla, y que tendrá instantes tan brillantes, como aquel en el que Sade intenta abrazar a Anne, descubriendo en pleno escenario que el vestido que abraza se encuentra vacío del contenido de su amada. Quizá no será mucho para los aficionados, pero encontré en el film firmado por Endfield, pese a sus excesos e irregularidades, una cierta apuesta por ofrecer un producto que sobresaliera del conjunto que por aquel entonces auspiciaba la American International –en general filmados por el nefasto y ya señalado Gordon Hessler-. Desde esa combinación de tiempos alternos en los que se entremezcla pasado y evocación, amargura y reflexión, momentos terribles dominados por el puritanismo imperante en la Francia del siglo XVIII, junto a otros más breves en los que se atisba un cierto margen de felicidad –sobre todo los que protagonizan Sade y Anne-, permiten un conjunto desigual y, ya lo señalaba, en algunos momentos detestable. Sin embargo, en otros se aprecia una clara sensación de apostar por una mirada personal que abandone esa visión absolutamente negativa que el cine y la literatura mostró sobre dicho personaje. En definitiva, intentando mostrar un perfil, sino compasivo, si al menos dotado de cierta densidad y justificatorio del giro de su comportamiento. Un comportamiento en el que él mismo se erigía como un simple representante de la maldad y el deseo de placer intrínseco en el género humano, y que se plasma sobre todo en varias de las secuencias en las que este reflexiona cuando se encuentra ya algo envejecido, encerrado por orden de Madame de Montreuil -Lily Palmer, a punto de viajar a España para rodar LA RESIDENCIA (1969, Narciso Ibáñez Serrador)

Así pues, DE SADE entremezcla episodios absolutamente lamentables, ofreciendo una estructura en la que la alternancia de tiempos brinda al conjunto una extraña aura, e introduciendo elementos que van del cine histórico a la imaginería del cine de terror. Todo ello complementado con una banda sonora que por momentos deviene tan atractiva como anacrónica, unos títulos de crédito llamativos, y contando asimismo con fragmentos en los que un aura trágica o casi fatalista se cierne sobre nuestro controvertido protagonista, lo cierto es que no podemos señalar que su conjunto pueda sobresalir de su condición de discreta, pero esa discreción tiene bastante de producto insólito, de apuesta hecha casi a contracorriente, y en la que sin duda incluso sus tormentosas condiciones de producción, al tiempo que permitieron que se insertaran fragmentos prescindibles, quizá también posibilitaran la singularidad de su resultado.

Calificación: 2

SANDS OF THE KALAHARI (1965, Cyril Endfield) Arenas de Kalahari

SANDS OF THE KALAHARI (1965, Cyril Endfield) Arenas de Kalahari

En la mente de todo aficionado al cine, hay títulos buscados durante largos años, y que se retienen en el subconsciente con la lejana espera de poder acceder a ellos en alguna ocasión. Por lo general –al menos es lo que puedo manifestar de mi experiencia personal- no suelen fallar en las expectativas, y en muchas ocasiones tampoco hay una justificación lógica para justificar esa mezcla de intuición y deseo de llegar hasta ellos. Eso es que lo que, durante muchos años, me ha venido sucediendo con SANDS OF THE KALAHARI (Arenas de Kalahari, 1965). No puedo decir que cuando su existencia ya me intrigaba –que puede remontarse perfectamente a más de tres décadas atrás-, para mi el nombre de su realizador -Cyril Endfield-, tuviera ningún especial interés. El paso del tiempo –especialmente los últimos años-, sí me han permitido acercarme y valorar una filmografía desigual pero capaz de albergar no pocos títulos magníficos –en especial el memorable THE SOUND OF FURY (1950), pero también HELL DRIVERS (1957), la casi mítica ZULU (1964) y también la menospreciada y previa MYSTERIOUS ISLAND (La isla misteriosa, 1961), que por cierto debe no pocos elementos al título que comentamos-. Pero había que encontrar la ocasión de contemplar esa película por la que suspiraba durante tantos años… Y esa ocasión llegó –cierto es que con una edición en DVD que, dentro de su corrección, no hace justicia a la misma-, permitiendo por fortuna ratificar esa intuición que albergaba desde mis primeros pasos como aficionado al cine, acrecentados por el acceso posterior a una parte significativa de la filmografía de su artífice. Y es que, además de parecerme una de las cuatro mejores películas de aventuras rodadas en la década de los sesenta –junto a HATARI! (¡Hatari!, 1962. Howard Hawks), SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963) y la más reconocida A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965), ambas dirigidas por Alexander Mackendrick-, de observar en ella una de las más crueles disecciones sobre la verdadera naturaleza humana –es curioso como en aquellos años, títulos posteriores como PLAY DIRTY (Mercenarios sin gloria, 1969) o TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de china, 1970) incidirán desde su posición dentro del género bélico, en esa visión casi nihilista-, proyectándola desde una mirada retrospectiva emerge como una auténtica recapitulación de los temas que este exiliado cineasta norteamericano había puesto en solfa en los mejores momentos de su cine.

SANDS OF THE… se inicia de manera tan ágil como equívoca. Con el fondo sonoro de la partitura de John Dankworth, el tono fotográfico, y el hecho de que aparezca el nombre de Joseph Levine como productor,  parece prometernos una aventura africana de tintes amables y cercanos a la comedia. Pero no conviene llamarse a engaño. La manera con la que Endfield presenta al único personaje femenino –Grace (Susannah York)- filmando su provocador caminar, ese inicio que parece plantearnos la acción en pleno territorio indígena aunque la cámara pronto lo sitúe en las inmediaciones de un aeropuerto situado en Sudáfrica, o la excitación de los nativos al paso de los turistas –especialmente el de Grace-, ya pueden hacernos pensar que no nos introducimos ante una aventura más o menos convencional. En efecto, muy pronto el retraso en el vuelo que iban a tripular una serie de personajes, obligará a cinco de ellos a trasladarse hasta su destino en Sudáfrica, tripulando un pequeño avión que sufrirá una invasión de langostas –una situación sorprendente, resuelta con gran impacto cinematográfico-. Será el inicio del verdadero nudo gordiano de la película –de cuyo guión se responsabilizó el propio director, adaptando la novela de William Mulvihill-. A partir del aterrizaje forzoso del pequeño aparato –en el que resultará muerto uno de sus pilotos-, la película pronto descubrirá sus cartas, siempre silueteadas bajo ese plano en –esta ocasión justificado- teleobjetivo, remarcando el abrasador sol del desierto del Kalahari. En ese momento, cualquier noción de cortesía y educación, de simulación incluso, irá quedando en un lugar cada vez más lejano, permitiendo que cada uno de los supervivientes vaya revelando su verdadera faz, y mostrando a través de ellos la contradictoria faz del ser humano, la importancia que en sus comportamientos tienen sus orígenes, su educación y, en última instancia, esa herencia animal y embrutecedora que todos albergamos en nuestras conciencias. Será algo que sufrirá en primera instancia Grace, como única mujer de entre los supervivientes, sometiéndose en primer lugar al acoso de Sturdevan (Nigel Davenport), el piloto del avión siniestrado, aunque pronto vaya cayendo en las redes que le brinda el atractivo O’Brien (Stuart Whitman), un cazador que muy pronto se erigirá como el líder del grupo –tomando para ello el uso de su fusil, y enmarcando esa metáfora en su superioridad física con el resto-. También entre ellos se encontrará un profesor de amables modales –Bondrachai (Theodore Bikel)-, un antiguo oficial nazi (el siempre maravilloso Harry Andrews), y un ingeniero que ha resultado herido en el accidente –Mike (Stanley Baker). Todos ellos iniciarán el casi imposible intento de retorno a la civilización, para lo cual tendrán que atravesar las temibles arenas del desierto. Llegarán a encontrar un macizo rocoso en el que podrán refugiarse, tener el sustento del agua y ciertos alimentos –melones-, aunque se encuentren rodeados de una avanzada raza de monos –los babuinos-. Llegados a este punto se planteará entre ellos la necesidad de encontrar un plan que les permita el retorno a la civilización. Para ello se ofrecerá voluntario Sturdevant, quien iniciará un sórdido y casi suicida recorrido en solitario por el desierto, mientras el resto de sus compañeros vivirán casi sin advertirlo un juego perverso auspiciado por O’Brian. Poco a poco este irá forzando a los supervivientes al destinarlos a nuevas misiones o incluso eliminándolos, dentro de una extraña maraña psicológica casi incómoda de ser asumida por el espectador –quizá por el hecho de que sus imágenes representan en el fondo lo más íntimo de nosotros mismos-.

Dentro de una narración cuya áspera textura podría retrotraernos a la figura del propio Erich Von Strohëim –en algunos momentos nos retrotraemos a los pasajes finales de GREED (Avaricia, 1924)-, lo cierto es que el film de Endfield deviene tan apasionante como incómodo, tan atractivo como desolador. Combinando la interacción de la andadura de los enviados Sturdegant –que finalmente logrará salvar a Grace y Mike, proporcionando un momento memorable cuando este intenta convencer  a los vigilantes de la mina de diamantes a la que ha llegado, de la veracidad de sus afirmaciones- y la paralela del veterano doctor –quien presumiblemente logrará salvarse con el encuentro con una primitiva tribu; la película deja el devenir del personaje en un cierto halo de ambigüedad-, lo cierto es que SANDS OF THE KALAHARI combina aventura exterior con tensiones internas, mostrándose finalmente como una parábola de contundente alcance sobre la auténtica faz de aquellos que nos consideramos superiores al resto de animales que pueblan la tierra. Para ello, la presencia de diálogos agudos logrará elevarse por encima del estereotipo –impagable las alusiones del personaje que encarna Andrews sobre la publicidad-, estableciéndose un relato siempre atractivo, en el que no se registran apenas fisuras, donde sus personajes adquieren no solo entidad como tales, sino que además una extraña fisicidad rodeará su presencia –el instante en el que el doctor, por completo quemado por el sol, descubre la tribu que le rodea-.

En realidad, el film de Endfield –que supera los por otro lado magníficos registros alcanzados por Robert Aldrich en THE FLIGH OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965. Robert Aldrich), rodada en tiempo paralelo a este, aunque quizá más centrado en el terreno de la acción-, queda definida como una de las parábolas más crueles jamás brindadas en el contexto del cine de aventuras, escondida bajo los perfiles de una lucha por la supervivencia. Una propuesta que –de forma insólita-, jamás ha alcanzado el reconocimiento que merece, y que concluye además con una de las secuencias más sorprendentes que jamás haya acogido el género; el reconocimiento por parte del arrogante y vencido O’Brian de su juego mortal, que su único lugar en la existencia está reducido a hacerse frente a esa enorme colectividad de babuinos; el animal humano reducido como líder de una especie en teoría inferior. Dominada por una estética que no rehuye la presencia de ciertos modos narrativos habituales en la época –como algunos zooms-, en esta ocasión insertos con precisión, no solo me place asumir después de tantos años que mi intuición tenía una cierta base, sino reconocer que en SANDS OF THE KALAHARI se encuentra además de un título fundamental del cine de aventuras, una de las propuestas más crueles que dicho género ha propuesto jamás.

Calificación: 4

THE SOUND OF FURY (1950, Cyril Endfield)

THE SOUND OF FURY (1950, Cyril Endfield)

THE SOUND OF FURY (1950, Cyril Endfield) es una película que apela a la conciencia del espectador. De ello no cabe duda. Pero ello no impide que aún reconociendo que nos encontramos con un film “de tesis”, “de mensaje” o discursivo –táchese el sinónimo que no proceda-, e incluso admitiendo ciertas imperfecciones y subrayados que en ocasiones se detectan en su metraje, poco a poco vaya impregnándose la sensación de asistir a una gran película. No he podido contemplar hasta la fecha demasiados de los títulos en la por otra parte no muy copiosa filmografía de su realizador, aunque mi intuición me hace entrever que nos encontramos ante su obra cumbre –desde luego, es la más valiosa de cuantas he visionado, y aseguro que en su obra se encuentran exponentes de notable interés-. Hay en THE SOUND OF FURY –rodada a continuación de la apreciable pero bastante inferior THE UNDERWORLD STORY (1950), y ausente de estreno en nuestro país- una sinceridad, una dureza combinada de lucidez, que permite de manera paulatina un equilibrio entre intenciones y resultados, entre contenidos y formas, hasta hacerla emerger de ese conjunto de producción que tuvo lugar a finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta, dentro de un ámbito escorado hacia la serie B de los grandes estudios e incluso en otras productoras de menor potencia, y que pusieron en práctica directores comprometidos como el artífice de esta película, Joseph Losey o Edward Dmytryk –antes de que su delación maccarthysta modificara el semblante, que no el interés, de su filmografía posterior-. Cierto es, que no siempre esas intenciones estuvieron acompañados por sus resultados –por ejemplo, del tan valorado THE LAWLESS (1950) de Losey, tengo el recuerdo de una propuesta bienintencionada pero gris y apagada-. Sin embargo, en esta ocasión las imágenes del film de Endfield parecen cobrar vida propia, desplegando un laberinto de tintes sombríos, tan implacable en su desarrollo como progresivamente desasosegador en la crudeza con la que queda expuesto el auténtico eje vector de su enunciado; la crueldad del lado oscuro del ser humano.

THE SOUND... se inicia con unas imágenes nerviosas de una típica localidad media norteamericana –en este caso de California- del periodo de rodaje del film. Un contexto entre urbano y residencial, propicio para la rutina cotidiana, que se encuentra en un extraño estado de ebullición y nerviosismo, en el que incluso la presencia de un estridente predicador ciego –que en otro contexto podría ejercer como detonante de esa alteración- llega a ser pisoteado por la multitud ¿Qué sucede para ello? La explicación de ese proceso se erigirá como el nervio de esta película oscura, densa y tensa, dolorosa en su contraposición de la influencia de la colectividad a la hora de explicar una serie de comportamientos criminales a posterioridad rechazados por esa misma sociedad que, de forma indirecta, los ha generado con el injusto engranaje que le sostiene.  Será la propuesta que emanará de la novela –y el guión- de Jo Pagano, titulada originalmente The Condemned, y en el que al parecer colaboró el propio Endfield en su configuración final. No es de extrañar que así suceda, puesto que ya desde las imágenes que sirven como fondo a los títulos de crédito, se tiene la intención de ir al grano y, sobre todo, insertar la individualidad del punto de partida, centrado en la figura de un hombre humilde y sencillo –Howard Tyler (Frank Lovejov)-. Un ciudadano medio envuelto en dificultades. Se encuentra en el paro y su esposa está embarazada de un segundo hijo, por lo que las complicaciones en su vida cotidiana se verán acrecentadas en su infructuosa búsqueda de trabajo en otra localidad alejada. Tras su regreso –que es mostrado con la cotidianeidad de ejercer como autoestopista y ser recogido por un camionero, lo cual nos permitirá atisbar su carácter pasivo y bondadoso-, este se verá enfrentado a una situación casi desesperada, encontrándose de manera casual con un personaje en apariencia extrovertido. Se trata de Jerry Slocum (Lloyd Bridges). Ya la película dejará una curiosa pista al articular el encuentro de ambos con la presencia de ese periodista que, poco después, se erigirá en el auténtico detonante de la manipulación de una ciudadanía que de forma individual, puede actuar de forma ejemplar pero, alienada por presiones externas, se llegará a transformar en una masa enfervorecida, alejada de cualquier atisbo de valor humano. Todo este proceso se verá plasmado en la película a partir del logro por parte Jerry de que Howard le ayude en sus robos –intuyendo además cierto alcance homosexual en el primero de ellos-. Nuestro protagonista, reacio a primera instancia, casi se verá obligado en acceder al inicio de su colaboración como chofer de este simple atracador, quien de la noche a la mañana ambicionará dar un golpe articulando un secuestro, que muy pronto se verá abocado a la tragedia. Ello tendrá lugar cuando se produzca la retención bajo pistola de Donald Miller (Carl Kent), hijo de una familia acomodada, asesinado sin escrúpulos por parte de Jerry, quien solo ha utilizado la retención de este para poder obtener objetos personales que puedan justificar el envío del anónimo, y en el que se detectarán de nuevo matices incluso sadomasoquistas al plasmar la manera con la que el joven es amenazado, atado e incluso sometido a un cruel asesinato. Serán estas secuencias casi aterradoras en su dureza, que ofrecerán a la película un matiz casi irreversible en esa  pesadilla que a partir de entonces se insertará el sustrato dramático del film. A partir de ese momento, THE SOUND... prosigue como el inevitable desplome de una sucesión de piezas de dominó; con la irreversibilidad de la tragedia griega. Ahí está el gran mérito del film de Endfield, el de saber imbricar en su desarrollo la crítica social, los ecos del cine noir, matices del comportamiento y las relaciones –la homosexualidad latente de Jerry, el rasgo pasivo de Howard, el personaje de esa solterona pasiva que se ha enamorado de Howard aunque no dude en denunciarlo, motivado en buena parte por el hecho de saber que este es en realidad casado y no puede responder a sus expectativas-. Incluso cuando llegado el momento, se incorpora ese elemento que podría haber proporcionado un matiz esencialmente discursivo, como es lo relativo al papel de los responsables de ese periódico que ejercerá como detonante de la manipulación de la comunidad, en esta ocasión tal incorporación ofrecerá a la película un alcance enriquecedor. Y lo hará por que este elemento “de tesis” se inserta con una relativa sutileza –la presencia de ese personaje de Vito Simone (Renzo Casana), aportando un punto de vista liberal, deviene creíble en sus matices-, teniendo además el especial acierto de la elección de Richard Carlson como intérprete del rol de periodista manipulador, quien con sus rostro y aspecto amable permitirá que ese rasgo se introduzca en la película con un plus de credibilidad, suavizando las aristas sin que ello minimice la dureza de la invectiva planteada.

En este sentido, casi todo en el film de Endfield aparece planteado y mostrado con una fuerza, una garra y al mismo tiempo una desasosegadora lucidez, desacostumbrada en el cine norteamericano de su momento. Incluso comparando su resultado con el tipo de producción en que la película queda inserta, las imágenes de esta por momentos aterradora película alcanzan una personalidad, coherencia y contundencia única. Todo ese proceso que conduce a la ya casi inevitable explosión popular de furia, está mostrado en la pantalla con un admirable sentido de la progresión dramática, sin cargar las tintas, sin mostrar esquematismos, modulando ese sendero sin salida posible que se cierne sobre dos sujetos que han proporcionado un rostro al anónimo lado animal de la condición humana. Uno de ellos probablemente aquejado por un grave problema psicológico, y otro definido por ser una persona débil de carácter. En estas y otras características, THE SOUND... queda definida como una especie de eslabón cinematográfico entre referentes como FURY (Furia, 1936. Fritz Lang), THEY WON’T FORGET (1937, Mervyn LeRoy), y títulos coetáneos como DEADLINE U.S.A. (1952, Richard Brooks) o el sobrevaloradísimo THE BIG CARNIVAL (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder). Personalmente considero que el título que nos ocupa puede ubicarse a la altura de los dos primeros títulos citados, y supera ampliamente los mencionados y más cercanos en el tiempo. En ese mismo ámbito, la obra de Endfield podría tener una continuidad en sus características con THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955. Phil Karlson) y preludia la dolorosa y desesperanzada lucidez de la magnífica IN COLD BLOOD (A sangre fría, 1967. Richard Brooks) –película y también el prestigioso referente literario de Truman Capote-.

Pero con ser interesantes e incluso admirables todos estos elementos, teniendo la obligación de consignar algunas pequeñas debilidades –los planos inclinados en la secuencia de la fiesta a la que acuden los dos asesinos junto a las acompañantes; algunos insertos un tanto elementales, como aquel que relaciona el recuerdo de la víctima al ver Howard como machacan un filete de carne-, lo cierto es que nos encontramos con una de las obras cinematográficas que quizá contenga uno de los episodios finales más demoledores del cine norteamericano de su tiempo. La precisión y espontaneidad, la capacidad descriptiva, la sensación de estallido incontenible, la veracidad que desprenden sus imágenes –en las que probablemente se combinaran aspectos documentales-, permiten que ese estallido de la vertiente más embrutecedora del individuo –y que culminará con el linchamiento en off de los dos detenidos-, esta plasmada por Endfield con un grado de credibilidad absoluto. En pocas ocasiones se ha dado en la pantalla la oportunidad de asistir a un fragmento tan demoledor –esa definición de los promotores de la rebelión, encarnados por un grupo de universitarios-, tan duro de asimilar y que con tanta valentía es planteado en el contexto de una cinematografía que se encontraba en aquellos tiempos sufriendo uno de los periodos más lúgubres, tristes y opresivos, de toda su historia. Es indudable que buena parte de esa atmósfera queda impregnada en ese cuarto de hora final que se ofrece como casi insoportable catarsis a un relato –atención  a los rugidos de la multitud que nos anuncian la culminación de la ejecución pública de los detenidos, que me recordó los ofrecidos por los espectadores de una corrida de toros- que debe insertarse, por derecho propio, en cualquier selección del mejor cine social norteamericano. Pesimista, oscura y lúcida hasta límites insospechados, THE SOUND OF FURY es la prueba evidente de que la unión de una base sólida a la suficiente convicción específicamente cinematográfica, puede brindar propuestas tan valientes e imperecederas como la que nos ocupa.

Calificación: 4

HELL DRIVERS (1957, Cyril Endfield) Ruta infernal

HELL DRIVERS (1957, Cyril Endfield) Ruta infernal

Algún día habrá que plantearse el análisis de la influencia que el cine noir americano, transmutó en el hasta entonces muy limitado cine policiaco inglés. Se trataría de extraer las circunstancias propiciatorias de la incorporación de ciertos elementos preexistentes en USA, que fueron insertados en el contexto del cine de las islas, facilitando la existencia de una rama del género, que hasta el momento no ha gozado de la misma consideración que el polar francés. Sin que esta comparación vaya en menoscabo de la admirable tendencia gala, lo cierto es que hay un elemento que va en contra de esa valoración, como es el menguado reconocimiento que el cine inglés sigue mereciendo, y no digamos comparándolo con el francés, que tan bien fue vendido por muchos de sus artífices, aunque en ello hubiera que recordar las tremendas injusticias que los “esbirros” de Cahiers du Cinema no dudaron en aplicar a la hora de ajusticiar a sus compañeros de profesión de generaciones precedentes.

 

Pero no se trata en estos momentos de hablar de esta triste circunstancia, aunque quizá sí señalar que probablemente esa manera tan peculiar de enfocar el relato policiaco, seco, duro, austero e incluso sombrío, mucho más rural que urbano, probablemente fuera introducido en algunos de sus primeros exponentes por cineastas como Jacques Tourneur en CIRCLE OF DANGER (1951) o Robert Parrish en ROUGH SHOOT (1953). Pero más allá de estos dos ejemplos concretos –que además se asemejan bastante entre sí-, quizá la génesis de esa manera tan peculiar de brindar un noir autóctono, la aportaron con cartas de naturaleza tres nombres, unidos por el hecho de no ser ingleses, por haber probado sus armas dentro del género en USA, y por huir a Inglaterra a consecuencia de su inclusión en la “listas negras” del MacCarthismo. Me estoy refiriendo a Edward Dmytrik, quizá el precursor de ambos, Joseph Losey, el más influyente al establecer su residencia en un país donde desarrolló la parte más valiosa de su obra y, entremedias de ambos, no sería justo omitir la apuesta de Cyril Endfield, quien ofrecerá en 1957 una de las pruebas más notables de dicha vertiente con HELL DRIVERS (Ruta infernal). Una película que define a la perfección el modus operandi y las características de este "noir" genuinamente británico que, de manera paulatina, iría evolucionando en especial de la mano del mencionado Losey, hacia una vertiente psicológica que discurrirá paralela a la rápida progresión de la propia sociedad inglesa.

 

Así pues, el título de Endfield –en su primera colaboración con el actor Stanley Baker, y firmando la película con el nombre de C. Raker Endfield-, es un exponente de primer orden para entender ese sendero de sordidez, brutalidad, alcance sombrío y grisura ambiental, que definirán las mejores muestras de este tipo de cine, cuyo ámbito habría que extender en títulos de diversa índole, hasta los primeros años sesenta. En esta ocasión, la película –en la que el propio Endfield participó como guionista-, muestra desde sus propios títulos de crédito –insertados sobre una toma única subjetiva del discurrir embrutecido de un camión-, el contexto coral descrito en torno a una empresa de transportes de material de obra, a la que acudirá un expresidiario en busca de trabajo. Se trata de Tom Yately (Baker). Este esconde su pasado, algo que a la propia empresa interesa, en la medida que su política es utilizar  operarios de forma embrutecedora, procurando de ellos la mayor celeridad en sus transportes, sin tener en cuenta que ello pone en peligro la seguridad de los mismos –de hecho, Tom sucede en el camión nº 13 a un anterior conductor que, previsiblemente, sufrió un accidente-. A partir de su competencia en el nuevo oficio, este se integrará en el contexto de sus compañeros, entre los que predominará cualquier rasgo menos el de la amistad. Un sentimiento embrutecedor y la sumisión a un camorrista y pendenciero capataz –Red (Patrick McGoohan)-, quien no deja de jactarse de ser el conductor más valioso del colectivo, aunque para ello utilice trucos de dudosa ética. Pero entre todos ellos, Tom encontrará una excepción en la sincera amistad que le brinda Gino (excelente Herbert Lom), un italiano que goza de mayor sensibilidad que el resto de conductores –es de destacar la religiosidad que mantiene de forma íntima y al margen de las posibles burlas de sus compañeros; una religiosidad centrada en un pequeño altar que, más adelante, servirá a Tom para salvarse de un linchamiento por sus compañeros-. Con la ayuda y, sobre todo, los consejos y advertencias de este. Tom poco a poco irá labrándose una seguridad en esta peligrosa profesión, aunque en su desempeño queden ocultos datos claves como su pasado o el cumplimiento de la legalidad laboral. Nada de ello será tenido en cuenta en una empresa que abusa de sus trabajadores, aspecto por el cual tendrá pocos escrúpulos en admitir gentes sin referencias.

 

HELL DRIVERS tiene otro elemento colateral en el pasado de Tom, quien cumplió una condena de un año de cárcel por un accidente automovilístico que le costó la invalidez a su hermano pequeño, confinándolo a una pequeña tienda, y granjeándose por ello la reprobación de su madre. Con todo ello, el film de Endfield destacrá por la admirable fisicidad del relato –en la que tendrá un elemento de especial importancia la labor de Geoffrey Unsworth, años antes de consagrarse como uno de los mejores operadores de fotografía británicos-, expresándose de forma tan tangible tanto en los sórdidos interiores –la habitación de Tom, la taberna en la que los conductores recalan y se humillan entre sí- como en esos exteriores brumosos y sombríos, donde casi se puede oler el aroma a campiña verde y al mismo tiempo lejana a cualquier evocación utópica del entorno natural. En su oposición, esos exteriores adquieren una fiereza incómoda de contemplar. Junto a ello, es de destacar la importancia de la labor de montaje realizada, que permite que todas aquellas secuencias desarrolladas en las angostas y húmedas carteras por las que discurren los camiones, en todo momento estén provistas de la necesaria tensión. Pero todo esto no sería suficiente por sí mismo, más que para configurar un relato más o menos mecánico, centrado en ese aspecto de la acción pura y simple. El interés del film de Endfield, proviene de forma fundamental en la articulación de esa expresión física de un oficio desarrollado bajo condiciones infrahumanas, inserto dentro de un microcosmos de alcance desolador a la hora de configurar su galería humana. Algo que se manifestará en esas luchas de poder, esas metafóricas zancadillas que proporcionan los propios compañeros, en la mezquindad de los responsables de esta empresa de dudosa catadura... Todo ese asfixiante ámbito de relaciones humanas, adquiere en la película una densidad y grado de espesura, que en algunos momentos llega a ser irrespirable.

 

Es por ello por lo que, en última instancia, y pese a esa cierta simpleza de guión que la película manifiesta, la película alcanza en su conjunto un notable grado de interés, que podría exteriorizarse a la magnífica labor de su cast –en el que se puede contemplar a un jovencísimo Sean Connery, y del que no me gustaría dejar de destacar la breve pero impagable prestación del veterano Wilfrid Lawson, quien “examinará” a Tom antes de integrarlo a la empresa-, a un ritmo que más que trepidante, que aparece delimitado con acierto a las necesidades internas del relato y, justo es señalarlo, a una labor de puesta en escena por parte de Endfield, que sabe extraer la tensión interna de sus secuencias, planificando ante todo en planos medios y buscando en ellos el uso de reencuadres que pudieran extraer todo su potencial dramático. Sin embargo, dentro de un conjunto revestido de un notable interés, no me gustaría dejar de destacar tres momentos verdaderamente magníficos, que hablan bien a las claras de la raza de cineasta que, en sus mejores momentos, atesoraba al cineasta norteamericano, en aquellos años residente en Inglaterra. El primero de ellos lo supone ese auténtico tiempo muerto que se establece en la taberna, instantes antes de producirse una pelea entre Tom y Red. Serán apenas décimas de segundo, en los que la labor de dirección logra que el espectador “sienta” la cercanía del combate y se llegue a implicar en él desde la distancia. La otra secuencia –esta interviniendo labor de montaje-, describe la manera con la que Tom finalmente sucumbe a los encantos de Lucy (Peggy Cummings), secretaria en la empresa y en teoría novia de Gino. En esos momentos esta ha rechazado el anillo de compromiso que el italiano le ha entregado, lo que Tom le reprochará, aunque no pueda resistirse a ella. La situación se planteará de manera ejemplar en la pantalla, apagándose la luz de un quinqué que nuestro protagonista porta al acercarse a Lucy, mientras un fundido en negro nos llevará a Gino encendiendo una cerilla, y descubriendo instantes después el paseo que su fiel amigo y su hasta entonces novia han protagonizado.

 

Pero, por último, resulta obvio destacar los instantes finales de la película, en los que una persecución a muerte por parte de Red hacia Tom, culminará de forma trágica –insertando incluso un plano interior de la caída del camión que conducía Red-, y mostrándose también las dificultades de nuestro protagonista, por no seguir idéntico destino. Se trata de una conclusión que aún albergará un pequeño margen a la esperanza, aunque en modo alguno pueda hacernos olvidar el amargo regusto marcado en una película llena de fuerza y de furia en la que, justo es reconocerlo, se expresa una visión profundamente escéptica de la condición humana.

 

Calificación: 3