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CINEMA DE PERRA GORDA

John Ford

RIO GRANDE (1950, John Ford) Río Grande

RIO GRANDE (1950, John Ford) Río Grande

Como sucede en buena parte de las grandes obras de John Ford -y RIO GRANDE (Río Grande, 1950) lo es-, en sus imágenes funciona quizá incluso con más fuerza la evocación, el conflicto o incluso el recuerdo no deseado del pasado, que aquello que estamos contemplando ante la pantalla. Esto es algo que se percibe casi desde sus primeros instantes ante una película adscrita al western, pero por momentos con costuras de tragedia y desarrollo ligado al melodrama, y que durante décadas ha sido tratado con lamentable desdén. La presencia en primer plano de una base argumental que enaltece la educación de base militarista y establece dicho contexto para que un adolescente se haga hombre podría -y de hecho lo hizo durante muchos años- favorecer una mirada llena de prejuicios a esta magnífica película. Sin embargo, a cualquiera que comprenda las propiedades del cine, a quien haya seguido con una mínima atención la obra fordiana y ¡que caramba!, a quien tenga un mínimo de sensibilidad, muy poco le tendrá que costar adentrarse ante una película que, por momentos, parece dirimirse en el terreno de la duermevela -el estudioso Tag Gallagher la calificaba como un cuento de hadas-. En la que los hechos del pasado condicionan el presente de sus personajes. Donde los sentimientos de unos y otros se entrecruzan y enfrentan. Y en la que, finalmente, quedará abierto un sendero para la redención y la esperanza.

Desde el primer momento, con la inconfundible entrega de Ford a su Monument Valley que se describe como fondo a los títulos de crédito, envueltos en la evocadora melodía de Alfred Newman, nos adentramos en ese estadio dominado en primer lugar por la genuina emoción fordiana que desprende la bellísima secuencia del regreso al fuerte de la brigada de caballería dirigida por el ya veterano teniente coronel Kirby Yorke (un admirable John Wayne). Un retorno con aura de extraña ceremonia, envuelto en ese polvo que casi parecerá extenderse a su conjunto, reforzando esa idea en ensoñación que se establece entre sus personajes, y que muy pronto tendrá una nueva manifestación, con la conversación mantenida entre Yorke y el general Sheridan (J. Carroll Naish). Será el primer eco de esa vivencia traumática que se remonta a quince años atrás, y que entrelaza a esa familia rota formada por Kirby, su esposa y su hijo, a quien prácticamente no ha vuelto a ver desde que naciera. Una ruptura familiar esta, que se produciría a partir de la orden de este de incendiar unas plantaciones sureñas, entre las que se encontraba la de la familia de su propia esposa.

Por ello, el mundo del intachable y solitario militar parece revolverse de ese ámbito de sombra en el que se encuentra confinado, cuando Sheridan le comenta la expulsión de su hijo de West Point y su destino al entorno que él comanda. Será el punto de partida de una nueva lucha consigo mismo o, en definitiva, el exorcismo de un trauma personal latente en su interior. A partir de ese punto de partida, la entrada de RIO GRANDE se dirime en ese indeseado y, quizá, inconsciente reencuentro. Algo que se producirá en primer lugar con la incorporación del pequeño Jeff Yorke (un magnífico Claude Jarman, Jr., uno de los mejores actores adolescente que brindó Hollywood), ante el que padre e hijo, ambos resentidos por sus respectivas circunstancias personales, anteponen el rencor que les rodea, y se tratan desde el común respeto y seguimiento de la disciplina militar. Pero a ello se sumará el regreso de Kathleen (una sobrenatural Maureen O’Hara, en la primera ocasión en que trabajó junto a Wayne). Elegante y de rotunda personalidad, se trasladará al regimiento con la intención de forzar el traslado de su hijo -que en su secuencia de reencuentro, acentuada por la delicadeza del propio físico de Jarman, revela una mutua y sutil sensación de relación edípica-.

Todo ello conformará la tormenta perfecta. Un militar prestigiado pero vacío en una lejana relación que retorna. Una esposa alejada de él al haber impuesto la rotundidad militar y, con ello, romper en su momento el propio pasado familiar de esta. Y un hijo que contempla con tanto desapego a un padre con el que nunca ha mantenido el menor roce mientras con su madre alberga una estrecha relación, y que por otro lado quiere consolidar su personalidad a partir de su vocación militar. Será el contexto en el que se dirimirá una película en la que hay que dejar un poco de lado el esquematismo con el que se plantea la presencia de los indios, pero que a cambio acierta -y de que manera- a la hora de ofrecer un mar coral, plasmando una vez más una de las máximas del cine de Ford, que es la de brindarte como algo muy cercano, creíble e incluso emocionante, el ámbito más alejado de tu propia concepción de la existencia.

Será, por tanto, ese contexto de crisis militar, en el que se introducirá la catarsis de una familia rota que, casi sin ellos pretenderlos, encontrará en este ámbito la oportunidad para poder reestructurarse como tal. Lo harán en un entorno terroso, con numerosas secuencias intimistas descritas en tiendas de campaña, ante cánticos militares, y sufriendo, al mismo tiempo la amenaza de esos indios fugados de su encierro, que ejercerán como inesperado asidero a la hora de resolver ese conflicto latente entre los Yorke que, poco a poco, irá rompiendo sus inicialmente irresolubles murallas.

RIO GRANDE es, por tanto, una película en la que alcanza una especial importancia el intimismo, la evocación del pasado, las miradas, los cánticos. Todo ello irá configurando una entrañable y al mismo tiempo consistente tela de araña, por la que se irá deslizando el peso de un sentimiento interrumpido, pero, en última instancia, jamás diluido. Incluso en el caso del joven Jeff, quizá se transmita esa suma de sentimientos, intentando emular la dureza militar de su padre, pero asumiendo en su expresión y actitudes el resentimiento heredado de su madre, en torno a la actitud registrada por su progenitor, poco después de que él naciera. Y todo ello aparecerá enriquecido con nuevas subtramas, todas ellas complementarias y nunca excluyentes. Como ese joven soldado que ha sido acusado por el asesinato de alguien con quien luchó en defensa propia -Travis Tyree (Ben Johnson)-, y que tras su huida revelará su heroica capacidad para contribuir en la defensa de las mujeres y niños atacados. O como ese tan malhumorado como cómico sargento Quincannon (el siempre impagable Victor McLaglen), soportando en todo momento el desdén de Kathleen, y que en una secuencia intimista exteriorizará las razones por las que asumió dicha mirada despectiva, basada en unas órdenes que tuvo que cumplir en el pasado, incendiando las plantaciones sureñas de los padres de esta, uno de los motivos del enfrentamiento con su esposo.

Así pues, todo fluirá en un relato que ondea como la orilla de un río, en el que el polvo parece otorgarle cierta aura evocadora, y en donde lo intimista, lo cotidiano y al atavismo del pasado, se dará de la mano con episodios de gran tensión dramática e incluso. Fruto de ese primer enunciado nos quedan imágenes como la serenidad de la protagonista lavando la ropa de los militares, con la mirada discreta pero admirada de su hijo, o en esa pelea previa del propio Jeff con un compañero de aprendizaje, que se servirá para sellar la amistad entre ambos, o en como este asume su miedo ante otro joven soldado, antes de que asalten esa iglesia rodeada por indios, en donde se encuentran como rehenes las mujeres y niños procedentes del destacamento. Ello sin olvidar esas cabalgadas en la inmensidad del paisaje del grupo de caballería comandado por Kirby en donde, una vez más, se percibe el peso del polvo del camino.

De todos modos, y como no podría faltar en una gran obra fordiana, no se ausentan episodios donde la acción trepidante adquiera una enorme densidad emocional e incluso, en algún momento, hasta cierta originalidad en su plasmación. Lo proporcionará el magnífico episodio del asalto indio a la caravana que transporta a las ya señaladas mujeres y niños, que finalizará con ese plano casi fantasmal que mostrará una de dichas caravanas asaltada, quemada y casi irreconocible, en medio de la oscuridad de la noche. Sin embargo, aún revestirá más garra y maestría cinematográfica la descripción del asalto de los militares a ese fortín en que los indios, en despreocupada celebración, mantienen cautivos a los niños en el interior de una aislada iglesia. Un episodio en el que no se sabe si admirar más la perfecta combinación de elementos de tensión con otros cercanos a la comedia -los niños secuestrados se toman el rescate como una simple broma- o la sorprendente configuración del mismo, tanto en la interacción de los rescatadores con respecto a los pequeños, como en la propia definición de dicho rescate. Una exitosa operación, que al mismo tiempo servirá para ejercer como catarsis del definitivo reencuentro entre Kirby y su hijo Jeff, tras la herida recibida por el primero, que el muchacho se encargará de cauterizar.

En cualquier caso, en una obra donde lo externo y lo interno se combina en afortunada simbiosis, no puedo dejar de destacar dos momentos extraordinarios donde esa veta intimista adquiere una honda expresión emocional, siempre rodeando e los ecos del pasado de la pareja protagonista. Uno de ellos se producirá en ese plano de acercamiento sobre Kirby (extraordinario Wayne), cuando en la penumbra de un anochecer a la orilla del rio, los cánticos de los soldados le hacen pensar en una posibilidad de reencuentro con Kathleen. Será algo que aparecerá como respuesta a otra secuencia, protagonizada por su esposa, que bastante metraje previo hemos podido contemplar. No solo supondrá el mejor momento de la película, sino que me atrevería a señalarlo como uno de los instantes más estremecedores del cine de Ford. Me refiero a ese plano medio que se irá acercando al rostro de la O’Hara, mientras abre una caja de música en el interior de la tienda de campaña de Kirby, cuyo sonido hace remorar en ella -su expresión es conmovedora-, mientras Ford opta por un insólito y lento desenfoque, para fundir en negro una secuencia extraordinaria e íntima al mismo tiempo.

Calificación: 4

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (V) DIRECTED BY... John Ford

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (V) DIRECTED BY... John Ford

Foto: John Ford, junto a la actríz Maureen O’Hara, en los exteriores irlandeses, marco del rodaje de THE QUIET MAN (El hombre tranquilo, 1952)

 

JOHN FORD... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(22 títulos comentados)

THE SUN SHINES BRIGHT (1953, John Ford) [El sol siempre brilla en Kentucky]

THE SUN SHINES BRIGHT (1953, John Ford) [El sol siempre brilla en Kentucky]

Aunque presente desde el corazón del periodo silente -TOL’ABLE DAVID (1921, Henry King)-, es fácil consignar como los últimos años cuarenta y primeros cincuenta del pasado siglo, como el periodo dorado del Americana, una de las variantes fronterizas existentes en el cine norteamericano, abordando en sus ficciones, ese retrato sentimental del mundo rural de la nación. No conviene olvidar que, en dicho periodo, Henry King se encontraba en un periodo de especial febrilidad creativa, y podemos disfrutar algunas de las muestras más extraordinarias de la vertiente. Pienso, sin dudarlo un instante, en dos obras tan opuestas y extraordinarias como INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) y STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur). Dos exponentes muy personales de sus respectivos cineastas, caracterizadas por abrir el sendero, a la hora de condenar el racismo inherente a la sociedad rural americana, iniciando una corriente, que dio como fruto, títulos inolvidables como TO KILL A MOCKINBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan). No cabe duda que, en la obra de John Ford, en no pocas ocasiones se dio a esta vertiente, que conectaba de manera rotunda con su universo personal. Y fruto de ello, en 1934, surge JUDGE PRIEST (El juez Priest), que permitió a Will Rogers, uno de los mayores éxitos de una carrera, que se interrumpió de manera traumática con un accidente de aeroplano. Siendo como es una magnífica película, es evidente que cuando Ford se anima a dirigir una especie de remake en torno al mismo personaje, este alberga no pocas divergencias en torno al protagonizado por Rogers. De entrada, la propia configuración del personaje con una encarnación más envejecida -permitiendo de paso, una extraordinaria interpretación de Charles Winniger-. Pero es que, además, la acción de la película se centra en la localidad de Fairfield, en el Kentucky de 1905. Un entorno en apariencia placentero, que dirige con rectitud y cierta ligereza Priest, este viejo corneta sudista, que sin embargo ha logrado el respeto de sus viejos rivales, aunque estos no se oculten en señalar no votarle. Muy pronto Ford acertará a describir la letra pequeña de la localidad, que de manera pauilatina se irá imbricando de pequeños episodios, personajes, y elementos sombríos. Desde esa ya madura madame del prostíbulo de la localidad, a la que Priest tardará con especial respeto, pasando por ese viejo general que se niega a reconocer a su nieta -Lucy Lee Lake (Arlen Wheelan)-, sin con ello impedir la leyenda que la población conoce de los orígenes de la muchacha, o la propia e inesperada llegada de su madre, que casi como anhelando volver a sus raíces para despedirse de la existencia, morirá precisamente en ese prostíbulo que provoca el rechazo de la población. Sin embargo, con anterioridad, se habrá producido un hecho que conmocione sus habitantes, el ataque a una joven muchacha, del que acusarán a un muchacho negro, que a punto se encontrará de ser linchado por una multitud embravecida, a la que la capacidad persuasiva del juez, contendrá de manera casi incomprensible. Todos ellos se encuentran en la víspera de la elección de nuevo juez, parcela en la que Priest compite con un candidato más joven y adecuado a los tiempos que corren. Los hechos sucedidos irán en su contra, asumiendo en su interior la posibilidad de perder el cargo y, con ello, el de sus más directos colaboradores.

John Ford nunca ocultó en cuantas ocasiones se le preguntó, que THE SUN SHINES BRIGHT (1953) era uno de sus títulos preferidos. Una obra escorada a un ajustado diseño de producción, de formato intimista, que Ford siempre lamentó nunca fue entendida por el cabeza de la Republic Pictures, Herbert J. Yates, sufriendo su conjunto una pobre explotación comercial, al tiempo que la misma fue recortada, aunque actualmente podamos disfrutar de su duración original de algo más de cien minutos. Sin embargo, el paso del tiempo ha venido a otorgar a la película un merecido estatus de culto, definiéndola como una de esas perlas de la obra fordiana, delicada, intimista, en la que el cineasta se refugia en los meandros de ese mundo interior y cotidiano, en más ocasiones de lo comúnmente reconocido, alejado de la épica de sus westerns. Así pues, el gran maestro americano acierta al describir un relato desplegado en pequeños episodios impresionistas, que poco a poco, revelarán por un lado su íntima conexión, y sobre todo, servirán como catalizador, para en el reverso de sus incidencias, contribuir a revelar el lado oscuro de esa sociedad en apariencia plácida, aunque en realidad dominada por prejuicios bien incrustados, que con facilidad podían exteriorizarse de manera trágica. Ayudado por reparto dominado por una pléyade de magníficos actores secundarios, es cierto que Ford abusa en algunos momentos por la definición bobalicona de algunos de dichos característicos. Por mucha admiración que nos transmita su cine, es algo que aparece sin control en algunos de sus títulos, entre ellos, este -centrado de manera especial, a la hora de describir a los personajes de raza negra-. Sin embargo, ello no nos impide dejar de caer hechizado ante la poesía que describen los mejores -que no son pocos- instantes, de esta película magnífica, relatada en voz baja, en la que por otro lado se vislumbran ecos más adelante esbozados en su cine, en títulos como THE LAST HURRAH (El último hurra, 1958). Y es que, por encima de su condición de alegato antirracista. De esa apuesta romántica que brindan la joven pareja de enamorados. O de los ecos de la contienda civil que describen sus imágenes, nos encontramos ante una mirada melancólica ante la irremisible llegada de la muerte, descrita de manera admirable en los planos que nos dejan en la penumbra la imagen del feliz y emocionado Priest, recién elegido, homenajeado, y recluido en su vivienda.

En una película dominada por cánticos, que se escuchan en un primer, segundo o tercer término, Ford se muestra a sus anchas al hacer discurrir su película por aquellos recovecos que potenciaban su búsqueda por la emoción, siempre esta tamizada por una puesta en escena revestida de integridad. Es algo que podemos contemplar en la manera con la que transforma la vista inicial de la película, en un auténtico recital de músicas sudistas. O la manera que tiene el veterano Priest de engatusar a sus veteranos rivales militares, entregándoles tarjetas de votación. O la luminosidad que despliega la secuencia inicial, en medio de las aguas fluviales. O la latente y sórdida inquietud que revisten los instantes, en los que Priest logra contener a la enfervorecida manada de linchadores, jaleada por el que, en última instancia, se confirmará autor de la agresión -esa línea trazada en el polvo de la calle, que se revelará intocable para la turba-. O la delicadeza con la que Lucy descubre sus auténticos orígenes -un instante revestido de enorme delicadeza, centrado en ese lienzo tan revelador-. O en la ruptura de tono que nos permitirá comprobar la llegada de su madre, solitaria entre las calles casi desiertas, asumiendo el espectador la vivencia de una latente catarsis.

Sin embargo, si por algo ha pasado a la historia esta película, es fundamentalmente por ese largo fragmento, de asombrosa y al mismo tiempo espontánea ejecución, que describe sin diálogos, solo con sonido ambiente, el discurrir del coche fúnebre, cumpliendo el deseo de la moribunda madre de Lucy, discurriendo por las calles de una población, que poco a poco irá sumándose y cayendo rendida a esa apuesta de dignidad ejercida por el veterano juez, que inicialmente era el único que discurría tras la misma, llegando a ofrecerse  a formular un sermón de funeral, en el que pondrá en tela de juicio el fariseísmo de la comunidad. Es curioso señalarlo, ya que las secuencias de conclusión de THE SUN SHINES BRIGHT que, en esencia, describen el desfile de los diferentes colectivos de la población, no tienen el reconocimiento del fragmento antes señalado. Es comprensible. Sin embargo, no dejo de reconocer que pese a describir un mundo y unos rituales que me resultan tan alejados, la convicción, la sinceridad, el propio montaje y la delicadeza con la que se describe ese desfile informal de homenaje, llega a conmoverme de una manera íntima. Una vez más, el viejo maestro nos había llevado al huerto. Y es que, incluso en títulos de -solo- aparentes cortos vuelos, como el que nos ocupa, se albergaba esa oculta gema, reveladora de una mirada universal, de uno de los grandes humanistas generados por el cine.

Calificación: 3’5

SUBMARINE PATROL (1938, John Ford)

SUBMARINE PATROL (1938, John Ford)

Dentro de la vasta obra fordiana, hay numerosos títulos que escapan a las coordenadas que han hecho posible tanto sus grandes obras, como una quizá interesada delimitación de su mundo, dejando de lado rasgos que sobrepasan cualquier filiación genérica o temática ¿Qué me dicen, pues, del vitalismo, que recorre transversalmente su obra, incluso en sus títulos más escorados al ámbito dramático? Es lo que propone, plano a  plano, la casi ignota SUBMARINE PATROL (1938) de entrada una producción de Darryl F. Zanuck, inmersa dentro del ámbito de las producciones coming on age, que en aquellos años podían protagonizar estrellas jóvenes como Robert Taylor, y que en la recientemente creada 20th Century Fox serviría como vehículo de lanzamiento del joven galán inglés Richard Greene, una apuesta directa de Zanuck. Hay que reconocer que este se desenvuelve con soltura y picardía, encarnando al arrogante Perry Townsend III, heredero de una acaudalada familia, que como capricho personal apuesta por alistarse en marina, en tiempos de la I Guerrea Mundial. Será destinado a un desvencijado contra submarino, mientras que muy pronto conocerá a la joven Susan Leeds (Nancy Kelly), hija del patrón de otro barco –encarnado por el veterano George Bancorft- quien, intuyendo el lado frívolo de Perry, se opondrá tajantemente a que su hija quede ligada al muchacho. Sin embargo, este no deja de desafiar dicha prohibición, escenificando cada vez que puede, esa fresca altanería de su personalidad, que extenderá en su vida diaria dentro de la desvencijada nave. La llegada al mando de la misma del teniente Drake (Preston Foster), logrará implantar una cierta marcialidad a la tripulación, convirtiendo aquellas destartaladas instalaciones en un recinto respetable. Este recibirá las órdenes secretas superiores, navegando todo el océano hasta llegar a la costa italiana, donde de manera inesperada logren derribar a un submarino alemán. Una vez descansen en aquellas tierras, Townsend llevará a cabo los preparativos de su boda con Susan, que se encuentra allí también, siendo frustrada por la inesperada llegada del padre de la joven, y también por la súbita llamada a la tripulación, a la que piden que bajo mando de Drake, se ofrezcan voluntarios para combatir un casi imbatible submarino alemán, al que tienen localizado los mandos. Será una misión casi suicida, pero nadie puede dudar, que la misma se verá culminada con le éxito.

Y es que dentro de dicho ámbito de producción, las convenciones abundaban. Pero por encima de las mismas, SUBMARINE PATROL es todo un canto al vitalismo. Viendo esta divertida y vertiginosa combinación de comedia, romance, aventura marina, y relato bélico, por momentos uno parece trasladar su mirada y ver en ella la génesis de exponentes tan posteriores en la obra de Ford, como el de la eternamente menospreciada DONOVAN’S REEF (La taberna del irlandés, 1963). Hay en todos y cada uno de los fotogramas de esta injustamente olvidada película, una constante sensación de vitalismo. De joie de vivre, desplegada en torno a un relato que desafía los lugares comunes que bordea, transmitiendo esa sensación de vitalismo inherente a su cine. Y ello tendrá un oportuno referente en la figura de Townsend –y, con él, el aporte juvenil de Greene-, y un impagable marco de desarrollo en esa destartalada nave –que al estar rodados sus exteriores en estudio, contribuye a acentuar su andrajosa presencia-. Será el contexto en donde deambulará una tripulación que bien podría haber aprendido su comportamiento, en la base de los más transgresores y absurdos Marx Brothers. Extendido en una delirante galería de secundarios –entre la que solo encontraremos a un joven Ward Bond entre la fauna de actores del director-, las andanzas del desvencijado submarino, bordean e incluso sobrepasan en ocasiones la barrera del absurdo. Es evidente que Ford disfrutó de lo lindo potenciando ese elemento de nonsense, que tiene su mayor exponente en la gloriosa composición que efectúa un impagable Slim Summerville, encarnando a Spuds, el cocinero, quien campará con absoluta libertad y por sus respetos a lo largo del metraje, en una performance libre, máxima expresión del espíritu transgresor que preside este relato, y que podría parecer un auténtico precursor del no menos glorioso camarero borracho encarnado por Steve Franken en THE PARTY (El guateque, 1968. Blake Edwards).

Junto a esa constante aura de frescura, Ford sabe transmitir en SUBMARINE PATROL un necesario equilibrio, para combinar ese lado más o menos patriotero que queda diluido en un segundo término, el vitalismo y la abierta transgresión que destila la vida diaria de esta caótica tripulación, los siempre emotivos apuntes románticos marcados en la casi etérea relación entre Perry y Susan, o la dureza que albergan los episodios que describen las operaciones bélicas de una nave por la que nadie apostaría lo más mínimo, aunque finalmente proporcione dos acciones heroicas. Todo ello aparece descrito con tanta soltura como convicción. Con una mirada que al mismo tiempo que aparece revestida de broma, lleva el soplo de la verdad de lo en apariencia intranscendente. Y dentro de un conjunto que se desgusta y disfruta casi como si discurriera en un instante, son varios los elementos gozosos que aparecen, con una naturalidad en ocasiones pasmosa. Ese encuentro inicial de Perry con el teniente Drake, con un mechero por medio, que será reiterada al finalizar la película, transmitiendo la transformación de los dos hombres. La hilarante situación de la tripulación, que cree comer un guisado con las hamsters de Spuds. La impagable presencia de Perry en un uniforme con pantalones cortos, tras quejarse de que se le obligue a utilizar la indumentaria reglamentaria. El extraordinario equívoco producido al confundir un bidón de basura que se le ha caído al mar a Spuds, con su submarino. O, sin duda, la extraordinaria secuencia de la juerga que los muchachos vivirán en una taberna, en donde de nuevo se insertará ese elemento surrealista, por medio del oficial que logrará ganar en la máquina tragaperras, lo que el resto de marinos luchan denodada e infructuosamente por alcanzar.

Sin embargo, incluso por encima de la memorable presencia de Summerville, si por algo debería figurar SUBMARINE PATROL en cualquier antología de la obra fordiana, es por el absolutamente magistral episodio de la frustrada ceremonia de boda que ha preparado Perry a su llegada a suelo italiano, en una suite del hotel Ritz. Hasta allí hará llegar a Susan, mediante la casi gimnástica peripecia del “Profesor” –Elisha Cook Jr.-, haciendo llegar hasta el barco del padre de Susan el mensaje de su enamorado. Una vez en el establecimiento, se iniciará una velada que dirigirá en todo momento el emocionado Luigi (un memorable, extraordinario Henry Armetta). Serán unos minutos absolutamente magistrales, en donde lo romántico, la musicalidad y el sentido de la comedia que imprime la entrega absoluta de este maitre, totalmente cómplice y hasta casi receptor absoluto de cuanto acontece en esta ceremonia, hasta el punto de no poder reprimir unas constantes lágrimas de felicidad ante la joven pareja, Ese asombroso equilibrio dentro de una situación que de un fotograma a otro oscila entre lo romántico y lo delirante, da la medida de un realizador que se nota disfrutó con un encargo sin duda intranscendente. Pero hablamos de una película llena de vitalismo. De ese conjunto de cualidades que hicieron grande el cine americano, a través del empuje de sus majors, y gracias a esa receta mágica que podían proporcionar realizadores como John Ford, incluso cuando en apariencia dejaba en su casa las armas de un estilo inimitable.

Calificación: 3

UPSTREAM (1927, John Ford) Ser o no ser

UPSTREAM (1927, John Ford) Ser o no ser

Durante décadas considerado como un film perdido –en el apasionante estudio sobre John Ford realizado por Tad Gallagher se le considera como tal-, una noticia surgió en 2009, cuando en los archivos cinematográficos de Nueva Zelanda, aparecían una serie de exponentes cinematográficos, siendo el más preciado de ellos UPSTREAM (Ser o no ser, 1927). No era para menos, acceder a un exponente oculto durante décadas de la obra fordiana, en un periodo en el que el cineasta ya había adquirido una notable madurez –había rodado años atrás la canónica THE IRON HORSE (El caballo de hierro, 1924), y la atractiva 3 BAD MEN (Tres hombres malos, 1926)-, y se encontraba a punto de filmar la maravillosa FOUR SONS (Cuatro hijos, 1928). Precisamente ya inmerso en ese periodo con la primitiva Fox, Ford rueda esta película divertida y entrañable. Un retrato que se dirime antes todo descriptivo, y como un sincero homenaje a la profesión del actor de variedades. Todo ello, dentro una propuesta que por un lado transmite esa creciente madurez del cineasta en un lenguaje cinematográfico que ya avalaba un profesional de altura. Por otro lado, y creo que esto es lo más importante, transmite esa capacidad de Ford para penetrar en la entraña de unos personajes, de los que sabe extraer sus grandezas y miserias, apelando a una mirada revestida de humanidad, ironía y ternura, dentro de la galería de personajes que puebla su relato.

Todo ello, se centra en esa misérrima residencia de artistas donde se focaliza el relato, de apenas una hora de duración, en la que Ford se recrea a la hora de describir su fauna humana. Lo iniciará con la pugna amorosa que se establece con la joven Gertie (Nancy Nash), con sus compañeros de número de lanzadores de cuchillos. Uno es Juan Rodríguez (Grant Withers), y otro es Eric Brashingham (Earle Foxe). Ambos eternos rivales de número, a partir de su búsqueda del interés de la muchacha, que se inclina por el segundo. Pero el ámbito coral de la función se extenderá a la anciana dueña de la residencia, y a un viejo y decadente actor histriónico en paro. A una pareja de bailarines de siempre parejos movimientos. A un intérprete con posibilidades económicas… En definitiva, un amplio abanico de profesionales de las variedades, a los que contemplaremos en sus cotidianeidades, en sus miserias, ofreciendo en cierto modo un entrañable homenaje a la profesión del entertainer, que tantas alegrías brindó a décadas y décadas de públicos de clases populares. Lo curioso de la película es que situándose por momentos en el ámbito del melodrama –toda la historia que se produce con Gertie cuando Brashingham la abandona, acercándose finalmente a Juan-, u ofreciendo sus coqueteos con el slapstick –las divertidas andanzas de la pareja de bailarines-, finalmente discurre en la búsqueda de una personalidad propia. No es habitual encontrarse en aquellos años con mixturas genéricas de estas características, ni homenajes a una profesión tan popular dentro del ámbito del entretenimiento.

Es por ello que podemos destacar esa singularidad, y al mismo tiempo apreciar ese joie de vivre que transmiten sus imágenes. UPSTREAM permite ofrecer esa entrañable mirada en torno a una auténtica vocación, que Ford inserta además en un ámbito de camaradería, y que marcará un punto de inflexión, con la inesperada llegada de un representante del espectáculo, que reclama la presencia de Brashingham –descendiente de una reconocida saga de actores-, para acudir a Londres y participar en una puesta en escena de Hamlet. No le importará al enviado, reconocer la nulidad como intérprete como Eric, ya que lo que buscan es el apellido. La novedad provocará una auténtica hecatombe en el microcosmos retratado. No solo producirá tristeza en Gertie, que equivocadamente pensaba que el reclamado le iba a pedir marcharse con él, cuando en realidad solo le quería pedir un préstamo de cincuenta dólares. Pero ese periodo de adiestramiento de reclamado intérprete –impagable el plano sostenido sobre este, cuando empieza a practicar histrionismos, o cuando se mira ante el viejo espejo, limpiándole el polvo con la mano-, permitirá al viejo y parado histrión de la residencia, formularle una serie de lecciones, invocando la figura del legendario Booth. La invocación del conmovedor Auld Lang Syne por parte de todos los que han sido sus compañeros, marcarán la despedida de Eric, del que todos intuyen un fracaso absoluto en su aventura teatral, aunque la propia ansia de este por triunfar, finalmente le lleve a un éxito no por inesperado, menos revelador de la magia del mundo del espectáculo, lo viviremos en la plasmación de esa función de debut, que descubriremos por la actitud y los sutiles comentarios del público. Y finalmente, por la esperada reacción de los presentes en el palco real, que con un simple gesto aprobarán la labor de la nueva estrella. Alguien que se olvidará de sus humildes orígenes, y se convertirá en un ser vanidoso y arrogante, mientras sus antiguos compañeros apenas tienen noticias de sus actividades por lo que figura en los periódicos, aprovechando Rodríguez para acercarse a esa joven que no oculta su tristeza y desengaño en torno a ese joven que no se acuerda de ella.

Ford sabe alcanzar la alquimia necesaria para combinar en este tramo final lo burlesco a la hora de describir el divismo de Brashingham, y la melancolía que se inserta en la residencia de artistas. Es algo que compartirán sus moradores con la joven muchacha, empujando a Juan a que le ofrezca casarse con ella, y que se escenificará en ese fragmento final, en el que la celebración de la boda de la joven pareja –descrita con un tono entre romántico y revestido de sentido del humor; esos invitados que intentan literalmente chupar plano en la foto de recuerdo del matrimonio-, sea violentada de alguna manera con la inesperada llegada de la reconvertida estrella teatral, revestido de un casi insoportable narcisismo. Será el momento para provocar el rechazo por parte de los que fueron sus compañeros –incluido ese veteranísimo actor, que le reprochará su arrogancia-, saliendo casi a patadas de aquella residencia que no mucho tiempo atrás, lo acogiera como uno de los suyos. Exponente lleno de interés, y claro precedente de títulos tan excelentes como SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928. King Vidor), UPSTREAM aparece no solo un vértice más del ya configurado universo creativo de Ford, ya que muestra además su destreza en el lenguaje cinematográfico –esos travellings frontales que describen los desplazamientos del pequeño sirviente negro de la residencia-. Pero, sobre todo, aparece como un inusual homenaje a una profesión, que permite al cineasta plasmar al cineasta la camaradería de un universo vitalista. Algo que prolongaría en tantas y tantas ocasiones en el devenir de su gigantesca obra.

Calificación: 3

SEAS BENEATH (1931, John Ford) Mar de fondo

SEAS BENEATH (1931, John Ford) Mar de fondo

Alejadas en líneas generales de lo que con el paso del tiempo podríamos denominar como el “mundo fordiano”, no cabe duda que en numerosos títulos rodados por John Ford en la década de los años treinta, se aprecian no pocos elementos interés, dispersos por encargos diseminados en una copiosa producción que podía oscilar en diferentes estudios. Esa sensación de asistir a películas en algunos casos deudoras de un rígido seguimiento de la implantación del sonoro –cuando Ford había legado a altísimas cuotas expresivas y dramáticas en las postrimerías del periodo silente-, la ocasional querencia por lo enfático, vislumbrar en algunas de ellas, o elementos que serían puestos en practica con mayor acierto en periodos posteriores, son factores que, punto por punto, se dan cita en SEAS BENEATH (Mar de fondo, 1931), que aparece por otra parte como una nueva propuesta dentro del cine de submarinos, rodada por Ford tras la apreciable MEN WITHOUT WOMAN (Tragedia submarina, 1930). La película que comentamos, supuso para el director su retorno a la Fox Films Corporations –pocos años después la 20th Century Fox-, dando como fruto un resultado que el propio cineasta confesaba detestar. Dejemos de lado las opiniones de un Ford por lo general poco atinado –aunque casi siempre apelando a una desmedida modestia-, a la hora de resaltar los ocasionales valores de una cinta de aventuras indudablemente desigual y a fin de cuentas menor en la gigantesca obra del cineasta, pero que merece ser reseñada tanto en su significación a la hora de sacar a la luz producciones apenas evocadas en su obra, como la ocasional puesta en valor de sus innegables aunque jamás excesivamente brillantes cualidades.

Nos encontramos en 1918, en los últimos estertores de la I Guerra Mundial. Un falso barco comercial, esconde en realidad la tripulación norteamericana capitaneada por Bob Kingsley (George O’Brian), encaminada a combatir al submarino alemán U-172. Para ello seguirá las órdenes secretas del mando americano, custodiando de manera secreta un disparador destinado a lograr con el arma la hazaña de destruir dicho objetivo. Con destino a Gibraltar, el barco repostará en las Islas Canarias, donde por un lado Kingsley conocerá a la joven y atractiva Anna (Marion Lessing), sin saber que esta es hermana del responsable del submarino a combatir. Por otro lado, el joven e idealista Dick Cabot (Gaylor Pendleton), caerá en la seducción en la que le envolverá la bailarina Lolita (Mona Maris), quien lo emborrachará, quedando en tierra cuando la tripulación del barco interrumpa su busca infructuosa, al tener que retomar su misión. Al despertar y comprobar su angustiosa situación, Cabot contemplará casi por casualidad la trampa en la que ha caído y la salida de un barco en el se encuentran como pasajeros los oficiales alemanes dispuestos en el submarino, comandados por Franz Shiller (John Loder). El joven oficial americano intentará sabotear que a la llegada del barco al submarino se haga la propulsión de combustible, pero caerá bajo el impacto de las balas, dejando su cuerpo en el mar junto a un chaleco salvavidas, ligado a un barril en llamas. Este llegará hasta el barco que comanda Kingsley, al tiempo que la nave que se ha incendiado, y de donde este hará presa a Anne, de la que ha descubierto su vinculación con los alemanes y su condición de espía. Poco a poco, este intentará levar a cabo su plan de simulación, intentando atraer la acción bélica del submarino alemán, estando al mismo tiempo en contacto con otro submarino aliado, y presto a responder con esa nueva arma que ha mantenido totalmente en secreto, al igual que su tripulación militar, escondida hasta el punto de aparecer la nave con un aura casi fantasmagórica, tras el constante bombardeo de los alemanes.

De entrada, SEAS BENEATH aparece dividida en tres partes, de desigual calado, lo cual incide considerablemente en los altibajos que manifiesta su conjunto. La primera se centra en la descripción y los primeros pasos de la tripulación norteamericana, iniciada con esa ingeniosa inserción de teletipos que nos introducen en la misma. Será a mi modo de ver el tramo menos atractivo, caracterizado por una cierta morosidad narrativa y, sobre todo, una descripción muy estereotipada de la tripulación –insertando en ella apuntes poco logrados de comedia, como ese ensayo de un falso pánico-, con aspectos cómicos poco conseguidos –nada que ver con el cariño que Ford proporcionaba a los roles secundarios de su cine-. Es cierto que en todo momento se respira una atmósfera de fisicidad, e incluso aparece el temor por parte de los marinos más jóvenes, a enfrentarse con una cercana muerte. La ausencia de fondo sonoro, hará que esa extraña sequedad vaya acompañada por un cierto apergaminamiento que, por fortuna, se diluirá en el largo fragmento desarrollado supuestamente en las Canarias, en realidad rodado en costas mejicanas.

Será este un segundo tramo, en el que Ford mostrará una indudable destreza en el trazo romántico, no solo en el encuentro entre Bob y Anne –que dará paso a una divertida secuencia en torno a la prohibición de fotografiar un submarino alemán-. Bajo mi punto de vista, lo más valioso, romántico y erótico al mismo tiempo de SEAS BENEATH se expresa en el episodio de seducción de Lolita, esa bailarina de taberna, que en el fondo ayudará a madurar a marchas forzadas a Cabot, mediante el baile que ambos practicarán, invitándolo a subir a su habitación con sus armas de seducción, y forzando a que el muchacho se duerma tras beber vino. Una vez consiga de este su objetivo, el admirable fragmento, provisto de una elegante sensualidad, culminará con un beso al rostro del joven adormecido. El personaje de este joven marino, tendrá una prolongación en el último tercio del conjunto, constatando su desesperación por haber quedado en tierra, y su intento por boicotear el avituallamiento de los alemanes. Será un fragmento tenso, en el que la inocencia e inexperiencia del muchacho, llevará el contrapunto de su respuesta agresiva contra los alemanes. Por desgracia, la versión americana eliminó la secuencia del entierro del joven, del que solo se propone el apunte bizarro de la llegada por mar de su cuerpo, ligado a un bidón con combustible ardiendo. Será el inicio del desenlace. Un tenso episodio, que casi de un instante a otro oscila entre lo admirable y lo ridículo, y en el que Ford acertará a dilatar el suspense existente entre la tripulación escondida, combinando instantes en los que no sucede nada, con la presencia incluso de apuntes humorísticos –los tatuajes que portan algunos de los marinos-, que por momentos parecen preludiar algunos de los pasajes más corrosivos de DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey). Justo es reconocer que la película aporta unos minutos finales magníficos, ásperos en su fisicidad, describiendo la dureza de un combate en alta mar, e incluso los rituales del personal alemán –esa aceptación de su muerte cuando quedan vencidos, de la que se salvarán por el rescate in extremis de los americanos-, que solo se diluirá en ese forzado y poco convincente atisbo de happy end, escenificando una posible reconciliación futura entre Ben y Anne. En cualquier caso, ello no anula la conjunción de un relato de cierto interés, en el que apenas se atisba el mundo fordiano, pero que funciona con eficacia y tersura, como sencilla y primitiva propuesta de género.

Calificación: 2’5

WEE WILLIE WINKIE (1937, Jonh Ford) La mascota del regimiento

WEE WILLIE WINKIE (1937, Jonh Ford) La mascota del regimiento

Tan idolatrada por el público de su tiempo, como denostada por generaciones posteriores, de lo que no hay la menor duda, es que los primeros exponentes cinematográficos de la niña prodigio Shirley Temple al amparo de la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck estuvieron bien encauzados, de la mano de cineastas como Allan Dwan, Henry Hathaway o el mismísimo John Ford. Que durante muchos años, estas películas fueran menospreciadas, negando cualquier aspecto válido a las mismas por el mero hecho de ofrecerse como productos destinados al lucimiento de la niña actriz, aparece en nuestros días algo por completo ridículo. Cierto es que nos encontramos ante película dirigidas a un público familiar y, por ello, limitadas en su aporte. Pero no por eso se puede dejar de apreciar en ellas valores fílmicos y pequeños placeres, lógicos por otra parte, al estar avalados por cineastas de altura.

Es lo que le sucede a WEE WILLIE WINKIE (La mascota del regimiento, 1937. John Ford), de la que me llama especialmente la atención la cálida acogida que le brinda el experto Pat McGuilligan en su sesudo y admirable estudio sobre la obra de Ford. Y coincido ante la valoración de esta adaptación del relato de Rudyard Kipling, en el hecho de que el gran maestro ensayara en esta película, una serie de rasgos cinematográficos que tendrían una especial importancia en el devenir de su maestría con el western. Es verdad que el conjunto de la historia que se narra, de experiencia en un cuartel de la India, para una joven viuda y su hija, hasta donde han acudido por consejo del padre de su difunto marido para ser acogidas, podría perfectamente ser trasladada al universo del cine del Oeste. Es más, en esos primeros planos en donde contemplamos en caravana el traslado de Joyce Williams (June Lang), junto a su hija Priscilla (Shirley Temple), preguntando la pequeña a su madre si los indios son los mismos que se encuentran en Estados Unidos. Una vez en el recinto, la pequeña y, con ella, el espectador, irán descubriendo la situación extrema en la que se encuentran, rodeados por los indígenas seguidores de Khoda Kan (Cesar Romero), en los que Priscilla se erigirá, sin pretenderlo, como auténtica mensajera de buenos sentimientos. Por su parte, las dos recién llegadas se verán intimidadas por la personalidad y rigor militar del coronel Williams (Cecil Aubrey Smith), en quien verán inicialmente un individuo hosco, pero con el que –como era previsible- poco a poco irán descubriendo su lado humano. Al mismo tiempo, la muchacha encontrará en el sargento MacDuff (Victor McLaglen), a un autentico compañero que, de manera inesperada, la llegará a adiestrar en tareas militares, ofreciéndole el nombre de Willie Winkie que da título al film.

El film de Ford responde, punto por punto, a las características que definieron los títulos protagonizados por la Temple en aquellos primeros años de su carrera. Rasgos familiares y sentimentales que se dan cita de nuevo, en una película en la que Ford –cerca de adentrarse en un nuevo marco de madurez, aunque ya sobrellevando a sus espaldas un periodo silente con exponentes memorables-, sabe ondear en los rasgos que se harían popular en su cine, mezclando en las imágenes esa mirada condescendiente al militarismo colonialista, dentro de una historia en la que asistimos al mismo tiempo a una descripción siempre amable y revestida de humanidad que caracterizó al viejo maestro. La presencia de convenciones se dará de la mano con esa facilidad que el cineasta tenía para penetrar en sus personajes. En dejar de lado cualquier estereotipo y sabernos proporcionar una entraña creíble e incluso emocionante en algunos de sus mejores momentos. Ford planteará un relato sencillo e incluso previsible, pero precisamente por ello sabe incorporar disgresiones para hacerlo más atractivo. Es algo que se aprecia en los momentos en los que MacDuff va aleccionando a la pequeña en la disciplina militar –se puede apreciar un largo travelling lateral describiendo un fragmento de dicho entrenamiento, en el patio del fortín-, o en la cercanía que Priscilla manifestará con el temible Khoda Kan, que desde el primer momento sabremos que tanta importancia tendrá en la conclusión del relato.

Será no obstante en su último tercio, donde WEE WILLIE WINKLE aporta sus más valiosas cargas de profundidad. Será el tramo en el que se vislumbrará el ataque de los hombres de Kan, y el intento de ofensiva del coronel Williams. Todo ello será plasmado con el admirable sentido de la narrativa inherente al cine de Ford, teniendo en su preludio los pasajes más perdurables de la película. Me refiero, por supuesto, al episodio que nos describirá la muerte de McDuff a consecuencia de este ataque. El realizador lo expresará en un largo plano americano en el interior del dispensario, a donde se introducirá la pequeña Priscilla para verlo en lo que supondrá su lecho de muerte. Un largísimo, casi abrasador, plano americano, mostrará el encuentro, en el cual el moribundo sargento le pedirá que cante Auld Lang Syne. La pequeña lo hará, avanzando ligeramente la cámara para describir en pudoroso off la muerte del militar. A continuación, con delicadeza casi musical se mostrará en contrapicado el desfile de los soldados en su funeral, encuadrando como fondo los cielos del terreno. Una muestra más del inimitable arte fordiano, incluso en un encargo en apariencia tan formulario como este.

Calificación: 2’5

JUST PALS (1920, John Ford) Buenos amigos

JUST PALS (1920, John Ford) Buenos amigos

Aunque apenas había atesorado tres años como realizador de títulos de bajo presupuesto –y bajo la firma de Jack Ford-, lo cierto que cuando John Ford asume en 1920 la realización de JUST PALS (Buenos amigos) se puede decir que nos encontramos ante un cineasta convenientemente experimentado. Al amparo de William Fox –es la primera vez en la que trabajó para dicho estudio, abandonando la Universal-, la película se articula en los límites del mediometraje –unos cincuenta minutos de duración-, caracterizada por su notable dinamismo, una indudable capacidad descriptiva,  trascendiendo con ello las limitaciones de su base argumental. Nos encontramos en un plácido entorno rural indeterminado, ubicado entre Wyming y Nebraska. Un contexto agrícola, donde la acción se detiene en Bim (Buck Jones, conocido poco después como cowboy cinematográfico), un joven bonachón caracterizado por su extrema vagancia. Tal es así que mirando el trabajo de otros compañeros, señalará para sí mismo, “me canso de ver como trabajan tanto”. Al mismo tiempo, a dicho marco llegará un pequeño vagabundo –Bill (George Stone)- que se ha escapado de un tren, y que pronto trabará contacto con el haragán Bim. Este último se mostrará secretamente fascinado por la maestra de la localidad –Mary (Helen Ferguson)-. Sin embargo la muchacha –que goza de un gran respeto en la población-, se sentirá atraída por otro joven –Harvey (William Buckley)-, encargado de la tesorería de la localidad, y que en un momento dado utilizará a Mary al haber hecho uso de una cantidad de dinero de manera indebida –algo que él disimulará aduciendo otras razones más peregrinas-, por lo que esta le prestará el dinero de una colecta que tenían para un monumento.

Como quiera que Bim goza de una fama bastante negativa en la localidad, muy pronto sus fuerzas vivas forzarán a que el pequeño George ingrese en la escuela, donde mostrará la pobreza del modo de vida de ambos –se evidenciará en esos zapatos totalmente desgastados que utiliza-. El pequeño más adelante caerá enfermo y será llevado por Bim al médico, cuya esposa intuirá mediante un anuncio de prensa, que se trata del hijo de un hombre adinerado que fue secuestrado, por lo que ambos lo alejarán de su buen amigo. Al mismo tiempo, los fuerzas vivas acudirán hasta Mary para que les entregue el dinero que almacena para el monumento, que ya desean llevar a cabo. Esta se verá sobrepasada al intuir el engaño a que ha sido sometida, enviando a Bim con una nota para entregar a Harvey. Todo ello confluirá en una catarsis en la que nuestro indolente muchacho será inculpado de acciones que no ha cometido, mientras que la joven maestra se intenta recuperar de la dramática situación, que ha provocado en ella un auténtico schock, al tiempo que irá comprobando la nobleza que anida en el corazón de Bim, capaz de inculparse por evitar que ella lo sea.

Un año antes de que Charles Chaplin conmoviera a las pantallas de todo el mundo con THE KID (El chico, 1921), John Ford dejaba a las claras por un lado el dominio en el tratamiento de temáticas similares, hacerlo con soltura y sentido de lo bucólico, adentrarse en el terreno del Americana que prácticamente sería fundada apenas un año después por Henry King con TOL’ABLE DAVID (1921) y, al mismo tiempo, dar ya suficientes señales de un estilo cinematográfico personalísimo. Caracterizado por un extraordinario dinamismo, podemos contemplar en esta película uno de los rasgos más valiosos de su cine; la capacidad para trasladar al espectador de la comedia al drama o viceversa, prácticamente de un plano para otro. Es algo que podemos percibir en este relato tan liviano como llevado con seguridad. Nada parece atisbarse de rigidez, cuando desde sus primeros compases, en apenas tres minutos, Ford es capaz de describir en breves pinceladas a sus principales personajes, el entorno donde se desarrollará el relato, e incluso la relación que se establecerá entre ellos. A partir de ahí, y aunque justo es reconocer que nos desenvolvemos en las costuras de un relato en el que se echa de menos una mayor densidad dramática, lo cierto es que la destreza de “Jack” Ford sabe trasladarnos a un universo en el que el espectador incluso de hoy día, queda atrapado, pudiendo observar como poco a poco su discurrir va observando ciertas concomitancias con el cine de Griffith, sobre todo a la hora de aplicar esa ya canónica “salvación en el último minuto”, que tiene en el último tramo de la película, una efectividad aún vigente. Sin embargo, uno prefiere detenerse en esos pequeños detalles. En esa capacidad de un cineasta ya experimentado, pero que aún restaba mucho por pulir a su mundo, a la hora de introducir constantes fugas cómicas incluso en las situaciones más dramáticas. Es algo que se podrá ratificar por ejemplo en la conclusión del relato, donde las intenciones del médico y su esposa de hacer fortuna con el pequeño George quedarán frustradas, beneficiándose de ello un atribulado Bim al recibir un talón de ¡¡cinco mil dólares!! Por parte del millonario que había sido llamado como presunto padre del vagabundo, pero que en realidad buscará al otro muchacho que había secuestrado un conductor detenido en los lances folletinescos del film. No obstante, dentro de este aspecto, me quedo sin duda con la reiterada manifestación de uno de los ancianos del lugar, pronunciando cada dos por tres la Manifestación “de esto se encargará la Ley”, cada vez que se produce alguna incidencia, sin importarle que la misma tenga o no razón de ser –el instante en el que Bim estará a punto de ser linchado, siendo incluso espoleado para ello por el miserable Harvey, que finalmente será descubierto en plena pelea con Mary, cuando esté a punto de obligarle a que viaje con  él en su huída-.

En definitiva, hay que reconocer que pese a su carácter de relato dirigido a todos los públicos en aquel inicio de una década crucial para el hecho cinematográfico, no hay que ser ni siquiera un fervoroso del cine de Ford, para encontrar en este mediometraje, suficientes elementos de interés, amén de una considerable frescura.

Calificación: 2’5