Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Phil Karlson

A 8 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXI) DIRECTED BY... Phil Karlson

A 8 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXI) DIRECTED BY... Phil Karlson

Phil Karlson, a la derecha, dirigiendo a Dean Martin, en una de las dos parodias del cine de espías que firmó, sobre el detective Matt Helm.

 

PHIL KARLSON... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/phil-karlson.php

(11 títulos comentados)

THE SILENCERS (1966, Phil Karlson) [Los silenciadores]

THE SILENCERS (1966, Phil Karlson) [Los silenciadores]

Nos encontramos en la segunda mitad de la década de los sesenta, casi a punto de iniciarse una auténtica crisis cultural, que en el ámbito cinematográfico ya se iba percibiendo con crudeza, pese a estar aún inmersa en una especie de gigantesca pompa de jabón. Nos encontramos en plena eclosión de lo pop. De películas con colores saturados. Estamos aún en el ámbito absoluto del triunfo de lo hedonista. De ficciones en las que importa más la forma que un fondo que es tomado casi como una simple excusa para ser planteado como simple ironía. Películas pobladas por féminas opulentas vestidas en la caduca moda de aquellos tiempos. Herencia todo ello del constante éxito de la serie Bond, que tendría en el cine USA presencias tan populares como las dos incursiones de James Coburn como el agente secreto Flint o, en fin, en las cuatro adaptaciones que se llevaron a la pantalla, del personaje creado por el novelista Donald Hamilton, del agente secreto Matt Helm, encarnadas en ambos casos por un Dean Martin imbuido de su alcance lindante con la parodia, dentro de unos argumentos que combinaban su clara influencia del referente bondiano, su querencia lindante con el pulp y el pop. Todo ello, dentro de un tono abiertamente festivo y desprejuiciado, que incluso llevaba a mostrar una sucesión de asesinatos y crímenes, sin que prácticamente aparezca una sola gota de sangre. O una sucesión de beldades que casi de una secuencia a otra, se convierten en la enésima encarnación de la tradicional femme fatal, trasladada al universo de los agentes secretos.

La primera presencia cinematográfica de Helm –THE SILENCERS (1966)-, se desarrolla en su indeseado reclutamiento por su organización gubernamental ICE, para que se introduzca, investigue y torpedee, la intención descrita por el megalómano Tung-Tze (un hilarante Victor Buono), líder de la organización “Big O”, para efectuar una prueba nuclear, que desate un deseado enfrentamiento entre rusos y americanos. Para ello, contará inicialmente con la ayuda de la sensual Tina Batori (Daliah Lavi), que incluso le salvará en un primer momento, logrando despojar de Helm la pereza que le rodea, a la hora de abandonar su cómoda profesión de fotógrafo y una vida hedonista, para retornar al peligroso mundo del agente secreto. Empujados por su superior –McDonald (James Gregory)-, la pareja se trasladará hasta Phoenix, deteniéndose en un lujoso hotel, donde contactarán con la rubia y torpe Gail (Stella Stevens), que acompaña al arrogante Sam Gunther (Robert Webber). Todos ellos han acudido a contactar con la cantante y bailarina Sarita (Cyd Charisse), que saben custodia una cinta de valiosa información. En medio de un número lleno de sensualidad, Sarita será asesinada, iniciándose la sospecha de Helm y McDonald, en torno a la insinceridad de Gail. Es por ello que esta será forzada por los mandos del ICE a acompañar a una referencia que la cantante comunicó a esta instantes antes de morir, en la confianza de encontrar la pista necesaria para detener los planes de Tung-Tze.

Como se puede deducir, en realidad THE SILENCERS –que a título de curiosidad, fue la única de las cuatro aventuras del personaje en la gran pantalla, que no conoció estreno comercial en nuestro país- no es más que una escusa perfecta para –en teoría- regocijarse antes esta mirada irónica y desprejuiciada, de un universo estético y temático, que en aquellos año estaba haciendo furor, describiendo sobre las actitudes y mirada casi nihilista del agente protagonista. Una visión en torno a ese disfrute de unos tiempos en los que parecía más la apariencia y la opulencia y sumisión a las modas, más que una mirada crítica en torno a la sociedad que se vivía. Reflexiones de este tipo son las que inspira esta cinta festiva, en la que no faltará ese recorrido por gadgets varios, que tendrán su inicio en la descripción de las comodidades y adelantos mecánicos y consumistas de la mansión de Helm, y se prolongarán en las armas secretas que se le facilitarán para llevar a cabo su misión –desde esa pistola con tiro en su culata trasera; lo que proporcionará no pocos momentos hilarantes, hasta esos botones explosivos que se insertarán en su chaqueta-. A partir de unos colores aturados, merced a la intensa fotografía en color del gran Burnett Guffey, THE SILENCERS destaca ya en la garra de esos eróticos títulos de crédito, y alcanza uno de sus puntos más álgidos, en la sensualidad que desprende el número musical interpretado por una pletórica Cyd Charisse.

Atrapado en un bache creativo del que Karlson ya jamás emergería –tal y como sucedió a tantos y tantos cineastas de andadura previa remarcable-, lo cierto es que el cineasta plantea este debut de las andanzas de Matt Helm, en medio de una curiosa carambola a tres bandas. Por un lado, la evidencia de su enfoque paródico, que se extiende en la ironía e incluso insospechado alcance brechtiano de las canciones que canta Martin en sus traslados en coche con las dos mujeres que le acompañarán sucesivamente –Tina y Gail-. En private jokes como ese que sirve para ironizar ante la calidad de las canciones de su colega Frank Sinatra y las suyas propias, o en la propia presencia de una Stella Stevens, centrada en demostrar su querencia con el tempo cómico –su episodio nocturno ante una tremenda lluvia-. Sin embargo, y aún tratándose de uno más de los encargos que Karlson asumió en dicha década –en líneas generales, mejor resueltos de lo que se le ha venido a reconocer-, lo cierto es que en su condición como exponente del cine de acción, oscila entre dos vertientes, divergentes pero complementarias al mismo tiempo. De una parte, el deseo que se observa en ocasiones por parte del propio Karlson, de dar rienda suelta a su destreza en dicha vertiente. Es algo que podremos percibir en las secuencias de exteriores, centradas antes todo en la persecución que sufrirán Helm y Gail, la planificación del número musical antes señalado, o en las secuencias desarrolladas en la localidad de San José, donde la pareja se encontrará, sin saber su identidad, con el veterano Joe Wigman (Arthur O’Connell). Todo ello en ocasiones se incardinará por esa cierta inclinación de insertar esta propuesta de acción dominada por tonos irónicos, en los confines del neonoir que en aquellos años estaba floreciendo en Hollywood –la presencia en el reparto, de secundarios como los ya señalados James Gregory, Robert Webber o Arthur O’Connell refuerzan esta tesis, dentro de unos tonos en su tratamiento de color, tan ligados a dicha corriente-.

Sin embargo, todo ello quedará en un segundo término al inclinarse su conjunto dentro de un agradable tono de bufonada festiva, cercana a algunos de los pasajes de la desigual pero divertida CASINO ROYALE (Idem, 1966, Val Guest, John Huston, Robert Parrish, Joseph McGrath y Ken Hughes), que se estrenaría posteriormente y, sobre todo, ligada en exceso a los parámetros paródicos de la serie televisiva Batman, de gran éxito en aquellos años –no es ocioso a este respecto, la presencia de Victor Buono como villano casi de opereta, que también intervendría en aquella serie, o la propia configuración de su catarsis final-. Así pues, a partir de dichas influencias, nos encontramos con una película en ocasiones divertida, en otras un tanto pasada de moda, pero que sigue manteniendo una cierta vigencia como tal desmonte de un subgénero tan de moda en aquel tiempo, manteniendo de forma paralela su valor como testimonio de unas formas tan populares en el cine de aquellos sesenta, que ya iniciaban su cuenta atrás.

Calificación: 2’5

BLACK GOLD (1947, Phil Karlson) [Oro negro]

BLACK GOLD (1947, Phil Karlson) [Oro negro]

Antes de que Phil Karlson se convirtiera en una de las figuras más dinámicas, dentro de unas determinadas constantes del cine policial USA de su tiempo, se desarrolla una parte muy importante de su filmografía –cerca de veinticinco largometrajes-, en donde se encuentra un poco de todo. Desde productos seriales, coqueteos con el western o el cine de aventuras, e incluso el bélico, se encuentra entre ellas BLACK GOLD (1947), que supuso su salida del ámbito de la Monogram, para insertarse en el siempre atractivo Allied Artists, una derivación de aquel estudio pobre hollywoodiense. Fruto de ello, aparece la que desde luego aparece hasta el momento como la más atractiva de cuantas películas de este amplio periodo he contemplado de Karlson. Pero, sobre todo, BLACK GOLD emerge como una muy estimulante rareza, que combina en su propuesta los parámetros de la Americana, la inclusión de ese aspecto relativo al mundo de la equitación –bastante popular en el cine popular de su tiempo-. Sin embargo, lo que a mi modo de ver proporciona personalidad al conjunto, hasta el punto que debiera erigirse como auténtico referente, es en su propuesta como relato interracial y proindio, con dos singularidades que acentúan dicha circunstancia. La primera, ubicar el relato en la década de los años veinte en Texas, frontera con México, y la segunda la incorporación en el relato de ese muchacho chino, que muy pronto sublimará la circunstancia de quedarse huérfano de padre –poco tiempo antes se había quedado sin madre-, incorporándose a la pareja protagonista.

BLACK GOLD se inicia como un western más, describiendo al ataque que recibirá el pequeño Davy (Duckie Louie), niño de ascendencia china que sobrevivirá al acoso en el que morirá su padre, siendo rescatado por el noble Charley Eagle (un magnifico Anthony Quinn). Este es un indio que se ha integrado en el mundo que le rodea, sin otra pasión que triunfar en el derby de Kentucky, teniendo para ello la valiosa yegua “Esperanza negra”. Con ella ganará una carrera, pero será estafado por el avieso Don Toland, a cambio de recibir quinientos dólares. No obstante, Eagle recuperará el equino, dejando en la cuadra el dinero, acompañándose del pequeño Davey, de regreso a su casa en pleno campo. Será en esos momentos, bajo mi punto de vista, cuando realmente se inicie el interés del film de Karlson, hasta entonces dominado por cierto estatismo. La cámara del cineasta en grúa “acariciará” la legada a ese ámbito rural, que nos es descrito como un pequeño paraíso, presentándonos al mismo tiempo al personaje más fascinante del relato. Será Sarah, encarnado por una superlativa Katherine DeMille, hija de Cecil B. DeMille, y esposa de Anthony Quinn, en su único encuentro ante la pantalla. Ella será la paciente esposa del bonachón de Charley, conservando en todo momento su dignidad, y albergando en su personalidad una extraña aura que le hace vislumbrar con antelación todas las situaciones –cuando llegue este con Davey a la casa, esta le estará esperando con la comida en el horno, pese a haberse ausentado tiempo atrás, y sin despedirse de ella-.

Ello será el inicio de una convivencia entre una familia en la que se incorporará como hijo adoptivo el muchacho. El relato siempre asumirá un tono en voz callada, sin inclinarse por el terreno de la dramatización. Así pues, pronto atisbaremos el racismo de los niños de la escuela a la que ha sido apuntado Davey, mofándose de su condición de chino –algo inhabitual de describir en el cine de aquellos años-. Sin embargo, cualquier incidencia dramática será mostrada con un tono contemplativo, y la recurrencia a elegantes fundidos en negro y elipsis, que en ocasiones tendrán una larga prolongación en el tiempo. Sin embargo, esta combinación de elementos, proporciona a sus imágenes una cadencia muy especial. Algo que permitirán los distintos elementos de un argumento que hablará de la dignidad del indio, o la necesaria llegada a la madurez del muchacho. De la oportunidad de encontrar el amor para esa joven y sensible maestra a la que Davey ha estado llevando ramos de flores todos los días. En la progresiva mejora de la vida de los Eagle. En el dolor que les produce la muerte de la vieja yegua cuando va a dar a luz. O en la dignidad que manifiesta Sarah en todo momento, rodeándole de esa aura espiritual, que sabe expresar en un hieratismo que combina con la profundidad de su mirada.

BLACK GOLD aparece pues, dentro de unos parámetros plácidos pero no por ello superficiales. Se encuentra armonizada en sus costuras, el relato de una extraña familia, en la que su inadaptación se verá transformada en aceptación, a través de la llegada del progreso, en este caso representado por la presencia de ese yacimiento petrolífero que cambiará sus vidas –impagable la secuencia que en tono de comedia describe la ira de Charley, ante la suciedad que dejará en el rancho la irrupción del petróleo-. Ese reconocimiento social permitirá la divertida secuencia de la fiesta, en la que Charley mostrará su inadaptación a la hora de ir vestido de etiqueta ¡y con zapatos!. Y dentro de ese recorrido vital, llegará el episodio más conmovedor de la película; el avistamiento de la muerte por parte del entrañable indio. Vistiendo con sus ropas tradicionales, se despedirá de su esposa, para encontrarse con la muerte en pleno campo, junto a un árbol de expresivas características. Cuando se dispone a aceptar en solitario su destino supremo, su esposa e hijo llegarán para acompañarle en sus últimos instantes, descrito con un sentido del pudor y de la emotividad, que culminará con un bellísimo travelling ascendente de retroceso. La película proseguirá con la disputa de ese derby tan deseado por Charley, a través de su nueva yegua Black Gold, que finalmente triunfará a lomos de Davey, mientras que su viuda, una vez triunfante, culmine su breve alocución ante los micros con la palabra emblemática de ese indio noble ya fallecido; Chiuaua. No cabe duda, que BLACK GOLD se inserta a partir del éxito alcanzado con THE YEARLING (El despertar, 1946. Clarence Brown), un subgénero de raíz humanista, que brindó al cine norteamericano de su tiempo una serie de títulos ligados a públicos familiares, y que en su asumida modestia por lo general, han logrado perdurar con el paso del tiempo. El casi desconocido que centra estas líneas, es quizá uno de sus exponentes más singulares y valiosos.

Calificación: 3

KID GALAHAD (1962, Phil Karlson) Piso de lona

KID GALAHAD (1962, Phil Karlson) Piso de lona

No puede decirse que al inicio de la década de los sesenta, la impronta y el nervio de Phil Karlson se encontrara en retroceso. Ahí estaban muy cercanas HELL TO ETERNITY (1960) y KEY WITNESS (Cuando el hampa dicta su ley, 1960), ambas protagonizadas por el estupendo Jeffrey Hunter, para avalar la capacidad del cineasta para tender un puente en unos modos de producción en aquel Hollywood cambiante. Es evidente que Karlson pronto iría adaptándose a ámbitos cada vez más alejados, siempre sin dejar de lado su presencia televisiva, dirigiendo episodios de algunas de las series más populares del momento. Dentro de dicho peregrinaje choca, de entrada, ver vinculado al cineasta, con la figura de un Elvis Presley, aún en el quicio de un intento por ofrecer una filmografía revestida de dignidad, y antes de descender en una cada vez más pobre sucesión de olvidables musicales. Lo cierto es que la inicialmente improbable combinación de estrella y realizador, dio como fruto KID GALAHAD (Piso de lona, 1962), remake del título dirigido en 1937 por Michael Curtiz, en el que el justamente olvidado Wayne Morris, encarnó el improvisado boxeador que en esta ocasión asume Presley. Del título de Curtiz se retoma la estructura de personajes, pero se modifica tanto el contemporáneo temporal elegido, como el aura urbana precedente, tamizada en esta ocasión por un alcance rural que, por momento, proporciona el film de Karlson ecos de Americana, presentes en algunos títulos precedentes del cantante. Y es que KID GALAHAD aparece de entrada como una producción de los hermanos Mirish, lo que quizá contribuya a dotar al conjunto de cierta frescura y, sobre todo, ese tono luminoso que aparecen en sus imágenes, a lo que no es ajena la estupenda fotografía en color del gran Burnett Guffey, logrando imprimir un atisbo de verdad, incluso en el recurso a las canciones que, justo en reconocerlo, no se encuentran presentes con demasiada insistencia en la película.

KID GALAHAD nos cuenta la llegada de Walter Gulick (Presley), un joven e ingenuo oficial del ejército a la población de Cream Valley, en la que nació, pero de la que se ha ausentado durante muchos años, y en la que se encuentran enterrados su padres. En la búsqueda de trabajo –demuestra su talento en la mecánica de coches-, dará con el recinto que comanda Willy Grogan (Gig Young), un trapisondista, aficionado a las apuestas, ahogado en deudas de juego, y empeñado siempre en una constante huída hacia adelante. Junto a él se encontrará Dolly (Lola Albright), su prometida, intentando en todo momento encarrilar la deriva suicida de su amante. Será precisamente ella la que conozca al muchacho, del que percibirá su nobleza, procurando ante todo que la imposibilidad de ofrecerle trabajo, no vaya aparejado por un rechazo sin contemplaciones. Sin embargo, la casualidad aparecerá en la necesidad en encontrar un sparring para el joven Joie Shakes (Michael Dante, el futuro pederasta de la magistral THE NAKED KISS (Una luz en el hampa, 1964. Sam Fuller)). Gulick aceptará el envite para poder lograr unos dólares, sorprendiendo a todos al demostrar la presencia de un aprovechable gancho que noqueará a Shakes. Será el detonante que atisbará el avispado Grogan, para lo cual solicitará la ayuda del veterano entrenador pugilístico Lew Nyack (Charles Bronson). A partir de ese momento, se iniciará por un lado la creciente admiración de Dolly por el muchacho, en lo que se dirimirá esa querencia de una mujer madura, habitual en los argumentos dramáticos de los mejores títulos de Presley. Sin embargo, para el inesperado púgil legará la llamada del amor con la inesperada presencia de Rose (Joan Blackman), la hermana de Willy, con quien poco a poco se establecerá una sincera relación, en la que aparecerá una propuesta de matrimonio. Su hermano se mostrará contrario a la misma, pero tendrá más importantes motivos de preocupación, al ser vigilado en todo momento por los componentes de un gang, que le recuerdan su turbio pasado, y el deseo de cobrar sus deudas. Será algo que controlarán agentes de la Ley, y que angustiarán a alguien que hasta ese momento no ha reflexionado sobre lo peligroso de su comportamiento. Mientras tanto, las facultades de Gulick y su fama irán creciendo, aunque el joven no desee prolongar su unión con el boxeo, más que efectuar un combate que le sirva para lograr un beneficio económico que le permita establecer un futuro al ser socio de un viejo taller mecánico de la población, y compartirlo con Rose. Como es previsible, la confluencia de dichas subtramas permitirá un dramático combate, en el que Walter estará a punto de ser noqueado y, con ello, frustradas las esperanzas de la población, que han apostado en masa por él.

No se puede decir que el argumento de KID GALAHAD sea un dechado de originalidad. Tampoco lo pretende, e incluso suaviza el alcance dramático con el que concluía la película de Curtiz, en la que al final moría asesinado el personaje que allí encarnaba Edward G. Robinson, mientras que aquí Gig Young logra la absolución de su chica. Pese a esta querencia por el Happy End, lo cierto es que unido a la eficacia de su narrativa clásica, en sus mejores momentos, el film de Karlson funciona bastante bien como melodrama, en todas las secuencias en las que Presley interactúa con la Albright, estableciéndose entre esta última y el muchacho una sincera comprensión, o la complicidad que se alcanza entre el actor y cantante y la Blackamn, llegando a entonar canciones junto a ella, donde la actriz parece emerger de su personaje para desplegar una inusual química con Presley. Esa extraña complicidad, aparecerá en la secuencia en la que ambos visitarán al sacerdote para solicitar las amonestaciones de cara a su cercana boda, o la bonhomía que desprenden los vecinos de la población, marcando unos ecos de sinceridad que, por momentos, parecen retomar ecos del cine de Henry King o incluso Leo McCarey. Sorprende dicha circunstancia, máxime cuando nos encontramos ante una película filmada por un cineasta que abordó la violencia y la tensión en la pantalla como pocos. Sin embargo, Karlson no desaprovecha la ocasión para mostrarla. Lo hará soterradamente, con la mirada y el plano de detalle que describe la cojera de Lew, haciéndonos partícipes de la circunstancia de un auténtico juguete roto. Lo plasmará con pertinencia en los planos subjetivos que mostrarán con dureza los golpes que recibe Presley en los combates, con especial incidencia en el dramático combate final, filmado con un nervio y un sentido de la tensión dramática, que nos devuelve a los mejores tiempos del cineasta.

Sin embargo, con suponer la catarsis del relato, la necesaria redención para todos sus personajes –en los que no estarán exentos matices irónicos, sobre todo a través de sus diálogos-, no será el fragmento más memorable de la película. Este se manifestará con anterioridad en el crescendo de tensión que se producirá en la estancia de Grogan, cuando los matones que le atosigan, plantean a Lew que sabotee el combate en el que el muchacho se juega el todo por el todo. La indignada renuncia de este al soborno que le plantean, provocará que estos destrocen sus manos, en un electrizante momento servido mediante un oscuro y el off narrativo, finalizando el angustioso episodio con la llegada de Grogan y la inesperada aparición de Gulick, que noqueará a los extorsionadores.

Calificación: 2’5

THE BROTHERS RICO (1957, Phil Karlson)

THE BROTHERS RICO (1957, Phil Karlson)

Rodada en medio de un periodo de especial inspiración dentro de la trayectoria de Phil Karlson, THE BROTHERS RICO (1957) se inserta tras la excelente THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955) –quizá su obra más perdurable- y GUNMAN’S WALK (El salario de la violencia, 1958) –una atractiva y vibrante aportación al western-. Lo cierto es que la película que ocupa estas líneas queda descrita como una extraña mixtura entre ambos títulos, en la medida que THE PHENIX… mostraba la ruptura de la cotidianeidad de una comunidad urbana –y, en concreto, de la familia protagonista- y GUNMAN’S… incidía en el contexto de una familia conflictiva y enfrentada entre sus diferentes componentes. Sea o no casualidad –no creo que un director como Karlson, dependiente de lo que se le ofrecía, tuviera siquiera la posibilidad de establecer las líneas vectoras de su obra- más parece, por el contrario, que en su condición de asalariado de la Columbia, el estudio decidiera encomendarle –como era habitual por otra parte en todas las majors de Hollywood- aquellos encargos que podían gestarse acordes a su personalidad. En este sentido, lo cierto es que el acierto es indudable, ya que sin ser una obra que sobrepase un determinado nivel, cierto es que nos encontramos ante una propuesta que se entronca dentro de la línea que la Columbia auspiciaba dentro del noir. Es decir, títulos revestidos de un sello especial en su configuración visual, caracterizados en un menor contraste fotográfico con las aportaciones al género de otros estudios, dotados de una extraña elegancia, cierta melancolía y un fondo sonoro cuidado. Serán referentes en los que intervendría en ocasiones un cineasta como Richard Quine, pero a los que Karlson aportará de forma especial un resultado atractivo con esta adaptación de la novela del escritor francés George Simenon en su andadura norteamericana. Lo cierto y verdad es que THE BROTHERS RICO brinda al espectador esa doble lectura inserta en el buen cine policíaco, en la que una visión suplementaria proporciona un marco desencantado de esa nueva sociedad USA, que pese a su apariencia de progreso no solo puede desembarazarse de elementos atávicos, sino que quizá incluso plantea la posibilidad de que dichos aspectos, en realidad sean síntomas de una sociedad enferma, a poco que se escarbe en la superficie, cómoda y pulida, que ofrece su fachada.

La película se inicia con la personalidad que le proporciona el bellísimo tema musical de George Duning -¿Cuándo se hará justicia a la maestría que Duning brindó como compositor cinematográfico?-, envolviendo esos sencillos títulos de crédito insertados sobre una pintura sencilla y al mismo tiempo inquietante, prediciendo esa ruptura en la cotidianeidad que se planteará dentro del matrimonio Rico. Es una pareja acomodada formada por Eddie (un excelente Richard Conte) y su esposa Alice (Dianne Foster). Él es propietario de un negocio de lavanderías. Un hombre próspero que ha dejado atrás un pasado turbio como contable del oscuro Sid Kubik (magnífico Larry Gates), cabeza de una organización delictiva. La cámara de Karlson describirá con apenas pocos planos la elegante cotidianeidad de la pareja protagonista, mostrándonoslos en unos picados y anunciando ese elemento de ruptura de la vida familiar que han logrado sobrellevar como pareja. Apenas una llamada supondrá para Eddie un indeseado pero inevitable “retorno al pasado”, evidenciando en ese preciso momento la fragilidad sobre la que se sustenta ese ámbito de normalidad. Muy pronto se mostrará la situación real del matrimonio al escenificarse sus carencias afectivas, quizá centradas en la incapacidad –no se sabe por parte de quien- para tener un hijo, que van a sustituir por esa cercana adopción de un niño –Eddie prefiere un pequeño-. A partir de la llamada de Kubik esa normalidad quedará violentada, al proporcionar sin que nuestro protagonista lo sepa, una auténtica trampa mortal al contexto de esta familia de origen italiano, representada además por Gino (Paul Picerni) y Johnny (James Darren), sus dos hermanos menores, así como la madre de todos ellos (Argentina Brunetti). En realidad, lo que ofrece THE BROTHERS RICO es una mirada sobre esa sociedad enferma, beneficiada por la singularidad de su expresión en una serie de marcos geográficos que sirven para conformar esa visión de conjunto de la colectividad norteamericana. Así pues, el film de Karlson –ayudado por el soporte dramático brindado por Lewis Meltzer, Ben Perry y el no acreditado Dalton Trumbo, utilizando el referente literario de Simenon- se inicia en el lujoso contexto de Florida en el que reside el matrimonio Rico, pero la oportunidad que brinda la peripecia dramática de Eddie, nos permitirá introducirnos en diferentes marcos urbanos e incluso rurales, trazando de modo indirecto esa visión de conjunto que, a fin de cuentas, emergerá como su atractivo más notable. El drama que sufrirá un hombre reinsertado que no podrá pasar página de su pasado, al mismo tiempo permitirá que esos años vividos al margen del siniestro entorno de Sid -que casi fue alguien de su familia; la matriarca de los Rico salvó a Kubik de una muerte segura, aunque quedó herida por ello-, le han impedido apreciar la trampa que este le ha preparado.

Sin embargo, su peripecia personal que en el fondo llevará un señuelo de muerte, nos permitirá asistir a diferentes contextos, proporcionando esa mirada de diversidad antes señalada. Será un recorrido que permitirá por un lado la expresión del contexto acomodado ofrecido por las dependencias de Kubik en New York, la impostada amabilidad brindada a Eddie cuando le solicita que encuentre a su desaparecido hermano menor –del que en realidad teme que decida colaborar con la justicia, actuando como testigo de sus actuaciones delictivas, de las que incluso participó en una ocasión-, mientras que en una habitación contigua no deja de propiciar la tortura del hermano de Gino, el hermano de ambos. La acción pronto nos trasladará al marco en donde reside la madre y abuela del protagonista. Un típico hogar situado en un guetto newyorkinoo de resonancias italianas, en donde junto a la imaginería religiosa y cierto ambiente decadente, convivirá la presencia de esa moderna nevera o la televisión que permitirá que la muy anciana abuela consuele su mente totalmente ida, contemplando esas imágenes para ella carentes de sentido –la pantalla proyecta una película de marcianos-. Siguiendo el señuelo que en el último momento le proporciona su madre, Eddie viajará hasta una lejana localidad de California cercana a la frontera de México, para lograr dar con la pista de Johnny. El desplazamiento nos permitirá asistir a otro marco rural, pero al mismo tiempo esa trayectoria será seguida muy de cerca por los esbirros de Kubik. Mientras tanto, Eddie dejará de lado la situación a la que se enfrenta su esposa –el día de su marcha tenían que acudir al orfanato para que les concedieran ese niño tan deseado-, implicándose cada vez más en esa búsqueda, que logrará su fruto al reencontrarse con Johnny, sin que él sepa que ello supondrá su sentencia de muerte.

Llegados a este punto, la película asumirá un tinte más trágico, con episodios de tremendo dramatismo, como el que en el hotel –a su regreso del encuentro con Johnny-, permitirá descubrir a Eddie el hecho de que él mismo ha brindado la muerte a este, mientras los dos esbirros que han propiciado esta situación –uno de ellos al mismo tiempo dueño del hotel- asuman con filosofía tal situación. La plasmación del dramatismo de la situación será magnífica, posibilitando quizá los instantes más valiosos del film. Tras el aviso de Eddie a su hermano por teléfono, la cámara encuadrará a Johnny en un doloroso primer plano, asumiendo la inevitable cercanía de su muerte –pese a las insuficiencias dramáticas de James Darren-. Karlson romperá ese instante casi irrespirable, asando a un plano general dispuesto en el exterior nocturno de la casa campestre donde este residía, lugar donde será ejecutado –sin que se muestre el crimen-.

Como antes señalaba, esa variedad de marcos y contextos en los que se desarrollará la acción, esa vocación viajera que por necesidad de su guión preside THE BROTHERS RICO, será quizá la circunstancia que proporcionará a su resultado su cualidad más destacable. Ello no impide que la película no posea esa particular manera de expresar la violencia característica de Karlson, como demostrará el instante de la tortura de Gino, el ya citado episodio que concluirá con la ejecución de Johnny, en la manera con la que Eddie se desembarazará en el aseo de un aeropuerto del esbirro de Kubik que tenía que escoltarlo hasta New York, o el episodio que se desarrollará en la vivienda de la madre de los Rico, en donde el dirigente criminal y sus lugarteniente morirán por los disparos de Eddie. Unamos a ello el gusto por un diseño de producción que potencia el uso de la escenografía de interiores –el especial significado que alcanza en sus secuencias la recurrencia a fotografías que inciden en la importancia de los lazos familiares-, que tendrán en la conclusión del film un rasgo esperanzador en la existencia del pequeño hijo del asesinado Johnny, como heredero de la familia.

Pese a su innegable interés, al ritmo y la cadencia de sus imágenes, cierto es que THE BROTHERS RICO no llega a apurar las posibilidades que –entre líneas- esgrimen sus propuestas y, sobre todo, desliza ese desenlace tan apresurado como, en sus últimos planos, convencional. Es una pequeña rémora, pero en modo alguno podemos concluir con ello que no nos encontremos ante un título atractivo, digno de figurar en ese periodo tan valioso para un cineasta digno de ser rememorado.

Calificación: 3

THE PHENIX CITY STORY (1955, Phil Karlson) El imperio del terror

THE PHENIX CITY STORY (1955, Phil Karlson) El imperio del terror

Aunque resulta difícil hacer una valoración tan categórica, estoy dispuesto a afirmar que THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955) pueda ser la mejor de cuantas películas rodó el norteamericano Phil Karlson en su larga filmografía. Inserta en ese periodo de especial febrilidad de su obra, su resultado emerge empero sobre un conjunto de títulos magníficos, a partir de la voluntad demostrada por sus artífices –destaquemos entre ellos la aportación de Daniel Mainwaring y Crane Wilbur, este también en labores de investigación, como guionistas, la singularísima iluminación de Harry Neumann o el montaje de George White-. Con ellos y el equipo técnico y artístico presente en le proyecto, la Allied Artists logró apostar por una de las propuestas más singulares de un periodo ya casi tardío del cine noir, que en esta ocasión decidió de forma voluntaria huir de cualquier historia prefijada, y por contrario relatar un suceso real, vivido en la localidad que menciona el título original del film –no confundir con el Phoenix de Arizona que preludia PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-, situada en el estado de Alabama.

La voz en off de un ya establecido John Patterson (vigoroso Richard Kiley), nos describirá en sus primeros compases, la situación física y habitual de la ciudad de la que se  relata en “flash-back” la espiral de violencia que en un momento dado tuvo un insoportable clima de ebullución, al estallar las fuerza vivas de la ciudadanía en contra de las extorsiones, asesinatos y delitos concentrados en la denominada “Calle 14”, atestada de garitos de juego y todo tipo de actividades prohibidas. Este será el marco –mostrando de manera documental la dependencia incluso laboral de sus ciudadanos- en el que se irá relatando la creciente tensión vivida, hasta esos momentos sostenida de forma latente en la localidad. En THE PHENIX CITY… esta se iniciará con la conversación que mantendrá el capo de todos estos establecimientos –Rhett Thanner (ejemplar Edward Andrews, con posterioridad ligado a la comedia)- con el veterano abogado Albert L. Paterson (el siempre magnífico John McIntire). El último no aceptará situarse del lado de todos ellos, aunque en el pasado los defendiera puntualmente de algún caso. Al mismo tiempo tampoco quiere ligarse con un grupo de representantes ciudadanos que desean luchar para erradicar lo que con razón consideran una plaga para la población, A partir de ese momento, y sobre todo con la llegada de su hijo John, la localidad se sumergirá en un auténtico torbellino de horror cotidiano, con constantes y atroces asesinatos, ante los que la población poco podrá hacer, puesto que las fuerzas policiales se encuentran por completo sometidas a esta mafia local, e incluso el grupo reopositores a estos desatinos, tiene un elemento traidor en la figura de Jeb Basset (Allen Nourse), quien no dudará en trasmitir a Tanner las conclusiones y estrategias esgrimidas por sus supuestos compañeros.

A aquel espectador que más de medio siglo después de su realización, contemple por vez primera THE PHENIX CITY… estoy seguro que le impactará la personalidad propia que adquieren sus imágenes. Siendo comparable en sus logros a títulos de aquel periodo como el muy desconocido THE SOUND OF FURY (1950, Cyril Endfield), o KISS ME DEADLY (El beso mortal, 1955. Robert Aldrich), lo cierto es que la misma logra emerger por alcanzar un difícil grado de singularidad. Se trata de una cualidad que pronto advertirá el espectador, cuando de forma gradual –pero rápida- se vaya insertando una especial sensación de pathos, la realidad de una auténtica barricada de perdición, en el contexto de una ciudad tranquila que tiene todos los ingredientes para conservar su normalidad diaria. Sin embargo, ello no será así, y desde el instante en que Patterson hijo llegue allí para instalarse en el despacho de su padre, la espiral de violencia se irá acrecentando casi sin dar lugar a la tregua, dentro de esa sentencia no escrita pero conocida por todos, que señala que “violencia engendra a violencia”. Por momentos, esa tendencia casi paroxística quizá pueda parecer incluso un tanto infantil en su expresión… pero sin duda se revela con una contundencia tal, que diferencia ese estallido de furia de los modos violentos expresados en aquellos años por cineastas como Samuel Fuller o Joseph H. Lewis –todos ellos admirables y definidos por estilos complementarios pero contrapuestos. La singularidad de THE PHENIX… proviene en esa combinación de elementos documentales, en la oscuridad opresiva y casi sofocante que ofrece la iluminación en blanco y negro, sobre todo en sus secuencias de interiores –las subidas a escaleras y recintos cerrados-, y en esa sensación de absoluta impunidad en el crimen que constantemente ejecuta ese colectivo organizado de facinerosos que rodean los garitos de juego. Una espiral que no se detendrá al asesinar a la hija de Zeke Ward (James Edwards), uno de los operarios negros del garito que comanda Thanner –un instante destacado en el conocido documental realizado por Martin Scorsese, recorriendo la historia del cine USA, y en el que apenas importa que se lance a la calle una muñeca evidente simulando el cadáver, a la puerta de la vivienda de Patterson; el impacto es brutal-. A partir de esa tremenda provocación, que el entorno de Tanner han marcado como una “señal” para que desistan de su propósito de organizarse  las fuerzas vivas de la ciudad, el reguero ya jamás podrá detenerse. Se cometerá el asesinato del joven hijo de Gage –que tenía como chica a una de las empleadas de la casa de juego de Tanner- expresado en la pantalla de forma elíptica, lo que contribuirá a destacar en el espectador una sensación de desolación compartida con la que manifestará su padre, novia y el propio John en la ventanilla del hospital. Será todo ello el detonante –exonerando el crimen en un juicio con un jurado corrupto- para que el viejo Patterson, que hasta entonces no quería aceptar el compromiso de una lucha que parecía inútil contra esa organización, decida dar el paso adelante, provocando los recelos de los propietarios de la “Calle 14”. Y contra ello opondrán todas sus armas, boicoteando cualquier elemento que favorezca la candidatura del veterano abogado, dentro de un montaje de imágenes percutante y explosivo, digno de los fragmentos más coléricos del cine de Raoul Walsh. La ofensiva en contra de este –que mostrará incluso el atentado al hogar doméstico de una de las personalidades que lo apoyan, mientras se encuentran viendo a su padre y esposo ante la televisión- llegará hasta la propia jornada electoral, en donde los esbirros de Tanner no dudarán en agredir a los posibles votantes de Patterson e incluso coaccionar a otros poniendo a sus mujeres en la puerta de los colegios electorales. Puede ser que esa breve secuencia, considerada en sí misma, aparezca con un cierto alcance caricaturesco o excesivo, pero justo es reconocer que obedece a esa terrible lógica interna que preside un título único dentro del cine noir de aquel tiempo, aunque se encuentre emparentado con otros como DEADLY IS MY FEMALE / GUN CRAZY (El demonio de las armas, 1950. Joseph H. Lewis) o el antes citado KISS ME DEADLY.

Contra todo pronóstico, y pese al escaso margen de mil votos, la candidatura del veterano abogado logrará salir adelante, debido sobre todo al descuido –o ausencia de suficiente infraestructura- de los esbirros que controlan la temida “calle del pecado”-. Pese a su serenidad, Patterson intuye que su fin está cercano, aunque en su fuero interno sepa que su próxima muerte pueda servir como punto de inflexión para la necesaria regeneración de la zona. La plasmación visual del asesinato de Patterson será aterradora, dominada por la oscuridad de la noche, el uso de las sombras, el primer plano de este ensangrentado y caminando ya casi cadáver, o los gritos horrorizados de la joven Ellie (Kathryn Grant) –la novia de Gage, quien desde el momento de su asesinato se sumó a la cruzada contra Tanner, transmitiendo información desde su trabajo en el negocio de este-. A partir de la muerte de Patterson, se producirá la disquisición moral alentada por una población que no duda en clamar venganza. Y es a partir de ese momento, cuando THE PHENIX… se desmarca de las tesis pesimistas –y, por ello, más creíbles- que unos años antes asumía el ya citado THE SOUND OF FURY, inclinándose por una visión positiva de la acción y la fuerza de la comunidad, así como el respeto de las leyes. Pero no por ello sus imágenes dejarán de descender a un abismo de horror y catarsis en la violencia, que marcará el asesinato de Ellie –merced a la traición que ofrece el despreciable Jeb Bassett (Allen Nourse)-, la paliza que se produce en el lugar donde esta es localizada –la modesta vivienda de Zeke y su esposa-, o la lucha casi hasta la muerte de un exasperado John contra Tanner, secuencias todas ellas que sin lugar a duda se pueden destacar entre las más violentas del cine USA de aquella década. No era habitual, pese a encontrarnos en un periodo cinematográfico marcado por dichas características dentro de su género, encontrarse con episodios tan descarnados, tan a flor de piel, como los que presentan la parte final de la película, adquiriendo una contundencia tal que nos retrotrae a aquellas que se desarrollaron en “El Valle de la Muerte” de la lejana y admirable GREED (Avaricia, 1924. Erich Von Strohëim). Solo por esos minutos en los que cualquier asidero racional e incluso ético parece desvanecerse, en esa pelea en las orillas del río entre el hijo de Patterson y el magnate del lado oscuro de Phenix, el film de Karlson debería engrosar cualquier antología del cine policíaco – social que se precie. La virtud de esa conclusión paroxística –que asemeja el título que nos ocupa al planteado por Don Siegel en THE INVASION OF THE BODY SNATCHER (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956. Don Siegel) –no debe ser casualidad la cercanía en el tiempo de ambas y la presencia de Mainbaring en ambas-, es que se sitúa como conclusión a una película que discurre con un extraordinario sentido de la progresión dramática, que nos permite incluso disculpar la aparentemente superficial presencia de esa canción que se inserta en sus primeros minutos. No importa. Es uno de los pequeños lunares que se puede esgrimir a una de las más rotundas singularidades que brindó el cine policial de su tiempo. Un film provisto de una dureza casi mineral en algunos de sus tramos, y que al tiempo que mostrar quizá como ningún otro título de su filmografía, la manera en la que Phil Karlson expresaba la violencia, logra hacer creíble esa dualidad existente en el ser humano, capaz de lo mejor y lo peor incluso dentro de un contexto en el que se daban todos los elementos para poner en práctica la normalidad cotidiana. En definitiva, una nueva manera de poner en evidencia las grietas de una sociedad que en aquellos tiempos vivía en carne propia las consecuencias de la “Caza de Brujas” maccarthysta.

Calificación: 4

5 AGAINST THE HOUSE (1955, Phil Karlson) [Cinco contra la banca]

5 AGAINST THE HOUSE (1955, Phil Karlson) [Cinco contra la banca]

Que Phil Karlson es uno de los indiscutibles popes de la serie B norteamericana, es algo indiscutible. Que en su obra se da cita una notable versatilidad en los géneros abordados, deviene otro auténtico axioma. Pero al mismo tiempo justo es reconocer, que aunque en su filmografía se dieran cita logros en géneros no demasiado frecuentados por su parte –GUNMAN’S WALK (El salario de la violencia, 1958) en el western, HELL TO ETERNITY (1960) en el bélico-, no es menos cierto que su trayectoria acusa una lógica irregularidad, teniendo su más alto grado de interés en una serie de policíacos rodados durante la década de los cincuenta. En dicho ámbito de dan cita títulos caracterizados por una especial textura y rugosidad, caracterizando a Karlson por su originalidad visual y el especial trazado de sus personajes, integrándose todos ellos –que van de 99 RIVER STREET (Calle River 99, 1953) a THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955)- de forma obligada en cualquier antologías del cine policial o el noir en aquel periodo. 5 AGAINST THE HOUSE (1955) podría en apariencia insertarse con presteza dentro de ese periodo dorado de la obra de Karlson. Su inclusión dentro del subgénero de “atracos perfectos”, le permitiría con facilidad dicha acepción. Y sin embargo, y aunque en su conjunto resulte un film más o menos atractivo, no seríamos justos si incluyéramos sus potenciales cualidades, dentro del cesto de los logros mayores de la obra de este cineasta atractivo, e incluso apasionante en sus mejores exponentes –para ello, solo hace falta señalar que el título que rodaría a continuación, sería uno de los mejores de su obra, el ya citado THE PHENIX CITY STORY-.

Un grupo de cuatro compañeros estudian juntos en una universidad que les proporciona una serie de ventajas para proseguir en una labor docente que, de otro modo, les hubiera sido vedado por su edad. Ellos son Al (Guy Madison), líder natural del grupo, Brick (Brian Keith), de atormentada personalidad tras su presencia activa en la Guerra de Corea, y necesitado de cuidados psiquiátricos, Roy (Alvy Moore) y Ronnie (Kerwin Matthews), ambos caracterizados por suponer los vértices amables del grupo y, en especial el segundo, proceder de una acaudalada familia. Todos ellos viajarán hasta Reno (Nevada), donde disfrutarán de un acercamiento a los casinos, contemplando en el recinto un frustrado asalto, que albergará en Ronnie la posibilidad de auspiciar un atraco, planteándolo no a partir la necesidad económica de llevarlo a cabo –especialmente en él, que cuenta con un entorno familiar de gran riqueza-, sino en las posibilidades de trasgredir las casi inviolables medidas de seguridad que existen en dichos recintos. Junto a esta iniciativa, que Ronnie irá planteando a todos sus compañeros –con la excepción de Al-, este último volverá a encontrarse con Kay (Kim Novak), la cantante de un club, a quien finalmente convencerá para casarse con él e iniciar una nueva vida. El grupo se trasladará hasta Reno en una caravana –sin saber los dos prometidos cual es su verdadero destino-, mientras poco a poco Brick irá ofreciendo crecientes muestras de su carácter inestable, y Ronnie enseñe a sus compañeros el ingenioso artefacto que ha confeccionado para lograr llevar a buen término el asalto –en el que incluso señalará la oportunidad de devolver el botín una vez logrado-. La calculada fórmula planteada irá aparejada a obligar a Al a que participe –amenazado por Brick-, y que este, en última instancia resulte efectivo. Sin embargo, en un momento determinado el guardia de seguridad amenazado –encarnado por el conocido secundario William Conrad-, actuará no de la forma prevista, desmontándose todo el plan urdido, y cuando los asaltantes –disfrazados de vaqueros-, ya huían con el botín alcanzado.

El gran problema, bajo mi punto de vista, de 5 AGAINST THE HOUSE –con guión de Stirling Silliphant, William Bowers y John Barnwell, además de una no acreditada e insólita participación del gran Frank Tashlin, basado en una historia de Jack Finney-, es el hecho de que Karlson no era el realizador más adecuado para llevar a cabo un producto de estas características. No se me entienda mal. Este asume las tareas con profesionalidad y no pocos buenos momentos, estos especialmente centrados en su parte final, donde el componente de tensión es más acusado, o en aquellas secuencias donde el matiz de violencia –especialmente representada en la figura de Brick-, se sitúan en un primer grado. Pero la realidad es que 5 AGAINST… es un producto policíaco, por así decirlo, marcado con un marchamo de cierta elegancia, que se alejaba por completo de la dureza y aspereza característica del mejor cine de nuestro realizador. Producido por la Columbia, e iniciado con la presentación de sus personajes en medio de una elegante partitura de George Duning, el primer realizador que me viene a la mente, y estoy seguro hubiera proporcionado al proyecto la temperatura que este finalmente no llega a alcanzar, es sin duda ese Richard Quine que por aquellos años filmaba la atractiva PUSHOVER (La casa 322, 1954). Es muy probable que el realizador de BELL BOOK AND CANDLE (Me enamoré de una bruja, 1958) hubiera presentado de la misma manera a Kim Novak –encuadrándola en primer plano en penumbra antes de iniciar la interpretación de una canción-, o igualmente hubiera prefigurado ese momento de planificación que todos señalan inspiró el futuro encuentro de Dustin Hoffman y Anne Bancroft en THE GRADUATE (El graduado, 1967. Mike Nichols). Es más, conociendo la capacidad que Jacques Tourneur manifestó dos años después para integrarse dentro del noir del estudio de Harry Cohn con su estupenda NIGHTFALL (1957), estoy convencido que el gran maestro francés hubiera conferido a este planteamiento argumental su indiscutible personalidad.  En todo caso, ambos se hubieran sentido algo más a gusto que un Karlson al que los perfiles –por así decirlo, “pulidos”- que presenta esta película, no le permiten explorar en la pantalla las mejores virtudes de su cine, directo, duro y percutante. Le sucedió con su película precedente, TIGHT SPOT (En un aprieto, 1955), también para la Columbia y contando con Brian Keith, de la que conservo un lejano recuerdo, en el que destacaba su relativa teatralidad. Es por ello que pese a encontrarnos ante un producto solvente, este no queda demasiado bien parado a la hora de perfilar sus principales personajes –aunque estén encarnados por un cast bastante adecuado, excepción hecha del para mi horrible Alvy Moore-, y esa señalada patina de elegancia no esté expresada con demasiada convicción. Por fortuna, Karlson logra echar el resto en aquellos momentos en los que se pone de manifiesto su destreza con el cine de acción. Son secuencias como las que tienen como principal referente a Brick, la resolución del atraco –con un ingenioso artefacto que simula la presencia escondido de una persona-, o esos minutos finales desarrollados en un elevador de vehículos, en donde se descarga la tensión acumulada en el relato, culminando con la rendición del desequilibrado Brick por la mediación de Al, cuando este último le evoca ese pasado cercano cuando el primero salvó la vida al segundo. Se trata de una dolorosa, vibrante y al mismo tiempo elegante conclusión, para un título estimable, aunque no pertenezca a lo más valioso legado por uno de los hombres que en el cine de los años cincuenta, desarrolló una filmografía tan interesante como aún escasamente reconocida.

Calificación: 2’5

THEY RODE WEST (1954, Phil Karlson) [Rumbo al Oeste]

THEY RODE WEST (1954, Phil Karlson) [Rumbo al Oeste]

La versatilidad –y eficacia- que desprende la filmografía de Phil Karlson, tuvo también su marco propicio incluso en el periodo de su obra por el que es más recordado –sus títulos policiacos-. Cierto es que al socaire de estos se encuentran exponentes de otros géneros de notable valía, pero a fin de cuentas el nervio vector de lo mejor de su cine se centra en conflictos tensos y violentos, que si bien tuvieron su marco de expresión más adecuado en el noir, también lograron imbricar algunas poderosas muestras del género bélico o el western. De este último género es THEY RODE WEST (1954) –jamás estrenado en nuestro país, aunque emitido en pases televisivos con el poco original título de RUMBO AL OESTE-, propuesta como una modesta aunque moderadamente atractiva producción, que engrosa la implicación de la Columbia dentro del cine del Oeste. Lo importante de su enunciado, más allá de su directa inclinación dentro de una ya abierta tendencia dentro del género hacia la temática pro india, es la singularidad que presenta su base argumental, en la que destaca la participación del habitual guionista fordiano, Frank S. Nugent –compartiendo los créditos con DeVallon Scott-. En teoría, la película de Karlson –de la que nunca se desprende esa condición de ser un producto más o menos de serie, dentro del lote que el estudio de Harry Cohn dedicaba al western-, se centra en la circunstancia que se produce cuando el viejo y poco dotado doctor de un fuerte de la caballería, deja morir a uno de los oficiales al no saber efectuar una operación, cuando un indio lo hiere con una flecha en una pierna. Informado el estado mayor de esta carencia –que parece se trata de algo que viene de tiempo atrás con otros incapacitados galenos-, de forma imprevista el recinto militar recibirá la visita de un joven, educado y bien parecido dr. Allen Seward (el muy atractivo Robert Francis, un buen galán, que murió pocos meses después en un trágico accidente de avioneta). Tras esa apariencia que contrasta de forma rotunda con la que ofrecen el conjunto del personal del destacamento, al tiempo que agradar a las escasa féminas que lo pueblan –especialmente la sobrina del coronel Ethan Walkers (Onslow Stevens); Laurie (Donna Rees)-, Seward se encontrará un panorama desolador para ejercer la medicina. La enfermería se encuentra en un estado lamentable, los utillajes de operaciones están oxidados, y carecen de medicinas adecuadas. Poco a poco logrará que el recinto se vaya adecuando a sus cometidos, pero en su entrega absoluta a la profesión a la que sirve, el doctor recién llegado no dejará de impresionarse cuando inspeccione las reservas indias de los kiowas. En ellas detectará la extensión de la fiebre malaria, debido sobre todo a estar instalados sus recintos en tierras bajas. Pese a sus requerimientos no logrará hacer convencer s sus superiores de la necesidad del cambo, forzando desobedecer las órdenes militares que le rodean, ayudando a los indios residentes en estas reservas –ayudado de manera especial por la fascinación que le ofrece la mestiza Manyi-ten (May Wynn). Sin él pretenderlo, la tensión que Seward ha provocado entre sus superiores se trasladará en el seno de las tribus indias, produciéndose la unión de los kiowas –de costumbres más pacíficas- con otras más violentas, y con ello levantando a todos ellos en contra del destacamento atrincherado en el fortín. Pese a la grave situación, el joven logrará interceder ante los responsables de los kiowas, haciéndoles ver la necesidad de la paz, aunque un incidente de última hora ponga en peligro ese deseado equilibrio.

No cabe duda que THEY RODE WEST se inserta en el ya señalado marco de producción casi serial, que de todos modos proporcionó al cine del Oeste títulos quizá no inolvidables pero en su conjunto sumamente agradables. Este es uno de ellos, pese a que ciertos tópicos emanen de su argumento, y Karlson se vea forzado a trasladarlos a la pantalla sin lograr subvertir los mismos; simplemente tenía que atender a su condición de eficaz narrador asalariado del estudio. Es por ello que junto a la tópica presencia de dos candidatas al amor del apuesto doctor –Lauire y Manyi-ten-, la conclusión le haga reunirse con la primera de ellas-, dándose la mano este perfil convencional con una resolución vibrante de todas las secuencias de acción –los tiroteos de acoso de los indios al fuerte; las cabalgadas, en especial aquella que acosa a Seward y uno de sus superiores, resuelta con admirable sentido de la tensión-. Junto a ello no puede faltar esa visión sensible de la problemática india, sin por ello omitir la dualidad que se plantea en ese colectivo relegado por los blancos en la lejana creación de los Estados Unidos. Y es que THEY RODE WEST está rodeada de dualidades. A la ya señalada de las dos pretendientes del teniente, y esa contraposición entre dos modelos de pensamiento entre los propios indios, subyace sobre todo el gran tema del film, que a mi modo de ver representa la lucha de un hombre civilizado por conectar con un modo de vida que –a tenor de lo que su figura representa-, ya se encuentra a punto de ser fruto del pasado. Cierto es que la película no incide en la medida que permitía ese planteamiento, y esa eclosión de dos mundos; uno que tarde o temprano se impondrá, representado en la cultura y la educación, y otro en las armas, la lucha y la confrontación, es quizá una oportunidad perdida para que esta modesta pero eficaz propuesta hubiera logrado un mayor grado de contundencia. Quizá sea pedir demasiado a un producto que puede demostrar sus cualidades dentro de unos márgenes bastante limitados, pero no por ello deja de resultar interesante anotar dicha percepción.

Ya en un terreno secundario, no dejará de ponerse en tela de juicio el machismo nada soterrado de los soldados que viven la cotidianeidad de su labores, mirando con notable desprecio los buenos modales esgrimidos por Seward, y en el fondo envidiando el magnético atractivo que desprende no solo su aspecto físico, sino precisamente esa ausencia de rudeza. THEY RODE WEST no deja de aportar aspectos de índole humorística, como la complicidad establecida entre el joven doctor y su veterano ayudante –hilarante el momento en el que el segundo contempla la apostura que luce el primero al vestir el traje de oficial por vez primera-. Incluso llegando a introducir en sus momentos más cruciales un grado de desolación compartida, cuando el mando ordena a los soldados que se encuentran enfermos de malaria, que pese a su extrema situación hagan ademán de luchar para evitar que los indios adviertan sus debilidades. Aspectos como este, o la llegada a la puerta del fuerte del regimiento totalmente diezmado, son algunos de los instantes más valiosos de esta estimable propuesta, que si bien en algunos términos queda escorada en los caminos más conocidos del género, cierto es que esgrime cierta originalidad a la hora de abordar un elemento poco tratado en cine del Oeste –la necesidad de una higiene y unas mínimas condiciones médicas-, bajo la cual expone, aunque sea con demasiada timidez, ese contraste de mundos que, tarde o temprano, transformaría las costumbres del conjunto de la nación americana en su periodo de formación.

Calificación: 2’5