Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Basil Dearden

SAPPHIRE (1959, Basil Dearden) Crimen al atardecer

SAPPHIRE (1959, Basil Dearden) Crimen al atardecer

Si a finales de la década de los cincuenta, el cine norteamericano abordó la presencia latente del racismo en su aparente sociedad de progreso, en la obra maestra de Douglas Sirk IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959), el de las islas hacía lo propio acogiéndose a los estilemas del género policíaco, que tantos magníficos exponentes había brindado a las pantallas, asumiéndolo para ello uno de los grandes especialistas del mismo en Inglaterra; Basil Dearden. Fruto de dicha apuesta es SAPPHIRE (Crimen al atardecer, 1959), que podría considerarse como uno de sus mejores apuestas dentro de esta vertiente, si no hubiera que concluir en el equilibrio que adquiere el conjunto de la aportación del cineasta al cine policial, desde que en 1950 puede decirse que consolidara la misma con THE BLUE LAMP (El farol azul).

Desde el primer momento, sabemos que SAPPHIRE alberga algo de apólogo emocional. Ese lanzamiento inesperado de la joven asesinada, en cuyo alrededor girará el conjunto del relato. La propia configuración de los títulos de crédito, con los trazados rectos que parecen violentar la cotidianeidad de una simple investigación y que tendrán su continuidad en el estallido de color, provocador de esa personalidad oculta de la asesinada, bajo la cual se dirimirá esa mirada demoledora desplegada por Dearden y su equipo argumental, a la hora de describir las costuras ocultas de una Inglaterra en apariencia apacible y acogedora, encubriendo una vez más una mirada despreciativa en torno a todo aquello que sobresalga de una supuesta normalidad. No es este el primer policiaco británico que utiliza el color –recuerdo, sin ir más lejos, el de la magnífica LOST (Secuestro en Londres, 1956. Guy Green)-. Sin embargo, no me imagino esta película en blanco y negro, por mayor que fuera el cuidado y el contraste que revelara su iluminación. La película propone una mirada globalizadora de la que no se escapa casi nadie, que se extiende a los ámbitos más sórdidos, pero que se manifiesta con similar virulencia –encubierta, eso sí, bajo los buenos modales- en una sociedad que no ha logrado sobresalir de los prejuicios de clase que caracterizaron su evolución como pueblo.

Y todo ello emergerá a partir de la prosaica investigación sobrellevada por el superintendente Hazard (Nigel Patrick) y el joven y arrogante inspector Learoyd (Michael Craig) –en la que no se observará recurso alguno al flashback, optándose siempre por una narración lineal o el recuerdo de hechos a través del testimonio oral de los interrogados-. Muy pronto, tras encontrarse el cadáver en la asesinada en Hampstead Hearth, irán avanzando en unas pesquisas que se adivinan rutinarias, y que de inmediato centrarán su interés en el ámbito de la familia Harris, en la cual su joven hijo David (Paul Massie) se encontraba a punto de casarse con la muchacha. Las pesquisas revelarán con rapidez que Sapphire en el fondo era negra –de madre blanca-, decidiendo ocultar su condición al objeto de ser más aceptada entre la sociedad londinense que le rodeaba. De manera paulatina pero incesante, los dos investigadores irán profundizando en las entrañas de una sociedad clasista y discriminadora, que podemos detectar en el universo familiar de los Harris, donde conocían –al parecer muy pocos días antes del crimen- la auténtica raza de la prometida de David, aunque este nunca ocultara su devoción hacia la asesinada. Algo oculto aparecerá en el contexto de un microcosmos familiar típico y de entrada perfecto, pero en el que las miradas y la propia planificación de Dearden, ubicando estratégicamente los actores en el encuadre, dejarán entrever un clima malsano, en el que todos sus componentes, tanto David –la secuencia a la que acude al lugar del crimen en la búsqueda de lo que luego será una inocua pieza de madera-, como ese padre inflexible –Ted (Bernard Miles)- empeñado en proporcionar a sus hijos lo que él cree mejor para ellos, sin pararse a pensar en lo que en realidad desean estos para su futuro. O esa madre (Olga Lindon) condescendiente, verdadero nudo de unión de la familia, con su capacidad para atisbar de verdad o fingimiento en la actuación de todos ellos. O, finalmente, en la sufrida Mildred (la siempre excepcional Yvonne Mitchell), la hermana mayor, acomplejada en todo momento por un marido que no ha atendido las obligaciones familiares, prefiriendo hacer la vida de marino.

Se trata de un cuadro desolador, aunque el planteamiento de SAPPHIRE no se detiene ahí. Aparece en el propio y soterrado racismo que impregna las manifestaciones y miradas y actitudes en segundo término de Learoyd. En la actitud de la casera, que hasta su muerte siempre consideró positivamente a Sapphire, aunque tras su asesinato preferirá incluso no recibir la mensualidad de alquiler que esta le debía, al ser visitado por el hermano negro de esta. El alcance de la mirada reprobadora del film de Dearden asume su decidida complementariedad, al mostrar el reverso de ese racismo, plasmado también en aquellos negros -como el joven sospechoso interrogado- que demostrarán su odio tanto a los blancos como los mestizos –de ahí que finalmente abandonara a Sapphire-. O en las peleas y rivalidades que se establecen entre los distintos grupos de negros, hacinados como ese pobre grandullón en una casi infrahumana morada, o demostrando su inclinación hacia la sensualidad desenfrenada en angostas salas de baile –en donde el joven inspector por momentos se dejará llevar por ese hipnotizante ritmo afroamericano-.

La globalidad en la propuesta de SAPPHIRE se extiende incluso a esos pequeños gemelos, hijos de Mildred, a través de cuyas inconscientes manifestaciones comprobaremos el rechazo que ha generado la familia con rapidez, al conocerse el crimen y la implicación accidental de los Harris. Todo ello descrito por medio de la atonalidad de una crónica sin sorpresas, en la que el regusto documental aparece en todo momento a través de escenarios exteriores e interiores desprovistos de todo glamour. Se respira a humedad, a parques no todo lo cuidados que debieran pese al verdor de Londres. A miradas en un segundo término, a corralones como el de la familia Harris, que encubren objetos comprometedores. La película adopta la dualidad de un whodnuit pero alcanza un enorme grado de acierto en su creciente densidad dramática, hasta el punto de quedar en un segundo término la oscilación de las sospechas entre su fauna humana, deteniéndonos por el contrario en la psicología de sus personajes, que adquieren un extraño grado de veracidad, en parte por la implicación de un espléndido cast, y también por la gradación maestra que Dearden implica en la alternancia de momentos pretendidamente fuertes, con detalles cotidianos. Gestos que no delatan en apariencia una alteración alguna –esa muñeca agitada por el hermano de Sapphire, que será la base de la resolución del caso-. Más allá de su aparente –y ajustado- carácter de denuncia racial –que se prolongaría en el cine inglés con FLAME IN THE STREET (Fuego en las calles, 1961. Roy Ward Baker)-, incorporará en su base dramática aires directos del Free-. Sin embargo, esta una de las mejores cintas de Dearden, despliega una mirada global en torno a una sociedad enferma de prejuicios, que quizá en su argumento solo aparece como el resultado de una investigación, pero que profundizará en la entraña de un mundo de superficial placidez, en el que solo podremos destacar la visión revestida de lucidez –quizá debido a toda una vida contemplando lo más sórdido de la condición humana-. Es por ello que tendrán especial emoción esa ruptura que aparece entre Hazard y el hermano de la asesinada, en frontal plano contraplano, mostrando una comprensión entre dos personajes por completo inhabitual en un argumento donde los prejuicios aparecen casi por las esquinas. En el gesto final de Learoyd de dar la mano al mismo hermano negro, rompiendo la frialdad que había guiado su comportamiento hasta entonces. Quizá todo lo que haya contemplado en este caso, haya posibilitado la llegada de una madurez, hacia un ser hasta entonces dominado por los prejuicios. SAPPHIRE culminará con un diálogo demoledor entre Hazard y su joven pupilo. “Hemos resuelto el caso” comentará Learoyd, y oponiéndole el veterano superintendente “Solo hemos encontrado las piezas”. Demoledora conclusión en una película que culmina con una extraña y amarga concesión a la esperanza.

Calificación: 3’5

I BELIEVE IN YOU (1951, Basil Dearden & Michael Relph)

I BELIEVE IN YOU (1951, Basil Dearden & Michael Relph)

Sorprende contemplar en el seno de la producción de la Ealing, una película como I BELIEVE IN YOU (1951, Basil Dearden & Michael Relph) –este último habitual productor de Dearden, y director de otros tres títulos posteriores más-. Una propuesta que desde su aparente modestia emerge con grandeza, ya que su ámbito argumental plantea la perspectiva de la base dramática propuesto por los propios Dearden y Relph, unidos a Jack Whittingham, tomando como referencia la historia de Sewell Stokes. Este contexto aparece en definitiva como una mirada global, que podría trasladarse a cualquier ámbito espacio temporal, sin que su vigencia pierda un ápice. Es decir, que nos encontramos con una película en la que el espectador, puede encontrar lo que yo denomino ‘la vida’. Es algo que se produce tan de tarde en el cine, que por ello no dudo en considerar esta poco conocida película, entre las cumbres del cine de su tiempo –no solo el de las islas-, por la capacidad que alberga de ofrecer una mirada global en torno al conjunto de la sociedad, centrada en esos hombres y mujeres que se encuentran al margen de la misma.

I BELIEVE IN YOU, como otras producciones británicas, se inicia y concluye de similar manera. La primera secuencia será un plano de grúa que se acercará al petulante juez Pyke (Godfrey Tearle), percibiendo en sus manifestaciones un cierto desdén e ironía hacia Phipps (Cecil Parker). Sin embargo, la película culminará con un travelling en retroceso de esa misma grúa, reiterando las manifestaciones. Sin embargo, hemos descubierto que en ellas hay autentica admiración hacia este hombre, que muy pronto iniciará sus recuerdos en un flashback, ocupando la casi totalidad del metraje. La historia se remontará a un año atrás, cuando tras su retorno como oficial de colonias, Phipps percibe lo ocioso de una vida por otro lado acomodada. Por medio de su sincero relato en off, describirá como un delito cometido al pie de su vivienda, le hará entrar en contacto con Matty (Celia Johnson), una destacada colaboradora como ayudante de un juzgado, a la hora de vigilar, entre otros, a la joven Norma (Joan Collins). De manera inesperada, este se insertará en un contexto inicialmente poco adecuado para él; el del personal voluntario de ayuda a los calificados en libertad condicional. Es más, aunque sus progresos serán evidentes en sus gestiones, en ellos se verá una mirada altiva, de alguien de una clase social elevada, en torno a unos seres al margen de la cotidianeidad de la vida diaria. Esta circunstancia le causará no pocos sinsabores hasta que. en una extraordinaria secuencia, reflexione sobre la necesidad de comprender a esos seres a los que en teoría debe ayudar. Se trata del conmovedor momento en el que acepte repasar el viejo álbum de una alocada anciana, donde descubrirá que en su juventud esta fue una cotizada modelo de pintura. Ante la presencia del otro gran personaje del relato –Mr. Dove (un excepcional George Relph)-, le preguntará que busca alguien como esta mujer. Este, con la sabiduría del conocimiento del ser humano a sus espaldas, le responderá que solo quiere que le escuchen, ya que se han hecho viejos. Será un instante de asombrosa sinceridad cinematográfica. Todo un punto de inflexión para que Phipps –al que en su entorno le denominan con ironía ‘Chipps’, como en la célebre novela-, quien a partir de ese momento adoptara una sincera implicación con todos estos desplazados de la sociedad, e incluso limará las asperezas que hasta entonces mantenía con Matty.

Se acercará con afecto hacia el joven Hooker (Harry Fowler), del que conseguirá encarrilar su personalidad conflictiva, teniendo un apoyo importante en ello la relación que mantendrá con Norma. Pero en su casi permanente acción, nuestro protagonista ayudará a ese sensible muchacho, protegido por su afectada madre, que ha robado una cantidad para acudir a la feria -¿Intuición de una latente homosexualidad del joven?. Llegará a visitar a Miss Mackin (Katie Johnson), quien reiteradamente ha denunciado que sus vecinos querían envenenar a su gato, descubriendo que lo único que reclamaba esta mujer es un poco de atención –en una secuencia que podría aparecer como la base de la posterior THE LADYKILLERS (El quinteto de la muerte, 1955. Alexander Mackendrick), con actores que luego se reiterarían en dicha comedia-. A esa sensación de incapacidad para poder atender las constantes demandas de los desplazados de la ciudad, de verse sobrepasados al adentrarse por los viejos pasillos de las dependencias señaladas. Y en ella se encontrará la labor absoluta brindada por Matty, por un Phipps cada vez más consciente e implicado. Y también por el anciano Mr. Dave, del que se adivina el fin de sus días, pero que desoirá los consejos de los médicos para prolongar una vocación que aparecerá como el único objetivo de su vida. Nunca conoceremos si alberga o no familia –se presupone que no-, pero se intuye en su comprensiva actitud, la de alguien que logró en esta ingrata tarea un objetivo existencial.

En algunos de los escasos comentarios que he tenido ocasión de leer sobre esta película, se habla de la presencia de un planteamiento paternalista. No puedo estar más en desacuerdo. La propia inercia de su progresión argumental, impide por completo la querencia por un planteamiento moralista, como podrían ejemplificar las soflamas del padre Flanagan producidas en USA e interpretadas por Spender Trracy. Por el contrario, se percibe en todo momento en la película un aura subversiva, al mostrar una juventud casi sin asidero posible, que podría llevarnos a planteamientos cercanos al Buñuel de la muy cercana LOS OLVIDADOS (1950). Es más, por momentos esta película podría resultar precursora en el análisis de esa falsa caridad, que tan bien representaría el Berlanga de la posterior PLÁCIDO (1061). Sin embargo, por encima de la pertinencia y el alcance global de la mirada expuesta. De la sensación de impotencia que solo se mitigará cuando se puedan alcanzar algunos de los objetivos marcados. De la ironía o distanciación que aparecerá incluso en las ocasiones más inesperadas –el escondite de Phipps y Hooker debajo de un camión, para esquivar ser cazados por la policía-. Por encima de ello, lo verdaderamente conmovedor de esta extraordinaria I BELIEVE IN YOU, se centra en esas conversaciones ‘a dos’, donde la película logra alcanzar una insuperable y al mismo tiempo humilde temperatura emocional. Es en esos numerosos instantes, cuando el film de Dearden y Relph abandona su propia condición de representación, para adquirir una sensación de sinceridad y verdad que, por momentos, nos permite sentirnos privilegiados espectadores de situaciones irrepetibles.

Provista de un sentido de la neutralidad y una mirada por momentos casi documental. Ayudada por un conjunto de actores en estado de gracia –atención a las miradas del extraordinario Cecil Parker-, I BELIEVE IN YOU sabe encontrar siempre la oportuna inflexión, el detalle casi inadvertido que avala esa capacidad para transmitir la inflexión y humanidad con sus personajes –ese plano de Pyke en solitario, tras escuchar la dimisión de Phipps, transmitiendo su comprensión de lo que este le pide, y reconociendo implícitamente lo equivocado de su proceder previo-. Pero, sobre todo, alcanza casi el grado de logro absoluto al ofrecer una de las miradas más sinceras y dolorosas que el cine de su tiempo planteó hacia esa otra sociedad paralela, agazapada en el aparente progreso de las sociedades civilizadas, y que apenas contaba para las instituciones, debido sobre todo a su incapacidad de comprender conductas paralelas, al margen de lo establecido como adecuado. Una película conmovedora en sus pasajes más íntimos, dura en el alcance de su diatriba y, sobre todo, revestida de esa mirada cotidiana típicamente británica, aunque, en esta ocasión, imbuida de una asombrosa lucidez. Un film admirable, de obligada reivindicación, que nos reconcilia con el ser humano.

Calificación: 4

THE HALFWAY HOUSE (1944, Basil Dearden)

THE HALFWAY HOUSE (1944, Basil Dearden)

Es cierto que cuando Basil Dearden dirige THE HALFWAY HOUSE (1944), ya atesora a sus espaldas cuatro largometrajes. Entre ellos, la divertida comedia BLACK SHEEP OF WHITEHALL (1942) -codirigida por su propio protagonista, la estrella cómica inglesa Will Hay-. El título que comentamos, también cuenta con la abierta colaboración del brasileño Alberto Cavalcanti -que figura como productor asociado, aunque al parecer filmó algunas de sus secuencias-, incorporándose bajo la directa producción de Michael Balcon, en los primeros pasos de los Ealing Studios, demostrando que, en su seno, se insertaron numerosos títulos, que excedían -e incluso en muchas ocasiones superaban-, sus reconocidas comedias. Si por algo habría que destacar, esta adaptación de la obra teatral de Denis Ogden –The Peaceful Inn-, es probablemente -quizá haya algún referente más-, por abrir una veta en el estudio, a la hora de incorporar una cierta querencia por el fantastique, que se prolongaría en el cine de Dearden, con la inmediatamente posterior THEY CAME TO A CITY (1944) y, en el conjunto del estudio, con la paradigmática DEATH OF NIGHT (Al morir la noche, 1945), en donde Dearden se hará cargo de dos de sus episodios, y en la que encontraremos las firmas del ya señalado Cavalcanti, Robert Hamer o Charles Crichton.

Interesante vertiente que, salvo en el tercero de los títulos señalados, considero no se encuentra a la altura de las expectativas. No hace mucho tiempo, pude contemplar la citada THEY CAME TO A CITY, adaptación de una obra teatral de J. B. Priestley y, al mismo tiempo, no podía ocultar mi decepción, ante la que considero una de las más artificiosas obras, de un periodo dorado para Dearden. Comparada con ella, THE HALFWAY HOUSE gana en intensidad, estando conectada con unas determinadas corrientes del cine fantástico, que ondeaban una mirada más o menos cercana al hecho de la muerte. Es más, incluso dicho planteamiento, puede decirse que anima en esta película, de manera bastante singular. Y es que, al contrario de otros títulos -pienso en la norteamericana y coetánea BETWEEN TWO WORLDS (Entre dos mundos, 1944. Edward A. Blatt)-, en este caso, no se plantea un relato, articulando la presencia de una serie de personajes, encaminados ante la entrada en el mundo de ultratumba. En su oposición, la película se articula como una mirada reflexiva, en torno a una serie de seres, para las cuales el encuentro con esta extraña vivienda rural, que parece haberse detenido en el tiempo, supondrá un antes y un después, para el futuro de sus vidas. El primer tramo del film de Dearden se articula, por consiguiente, en la presentación de la coralidad de su historia. Por un lado, un joven y prestigioso director de orquesta David Davies (Esmond Knight), en las puertas de la muerte, y al cual solo le puede salvar un retiro en su vocación. También se encuentra el veterano matrimonio, formado por el capitán Harry Meadows (Tom Walls), y su esposa Alice (Françoise Rosay), bajo cuya sombra planea la muerte del hijo en ambos en pleno frente de guerra. Nos encontramos asimismo, con un matrimonio en las puertas de su divorcio -Richard (Richard Bird) y Jill French (Valerie White)-, algo en lo que su traviesa hija -Joanna-, intenta contrarrestar, haciendo que, sin ellos saberlo, los dos padres acudan por separado al mismo hospedaje. Contemplaremos igualmente una joven pareja de novios -Terence (Pat McGrath) y Margaret (Philippa Hiatt)-, él irlandés, y a punto de atender una oferta, para incorporarse en Alemania, ya que su país se ha declarado neutral en la contienda mundial. Del mismo modo, se nos describirá al ya veterano estraperlista Oakley (Alfred Dayton), o al capitán Fortescue (Guy Middleton), que acaba de salir de presión, por un delito que asegura no haber cometido. La incidencia, problemática e incluso el enfrentamiento de personajes, formalizarán un primer tramo que, a mi modo de ver, se dilata demasiado en el tiempo, revelando también la desigualdad en la importancia de todos ellos. Es cierto, que el comienzo en la figura del célebre director de orquesta, nos introducirá en el contexto atormentado de un hombre, al que le cuesta digerir su cercanía a la muerte, que le diagnostica su médico de cabecera. Sin embargo, esa especie de ronde, pronto revelará la inconsistencia de algunos de ellos, de los que cabría excluir el drama vivido por los Meadows.

Es por ello, que cuando todos acuden, sin saber que los vamos a encontrar en el mismo emplazamiento, la película parece ‘respirar’ un poco, aunque se haya consumido ya un tercio de su metraje. Será una reunión con los dos únicos habitantes de la mansión rural, comandada por Rhys (Mervyn Johns), y su hija Gwyneth (Glynis Johns, ambos padre e hijas en la vida real). Todo aparecerá revestido de agradable normalidad, pero la cámara de Dearden irá insertando detalles, que apelan a lo inquietantes de estas dos presencias. Rhys aparecerá y desaparecerá en ocasiones, como un fantasma, o se producirá el deambular de su hija por el campo, evidenciándose que no deja sombra pese a la presencia del sol. Una serie de augurios de índole sobrenatural, a los que cabrá añadir, esos inquietantes detalles que, de manera creciente, harán retroceder el entorno a un año atrás, cuando vivieron un bombardeo nazi que pudo con la vida de los dos moradores del mismo. En este compendio, como su apareciera como un precedente bélico y sombrío de ‘El valle del arco iris’, se describe esta película irregular pero apreciable, que poco a poco irá acrecentando su interés y densidad, sobre todo al saber articular esa aura fantastique, asumiendo como objetivo fundamental de su propuesta dramática; el hecho de que la estancia de sus personajes, haya servido para el futuro de todos y cada uno de ellos, pudiendo asumir el futuro de sus existencias, e incluso en aquellas relaciones que han llegado hasta ese momento, deterioradas y puestas en entredicho.

Todo ello, irá dado de la mano en la coralidad de la historia. En la interacción de todos sus personajes -esa peligrosa situación, vivida por la molesta hija de los French, junto al veterano Meadows; la frustrada sesión espiritista, que oscila en su desarrollo, entre la incredulidad, la esperanza, y un cierto tono de comedia-, THE HALFWAY HOUSE irá dejando un extraño poso. Una cierta aura de morality play, que alcanza en mi opinión su temperatura más alta, en secuencias como aquella, de carácter confesional, en la que David y Gwyneth, transmiten su cercanía con el mundo del más allá, aceptando el primero la inminencia de su muerte. O el dramatismo que alcanzarán las imágenes, que describirán la reiteración del bombardeo, en donde la tensión, la fisicidad, y su encuentro con lo numinoso, adquiere una considerable fuerza. Tras dicha catarsis, todos sus personajes encontrarán un nuevo camino a sus vidas. El joven irlandés que no veía con recelo a los alemanes, adquirirá una perspectiva reveladora sobre el peligro nazi. El matrimonio al borde del divorcio, iniciará un nuevo camino junto. Los veteranos Meadows, habrán exorcizado aquello que los mantenía totalmente separados, encarando su madurez con un nuevo destello de amor.

Limitada por ese tercio inicial, que impide una más profunda empatía con sus personajes, THE HALFWAY HOUSE aparece quizá excesivamente deudora de su ascendente teatral. Sin embargo, dentro de humildad, permite ofrecer una curiosa mirada sobre los claroscuros de la condición humana, rodada además en plena II Guerra Mundial, con el elemento de inmediatez que ello podría proporcionar a su enunciado.

Calificación: 2’5

THE MIND BENDERS (1963, Basil Dearden) El extraño caso del doctor Longman

THE MIND BENDERS (1963, Basil Dearden) El extraño caso del doctor Longman

¿Cómo podríamos definir THE MIND BENDERS (El extraño caso del doctor Longman, 1963. Basil Dearden)? ¿Cómo una propuesta de ciencia-ficción? ¿Cómo un drama psicológico? ¿Acaso un morality play, en búsqueda de la redención de su protagonista? ¿Quizá una mirada, sobre la sociedad británica de aquel tiempo, presa de una serie de temores colectivos? Honestamente, creo de nos encontramos con una película, que asume parte de todos estos, e incluso algunos otros enunciados pero, ante todo, es una magnífica propuesta, sobre la que escandalosamente sigue sufriendo el manto del olvido, rodada en la obra de Dearden, tras la no menos espléndida LIFE FOR RUTH (Vida para Ruth, 1962) y, en su configuración, plenamente conectada, con un determinado contexto de producción, que no solo se plasmada en la producción inglesa.

El film de Dearden, que parte de un guion original de James Kennaway, se inicia de manera sombría, con unos extraordinarios primeros minutos que, en su atmósfera, no dejaron de recordarme a la excepcional NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur), describiendo el semblante atormentado del veterano profesor Sharpey (Harold Goldblatt), que abandonará los salones de un club, seguido por el posteriormente conoceremos, se trata del mayor Hall (John Clements). El científico se introducirá de manera temerosa en un tren, huyendo de Londres, seguido por el militar, hasta que, en un momento determinado, y sin móvil aparente, el primero se suicide, arrojándose el tren.

Un comiendo admirable, de tensión casi irrespirable, que nos trasladará al entorno de la Universidad de Oxford, donde el veterano militar iniciará unas pesquisas, encaminada a ratificar si el suicida, se convirtió en los últimos momentos de su vida, en un traidor a su país, dado los probados y poco recomendables contactos que mantuvo. Para ello, se acercará a sus compañeros de universidad, haciéndolo inicialmente en el dr. Danny Tate (Michael Bryant), quien le llevará al que fuera fiel compañero de experimentación del desaparecido. Se trata del joven dr. Harry Laidlaw Longman (Dirk Bogarde) que, desde hace ya varias semanas, se separó de dichas investigaciones. Longman se encuentra casado con Oonagh (Mary Ure), residiendo en una sencilla vivienda, junto a sus tres hijos. La búsqueda de unas motivaciones, que pudieran decidir en el militar su inesperado giro, así como la película que Hall contemplará, advirtiendo las consecuencias de unos experimentos que efectuaba el finado, llevarán a mostrar a este el tanque en el que efectuaban esos terribles experimentos de aislamiento, al que será forzado a recrear en carne propia el mismo Longman. Con ello, intentará demostrar que, al salir del mismo, su voluntad se podrá doblegar, facilitando una manipulación mental, en la que quizá se basara el cambio de actitud de Sharpey. El joven científico se someterá a la misma, tras la cual se inocularán una serie de claves a Longman, propuestas por Tate y Hall, para probar si con ellas, logran que vea con negatividad a su propia esposa y, con ello, provocar que se pudiera manipular mentalmente al desaparecido Sharpey. En principio, parecerá que el experimento ha sido fallido, pero el paso de unos meses, y en el transcurso de una verbena campestre, en una noche de Guy Fawkes, la inesperada llegada de Hall, permitirá comprobar que el hasta entonces solicito Longman, se ha convertido casi en una bestia, capaz de maltratar psicológicamente a su mujer, que se encuentra en esos momentos a punto de dar a luz.

De siempre he considerado que, en su conjunto, la ciencia-ficción británica, adquiría en conjunto una mayor consistencia que la norteamericana -hay excepciones, que siempre se salen de la norma-, en la medida que planteaba relatos más cercanos y dominados por la cotidianeidad. Ficciones centradas en personajes creíbles, y que no necesitaban naves ni efectos especiales de especial significación, para compartir su desasosiego con el espectador, que las percibía con inquietud, al aparecer casi como palpables. En buena medida, es lo que le sucede a THE MIND BENDERS, que discurre en voz callada, sugiriendo antes que mostrando, apostando por una gama de personajes creíbles en su configuración -además de magníficamente interpretados-. Todo ello, en medio de una gradación dramática, configurada a través de una planificación impecable, que en muchos momentos, dice más de la psicología de sus personajes, que sus propias manifestaciones externas -un ejemplo, el plano subjetivo de las piernas de Oonagh, con el que se nos presenta el personaje, es una clara muestra de la atracción que sobre ella siente Tate-. Pero lo importante en el film de Dearden, reside en la capacidad para extender a lo largo de todo su metraje -ayudado por la sombría iluminación en blanco y negro de Dennis N. Coop, y la severidad del fondo sonoro de George Auric-, un ámbito de inquietud, que por un lado parece ligarse a la espesura del mejor drama psicológico -aspecto al que no es ajena, la presencia de Bogarde y, en un rol secundario, de Wendy Craig, en una película que se estrenó más de medio año antes que la canónica THE SERVANT (El sirviente, 1963)-, ligando a ello toques de suspense e incluso ciencia-ficción -recordemos el título previo de Losey THE DAMNED (Estos son los condenados, 1962)-. En algunos de los escasos comentarios que existen sobre esta película, se señala la influencia existente sobre THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962. John Frankenheimer). Sin negarlas, creo que el film de Dearden se circunscribe, a esa corriente centrada en la pantalla inglesa, que ese mismo año brindaría un exponente tan magnífico como THE THIRD SECRET (El tercer secreto, 1963. Charles Crichton) o que, en Estados Unidos, permitiría exponentes en su momento tan menospreciados y, hoy día tan de culto, como SECONDS (Plan diabólico, 1965. John Frankenheimer).

Porque si algo caracteriza esta insólita propuesta, es esa aura de desasosiego que se extiende al conjunto de su metraje. Una mirada que permite que sus personajes emerjan por encima de su perfil inicial -estos adquieren una hondura, que permiten huir de estereotipos-, y su propio director se empeñe a fondo, en un argumento en esencia bastante sencillo, en el que importa mucho la densidad que transmiten sus imágenes, para lo cual Dearden se valdrá con gran acierto, del uso de la pantalla ancha. Ello permitirá que la interacción de su reducida gama de seres, adquiera una enorme solidez, valorando pequeños gestos y miradas. O que la presencia de ese inquietante episodio, en el que Longman se sumerja en esa siniestra balsa, rompa con el punto de vista habitual, para permitirnos los comentarios en off, distanciados, de Hall y, con ello, imbuir de un aura fantasmagórica a ese pasaje. Un fragmento, que nos permitirá ese lado de morality play asumido por la película, casi como una actualización del Jekyll y Hyde de Stevenson, abierto con un plano estremecedor; el primer plano de Bogarde despertando, con el contraplano de una manada de pájaros en el cielo, y cuyo rostro adquiere casi la imagen de un muerto en vida. Aunque a continuación, se produzca un contrapunto divertido -Longman se encuentra en una camilla, en el exterior del claustro universitario, llegando a quedarse desnudo-, no será más el inicio de la deriva perversa del hasta entonces pacífico investigador, plasmado en toda su magnitud, en ese aterrador primer plano sobre el rostro de Bogarde, mirando a su esposa, dentro del coche de ambos, e iniciando una deriva de perversión psicológica, que será solapada con una tan inquietante, como aparentemente tranquila elipsis.

Y será en su fase final, dentro de ese ya señalado festejo del Guy Fawkes, cuando THE MIND BENDERS alcance la excelencia como drama psicológico, intentando el recién llegado Hall y Tate, revertir el comportamiento de Longman, y revelando asimismo la crueldad de su comportamiento, permitiendo al segundo, desahogarse ante la turbada Oonagh. Esta, sin embargo, y pese a las molestias de las postrimerías de su embarazo, y su secreta aceptación, de los desprecios vertidos sobre ella por su marido -en ese momento, se encuentra coqueteando con la frívola Annabella (Wendy Craig)-, confiará en el amor inquebrantable que siempre ha puesto de manifiesto a su marido. Y contra todo pronóstico, cuando los artífices del experimento crean que ha fracasado la reversión puesta en practica -haciendo escuchar a Longman, la grabación de los falsos comentarios que le hicieron modificar de conducta-, será en última instancia un hecho natural; la llegada del cuarto hijo del matrimonio, el que finalmente ejerza como catarsis, y retorno a la normalidad de sus relaciones. Un parto que tendrá que practicar Longman a su esposa, en el interior de la barcaza habilitada como vivienda por Annabella, en unos minutos intensos y llenos de autenticidad cinematográfica, en los que tanto Bogarde como, sobre todo, Mary Ure, den toda una lección de coraje interpretativo. Será una apuesta por el amor y, como dirá el hasta entonces escéptico científico, la llegada de Pedro el pescador, señalando con ello el nacimiento del nuevo hijo del matrimonio y, con él, la recuperación de esa relación interrumpida, por un experimento cruel y que, sin embargo, jamás impediría la entrega absoluta de la aún joven esposa.

Olvidada por todos, THE MIND BENDERS es, sin embargo, una obra magnífica y personalísima. Otra de esas numerosas delicatessen, que se encuentran semi enterradas, dentro de las simbólicas catatumbas del cine británico.

Calificación: 3’5

MASQUERADE (1965, Basil Dearden) Agentes dobles

MASQUERADE (1965, Basil Dearden) Agentes dobles

El inesperado triunfo de los primeros exponentes de la serie Bond, proporcionó de manera muy especial al cine británico -también al norteamericano-, el florecimiento de una amplia producción de películas de espionaje y agentes secretos. No olvidemos que nos encontrábamos con las postrimerías de la ‘guerra fría’, y ello propiciaría una corriente paralela, destinada a cuestionar, a partir de adaptaciones literarias de escritores de prestigio dentro del ámbito del cine de espías -John le Carré, Leigh Deighton-, una mirada desencantada en torno a la propia condición humana, descrita en pleno periodo efervescente del Swinging London. Pero es que, al mismo tiempo, esa visión se encontraría en exponentes que combinaban la misma, con elementos paródicos y de comedia, como sería el caso de la eternamente denostada, y para mi tan disfrutable MODESTY BLAISE (Modesty Blaise, agente secreto femenino, 1966. Joseph Losey).

Así pues, junto a la rentable presencia de las películas de James Bond, encarnadas por el iconográfico Sean Connery, surgirán numerosos agentes cinematográficos -recordemos el paródico Matt Helm interpretado por Dean Martin en USA, de las manos de un Phil Karlson venido a menos-. Y aparecerán una serie de títulos, combinando la comedia, la acción e incluso cierta vertiente trágica, como ejemplificaría el muy estimable WHERE TEH SPYS ARE (¿Dónde están los espías?, 1966. Val Guest), en el que David Nivel se veía convertido, muy a pesar suyo, en un espía, dentro de una aventura de tintes sombríos, descrita en Oriente Medio. Precisamente, un año antes de la película de Guest, aparece MASQUERADE (Agentes dobles, 1965), que el ya muy experimentado Basil Dearden, rodaría entre el melodrama de suspense WOMAN OF STRAW (La mujer de paja, 1964), y la muy atractiva superproducción KARTHOUM (Kartum, 1966). Es decir, en el último periodo en la obra de este interesantísimo y muy reivindicable realizador.

Sorprende, de entrada, contemplar a Dearden, al frente de una sátira del cine de espías, pese a que, en su obra previa, aparezcan comedias tan significativas -y poco conocidas- como THE SMALLEST SHOW OF EARTH (1957) ¿Podría esto avalar un mal momento en su consideración como hombre de cine? Aunque lo pueda parecer a primera vista, estimo todo lo contrario, ya que en el fondo, lo que plantea -otra cosa es el grado de eficacia cinematográfica que muestre su conjunto-, es una mirada tan nihilista en torno al mundo del espionaje y las altas instancias de la política británica e internacional, que podría brindar un título como THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (El espía que surgió del frío), rodada por Martin Ritt, el mismo 1965 que el film de Dearden. Esa querencia cínica se encontrará ya presente en los propios títulos de crédito que, bajo las costuras del cartoon, preludian esa capacidad institucional -representada por ese león que identifica la corona británica-, que ofrece en torno a todos aquellos servidores de la misma, incapaces de sucumbir a su influjo.

Muy pronto se planteará la problemática en torno a las altas instancias inglesas, en el conflicto existente en un país árabe, donde el asesinato de su líder, ha dejado como regente a alguien proclive a ceder sus reservas petrolíferas a la Unión Soviética, mientras que el heredero Príncipe Jamil -presumiblemente prooccidental-, se encuentra a escasas semanas de adquirir la mayoría de edad ¡14 años! Para acceder al trono, apenas le restan dos semanas, por lo que desean simular su secuestro, asumiendo su custodia y, con ello, normalizar esos temores diplomáticos. Para ello, el veterano Coronel Draxel (Jack Hawkins), decide apostar por el agente David Frazer (Clift Robertson), viejo compañero suyo en la II Guerra Mundial, sujeto a un no demasiado estimulante bagaje de misiones, pero que se encuentra malviviendo en Londres como paupérrimo modelo de publicidad.

Convencido por Draxel y sus superiores, bajo una paga de 500 libras, se verá envuelto en la custodia de un muchacho que pronto revelará a un adolescente insoportable, dirigiéndose hasta España, en concreto a la costa alicantina. Allí intentará custodiar escondido al joven, y rodeándose de una extraña confluencia de lugareños, entre los que destacará la bella y misteriosa Sophie (Marisa Mell). El secuestro del heredero, pondrá a Frazer en verdaderos apuros, ya que, junto a su propia decepción personal, aparecerán las presiones del gobierno británico -representadas en el inflexible Benson (Charles Gray)-, que no dudarán en culparle y dudar de su honestidad en el cometido de esta misión. Para ello, será trasladado hasta Madrid, pero este caerá en una emboscada, viviendo una serie de andanzas, dominadas por lo inverosímil de sus formas, y por lo desoladoras que aparecen en su fondo.

Puede decirse que MASQUERADE aparece como una de las primeras sátiras del mundo del espionaje, planteada en tierra británicas. Su procedencia al socaire de la serie Bond, la expresará el propio príncipe adolescente, mostrando de manera inesperada un ejemplar de la obra de Ian Fleming Goldfinger -de reciente éxito en su adaptación cinematográfica-, inquiriendo si la aventura que van a vivir se asemeja al contenido de la misma. En este caso, nos encontramos ante una adaptación de la novela Castle Minerva, obra del escritor de novelas policíacas Victor Canning, contando como guionistas, con el tándem formado por Michael Relph -eterno colaborador de Dearden- y el posteriormente reconocido escritor americano William Goldman, en la que sería su primera aportación como tal guionista, muy pronto trufada de títulos de referencia, en el cine de los 70 y 80. Quiero pensar que la presencia de Goldman, pudo ejercer como detonante, a las intenciones marcadas de la novela de partida, y estimo también que a las del propio Dearden, que en su andadura previa habia demostrado ser un magnifico fustigador, de los vicios más reconocidos, de la sociedad inglesa de su tiempo. Creo que, en esta ocasión, prolongó ducha tendencia, aunque justo es reconocer, que nos encontramos ante un conjunto, que no siempre alcanza esa necesaria coherencia -incluso en su vertiente festiva-, para alcanzas cuotas mayores.

En cualquier caso, si más no, lo cierto es que la mirada iconoclasta que articula MASQUERADE no resulta desdeñable. Desde esos instantes iniciales, en los que se ofrece una mirada revestida de cinismo, describiendo esa maraña de intereses británicos -atención a ese empresario petrolífero, encarnado por el veteranísimo Felix Ailmer-, la película describirá un cierto bache narrativo con su llegada a España, y no elevará su interés, ya de forma definitiva, hasta el episodio del secuestro del joven heredero. Será el pistoletazo de salida, de una serie de aparatosas andanzas, sobrellevando una auténtica charada, llena de peligros, que pondrá en tela de juicio, e incluso dejando en permanente entredicho, la posible lealtad de todos los actores de esta inmensa y peligrosa aventura, que tiene como objetivo la eliminación o la salvación del pequeño heredero. Así pues, dentro del grado de nonsense que presiden las peligrosas aventuras protagonizadas por un Frazer que aparece casi siempre como un ser pasivo, no dejaremos de encontrarnos con secuencias fascinantes, como aquella descrita en el interior del castillo donde se le ha hecho preso, en la que con nada lejanos ecos de las producciones de Hammer Films, se utilizará de manera abigarrada la escenografía de iconografía religiosa, envuelta en unos intensos tonos rojizos, convenientemente destacados por la iluminación en color del experto Otto Heller. Será un ámbito en el que quedará realzada la enigmática belleza de la ambigua Marisa Mell, y al que se sucederán giros imprevistos, y una serie de andanzas descritas en la carpa de un juicio -nunca se explicará de manera convincente, como Frazer ha llegado hasta allí-, donde nuestro protagonista será humillado por el equipo de encargados de llevar a término el secuestro, en una secuencia revestida de una extraña crueldad -en la que intuyo que la presencia de un guardia civil riendo de manera desconsiderada, pudo quedar como un private joke de denuncia del entorno franquista, registrado por la España de su tiempo.

Finalmente, y según las máscaras de los diferentes personajes, se vayan cayendo una y otra vez, el film de Dearden se insertará en una peligrosa catarsis, en la cual por un lado, contemplaremos como el heredero adquiere en el peligro una sobrevenida madurez, mientras que el destino, y la oportunidad en su rescate, devolverá al veterano Draxel, un grado de respetabilidad que en realidad no merece. Es así como concluirá un conjunto revestido de cinismo, que no cabe duda no tuvo una plasmación cinematográfica lo suficientemente audaz, pero no por ello aparece desprovista de interés.

Junto a ello, existe en MASQUERADE un elemento que personalmente adquiere una especial significación, como es consignar su rodaje en tierras alicantinas, cuando nuestra provincia empezaba a ser frecuente escenario de producciones extranjeras. Por ello, el casco antiguo y costero de la ciudad de Villajoyosa, aparecerá antes de su explotación turística, como lo aparecerá en sus secuencias finales el Pantano de Amadorio, destacando la secuencia rodada en el patio de armas del alicantino Castillo de Santa Bárbara -tan frecuentado por las películas de terror de Jesús Franco-, convenientemente adornado con escenografía escultórica, y convertido merced a un ingenioso diseño de producción, en una amenazadora fortaleza, y cuyo rodaje se produjo, en junio de 1964.

Calificación: 2’5

THEY CAME TO A CITY (1944, Basil Dearden)

THEY CAME TO A CITY (1944, Basil Dearden)

Nunca debemos dejar de recordar, que los Ealing Studios, produjeron a lo largo de su fructífera andadura, en el seno del cine británico, mucho más que la limitada serie de magníficas comedias, que han trascendido al paso de los años. En su discurrir, al amparo de las directrices de Michael Balcon, se logró pulsar el de una sociedad, que apenas iba sorteando los últimos pasos de la II Guerra Mundial, combinando casi a la perfección, la presencia de una producción con inquietudes sociales, enmarcada en un ámbito destinado a las clases populares, y asumiendo para ello una extensa variedad de géneros y argumentos.

Es por ello, que en dicha productora surgieron propuestas de toda índole, incluso algunas de ellas definidas por su singularidad. THEY CAME TO A CITY (1944, Basil Dearden), es una de ellas. Cuando Dearden se encarga de su rodaje, no puede decirse que sea un neófito como realizador, destacando incluso entre su producción previa, una comedia tan divertida e insólita como BLACK SHEEP OF WHITEHALL (1942, codirigida junto al cómico Will Hay). Es más, al año siguiente, sería el artífice de dos de los episodios de la mítica DEAD OF NIGHT (Al morir la noche. 1945). Y, en buena medida, esa querencia por algunas de las vertientes del fantastique, aparece en esta previa, insólita y, a mi juicio, definitivamente fallida THEY CAME TO A CITY, centrada en una ilustración de la obra teatral de J. B. Priestley. A mi juicio, nos encontramos dentro de una corriente del fantástico británico, empeñado en extenderse en un ámbito dominado por lo discursivo, y descrito en una corriente de producción, donde tenga una considerable preponderancia la escenografía. Es un contexto donde se describen, títulos que gozan de una muy positiva consideración, aunque personalmente uno haya siempre tenido más en cuarentena tales entusiasmos. Son exponentes como THING TO COME (La vida futura, 1936. William Cameron Menzies) o A MATTER OF LIFE AND DEATH (A vida o muerte, 1946), ambos estimables y con ocasionales logros, pero en los que disto mucho de situarme en su generalizada consideración como clásicos.

En cualquier caso, se trata de dos referencias, que se sitúan muy por encima, de esta extraña parábola social, en la que presente insertarse THEY CAME TO A CITY, iniciada con una panorámica en plano general, describiendo el exterior de una ciudad industrial, hasta desembocar en la discusión de una joven pareja, en cuyos atuendos se adivina la cercanía de la guerra. Hasta ellos se acercará un hombre anónimo -encarnado por el propio Priestley-, que intentará mediar en la disputa, proponiendo la posibilidad de introducir a una serie de personajes para, con ellos, establecer una mirada globalizadora, que permita establecer la diversidad de caracteres que definirá la sociedad inglesa del momento. Será la oportunidad para presentar, en breves flashes, a nueve hombres y mujeres, de diversas edades y extracciones sociales. Casi de repente, se nos introducirá en un entorno indeterminado, dominado por unas grandes y esquemáticas construcciones, en donde todos estos seres, tras su presentación habitual, se encontrarán, sin saber ni donde están, ni por que han llegado. Un recinto dominado por nieblas, y de una cierta aura sobrenatural, que será el marco teatralizante, para que estos estereotipados personajes, den rienda suelta, a ese sueño de ‘socialismo utópico’, que fue uno de los marcos en los que se desarrolló la andadura literaria y escénica de Priestley. Nada hay de malo y censurable en ello. Es más, uno puede llegar a compartir no pocos de sus enunciados, centrados ante todo en la búsqueda de un disfrute pleno del ser humano en el seno de su sociedad, derribando para ello las barreras del clasismo o una rígida y caduca moralidad inglesa de aquel tiempo y, si se me apura, de todos los tiempos. Lo malo, lo que a mi juicio impide que THEY CAME TO A CITY revista el necesario interés, reside en que su plasmación cinematográfica resulta enfática hasta la náusea, hasta el punto de que incluso las buenas interpretaciones de sus actores, devienen terriblemente teatrales y convencionales, ya que lo que declaman, en modo alguno está definido por la autenticidad cinematográfica. Es cierto que, en ocasiones, Dearden intenta insuflar cierto interés fílmico, a la hora de encuadrar y poner en valor la llamativa escenografía, o la presencia de esa extraña puerta, que todos esperarán que se abra. O esas miradas hacia ese suelo sobre el que están ubicados, intentando dinamizar una estructura teatral, y fomentar, siquiera sea de manera inane, el off narrativo. En un momento dado, la acción volverá al momento presente, y al trío inicial, retornando al flashback, para contemplar como esos nueve personajes, se enfrentan a la apertura de la puerta, que les permitirá acceder a un nuevo contexto… Una ciudad que nunca contemplaremos -otra búsqueda del over narrativo, que servirá, sin embargo, para someter a prueba a todos estos seres, en la medida que se han puesto en contacto con una población, y con unas gentes -que tampoco veremos-, que a la mayor parte de ellos les ha soliviantado, pero que a una parte les ha abierto los ojos, cara a ver y sentir la posibilidad de un mundo mejor.

Todo muy utópico, pero, al mismo tiempo, todo muy plomizo. Y en ocasiones, y en este caso, tanto Basil Dearden como todos los que participaron en este experimento, se olvidaron de que una regla básica del cine, es la de hacer creíble cualquier ficción que se plasme, por muy peregrina que esta resulte. Por desgracia, y pese a reflejar en su metraje, los rasgos que hicieron popular la obra de Priestley, lo cierto es que nos encontramos con una propuesta tediosa, esquemática, que desaprovecha considerablemente las oportunidades que tenía para hurgar en su lenguaje fantastique, y que finaliza con la misma abulia con la que se inició. Hay en su parte final, sin embargo, dos momentos que personalmente, me permiten intuir las posibilidades que hubiera albergado su propuesta, caso de haber introducido en ella, un tratamiento de personajes menos enfático. Se trata de la reacción de dos de los personaje -ambos de clase alta y considerable edad-, que decidirán abandonar esa utópica población. Uno de ellos, será ese hombre, acostumbrado a vivir su soledad, en los clubs londinenses, reconociendo -entre la nostalgia y el escepticismo- su misantropía, y su imposibilidad de convivir con nadie. El otro será aún más dramático, cuando en el enfrentamiento entre madre e hija -hasta entonces la segunda siempre dependiente de su progenitora-, decida independizarse de ella, optando por regresar a la ciudad que ha vislumbrado. Un momento maravilloso, en el que su madre -maravillosa Mabel Terry-Lewis, en su última intervención cinematográfica-, reconocerá tras una última mirada “Soy demasiado mayor para cambiar”, abandonando a Philippa (Fanny Rowe), y asumiendo su soledad. Son instantes que dan la medida, de lo que pudo ser y no fue, en esta película tan ambiciosa en sus objetivos como, a mi juicio, trasnochada en su expresión fílmica.

Calificación: 1’5

A 20 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXVIII) DIRECTED BY... Basil Dearden

A 20 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXVIII) DIRECTED BY... Basil Dearden

El realizador británico Basil Dearden, a la izquierda de la imagen, en uno de sus rodajes.

 

BASIL DEARDEN... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/basil-dearden.php

(8 títulos comentados)

THE SMALLEST SHOW ON EARTH (1957. Basil Dearden)

THE SMALLEST SHOW ON EARTH (1957. Basil Dearden)

Es hora de evocar las producciones que, en el seno del cine inglés, basaron sus ficciones en un homenaje más o menos implícito a los resortes de la propia profesión cinematográfica. Los primeros cincuenta brindaron el memorable homenaje a los propios orígenes –encarnados en la figura del precursor William Friese-Greene-, en THE MAGIC BOX (1951, John Boulting). Tiempo después, Charles Crichton ofrecía uno de sus títulos menos brillantes, con su irregular acercamiento en tono de comedia a los mecanismos de la fama cinematográfica en THE LOVE LOTTERY (La lotería del amor, 1954). Pocos años después tras ambos referentes, y cuando la comedia clásica inglesa ya había abandonado la matriz que le había proporcionado el periodo Ealing, y se habían popularizado las sátiras de los hermanos Boulting, he aquí que THE SMALLEST SHOW ON EARTH (1957. Basil Dearden), aparece como un inesperado homenaje a unas maneras de cine popular, envuelto dentro de un relato familiar, que ofrecerá un inesperado giro, a través del cual se aplica una de las reglas de oro de la interpretación del género en Inglaterra; el desarrollo con absoluta cotidianeidad, de una situación por completo inesperada. Será la premisa que desarrollará la historia original del experto y consagrado guionista norteamericano William Rose –experimentado en algunas de las más célebres comedias de la Ealing, sobre todo de la mano de Alexander Mackendrick-. John Eldridge transformará el guión la historia del joven matrimonio formado por Jean (Virginia McKenna) y Matt (Bill Travers). Jean iniciará con su voz en off, la rememoranza de una vivencia que cambió sus vidas, precisamente cuando la economía de la pareja se encontraba en el peor momento, dado que Matt emplea su tiempo en la escritura de una novela que se retrasa. De repente, la acción cobrará un tinte inesperado, con la recepción de la notificación de una notaría, en la que se anuncia que Matt ha recibido una herencia de un tío-abuelo al que apenas conocía, y que le ha legado nada menos que una sala de cine. Será una novedad bien recibida por la pareja, viendo en ella la posibilidad de obtener un beneficio económico que solvente la premura de su situación.

Para ello, viajarán hasta Londres desde su vivienda rural, acercándose hasta Robin (Leslie Phillips), ayudante de la notaría que visitan, que les llevará hasta la sala denominada The Bijou. Allí, el matrimonio protagonista se llevará una enorme decepción, al comprobar que esa sala que han confundido con una que han contemplado previamente. La realidad será dura, al ver que han heredado una vetusta y polvorienta sala que prácticamente se cae a pedazos, sin actividad desde hace tiempo, y que encima conlleva aparejada la presencia de tres viejos empleados, a cual más extravagante. Serán el alcohólico proyector Mr. Quill (estupenda caracterización de Peter Sellers), la ajada taquillera Mrs. Fazackalee (Margaret Rutherford) y, finalmente, el atolondrado portero Tom (un irreconocible Bernard Miles), empeñado únicamente en utilizar uniforme en el desempeño de su cargo. Matt y Jean atenderán el consejo de Robin, de la oferta brindada tiempo atrás por el dueño de la sala predominante en la localidad –Albert Hardcastle (Francis de Wolff)-, al objeto de derribar la sala e instalar en su solar un amplio aparcamiento. Sin embargo, cuando estos se dirijan al empresario, este ofrecerá una cantidad muy inferior a las cinco mil libras previamente ofrecidas ¿Como intentar recuperar dicha oferta? Muy sencillo, iniciar una restauración ficticia de las dependencias, haciendo ver que se va a retomar la actividad en el recinto. Sin embargo, una vez iniciadas las obras, Tom escuchará las autenticas intenciones, y de manera indiscreta filtrará las intenciones, que llegarán hasta Hardcastle, frenándose en las subidas monetarias que había ido ofreciendo al joven matrimonio. En ese momento se producirá un momento de inflexión, sincerándose el matrimonio con los viejos empelados, y decidiéndose entre todos recuperar el uso de la sala.

Hasta entonces, mejor dicho hasta que nos adentramos a la aventura con los protagonistas a la casi ruinosa sala cinematográfica, THE SMALLEST SHOW ON EARTH aparece como una crónica más o menos verista, punteada con leves toques humorísticos, sobre todo centrados en la presencia de Robin. Esa vertiente de comedia, aunando en ella cierto hálito melancólico, se irá introduciendo una vez nos adentremos en las ruinosas instalaciones, y conozcamos a esos tres casi desahuciados empleados. Un personal acostumbrado a los temblores de la sala con las constantes vibraciones del casi inmediato ferrocarril, o los mil estropicios generados por la vieja máquina de proyección, que pese a todo, tan bien domina el borrachín Quill, que ha prometido abandonar el alcoholismo.

Sin embargo, será a partir del deseo de rehabilitar el cine, cuando el film de Dearden –que aplica una puesta en escena transparente, al servicio de las sugerencias de su guión, y ayudado por la vigorosa iluminación en blanco y negro de Douglas Slocombe, que sabe aplicar su epicentro en las dependencias de The Bijou-, alcanza una considerable altura, brindando al espectador episodios, secuencias e instantes memorables. Con la llegada de la nueva vida a una sala que retorna a la actividad, se combinarán lo cómico con lo melancólico, alcanzando una extraña armonía, que será en última instancia la que proporcionará a su conjunto, su definitiva personalidad. Y es que unido a las triquiñuelas puestas en marcha para intentar atraer las ofertas del insidioso Hardcastle, no se puede calificar más que de modélico, el largo, casi ceremonioso, espléndidamente modulado, episodio que describe la sesión de reapertura del recinto. Las esperas, los nervios, la ausencia inicial de espectadores, el ritual del cine, la llegada de un niño, el primer cliente… conformará unos minutos deliciosos, que llegan a emocionar al espectador. Ese sendero de melancolía, y homenaje a un modo de expresión artística popular, tendrá su mayor expresión en una secuencia memorable, sin duda la más perdurable de la película, que con una cadencia casi elegíaca, nos muestra a mrs. Fazackalee tocando un viejo piano, mientras Quill proyecta como placer privado para ellos dos, un viejo drama silente, entre los rollos que han ido salvaguardando durante años.

Sin embargo, el desarrollo de THE SMALLEST SHOW ON EARTH se insertará de manera prioritaria, incorporando valiosos episodios y situaciones de comedia, que van desde las argucias del cada vez más desesperado empresario, por boicotear la inesperada marcha de su competencia, introduciendo una botella de whisky en el envío de los rollos de película ¡para hacer recaer en Quill en su alcoholismo! Los jóvenes e inesperados propietarios contemplarán en la sala con la que compiten con desventaja, la presencia de una vendedora de refrescos y helados, y no se les ocurrirá otra cosa que forzar la calefacción de las calderas, proyectando paralelamente películas que se desarrollen en el desierto ¡En el momento en el que el sudor y la tensión se encuentra a punto de explotar! Y junto a ello, el film de Dearden no omitirá deslizarse por el valioso sendero de la absoluta comicidad, que plasmará ese divertido y extenso fragmento, en el que la desaparición de Quill, una vez ha sucumbido a la tentación de volver a la bebida, llevará a Matt a tener que asumir las tareas de proyeccionista, lo que acometerá de manera catastrófica, provocando toda una serie de desatinos en torno a la proyección. Desde la falta de sincronización, el acelerado de imagen, o la proyección al revés, se sucederán situaciones que, en mayor o menor medida, todos hemos contemplado ante la pantalla. Comportan una mirada, entre entrañable y distanciada, de este homenaje al cine como exponente de arte destinado a las clases populares. Es cierto que THE SMALLEST SHOW ON EARTH adolece de una conclusión quizá demasiado apresurada –aunque la misma no deje de aportar un alcance subversivo, en función de la acción casi saboteadora, brindada por Tom-. Sin embargo, no deja de suponer un valioso homenaje a la importancia del cinematógrafo en la sociedad inglesa de aquel tiempo, además de proponer una prolongación de los modos que en el género, había aportado desde el periodo Ealing, que tan cercano estaba en el tiempo.

Calificación: 3