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CINEMA DE PERRA GORDA

Clarence Brown

THE GORGEOUS HUSSY (1936, Clarence Brown)

THE GORGEOUS HUSSY (1936, Clarence Brown)

He de reconocer que aún partiendo de la base de mi creciente admiración por el cine de Clarence Brown –cada vez tengo más claro que se trata de uno de los primerísimos cineastas norteamericanos que aún se encuentran pendientes de un definitivo reconocimiento-, tenía ciertas reticencias en torno al visionado de THE GORGEOUS HUSSY (1936). La presentación que se ofrece en sus títulos de crédito, su servilismo al look de la Metro Goldwyn Mayer –estudio al que Brown perteneció durante toda su carrera- y la condición anunciada de erigirse en una fantasía historicista… podría hacernos temer uno de esos productos tan trasnochados y kitchs propios del estudio del león. El hecho de que su rodaje se produjera en un periodo en el que Brown osciló con la imaginería propia de la productora, era un elemento preventivo que justo es reconocerlo, se disipa con bastante rapidez. Muy pronto nos encontramos con un cineasta en perfecto estado de forma, haciendo propia esa nueva apuesta de Americana, encuadrada en el Washington de las primeras décadas del siglo XIX –la Unión apenas va cumplir sus primeros cien años de vida, y su estabilidad se ve sometida aún a prueba por parte de los intereses particulares de sus senadores-. La película muy pronto nos mostrará la cerrazón demostrada por el joven representante de Virginia, John Randolph (Melvyn Douglas). Este será, por otra parte, el gran amor de la joven protagonista -Peggy Eaton (una Joan Crawford dotada de enorme frescura)-. Sin embargo, esos coqueteos nunca tendrán el resultado apetecido, apareciendo en escena el atractivo marino Bow Timberlake (Robert Taylor). Este logrará con rapidez conquistar a Peggy, casándose con ella de manera inesperada, aunque ello no le impida tener que acudir a una misión en el mar… que hará culminar de manera trágica e inesperada el matrimonio. La historia seguirá con la llegada del senador Andrew Jackson (excelente Lionel Barrymore) –tío de Peggy- hasta Washington, presentándose a unas elecciones en las que ganará, pese a la fuerte oposición que recibirá dados sus orígenes más o menos humildes, y haciendo especial hincapié en la sencillez de su esposa –Rachel (magnífica Beulah Bondi)-. Una vez entronizado como primer mandatario, fallecerá su esposa, siendo su joven sobrina quien realmente se convertirá en la mujer de su vida, no sin tener que recibir constantes críticas por parte de la alta sociedad de la capital. Peggy llegará incluso a plantearse recuperar la relación con Randolph y llegar al matrimonio, aunque las diferencias en los planteamientos políticos de ambos –ella, ferviente seguidora de la Unión; él secesionista en todo momento-, impedirán que ese amor latente con el paso de los años pueda fructificar en matrimonio.

Jackson –de manera pragmática y al mismo tiempo lúcida- sugerirá a su sobrina que se case con el amable y fiel ministro de la Guerra, John Eaton –Franchot Tone-, que la ama de manera nada oculta. La muchacha accederá a los deseos, al ver en Eaton un hombre noble y entregado, aunque un nuevo, inesperado y violento episodio, la vea de nuevo ligada a Randolph. Será el disparo que recibirá del siniestro Sunderland (Louis Calhern), partidario de una lucha violenta por la secesión, y ante la cual Randolph se opondrá, asumiendo ya demasiado tarde la inutilidad de sus planteamientos. Peggy viajará hasta su lecho poco antes de que este muera, siendo sometida a un escándalo por parte de esa sociedad que se ha cebado en todo momento en su persona. La sabia actitud de Jackson logrará librarla de una situación que incluso podría comprometerle a él como mandatario, enviando al matrimonio Eaton hasta España, donde John ejercerá con tranquilidad como embajador de los Estados Unidos.

Estoy seguro que el seguimiento del recorrido argumental que presenta THE GORGEOUS HUSSY, que parte de un guión de Ainsworth Morgan y Stephen Morehouse Avery –adaptando una novela de Samuel Hopkins Adams-, no invita demasiado a la degustación de la misma. Sin embargo, cualquier espectador –me temo que hay hoy día muy pocos-, más o menos conocedor de las cualidades que rodean a su realizador, encontrarán en esta película una prueba más no solo de su sabiduría cinematográfica, sino sobre todo asumirían el hecho de que nos encontramos ante un “autor” cinematográfico en toda la extensión de la palabra. Para encontrar alguna referencia consistente sobre la película, recurrí una vez más al extraordinario “50 años de cine norteamericano” escrito por Bertarnd Tavernier y Jean Pierre Coursodon, donde se inserta un amplio –aunque no demasiado entusiasta- recorrido sobre la andadura de Brown. Curiósamente, en el mismo no se hace referencia alguna sobre el título que nos ocupa –ni tampoco directa de la que para mi es su obra maestra OF HUMAN HEARTS (1939)-. Sin embargo, ambos críticos saben dar con la esencia de su estilo, que se transmite plano a plano en esta estupenda película. En efecto, como señalaron estos, Brown prescinde en su cine del seguimiento de una narrativa más o menos convencional, prefiriendo adoptar la crónica de diferentes episodios de la vida norteamericana del pasado, expresándola a través de la inserción de pequeños episodios, donde el matiz intimista, cotidiano y la crónica de los sentimientos, tiene una cabida sensible e incluso delicada, dejando de lado los supuestos “grandes momentos” que en su cine por lo general son obviados mediante la elipsis.

Todo ello se da cita en esta estupenda película, que va creciendo plano a plano, y adueñándose no solo del interés del espectador, sino ante todo impregnando la autenticidad de su relato en base a la apuesta por la emotividad expresada por sus personajes. Brown logra superar el inicial seguimiento a un look que puede parecer caduco, a través de su capacidad para penetrar en la psicología de unos seres que ennoblece en su psicología y acciones. No es el cine de Brown el propicio para presentar roles malvados. Aunque los haya, estos quedan en un muy segundo plano. Por el contrario, el cineasta –como tantos otros de su tiempo; Ford, Vidor, King, Stahl…- proyecta en ellos la esencia de una Norteamérica en la que cree de corazón. Y ese sentimiento está patente en esta ocasión en unos hombres y mujeres que se aman, que esconden en otras ocasiones sus emociones más íntimas, que creen en lo que defienden, y que incluso están dispuestos a asumir con resignación lo efímero de la existencia, aunque la ausencia de algunos de ellos no elimine su recuerdo y su enseñanza. En THE GORGEOUS HUSSY hay lugar para la comedia fresca –la manera con la que una criada cose los laterales de la cama, impidiendo que Peggu y Ben tengan un contacto directo-, para la descripción de una clase social llena de snobismo –la que no dejará de cuestionar a Rachel y a Peggy-. Pero, sobre todo, y teniendo como fondo el crepitar de un país que aún precisa su necesaria consolidación como tal, viviremos la pequeña historia, la tragicomedia de unos seres humanos que detentarán el poder –especialmente el presidente Jackson-, pero a los que observaremos en una intimidad creíble, cercana y al mismo tiempo emocionante. Brown no dudará en inclinarse por la elipsis temporal –algunas de ellas alcanzando varios años en el tiempo-, para describir con un enorme sentido del lirismo la muerte de Ben, la propia intuición del fallecimiento de la anciana Rachel, quien en su última conversación en la pantalla, sabedora de su cercana desaparición, no dudará en aconsejar a su sobrina por la protección de su esposo –es bellísimo el plano que nos indica donde se encuentran sus restos; una vidriera ante la que la evocarán su esposo y su sobrina, mientras un rayo de luz parece iluminarlos-, o la boda de Peggy con Eaton. No cabe duda que Clarence Brown era uno de esos privilegiados hombres de cine que sabía plasmar en sus mejores obras una visión propia de esa sociedad y, sobre todo, ese mundo y esos sentimientos, que fue reiterando film tras film, incluso en algunos exponentes donde sus bases argumentales de partida se alejaban de dichos propósitos –es el ejemplo de SONG OF LOVE (Pasión inmortal, 1947)-. Su mesurada visión de la existencia, la creencia en la bondad intrínseca del ser humano, su mirada como primitivo del cine, se fue manifestando con tanta contundencia como riqueza de matices en la mayor parte de su obra. En el título que nos ocupa, se expresa en numerosos instantes. Resulta difícil detenerse en todos ellos, pero episodios como la provocación que recibe Jackson minutos antes de anunciarse su elección como presidente, además de suponer un episodio de sorprendente complejidad –en su combinación de géneros y emociones-, ejerce como una prueba rotunda de las capacidades de un realizador magnífico. Y es curioso señalar, sobre todo para defender la –para mi, indudable- calificación de Brown como verdadero autor, señalar la emoción contenida que revisten esos planos finales, en donde el presidente Jackson se despide del matrimonio Eaton, al embarcar estos rumbo a España. Son instantes que superan con mucho la condición de “film de época” que aparenta su diseño de producción –Joseph L. Mankiewicz fue el productor de este film-, y que tanto en su aspecto exterior, como en su tonalidad y delicadeza, parece ejercer como precedente de PLYMOUTH ADVENTURE (1952), su inesperada última obra –Brown aún tenía edad para haber firmado más cine-, y una de las más bellas y delicadas aventuras marinas que jamás haya propuesto la pantalla.

Calificación: 3’5

THE RAINS CAME (1939, Clarence Brown) Vinieron las lluvias

THE RAINS CAME (1939, Clarence Brown) Vinieron las lluvias

Todo aquel seguidor –si es que lo hay- de la política de producción de la 20th Century Fox comandada por Darryl F. Zanuck –sobre quien nunca ocultaré mi admiración- podrá recordar el gusto de este por las adaptaciones literarias con trasfondo de enfrentamiento de civilizaciones y marcos exóticos. A este respecto, estoy seguro que el título que primero vendría a la mente para ejemplificar dicho enunciado, sería el magnífico THE RAZOR’S EDGE (El filo de la navaja, 1946), una de las cimas del melodrama en una década tan brillante para dicho género. Sin embargo, no haría falta remontarse tan adelante en el tiempo para encontrar otras referencias. Ya en 1939, Zanuck auspició dos valiosos títulos que podrían introducirse de lleno en dicha vertiente. Me refiero por un lado al aún poco reivindicado STANLEY AND LIVINGSTONE (El explorador perdido), firmado por uno de los realizadores estrella del estudio; Henry King. Pero junto a él, se encuentra otra muestra de dicho subgénero, avalada además por un director que para esta ocasión fue extraído de su marco de trabajo habitual; la Metro Goldwyn Mayer. Me refiero a THE RAINS CAME (Vinieron las lluvias), una nueva demostración del talento y, sobre todo, la sensibilidad cinematográfica de un Clarence Brown, a quien Zanuck debió elegir por considerar especialmente apropiado para este proyecto. No es de extrañar que así lo hiciera, en la medida que Brown –a quien en repetidas ocasiones vengo considerando uno de los realizadores de primera fila que aún precisan de una necesaria vindicación dentro del cine norteamericano de su tiempo-, se encontraba en un periodo brillantísimo de su obra. Un año antes había firmado la extraordinaria OF HUMAN HEARTS, bajo mi punto de vista una de las cimas del cine USA de la década de los años treinta, precisa de una urgentísima reivindicación. Es por ello que no es de extrañar que se le encomendara la adaptación de la novela de Louis Bromfield, para la que se puso a su disposición el magnífico contexto de producción del estudio –muy fácil de apreciar y valorar desde su primer fotograma-. Desde la presencia como guionista del excelente Philip Dunne, la magnífica fotografía de Arthur Miller, la no menos brillante banda sonora de Alfred Newman, y una escenografía que nos podría instantáneamente ligarnos a otras propuestas del estudio como la posterior THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del reino, 1946. John M. Stahl), por citar una afinidad visual. Sin embargo, muy pronto si hay algún aficionado que se haya molestado en seguir de cerca la obra de Brown, podremos detectar la personalidad que muestra el elegante hombre de cine que siempre demostró en su obra.

THE RAINS CAME tiene como marco el estado indio de Ranchipur en 1938. Desde el primer instante nos acercaremos a una serie de personajes que encontrarán en los acontecimientos que vivirán con motivo de la tragedia, un elemento de catarsis para redescubrirse como tales, y encontrar un sendero de búsqueda de su auténtica razón de ser en el mundo, aunque para ello en algunos casos llegue a costarles la propia vida. Iniciada a partir de unos imaginativos títulos de crédito -con unos grafismos que se diluyen como si estuvieran pintados sobre un cristal que es mojado por la lluvia-, en sus primeros instantes se nos describirán los dos principales personajes masculinos del relato. Uno de ellos será Tom Ramsome, un pintor diletante que se encuentra viviendo siete años en la India, destinado a pintar un retrato que se va dilatando en el tiempo, y que lleva a sus espaldas la reputación de mujeriego. Ramsome añora lo positivo que para él dejó el imperio británico, y mantiene una sincera relación de amistad con el mayor Rama Safti (Tyrone Power), un reputado hombre de ciencia, representante del futuro de progreso en la India. Muy pronto ambos manifestarán en sus cuajadas personalidades la presencia de sendas presencias femeninas que pondrán a prueba su visión del mundo. En el caso de Tom esta se manifestará en la jovencísima Fern Simon (Brenda Joyce), una norteamericana de buena familia que en un primer instante descubrirá en este la distinción de un representante británico, suponiendo en principio una conquista indeseada. La otra será la inglesa Lady Edwina Esqueth (Myrna Loy), casada con un aristócrata maduro y botarate –Albert Esqueth (Nigel Bruce)-, caracterizada por un modo de vida frívolo –en el pasado conoció a Ransome-, y que desde el primer momento en que lo vea –en una recepción en el palacio de los marajás-, quedará prendada por Safti. Una vez asentado el nudo dramático, la película irá discurriendo con seguridad, elegancia y una considerable fluidez, por un sendero en el que las acciones exteriores van en justa concordancia con la evolución de sus personajes. No es de extrañar encontrar esa cadencia narrativa cuando uno ha seguido –siquiera sea parcialmente- la carrera de Brown. Unos modos visuales que por momentos nos hacen pensar en una sincera trasposición de los modelos orientales, basados sobre todo en una intensidad en las emociones que se manifiesta sobre todo en el espléndido uso de primeros planos y planos medios. Todo ello, unido a una magnífica dirección de actores –el conjunto del reparto deviene impecable, incluso el siempre molesto Nigel Bruce-, son la base para insertar ese doble conflicto dramático dentro de un contexto en el que el enfrentamiento de civilizaciones y pueblos deviene en esta ocasión compatible, más no resultará lo mismo dentro de las dos parejas centrales del relato.

El film de Brown asume ese doble alance con un admirable sentido de la progresión dramática, articulando una planificación precisa y siempre adecuada, un ritmo notable que en ningún momento aparenta morosidad, y un desapego declarado por obviar del relato aquellos elementos que no posean interés en su discurrir –un ejemplo claro será la relación que mantiene el matrimonio Esqueth, aunque su conclusión nos brinde un momento impactante, con la rebelión del sumiso criado del esposo cuando estos se encuentran a punto de morir juntos-, y centrándose por el contrario en un intimismo que tendrá momentos de especial brillantez. Uno de ellos será el instante en que Edwina y Rama escuchen una canción nativa que este le traducirá, constatando ambos que su contenido refleja la turbación que sienten el uno por el otro. Será sin embargo, un ejemplo extraído al azar dentro de una película cuajada de instantes, en donde además el gusto por el detalle se hará manifiesto en momentos tan estremecedores como esa imagen de la estatua de la Reina Victoria Eugenia que se resiste a ser anegada por las aguas –probablemente la imagen que quedará en mi memoria del recuerdo de la película-, o la presencia de ese hindú que se encuentra rezando en el tejado de una vivienda inundada casi por completo.

Una de las virtudes de THE RAINS CAME lo supone la perfecta integración de las espectaculares secuencias de la inundación que, al contrario que sucedía con referentes como la mediocre SAN FRANCISCO (San Francisco, 1936. W. S. Van Dyke), no suponen la razón de ser de la película –aunque su plasmación devenga un episodio espectacular, y aún en nuestros días impresione-, sino el punto de partida para acentuar la evolución del comportamiento de sus personajes y la densidad y, al mismo tiempo, el aire contemplativo del relato. A partir de la misma, estos empezarán a encontrar la luz de su futuro y razón de ser de sí mismos, todo ello encaminando sus esfuerzos en torno a la recuperación del estado. Es quizá en esta segunda mitad cuando la película adquiera una mayor intensidad y carácter contemplativo, hasta alcanzar unas secuencias de extraordinaria intensidad –en la que evocaremos el mejor Brown mudo -el de la estupenda FLESH AND THE DEVIL (El demonio y la carne, 1926)-, en el episodio de los instantes finales de la existencia de Edwina, traspasada por el tifus, en su conversación con Rama. La hondura y al mismo tiempo la sencillez de la labor de Myrna Loy en esos momentos, cabe definirla sin lugar a dudas como uno de los más estremecedores del cine de su tiempo, revelador además de las capacidades de Clarence Brown como director de actores. Así pues, combinando con acierto el elemento narrativo con la evolución interior de sus personajes, THE RAINS CAME supone por un lado una extrañeza en la obra de un director de siempre ligado a la Metro, una prueba de la eficacia del modelo de producción del género en el seno de la Fox y, en su contraposición, el acierto por parte de Zanuck a la hora de elegir a un director adecuado para un proyecto que, se nota, gozaba de su especial interés. Y Zanuck era uno de los hombres a los que su intuición no le falló casi nunca.

THE RAINS CAME vivió un remake en color y CinemaScope en 1955 de la mano de Jean Negulesco, un realizador interesante –THE RAINS OF RANCHIPUR (Las lluvias de Ranchipur)-. Hasta el momento no he podido verla, pero las referencias coinciden en su inferior calidad a todos los efectos.

Calificación: 3

INSPIRATION (1931, Clarence Brown) Inspiración

INSPIRATION (1931, Clarence Brown) Inspiración

Pocos mitos provocaron en su momento tal impacto, y han sobrepasado el paso de los años de manera tan polvorienta como el de Greta Garbo. Equidistando en su significación –si se me permite la comparación- entre el creado en torno a la figura de Marlene Dietrich y, con el paso de los años, nuestra Sara Montiel, las películas de la Garbo tienen el poderoso inconveniente de estar férreamente construidas en torno a una imagen prefijada y reiteradamente plasmada en títulos sucesivos, dejando de lado las posibilidades de que dichos rasgos fueran introducidos en propuestas revestidas de un mayor calado dramático y una superior diversidad temática. No fue así, y el conjunto de la producción protagonizada por la actriz sueca reposa en el seno de la enésima variación de la mujer misteriosa, devora hombres a pesar suyo, ligada a un pretendiente maduro y acaudalado, que en un momento determinado decide sacrificar su comodidad al encontrarse con un joven que representará para ella la quintaesencia de un amor que en realidad nunca ha vivido. Bajo diferentes ambientaciones y marcos históricos, en realidad las bases argumentales de la casi totalidad de las películas protagonizadas por la actríz se circunscriben a dicho enunciado, teniendo además el inconveniente al adentrarse estas en el periodo sonoro, de tener que idear roles más o menos exóticos, para que el extraño y –reconozcámoslo-, poco atractivo acento de la actriz, pudiera diluirse y, hasta cierto punto, justificarse. En cualquier caso, pese a estos convencionalismos y servidumbres, pese a la dependencia de la férrea disciplina de la Metro Goldwyn Mayer, pese a que la Garbo nunca tuviera un realizador como Joseph von Sternberg –en el caso de la Dietrich-, que lograra sublimar sus productos… habría que ir contemplando cada una de sus películas por separado, intentando extraer la relativa validez de uno de los mitos más ajados del Hollywood del primer tercio del siglo XX. Y en este sentido, justo es reconocer que la actriz contó en varios de sus títulos con un realizador de relieve, que si bien no logró con sus películas los instantes más elevados de una filmografía llena de interés y aún por redescubrir, sí que es cierto que al menos intentó extraer posibilidades de calado visual a unas bases argumentales limitadas y, lo que es peor, reiteradas de manera inmisericorde. Clarence Brown fue ya un consumado realizador en el periodo silente –filmó la que se considera con bastante pertinencia la mejor película muda interpretada por la actriz sueca, FLESH AND THE DEVIL (El demonio y la carne, 1926)-, y esa capacitación se nota, en buena medida, a la hora de evitar el acartonamiento que en otras manos se podía advertir en INSPIRATION (Inspiración, 1931). Un finalmente atractivo melodrama, que en realidad se sustenta en una base liviana, y al que por otro lado acompaña una escueta duración.

Ivonne Valbret (Greta Garbo) es una mujer mundana que tiene como norma de vida el constante júbilo y las fiestas con un grupo de amigos sofisticados y decadentes en Paris. Mantenida por un hombre maduro y acaudalado, en realidad espera secretamente la liberación de un hombre al que amó y que se encuentra en la cárcel. En una fiesta, conocerá a un joven amable y de buena presencia –Andre Montell (Robert Montgomery)-, con quien casi de manera inmediata surgirá la chispa del amor. Este representará para ella no solo la pureza de su juventud, sino quizá el símbolo de otro ritmo de vida que supere y sustituya el que ha sobrellevado hasta ahora, tan cómodo y a primera instancia elegante, como en el fondo vacuo y carente de valores. Montell es un estudiante que en unos meses abandonará Paris, aunque ello no impida que ambos puedan exteriorizar un sentimiento que ha surgido de manera espontánea y sincera. Sin embargo, la incompatibilidad del muchacho por entender el mundo que hasta entonces ha rodeado a Ivonne, así como el hecho de que este reciba unos familiares, a los que acompaña una antigua amiga de buena familia a la que lo pretenden ligar, ejercerán como elementos detonantes para que la pareja interrumpa su idílica relación. No obstante, el peso de sus sentimientos será más fuerte que los condicionantes que los propios contextos vitales de ambos pretenden limitarlos.

La mera lectura de este argumento nos indica que de partida, INSPIRATION entra dentro de los cánones habituales dentro de los vehículos elaborados para la Garbo, en esta su tercera producción sonora. En cualquier caso, y aunque en muchos momentos se advierte aún ese cierto estatismo, esa relativa carencia de experiencia de Brown dentro de la producción hablada, no impide que su conjunto carezca de interés. Por el contrario, su atractivo discurre muy por encima del servilismo a las convenciones inherentes a su star –como por ejemplo, esa obligada secuencia en la que esta pide que la dejen sola-. El interés de su discurrir proviene en la apuesta de su realizador por la fuerza de la escena, en la deliberada huída de crescendos dramáticos, que en su lugar se sustituyen por una dramatización sencilla y relajada, que sabe intercalar en su seno las situaciones más terribles sin alzar la voz. Por otro lado, pienso en el especial acierto que se produce en la interacción de la protagonista y el joven Montgomery –que funciona muy bien como galán joven, en un momento en que su presencia estaba siendo promocionada por la Metro, al ser sustituido por el modelo que previamente representó el encantador William Haines, cuando este renunció a su carrera por no ocultar su condición gay-. Unamos a ello el relativo aprovechamiento que se ofrece del diseño de producción típico de la productora –expuesto tanto en la fiesta que abre el film, como en el diseño de producción de interiores, que sabe contrastar espacios funcionales definitorios tanto de los parámetros económicos como, sobre todo, el estado emocional de sus personajes –el estudio abandonado en que vive Ivonne cuando André la ha abandonado-.

En esa dicotomía de cierto estatismo, Brown demuestra su pericia dentro de la composición del plano y la duración del mismo, y al mismo tiempo intercala en la película una dominio en el manejo de la grúa, logrando en su interacción que la película “respire” y se eleve por encima de las escasas posibilidades que podían emanar de su material de base. Se trata de apuestas visuales como la extensa grúa que acompaña el ascenso por las escaleras de los dos amantes al estudio de André, plasmando en el mismo ese sentimiento de complicidad que se ha introducido entre ambos, en el contexto de humillaciones que se produce en la secuencia en la que los dos enamorados se encuentran con los frívolos amigos de Ivonne, en el amplio picado en donde contemplamos a nuestra protagonista de nuevo como modelo, al haber renunciado a su cómoda vida anterior como mantenida, en el paseo del último contacto que disfruten los reencontrados amantes, o en los planos finales de la película, revestidos de una considerable melancolía, y que permiten concluir la película intercalando la presencia exterior de la nieve –donde espera el antiguo amor de la protagonista, una vez salido de la cárcel, y que ha propuesto a esta vivir el futuro juntos casándose- y el encuentro final entre esta y Montell, en el que solo el amor permitirá a Ivonne renunciar a una relación que desea más que a su propia vida, pero que en el fondo encuentra inviable. Sin embargo, si por algo merece ser recordada INSPIRATION, es por una secuencia extraordinaria; el último encuentro mantenido por el veterano Reymond Delval (Lewis Stone) –uno de los amigos pertenecientes al círculo de la modelo protagonista-, con la que hasta entonces ha sido su amante –Liane Latour (Karen Morely)-. Esta contempla atónita pero serena las razones que este le esgrime para culminar una relación para él ocasional –pero para ella si enmarcada en sentimientos-, bajando las escaleras de manera despreocupada –de nuevo un espléndido plano de grúa, en esta ocasión descendente, hasta que al salir a la calle descubra que su hasta entonces amante yace muerta en la calzada –se ha suicidado tirándose por un balcón-. Una inesperada ráfaga de horror, mostrada por Brown con la misma serenidad que mantendrá en todo el metraje, y que revela la validez de sus métodos, dentro de un contexto de forzado servilismo hacia la tan mitificada como hoy –aunque parezca extraño señalarlo- olvidada Greta Garbo.

Calificación: 2’5

INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) [Han matado a un hombre blanco]

INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) [Han matado a un hombre blanco]

Recuerdo cuando por vez primera vez contemplé INTRUDER IN THE DUST (1949), jamás estrenada comercialmente en nuestro país, en un pase televisivo que la denominaba –de manera bastante prosaica- HAN MATADO A UN HOMBRE BLANCO. Uno tenía entonces diecinueve años, y lo cierto es que no me produjo una excesiva impresión, no considerándola más que un drama apreciable, por lo que me sorprendió que el comentario que de aquella emisión realizó José María Latorre en Dirigido por… -era la primavera de 1985- hablara con tanto elogio de la misma. Han pasado muchos años desde entonces, y en este largo lapso de tiempo -sobre todo en los últimos tiempos-, mi percepción como aficionado no hace más que ir ratificándome en la consideración de Clarence Brown como uno de los grandes cineastas clásicos de Hollywood, a la altura –al citarlos en sus semejanzas de estilo- a nombres como Henry King, John Ford, Leo McCarey o Frank Borzage-. No quiero con ello que esta defensa de su cine pueda parecer una boutade innecesaria, en la medida que Brown nunca llegó a la diversidad en su obra que marcaron los cineastas antes citados. Sin embargo, creo que la misma –quizá apenas tratada en la medida que era uno de los realizadores predilectos de la conservadora Metro Goldwyn Mayer; la excepción en este sentido la brindó en España Miguel Marías en una interesante aproximación brindada para la mencionada Dirigido por…, o el largo recorrido de su obra que ofrecen Tavernier y Coursodon en “50 Años de cine norteamericano”. Se trata, no obstante, de aproximaciones incompletas, ya que Brown posee una larga y, por ello, irregular filmografía, en la que no obstante queda bien clara la esencia de un estilo sereno  y contemplativo, que huye de dramatismos exacerbados en su puesta en escena, e inclinado –como en el caso de Henry King, aunque sin exclusividades- a crónicas rurales, cercanas a uno de los géneros más hermosos y menos conocidos del cine USA; el denominado Americana. Pues bien, incluso entre aquellos que aún siguen relegando a Brown a la altura de simple condición de acartonado artesano de la Metro –lo que podría ejemplificar Víctor Fleming-, reconocen la valía de una de las películas más insólitas de su tiempo. Un valioso precedente de STARS IN MY CROWN (1950) de Tourneur, de THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton) e incluso, si se me apura un poco, TO KING A MOKING BIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan). Un relato basado en una historia corta de William Faulkner que, más que maravillar, sigue sorprendiendo por el rigor y la contundencia de su enunciado, siendo al mismo tiempo un ejemplo perfecto de narración mesurada, sencilla y, lo que es más insólito, discurriendo por un terreno descrito en una asombrosa atonalidad, que en modo alguno impide que su desarrollo prenda con contundencia desde su primer fotograma.

Pocas películas pueden resumirse en menos líneas; INTRUDER IN THE DUST nos cuenta la injusta detención de un veterano negro ranchero –Lucas Beauchamp (extraordinario Juano Hernández)-, acusado de haber matado a uno de los componentes de la familia Gowrie. Las pruebas circunstanciales lo acusan, y el hecho de ser negro cierne sobre él la casi absoluta certeza de que va a ser linchado por la multitud. Su carácter hosco impide elaborar una compleja defensa, encargando al joven Chick Mallison (Claude Jartman, Jr.) que su tío John (David Brian) ejerza como abogado suyo. Pese a no pocas reticencias –el racismo en diversas vertientes se encuentra presente en todos los rincones de la localidad-, este aceptará el encargo, para lo cual tendrá ante todo que atender a las pistas y recuerdos que le pueda proporcionar el acusado. Este, al margen de su carácter huraño, tan solo puede esgrimir su inocencia y describir las circunstancias en las que se desarrolló el crimen, que da poco margen a la defensa, aunque exista la prueba importante de que su pistola no coincida con la bala que mató a Gowrie. Será el inicio de unas pesquisas, entremezcladas con la creciente inquietud de una población que parece desear llevar a cabo un linchamiento que, además de injusto, hubiera sido el triunfo de lo irracional y un crimen colectivo.

INTRUDER IN THE DUST se desarrolla en los años cuarenta del pasado siglo en una población rural cercana a Mississipi –sus exteriores se rodaron en la localidad de Harward-, y desde sus propios títulos de crédito entendemos que se trata de una producción tan modesta como arriesgada y personal. Nombres como el referente de William Faulkner –se suele decir que esta es la mejor adaptación cinematográfica lograda de toda su obra-, Ben Maddow como guionista, la fotografía de Robert Surtees, la muy menguada banda sonora a cargo de Adolph Deutsch o el multioscarizado Douglas Shearer en calidad de técnico de sonido –una faceta de especial importancia para acentuar de manera paradójica el intimismo de la película-. Desde sus primeros fotogramas advertimos que nos encontramos ante un film diferente. Los planos panorámicos que describen la tranquilidad del colectivo –en la que incluso se aportan apuntes humorísticos; el cliente de la barbería que se pone el sombrero cuando se anuncia el crimen cometido y el hecho de que el autor sea un negro-, pronto dejará paso a la estupefacción generalizada, evidenciando ese racismo latente de sus habitantes. La llegada de Lucas estará punteada por esos extraordinarios travellings laterales subjetivos, en los que el acusado verá los rostros rudos de sus habitantes, que con sus miradas ya parecen condenarlo como culpable al ser negro. Sin embargo, lo admirable del trazado dramático del film es que nunca levanta la voz. Incluso sus diálogos parecen estar dominados por un sentimiento de mesura y contención, del mismo modo que sus imágenes, por más que en ocasiones revelen instantes de terrible augurio; el instante en el que el provocador hermano de Gowrie está a punto de incendiar la comisaría en la que se encuentra Lucas, rociando de gasolina los pies de la anciana sra. Habersham (Elizabeth Patterson), quien con tanta ligereza como valentía, ha proporcionado de manera inconsciente el apoyo que necesitaba el pequeño Chick para articular la defensa del acusado.

Una vez más, aunque en esta ocasión con un resultado que si que goza del estatus de cult movie, Clarence Brown ofrece la quintaesencia de su estilo. Contemplativo, sereno, como el discurrir de las aguas tranquilas de un río. No le importará relatar la historia de una injusticia, ni quisiera moralizar sobre el racismo latente que se encuentra presente en esa sociedad cerrada que retrata –algo que se extiende incluso al hogar familiar del muchacho, descrito con un supuesto mayor alcance civilizado, pero que en el fondo tiene las mismas convicciones que el entorno rural que les rodea-. Lo que realmente interesa a Brown en sus cuidados encuadres y en una planificación admirable, es plasmar de forma paralela una de las visiones más hermosas que el cine norteamericano de aquellos años ofreció del despertar a la adolescencia y al mundo adulto, de un muchacho hasta entonces integrado en el sustrato de la infancia. Una infancia que ha vivido en aquellos idílicos exteriores campestres –que la cámara expresa con un sentido de inocencia, relatando en uno de los dos flash-backs del film el único encuentro previo que mantuvieron el muchacho y Lucas, cayendo el primero a un río helado, y ayudándole el otro, aunque sin mostrar en ningún momento el más mínimo atisbo ternurista. Se tratará de un episodio que Chick relatará a su tío, contagiando al espectador de la importancia que a este le proporciona este negro altivo de ojos profundos, orgulloso de su condición como tal, y al mismo tiempo provisto de un absoluto sentido de la ética. Serán aspectos que ligan esta película a otros títulos de estas características rodados en aquellos años –especialmente auspiciados por Dore Schary en calidad de productor-, como THE BOY WITH GREEN HAIR (El muchacho de loa cabellos verdes, 1947. Joseph Losey) o THE WINDOW (La ventana, 1949. Ted Tetzlaff). INTRUDER IN THE DUST supera a todos ellos, precisamente por esa serenidad que Clarence Brown aplica a todo su metraje, a esa sensación de asistir a una fábula terrible narrada en voz baja, como si fuera un cuento evocado por una vieja dama sudista a sus retoños. Es tal el grado de singularidad de sus imágenes, la importancia de sus silencios, la valoración que se realiza de los sonidos o la ausencia de los mismos, el empeño logrado en todo momento de no incidir en ninguna vena tremendista –cuando en cualquier instante se podría incurrido en dicha vertiente-, que permite encontrarnos con una de las más insólitas producciones rodadas en el cine norteamericano en la segunda mitad de sus fértiles años cuarenta.

Sin embargo, dentro de un conjunto provisto de una enorme homogeneidad en su trazado, de la sensación que su conjunto transmite de asistir a un hecho oculto en la que la búsqueda de la dignidad, el despertar a un mundo adulto, y también el lado oscuro de una colectividad, está mostrado con tanta serenidad y coherencia, no se pueden dejar de destacar secuencias y elementos extraordinarios, dentro de un título provisto de tan admirable alcance, y al mismo tiempo tan delicadas formas. Que duda cabe que entre ellas se encuentran la narración de ese primer encuentro y las reacciones que se establecen en Chick en su relación con Lucas –narradas con una apasionante mezcla de curiosidad, admiración y recelo por parte de este- y también sorprende la plasmación del otro flash-back de la película, en el que el detenido relata como se cometió el asesinato de Gowdrie –uno de los crímenes plasmados de manera más insólita y sin asideros en la pantalla-. Sin embargo, si hay un episodio que va más allá de todo elogio, es el largo, extenuante, apasionante e incluso por momentos divertido, bloque que describe el intento de desenterrar el cadáver de Gowdrie en plena noche –la película utiliza exteriores reales en todo su metraje- con la sola presencia del muchacho, el pequeño hijo del criado negro de este, y la veterana sra Habersham. Un episodio al que solo el calificativo de magistral puede describir en el acierto de su planificación, sus insertos, la introducción de la amenaza, la inconsciencia de los muchachos a la hora de abrir el ataúd que debe contener el cadáver del muerto… No será, sin embargo, el único episodio memorable de un film que casi, casi, merece en su conjunto dicha calificación. Secuencias como la manera en la que Crawford Gowdry (extraordinario Charles Kemper) –el padre del asesinado, manco de un brazo-, se arroja a unas arenas movedizas cuando los indicios destacan que allí se encuentra el cadáver de su hijo, la sensación de angustia que presiden esos momentos de búsqueda en los que este no duda en poner en peligro su propia vida, o la manera con la que limpia el rostro del cadáver de este cuando es rescatado, son instantes expuestos con fuerza, a ras de tierra, pero al mismo tiempo con una desusada sensibilidad, emergiendo en ella las mejores propiedades cinematográficas.

Serían muchos más, los aspectos a destacar en esta extraordinaria película –la manera con la que Lucas paga la deuda contraída con el abogado, paseándose de nuevo ante una cotidianeidad urbana que parece haber olvidado el trance terrible a que se vio sometido-. Sin embargo, lo que me interesa advertir una vez más tras admirar el relato, es ratificar las cada vez más contrastadas cualidades que me permiten considerar a Clarence Brown como un realizador digno de la mayor consideración. No se trata de buscar auteurs debajo de las piedras, pero quizá si encontrar el momento de devolver a su figura el reconocimiento a un talento y personalidad propia, que voy ratificando a cada nueva ocasión que tengo de acercarse a olvidados exponentes de su cine.

Calificación: 4

SONG OF LOVE (1947, Clarence Brown) Pasión inmortal

SONG OF LOVE (1947, Clarence Brown) Pasión inmortal

Es posible que contemplada desde un registro de verosimilitud histórica, SONG OF LOVE (Pasión inmortal, 1947. Clarence Brown) sea un título cuanto menos discutible. De lo que estoy seguro es que no era la intención de sus responsables ceñirse a ese criterio de fidelidad, en el relato que muestra la relación existente entre el compositor vienés Robert Schumann (Paul Henreid), su esposa Clara (Katharine Hepburn) y el compositor amigo de ambos, Johannes Brams (Robert Walker). De hecho, al inicio de la película, un rótulo señala las libertades dramáticas tomadas a la hora de elaborar la película. A partir de dichas premisas, SONG OF… se describe como una muestra más de las brillantes formas narrativas que Clarence Brown describió en el transcurso de una filmografía, de la cual está sería uno de sus últimos exponentes.

La acción se inicia –situando la acción en el Dresden de 1839- mostrando uno de los primeros conciertos de la entonces joven Clara, ya avezada pianista, quien prefiere en la conclusión de su recital ante la propia casa real, desatender las indicaciones de su vehemente padre –el profesor Wieck (Leo G. Carroll)-, quien le había indicado que interpretara una obra de Liszt, optando por el contrario por hacerlo con una composición de Schumann. Este se encuentra presente en la cita musical, sorprendiéndose de tal elección, aunque agradeciendo a Clara, que ya es su prometida, la confianza que le ha producido tal elección, aún a costa de provocar el enfado de su progenitor. A partir de ese momento, el film de Brown se articula en el devenir de los avatares de la familia Schumann, recorriendo la vida matrimonial de ambos, su conversión en una familia numerosa, las dificultades laborales y domésticas vividas por el matrimonio, la incorporación en su seno de Brahms, al cual el matrimonio anfitrión profesarán admiración, mientras que el recién llegado pronto se enamorará de la esposa del compositor. Toda una serie de vivencias que se irán sucediendo, reflejando la crisis personal y mental del atormentado Schumann, quien sobrelleva como puede las limitaciones económicas de su hogar, con el deseo de ofrecer una nueva obra que definitivamente lo consagre como músico.

Se suele decir que SONG OF… es un exponente más o menos ilustre del biopic inserto en el cine norteamericano clásico. De suponer en definitiva una muestra más o menos distinguida, más o menos valiosa, de ese subgénero tan pródigo en el cine USA de la década de los cuarenta, destinado a ofrecer biografías de músicos relevantes del pasado. Una vertiente en la que, justo es reconocerlo, poco se pudo atisbar el buen cine, y sí por el contrario predominaba en ella la mediocridad o el kistch más desaforado –unamos a ello el hecho de que la conservadora Metro Goldwyn Mayer fuera el estudio más proclive de este tipo de producciones, como lo muestra el título que evocamos-. Se trata sin embargo, de un recelo inicial que muy pronto queda diluido ante la auténtica naturaleza de este extraño melodrama, en el que ante todo se detectan ¡y de qué manera! las formas fílmicas de este director que hizo de la humildad como tal, su seña de identidad más perdurable. En efecto, la contemplación del trazado de la película, se va alejando poco a poco de los parámetros del biopic, erigiéndose por el contrario en una crónica intimista y muy personal sobre el acontecer de sus principales personajes. Una crónica en la que no se excluyen los apuntes humorísticos –la secuencia en la que los tres protagonistas no se atreverán a matar una gallina, las argucias de Brahms para convencer a la veterana Bertha (Elsa Janssen), el ama de llaves de los Schumann, para que retorne a sus tareas- pero en la que sobre todo se encuentra integrado el componente melodramático con una sinceridad, una sobriedad de formas y una entrega tal, que a fin de cuentas proporciona a su conjunto su auténtica razón de ser. Soslayando por medio de la elipsis aquellos instantes que podrían proporcionar un mayor énfasis dramático, la cámara de Brown prefiere detenerse en momentos casi cotidianos, o quizá al límite de lo previsible, aunque en su plasmación revelen un rasgo suplementario o de avance ante lo que va a desarrollarse con posterioridad en el relato. Es algo que manifiesta ese insólito episodio en el que los invitados que celebran la Navidad en la casa de los Schumann, participan en un extraño juego: derretir soldaditos de plomo, para luego con la materia resultante echarlos a una pecera y obtener extrañas formas que puedan ser interpretadas como presagio de futuro. Será una práctica que nos avanzará ese porvenir inquietante para el músico protagonista, y que poco después se manifestará en ese primer plano sostenido sobre su rostro mientras asiste a una interpretación al piano –extraordinario Paul Henreid, que en todo momento sabe entender a la perfección el difícil rol que asume-, comprobando por la mutación de su expresión los indicios de esa enfermedad que con el paso del tiempo se convertirá en su trágico destino.

Pero lo verdaderamente hermoso en SONG OF…, lo que le brinda de manera expresa su personalidad y singularidad como melodrama, proviene de la cotidianeidad con la que se muestran sus situaciones; la sobriedad con la que Brown expresa su puesta en escena. Erigiéndose como una especie de puente intermedio –en ocasiones un paso por detrás, en otras a su misma altura- entre las formas planteadas por cineastas de la talla de Leo McCarey o Frank Borzage, Clarence Brown logra desplegar una visión personal de los sentimientos, con momentos tan hermosos como la declaración amorosa de Brahms ante Clara –con su sorprendente y cotidiano epilogo de esta con su esposo, quien sabe de estos sentimientos y de alguna manera los respeta-, o tan rotundos como la forma con la que se describe la muerte del compositor protagonista, a través –no podía ser de otra forma- de una elipsis de deslumbrante expresión. Poco a poco, sus fotogramas se van deslizando por la conmovedora pendiente de un sentimiento auténtico y personal, aplicando la madurez de unas relaciones poco frecuentes en el cine norteamericano de su tiempo, y máxime en el contexto de producción de la Metro. El director combinará esa cotidianeidad, la articulación de unos personalísimos rasgos de puesta en escena, y una mirada a ras de tierra en torno a las emociones y sentimientos humanos. Junto a todas estas cualidades, a la cadencia que articulan sus imágenes, el film de Brown posee la extraña cualidad de suponer una de las propuestas cinematográficas más acertadas a la hora de poner en práctica el tan comentado concepto de musicalidad de su puesta en escena. Más allá de que en la misma haya una casi constante presencia de piezas interpretadas al piano, o como fondo de las secuencias –siempre como una necesidad y una lógica dentro de su desarrollo argumental-, en todo momento estas se incorporan articulando una extraña sensación de musicalidad en sus imágenes. En algunos momentos lo hará de forma expresa, permitiendo que las acciones que se aprecian en primer término adquieran con el fondo que les acompaña ese extraño rasgo –la secuencia en la que los hijos de los Schumann revolotean por la casa-. Es en ese aspecto tan concreto, donde en última instancia se revela el empeño que este notable cineasta incorporó a una película que, en otras manos menos sensibles, se hubiera convertido sin duda en un producto olvidable. Secuencias como la que culmina la película, en la que cada plano tiene una precisa razón de ser –la presencia de esa estatua que permite que la evocación de Schumann tenga vida propia, la pose que el ya veterano monarca reitera, recordando cuando décadas atrás, de pequeño, escuchó por vez primera la pieza que una envejecida Clara recuerda en este esperado concierto, o la asombrosa grúa que culmina de manera simétrica, evocando la inmortalidad del veterano cineasta a través de su obra-, son reveladoras de los mejores modos de un cineasta como Clarence Brown, en su momento tan valorado, como posteriormente sepultado en el olvido. Intentemos acercarnos a su cine con una mirada desprejuiciada, porque en sus fotogramas se encuentra impreso el marchamo de un hombre de cine no solo humilde y sincero, sino con los rasgos innegables del fino estilista, cronista del sentimiento humano.

Calificación: 3’5

ROMANCE (1930, Clarence Brown) Romance

ROMANCE (1930, Clarence Brown) Romance

Recuerdo como hace ya casi una década, un amigo amante del cine, me comentaba en una tertulia que el mito que tenía sobre Greta Garbo se le vino abajo cuando la oyó hablar. No voy a compartir una sensación similar, en la medida que nunca me he visto embargado por matiz alguno de esa supuesta mítica generada por “la divina”, pero no por ello dejo de reconocer que, a ocho décadas vista de su realización, uno de los principales lastres que se enseñorean en torno a ROMANCE (1930, Clarence Brown), reside en la ridícula manera con la que la Garbo pronunciaba sus largos parlamentos, hasta tal punto que hoy día llegan a provocar no solo la distanciación sobre la historia narrada, sino incluso una cierta hilaridad, que puede transformarse en indignación cuando, por motivos mucho menores, la carrera de John Gilbert fue cercenada basándose en el mismo concepto –cierto es que la Garbo tuvo la suficiente honorabilidad para imponer al actor en la que quizá sea su película sonora más importante; QUEEN CRISTINA (La Reina Cristina de Suecia, 1933. Rouben Mamoulian)-. Pero por encima de este hecho concreto –que por desgracia tiene en la película más peso del que sería de desear, justo es reconocer que el film de Brown –que, por cierto, no aparece acreditado en el film- solventa una de las cuestionas más peligrosas de los primeros pasos del sonoro –máxime en el seno de la Metro Goldwyn Mayer-. Me estoy refiriendo a ese estatismo que durante los primeros años treinta constituyó toda una losa para el progreso de ese séptimo arte que muy poco tiempo antes –en las postrimerías del periodo silente-, había logrado conquistar pasos de gigante.

En este sentido, me es grato reconocer que ROMANCE logra superar ese lastre, erigiéndose como un melodrama provisto de la suficiente ligereza cinematográfica, y estoy tentado a pensar que, de no haber mediado su servilismo hacia la figura de la Garbo, nos encontraríamos con un resultado bastante más valioso del logrado que, sin ser en exceso estimulante, sí al menos deviene de cierto interés. Se trata de algo que ya contemplaremos en los primeros instantes del film que, con un montaje dominado por su dinamismo, nos muestra la celebración del año nuevo en New York. Sin recurrir a diálogos, la película logra muy pronto prender por el ritmo que sobrelleva, contemplando la llegada de un joven de buena familia –Harry (el posterior director Elliott Nugent)-, deseoso de anunciar a su tío –que es obispo- su intención de casarse. Ello dará pié a que este se remonte medio siglo atrás, relatando en “flash-back” –una elección eficaz, pero que de alguna manera deviene discutible al narrar acontecimientos que no ha vivido directamente- las circunstancias que le llevaron en su juventud –el pastor Tom Armstrong (Gavin Gordon, un actor excesivamente blando, al que sin embargo el director logra extraer un partido adecuado)- a enamorarse perdidamente de la joven cantante de ópera Rita Cavallini (Garbo) –atención al plano en picado que une a los dos personajes en su primer encuentro en una escalera-. Será el débil germen argumental de una película que no esconde estar destinada al lucimiento de la Garbo, exhibida una vez más como devora hombres y finalmente presta al sacrificio renunciando a la destrucción de las personas a las que ama. Por fortuna, ROMANCE cuenta con la mediación de un director sensible y delicado –ya ligado a la filmografía de “la divina”-, experimentado en el cine mudo y que, gracias a ello, logra que este argumento banal y convencional mantenga aún hoy día una cierta vigencia.

Es algo que se manifestará en esos instantes de apertura, pero muy pronto oscilará una vez conozcamos el reencuentro de Harry con su tío obispo, y este despliegue una vieja flor que mantiene guardada en un pañuelo, mientras con sus miradas y gestos nos permite intuir que tras ello se encierra una historia de amor que dejó huella en su juventud. A partir de ese momento, la película, adquiere una cualidad importante, como es evitar el estatismo que sería previsible en los films de este periodo. Por el contrario, y aún contando con el lastre marcado por los risibles parlamentos de su protagonista, lo cierto es que en todo momento sus secuencias están impregnadas de un dinamismo interno, utilizandose para ello la expresividad y la ubicación de los actores dentro del encuadre. Es decir, no nos encontramos con una propuesta en la que abunden los ostentosos movimientos de cámara –aunque sí se ofrezcan episodios en los que la presencia de figurantes puedan inducir al espectáculo “pompier”, que Brown logra evitar con inteligencia-, pero sí contemplaremos en su lugar un melodrama sencillo, sin especiales aristas en su desarrollo, pero del que en su fuero interno emerge en su lugar un determinado grado de verdad cinematográfica. Es por ello, cuando la solemnidad del personaje de la frívola cantante –que mantiene un extraño romance con el veterano Corny Van Tuyl (Lewis Stone)-, se rinde a la ternura y el sincero amor que le brinda el joven pastor, la película logra brindar un grado de sinceridad en algunos momentos notable. Se trata, no cabe duda, de formas dramáticas y expresivas que habían sido planteadas con gran éxito en el cine mudo, y que el buen director que siempre fue Brown, tuvo la intuición y el acierto de prolongar en sus primeras películas sonoras. Es precisamente por ello, por lo que esta película aún mantiene un nada desdeñable grado de vigencia e incluso sensibilidad, en instantes y episodios como el encuentro tras la ventana de un grupo de músicos ambulantes italianos, quienes recibirán del joven Tom un donativo y que con sus sones y palabras de ánimo, transmitirán una extraña sensación de fugaz felicidad –a lo que contribuirá la presencia de la nieve-, que no solo llegará a impregnar a los dos amantes, sino que contagiará al espectador.

Unamos a ello, el dinamismo que su director proporciona a secuencias y episodios como el que muestra el concierto de despedida de la Cavallini –en el que un plano furtivo nos advertirá que el relegado Tom se encuentra entre el público-, demostrando que aún en aquellos años de retroceso para el cine norteamericano, supo demostrar la suficiente agilidad para lograr que un producto de consumo inmediato y rápido olvido, albergara los suficientes elementos de interés específicamente cinematográficos, demostrando que el caso de Clarence Brown es el de un cineasta al que convendría una atenta retrospectiva. Cada vez tengo más claro que con ella descubriríamos un realizador de primera fila.

Calificación: 2

PLYMOUTH ADVENTURE (1952, Clarence Brown) [La aventura del Plymouth]

PLYMOUTH ADVENTURE (1952, Clarence Brown) [La aventura del Plymouth]

El reciente entusiasmo que me ha producido el visionado de la admirable OF HUMAN HEARTS (1938), es probable que me permita ver con otros ojos la figura y la obra cinematográfica de Clarence Brown. En realidad, he de reconocer que cuantos títulos suyos he contemplado hasta la fecha no han estado en ningún caso exentos de interés, pero también es cierto que siempre he visto en su figura la representación máxima del artesano envarado y retórico, propio de las características emanadas por el estudio del que fue uno de sus profesionales más perdurables; la Metro Goldwyn Mayer. Esa mezcla de escaso entusiasmo y condescendencia a su cine, no quisiera que de la noche a la mañana se convirtiera en una enfervorizada admiración, en la medida que soy consciente de encontrarnos ante un realizador mesurado y poco proclive a las sorpresas cinematográficas. Pero no se si la casualidad o una cierta intuición, me ha vuelto a remitir a otro título suyo que considero admirable –cierto es, algo menos que el ya citado OF HUMAN...-, y que al mismo tiempo sirvió como prematura retirada suya de la pantalla, cuando contaba sesenta y dos años de edad. Con ello me refiero a PLYMOUTH ADVENTURE (1952) –jamás estrenado comercialmente en nuestro país, aunque emitido en las pantallas televisivas con su traducción literal de LA AVENTURA DE PLYMOUTH-, que ya de antemano pienso que merece alcanzar un lugar de preferencia dentro del subgénero de aventuras submarinas, mucho más por cierto que no pocos films excesivamente mitificados –entre ellos, por citar un ejemplo, uno protagonizado por el mismo Spencer Tracy y también procedente de la Metro, como es CAPTAINS CORAGEOUS (Capitanes intrépidos, 1937. Victor Fleming)-, aunque en realidad su propuesta adquiera unos derroteros inusuales a los habitualmente esgrimidos en esta vertiente, al propio tiempo que resulten bastante familiares a los hipotéticos conocedores –si es que queda alguno- del cine de Brown.

 

En efecto, ese estilo contemplativo, de raíz pictórica, basado en una gradación y una mesura en la vida de sus personajes, huyendo en la medida de lo posible de la espectacularidad y acercándose por el contrario a una vertiente reflexiva, en algunos momentos rondando a un cierto misticismo, que en sus mejores momentos emparentan a Brown con figuras de la talla de John M. Stahl o Henry King, tiene en PLYMOUTH... una de sus manifestaciones más depuradas y moduladas, ubicando el inicio de su andadura en el puerto inglés de Shoutampton en 1620. De allí partirá un grupo de colonos. Unos, simples perseguidos por la justicia, y otros unidos por pertenecer a una nueva iglesia no muy bien vista en suelo inglés, con destino hasta el nuevo continente, en concreto a las tierras aún no colonizadas de Virginia. Para ello recurrirán a un largo viaje a bordo del Mayflower, un navío comandado por el hosco y misántropo capitán Christopher Jones (un memorable Spencer Tracy en uno de los mejores papeles de su carrera). Este no solo demostrará desde el primer momento una ausencia de sentimientos, sino que no dudará en aceptar el suculento soborno del representante de la compañía que financia el viaje, para llevar a los pasajeros no al destino inicialmente comprometido –en donde tendrían que aceptar un contrato de pago que los convertía casi en esclavos-, sino a New England, logrando con ello dicha compañía poder operar con otra en condiciones de franca ventaja.

 

Será este el punto de partida de un viaje áspero y dificultoso, que tendrá que soportar incluso un inoportuno retorno a tierras inglesas al detectarse serias averías en el buque acompañante, pero al que de manera proporcional a la creciente presencia de dificultades, se complementará con un mayor sentimiento de unidad y resistencia por parte de los viajeros, aunque en ocasiones estos se enfrenten a la rudeza de la tripulación, la inclemencia de la meteorología, la progresiva escasez de alimentos, las enfermedades, la atracción que las jóvenes despiertan entre los marinos, o ciertos conatos de desunión que aparecerán algunos momentos entre los pasajeros. Será en realidad un proceso evolutivo, un viaje iniciático en el que Clarence Brown desplegará su talento para la composición pictórica –ayudado por la espléndida fotografía en color de William Daniels- y una narrativa mesurada, sin rupturas de ritmo, evolucionando con ella tanto la acción de sus personajes como la modulación de su psicología, y mostrando en la conjunción de ambas vertientes una sensación de sinceridad cinematográfica que permite que el espectador viva y sienta no solo sus penalidades y esperanzas sino, sobre todo, se una al alma de todos ellos. Se trata sin duda de un cúmulo de sensaciones muy difíciles de plasmar en la pantalla, pero PLYMOUTH... logra introducirse en ese sendero de una manera pasmosa, basándose en el uso de planos largos, en el alcance pictórico de las secuencias, en la presencia de la narración en off por parte de uno de los colonos –Gilbert Winslow (encarnado por el siempre excelente John Denher)-, o el respeto de la iconografía del cine de aventuras marinas, tamizado por una extraña ligazón melodramática que se centrará de manera muy especial en la relación que el arisco Jones mantendrá con la joven Dorothy Bradford (maravillosa Gene Tierney), esposa de uno de los responsables del grupo de colonos –William Bradford (un magnífico Leo Genn, que probablemente lograra su rol en MOBY DICK (1956, John Huston) a partir de su trabajo en esta película). En medio de estas tensiones, de la paciencia y serenidad demostrada por un colectivo unificado en torno a un objetivo común y guiado por nobles sentimientos, se desplegará un auténtico recorrido espiritual de un grupo de seres que solo ansían una nueva oportunidad en sus vidas, guiadas en todo momento por el respeto a su prójimo y el legítimo derecho a prosperar. Brown guiará este recorrido con mano maestra, demostrando su especial implicación y su humanismo, conduciendo dicho azaroso viaje con el oportuno recurso a la elipsis que propician las anotaciones / narraciones en off de Winslow, y alternando la rutina del traslado, en creciente tensión por la escasez y penalidades sufridas, tanto por parte de los pasajeros como de la propia tripulación. El milagro de la película estriba a mi juicio en el casi sobrenatural equilibrio que se logra en la combinación de sus elementos de acción, con las pinceladas descriptivas de la vida diaria de sus personajes. Todo en la narración está mostrado con tanta serenidad, hay una delicadeza tal en la reacción de esos seres que respiran una bondad sincera, jamás bobalicona, que la ruptura que en su tono proporciona el largo y admirable episodio de la tormenta, adquiere en la película un matiz catárquico, al tiempo que muestra esa sensación de peligro con una fisicidad que alcanza de lleno a la sensibilidad del espectador. En pocos títulos del género ese plano de la viga central del navío quebrada adquiere tanta fuerza, completando esa contundencia la brillantísima idea de guión que supone solventar la misma utilizando el torno de una imprenta. Será un instante a partir del cual se producirá una inflexión en el interior del capitán, quien a partir de ese momento dejará entrever la sensibilidad que desde siempre ha anidado en su alma pero jamás se ha atrevido a expresar.

 

Tras mil penalidades, y con la hermosa y al mismo tiempo cruel presencia de un pájaro de tierra muerto que aparece sobre la cubierta, el Mayflower llegará hasta las tierras de New England. Será el momento de que todos conozcan la verdad, y el momento también en el que Dorothy y Jones se planteen la realidad de sus relaciones. Los colonos aceptarán incluso con sorprendente agrado el inesperado cambio de destino, pero entre el capitán y la esposa de Bradford se planteará una situación absolutamente dolorosa. En contra de lo que sería habitual en un singular triángulo amoroso como el que ofrece la película, PLYMOUTH... planteará el suicidio de la joven –expresado en un memorable primer plano de Dorothy reflejado en su rostro el nocturno del mar- de manera elíptica. Al retornar su marido –que había acudido junto a un grupo de colonos a explorar las tierras que se encuentran en la costa-, se mostrará destrozado al conocer la noticia.

 

A partir de esos instantes, el film de Clarence Brown logrará introducirse en la senda de lo conmovedor en varios de sus instantes posteriores. Se manifestará en el momento confesional que Jones comentará a Bradford, recordándole que su esposa lo quería profundamente, provocando los sollozos espontáneos e inconsolables de este. Y esa capacidad de conmover, se manifestará de nuevo cuando –tras recurrir de nuevo a la elipsis, que nos llevará del duro invierno a la alegría de la primavera, relatando los numerosos fallecimientos por enfermedad-, los colonos supervivientes se reunirán en la pequeña iglesia que han logrado construir, entregando todos ellos un pergamino en el que expresan su sincero agradecimiento por la ayuda que el Capitán Jones ha brindado a todos ellos, manteniendo el Mayflower en la costa, en vez de haber regresado a Inglaterra, tal como anunciara en su momento. Este recogerá conmovido tal atención, reconociendo que antes se encontraba solo y ahora cuenta con grandes amigos, meditando con serenidad la posibilidad de retornar a su país o quedarse entre esta nueva colonia. Finalmente decidirá retornar a su tierra, pero en su ánimo estará presente volver a estas primeras casas de la que posteriormente sería una próspera ciudad, brindando en honor de muertos y vivos una salva de ordenanza, mientras el Mayflower se aleja de las costas de New England.

 

PLYMOUYH ADVENTURE supuso el testamento cinematográfico de Clarence Brown. Desconozco si el realizador tenían intención o no de prolongar su andadura como director de cine, pero lo cierto es que en esta película Brown se muestra provisto de un alto grado de inspiración, filmando un título quizá un poco a contracorriente, pero cuyo resultado ha de ser considerado sin lugar a dudas como una de las grandes propuestas que el cine de aventuras ofreció dentro del subgénero de las aventuras marinas. Es más, me atrevería a señalar que podemos situarlo sin temor a equivocarnos, como uno de los diez ó doce mejores films de aventuras de todos los tiempos.

 

Calificación: 4

OF HUMAN HEARTS (1938, Clarence Brown)

OF HUMAN HEARTS (1938, Clarence Brown)

¿Como es posible que la historiografía cinematográfica pueda, en pleno siglo XXI, mantener oculta la grandeza de una –digámoslo ya- obra maestra como OF HUMAN HEARTS (1938)? Quizá sea hasta cierto punto admisible que resulte desconocida en nuestro país -donde nunca se estrenó comercialmente-, o incluso pueda resultar justificable al ser una realización de un hombre de andadura desigual y, sobre todo, desprovisto de una especial atención por parte de la crítica, como fue Clarence Brown –en cuya filmografía se encuentran títulos muy interesantes, y eso que personalmente no he sido un especial seguidor de su obra-. Pero aún reconociendo y admitiendo estas circunstancias, sintiéndome aún conmovido hasta la lágrima con la conclusión, sencilla pero universal en su mensaje, de esta extraordinaria película, no puedo salir de mi asombro ante el hecho de que no sea ubicada entre la cima del cine norteamericano de la década de los treinta. En ocasiones, el hecho de ir escudriñando y contemplando títulos más o menos escorados en los claroscuros de la producción del cine clásico, te lleva a descubrir verdaderas joyas, aunque he de reconocer que en pocas ocasiones la sorpresa ha sido tan emocionante y enriquecedora.

 

Y es que a la hora de intentar efectuar una galería más o menos representativa de ese maravillosa vertiente temática que se denominó Americana, forzosamente tendríamos que incluir en ella títulos inolvidables firmados por John Ford, King Vidor, Henry King.... Tendríamos que introducir el admirable STARS IN MY CROWN (1950) de Jacques Tourneur... Y también, en un lugar de preferencia, habría que incorporar sin lugar a duda, esta producción de la Metro Goldwyn Mayer, en la que se plantea el contraste entre la fe y la ciencia, el primitivismo y el progreso, el individualismo y lo colectivo, y también el egoísmo contrapuesto al amor. Todo ello, situado dentro de un contexto histórico que se inicia a mediados del siglo XIX, con la llegada del ya curtido reverendo Ethan Wilkins (un admirable Walter Huston) a una pequeña aldea de Ohío situada a orillas de un caudaloso río. Wilkins va acompañado de su esposa Mary (memorable Beulah Bondi) y su pequeño Jason. Ambos han viajado desde una cómoda parroquia, teniendo que abandonar a la llegada a esta pequeña población las comodidades que hasta entonces han adquirido. Poco a poco irán integrándose en una comunidad cerrada, amable e hipócrita al mismo tiempo –no dudan en cuestionar incluso delante del Wilkins la nómina que están dispuestos a ofrecerle, aunque esta contravenga el acuerdo previo contraído con él-, al tiempo que llevarán una vida plácida en un contexto rural amable, en donde parece que nadie muere ni se desarrollan sucesos de relieve. Será un entorno ante el que se revelará Jason, el inquieto hijo de los Wilkins, quien muy pronto demostrará sus ansias de saber y superación, estableciendo una cierta amistad con el dr. Shingle (maravilloso Charles Coburn). Pese a resultar un galeno venido a menos por su reconocido alcoholismo, no dudará en insuflar al muchacho las armas del saber, dejándole libros que irán forjando en él su incipiente inclinación hacia la medicina, al tiempo que el muchacho nunca dejará de mantener cierta distancia con los modos de pensar de su padre.

 

Pasan diez años, la normalidad casi imperturbable de la pequeña localidad conserva su semblante imperturbable. Sin embargo, en ella sí que ha aumentado el interés de un ya crecido Jason (ya bajo el semblante de James Stewart), quien finalmente y con la ayuda de su madre, decidirá estudiar medicina en la Universidad de Baltimore. Allí aprenderá todos los entresijos de dicha vocación, mientras que en su entorno familiar su padre vivirá sus últimos momentos de vida y su madre sentirá la soledad más absoluta, solo mitigada por las noticias que por carta le remite su hijo –por lo general acompañadas de peticiones económicas-. De nuevo el paso del tiempo llevará a Jason a implicarse en el desarrollo de la Guerra Civil Norteamericana, aplicando su vocación médica con absoluta entrega hacia los heridos de la contienda, aunque ello le lleve a olvidarse de la propia existencia de su madre, quien durante dos años se mantendrá ausente de noticias de su hijo. Por ello llegará a escribir al presidente Lincoln para intentar averiguar donde se encuentra la tumba de su hijo –en todo momento esta intuirá que se encuentra muerto-.

 

Es bastante probable que el relato que sirve de base OF HUMAN HEARTS, obra de Honoré Morrow, titulada Benefits Forgot y trasladado en forma de guión cinematográfico a cargo de Bradbury Foote, fuera de especial interés para un Clarence Brown que en el conjunto de su obra sintió una inclinación al tratamiento de historias desarrolladas en ambientes rurales, centradas en la visión de esa América íntima. No hay más que recordar propuestas interesantes como THE HUMAN COMEDY (1943) –que el propio realizador consideraba su película favorita- o la muy posterior INTRUDER IN THE DUST (1949). Sin embargo, en la película que nos ocupa todo resulta tan delicado, equilibrado y hermoso. Tan admirable la combinación de dramatismo y la presencia de pequeños toques humorísticos, que el espectador desde el primer fotograma de la película –que describe con naturalidad la hermosa rutina de la localidad a la que acuden los Wilkins-, asiste a un relato desarrollado en voz baja, asumido en su primer tramo desde la mirada de ese pequeño Jason, quien quizá como muestra de un nuevo modo de entender la existencia, se siente en todo momento ausente de ese marco casi paradisíaco. Pero del mismo modo la película, nunca de modo altisonante, sabe ofrecer una visión nada idílica de una colectividad en la que no estará ausente el egoísmo consustancial a la condición humana, representado de manera especial en la figura del avariento propietario del comercio –George Ames (Guy Kibbee)-. Brown tampoco evitará plasmar el siempre latente enfrentamiento entre Wilkins y su hijo, que tendrá su momento más álgido en la pelea que mantendrán ambos tras haber visitado a una casi harapienta feligresa –una secuencia dolorosa en la que el espectador comprende y justifica el pensamiento de ambos, sintiendo en carne propia la acre sensación que para ambos resulta pelearse con quien más quieren-.

 

El film de Brown, dentro de la absoluta serenidad con la que conduce su discurrir, está lleno de momentos memorables y delicados. La concatenación de situaciones es constante, pero al mismo tiempo está descrita con una coherencia y equilibrio interno realmente pasmoso. Todo ello se expresa en una película en la que importan los pequeños detalles, los gestos en apariencia insignificantes, como ese conmovedor episodio en el que Mary venderá a Ames su propio anillo de boda –el único recuerdo que le quedaba de su difunto esposo-, al objeto de lograr unos dólares para ayudar a su hijo. En una estratagema, Shingle –que se encuentra presente- logrará recuperar el anillo y devolvérselo a su legítima dueña, en una imposición que se ofrece además como metáfora de ese amor que siente por ella, pero que quizá por simple pudor jamás le llegará a manifestar. Secuencias como la previa de la muerte de Wilkins –en el fuera de campo- poco después de la llegada de Jason, quien abrazado de su madre escuchará el postrero “se acabó” por parte del moribundo reverendo, al que sucederá la dolorosa secuencia del funeral, en medio de una densa tormenta. Y episodios, en suma, como el que marca el inesperado encuentro de Jason con el mismísimo Abraham Lincoln (encarnado con gran prestancia por John Carradine), quien revelará el dolor que le produce el abandono a que ha sometido a su madre, por encima incluso de la felicitación que le merece su labor vocacional médica en el contexto bélico.

 

Podríamos citar numerosos ejemplos, momentos y secuencias que por derecho propio permanecen entre lo más valioso legado por el cine norteamericano de su tiempo. Pero lo cierto es la perenne presencia de una delicadeza, autenticidad y sencillez en todo su metraje, reveladora de esa mirada contemplativa y sensible, sincera y crítica al mismo tiempo. Una visión en suma que muestra en la pantalla una manera de entender la existencia que forjó aquellos primeros pasos de la vida norteamericana, en cuyo contexto la importancia de la religión, el respeto a la familia y una cierta ritualidad en los comportamientos, supusieron los principales aliados a la hora de consolidar y aunar la personalidad de un pueblo como este, diseminado en tantas personalidades diferentes e incluso opuestas. Es por ello que esa secuencia final, con la reunión de la anciana Mary con su hijo, acompañados del dr. Shingle y de la joven muchacha que conoció de niña, realizando la bendición de los sencillos comensales que van a compartir, suponen un instante puede que insignificante desde el punto de vista estrictamente narrativo, pero que en su plasmación fílmica adquieren una fuerza emocional irresistible. En esa sencilla ceremonia asumirán el peso de una andadura en la que las dificultades quizá han quedado en segundo término, pero ante la cual todos comprenderán los sentimientos y enseñanzas brindadas por el recio y justo reverendo que moduló con su sentido de la justicia y rectitud, la andadura vital de esa madre y ese hijo que han decidido tomar la memoria de Wilkins, para disfrutar del resto de su existencia. Todo ello en un rito plasmado con una sinceridad tal que logran contagiar al espectador al asistir este a un íntimo y tardío acto de amor, que adquiere incluso resonancias místicas.

 

Dudo mucho que pese a su larga filmografía, Brown llegara a rodar otra película de similar grado de grandeza del que nos ocupa. Hace unos meses participé en una encuesta en la que tenía que señalar los que a mi juicio eran los quince mejores films de los años treinta. Si en aquel momento hubiera conocido OF HUMAN HEARTS, sin duda hubiera sido uno de los títulos a engrosar en dicha relación. He llegado tarde a ello, pero bienvenido sea el disfrute de una de las películas más hermosas del cine norteamericano de aquellos años, máxime cuando sus cualidades aún no han recibido el reconocimiento que merece este prodigio de sensibilidad plasmado por Clarence Brown con auténtica mano maestra.

 

Calificación: 4’5