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CINEMA DE PERRA GORDA

Don Siegel

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXV) DIRECTED BY... Don Siegel

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXV) DIRECTED BY... Don Siegel

Don Siegel, a la izquierda, dirigiendo a Viveca Lindfors -pronto también su esposa- y Ronald Reagan, en NIGHT UNTO NIGHT (Alma en tinieblas, 1949).

 

DON SIEGEL... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(11 títulos comentados)

NIGHT UNTO NIGHT (1949, Don Siegel) [Alma en tinieblas]

NIGHT UNTO NIGHT (1949, Don Siegel) [Alma en tinieblas]

Es bastante común calificar con desapego no pocas de las propuestas que conformaron el amplio ciclo de producciones de misterio y suspense psicológico que, al amparo de éxitos como el de REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock), y alentados por una coyuntura bélica propicia a exponentes de este subgénero, permitió la aparición de una serie de títulos que, por lo general, suelen contar con mi estima. No se si he considerarlo como una debilidad personal –un guiltry pleasure-, que me hace apreciar en líneas generales la mayor parte de ellos –cierto es que algunos pecan de ciertas debilidades-, entre los que se encuentran incluso el poco valorado SECRET BEYOND THE DOOR  (Secreto tras la puerta, 1947) de Fritz Lang. Si una obra procedente de la filmografía de unos de los más grandes cineastas que han existidos sigue sufriendo ese menosprecio ¿Cómo no va suceder lo mismo con NIGHT UNTO NIGHT (1949. Don Siegel), un título primerizo de un director que apenas se enfrentaba ante su segundo largometraje, y encima apenas ha podido ser contemplado por el gran público?

En definitiva, que una vez más me quedo gustoso apreciando casi en solitario un título, al que se le podrán –como en el posterior COUNT THE HOURS (1953)- achacar todos los desequilibrios que se quiera, pero en el que con suma modestia aparecen una serie de cualidades, elevando su resultado y proporcionándole una extraña patina de sensualidad, al tiempo que introduciendo una serie de elementos temáticos poco habituales en el cine americano de su momento. Nos encontramos en el periodo del rodaje del film, en una vivienda situada en la costa de Florida. Hasta allí llega John Galen (Ronald Reagan), un joven científico que padece el progreso de una enfermedad epiléptica, y que desea aislarse de cualquier relación social, prosiguiendo sus trabajos y la evolución de su enfermedad. Para ello, alquilará una vivienda que se encuentra en perfectas condiciones, propiedad de Ann Gracy (Viveca Lindfords, futura esposa de Siegel), una joven viuda que aún señala escuchar voces de su marido difunto –el espectador llegará a percibir dichas voces sin delimitar en ningún momento si proceden de un ámbito sobrenatural o de la mente de Ann-.

A partir de dicho encuentro, varios son elementos que proporcionan un atractivo suplementario al este poco conocido film de Siegel, y lo elevan a mi juicio muy por encima del escaso interés que hasta el momento ha suscitado, incluso por no pocos seguidores del director de DIRTY HARRY (Harry, el sucio, 1971). En primer lugar cabría señalar esa extraña sensación de atemporalidad que envuelve el relato. De un ensoñamiento quizá ya emanado en la novela del especialista Philip Wylie, que nos desenvuelve la anécdota argumental en el tiempo de rodaje del film, pero al mismo tiempo, con la utilización del interior de la mansión, y la propia configuración visual del film –con la utilización de una iluminación basada en el uso de sombras a cargo de Peverell Marley-, unido al apoyo más que puntual de la sintonía musical de Frank Waxman, consiguen casi en todo momento que el conjunto del film desprenda una sensación de extrañeza. Será algo que se sobrepondrá entre la propia relación de sus principales personajes, donde encontraremos un personaje tan atractivo como el de C. L. Shawn (Broderick Crawford), en apariencia un simple padre de familia, pero cuyas inquietudes artísticas y también el hecho de que comparta las creencias sobrenaturales de su amiga Ann –en un momento dado confesará a Galen haber vivido de pequeño una de ellas-, irá acompañado por la secuencia de la exposición. En ella, de nuevo se pondrá de manifiesto esa querencia por lo misterioso, manifestado en unos lienzos que este artista ha expuesto por vez primera como algo personal.

Y es que en realidad, el conjunto de NIGHT UNTO NIGHT, más que centrarse en el devenir de sus principales roles, parece eirigrse en su entraña como una soterrada batalla entre el racionalismo y la espiritualidad. Por ello, resulta sorprendente encontrar en el cine norteamericano de su tiempo un personaje que reconozca abiertamente su agnosticismo –el científico encarnado con opacidad pero eficacia por Reagan-, y por otra parte esas voces que finalmente desparecerán en la percepción de Ann, no tengan en el último momento una decidida prolongación narrativa. Para aquellos que podrían esperar una resolución al respecto, es probable que tengan razones para quedar decepcionados con este pequeño pero contundente film de Siegel. Sin embargo, para todos aquellos que valoramos en cualquier película la presencia constante de una tensión soterrada, encontraremos en su discurrir no pocos motivos de regocijo. Quizá podamos excluir de ello a Lisa (Osa Massen), que nos es presentada con la frivolidad que le caracterizará, acudiendo a casa de Ann con uno de sus acompañantes, el atractivo y arrogante Tony Maddox (Craig Stevens). Sin embargo, aparecerán en la película otros roles de menos importancia exterior, aunque caracterizados por una especial significación. Uno de ellos será el dr. Poole (Art Baker), viejo colega de nuestro protagonista, conocedor de los progresos negativos de su enfermedad, y con quien vivirá –junto al resto de roles del film-, el episodio de la tormenta en el interior de la mansión. Será una reunión en la que junto a la amenaza exterior, en sus dependencias se produzca esa necesaria resolución de los dramas interiores de la pareja que ha protagonizado el relato. Galen ha tomado el progreso de su enfermedad –otro detalle a destacar del film de Siegel, ser uno de los precursores a la hora de mostrar las consecuencias de la epilepsia, proponiendo la expresión exterior de la misma en un momento determinado dentro de la iconografía del cine de terror; la crisis sufrida por John que lo dejará postrado en el suelo-, como la imposibilidad de sobrellevar una vida normal, y en un momento dado caerá en la tentación del suicidio. Será algo que intentará evitar Ann, haciéndole ver la importancia del amor a un racionalista recalcitrante.

En la confluencia de ambos mundos, en la sensualidad que desprenden sus imágenes, en el cierto grado insólito que manifiesta su propia configuración visual –el peso del agua que permite asociaciones en varias de sus secuencias-, NIGHT UNTO NIGHT sugiere al espectador mucho más de lo que en apariencia pudiera parecer, erigiéndose bajo mi punto de vista y pese a sus carencias, en una atractiva y hasta cierto punto original muestra de un subgénero muy en boga en la segunda mitad de la década de los cuarenta, al tiempo que una insólita muestra de madurez de un cineasta aún en paños menores como tal.

Calificación: 3

STRANGER ON THE RUN (1967, Don Siegel) (TV) [Un extraño en el camino]

STRANGER ON THE RUN (1967, Don Siegel) (TV) [Un extraño en el camino]

Aunque ahora parezca que se oscurece a la hora de evocar la andadura del norteamericano Don Siegel,. Lo cierto es que su vinculación con el medio televisivo –como sucedió con otros nombres de su generación- fue bastante relevante. Ya en los sesenta, su experiencia rodando para la pequeña pantalla se extiende, y THE KILLERS (Código del hampa, 1964) se rodó inicialmente para la misma, como lo fue THE HANGED MAN (El carnaval de la muerte) también del mismo año, aunque se estrenara en pantalla grande en diversos países, como el nuestro. Así pues, y evocando su paso por series como The Twilight Zone, lo cierto es que durante dicha década la vinculación con el medio televisivo de Siegel es notable, siendo STRANGER ON THE RUN la que cerrará en 1967 dicha tendencia.

Emitida en pases televisivos en nuestro país y editada digitalmente bajo el título UN EXTRAÑO EN EL CAMINO, lo cierto es que desde el primer momento percibimos la sensación de asistir a una auténtica fantasmagoría. Tras ese plano aéreo que nos sitúa en una desolada localidad del Oeste, perdida casi en el espacio y el tiempo, acercándose a ella con la llegada –expulsado tras un vagabundeo en el vagón del tren que diariamente se dirige a la misma- del desarrapado e introvertido Ben Chamberlain (notable Henry Fonda). El reducto casi deshabitado, parece que solo importa a los ayudantes del cruel representante de la empresa del ferrocarril. Estos se encuentran encabezados por Vince McKay (Michael Parks), y formado por un pequeño grupo de seres caracterizados por su pasado como asesinos. Por su parte, la pequeña población tiene como representante de la ley al veterano Hotchkiss (estupendo Dan Duryea), estableciéndose entre ambos una extraña relación, que se verá violentada con la llegada de este veterano forastero que, sin pretenderlo, levantará en la tensa galería humana presentada, el lado más oscuro e inquietante de buena parte de ellos.

Caracterizada por un lado crepuscular que ya se encontraba bastante extendido en los exponentes del western rodado incluso para la gran pantalla, e igualmente por ese aire discursivo que provendría en buena medida por la base dramática proporcionada por el coguionista y autor de su base dramática –Reginald Rose, autor del célebre drama 12 ANGRY MEN (12 hombres sin piedad, 1957. Sidney Lumet) y, probablemente, la razón por la que Fonda aceptó protagonizar el proyecto-, lo cierto es que son todo ellos elementos que limitan pero al mismo tiempo proporcionan la definitiva personalidad al relato. Un relato dotado de un fuerte componente psicológico, en el que se insertarán ecos de The Most Dangerous Game de Richad Connell –tantas veces referenciado en la pantalla-, a la hora de proporcionar un extraño giro a la acción, a partir del encuentro del cadáver de esa mujer que Chamberlaine ha buscado como objetivo de su viaje, y que sin pretenderlo se convertirá en una auténtica pesadilla para él, al ser acusado injustamente de dicho asesinato y, sobre todo, ejercer como elemento de una catarsis que se prolongará hasta que finalice el relato.

La película se caracterizará por esos largos fundidos en negro característicos de cualquier ficción televisiva, incorporados para la inserción de la publicidad. SZin embargo, si hay un elemento que en última instancia se ha de valorar en esta apreciable aportación, reside a mi juicio en esa aura claustrofóbica que se percibe en su conjunto, pese a la existencia de secuencias diurnas de exteriores. Las nocturnas, en su oposición, serán rodadas en noche americana y con forillos artificiales, incidiendo en ese lado sombrío e inquietante que dominará todo el metraje. Unamos a ello la presencia de una de las subtramas más recurrentes en este tipo de western; el encuentro con una segunda oportunidad existencial, manifestado en los personajes encarnados por Fondo y la ya veterana y espléndida Anne Baxter. Ambos viudos. Ambos oteando el umbral de una madurez en sus vidas, y ambos casi temerosos de asumir esa oportunidad que se ofrece ante ellos, y para la cual Chamberlaine tendrá que resolver un objetivo casi insalvable; demostrar esa inocencia que los salvajes presuntos hombres de la ley se empeñan en negarle, quizá viendo en él un sujeto propicio para ejercer una violencia latente en todos ellos, pero que en el entorno en que se encuentran, están condenados a mantener siempre en un segundo término, aunque se exteriorice en el enfrentamiento soterrado que mantienen entre ellos. Será algo que se manifestará en el tiroteo final que en teoría irá dirigido contra Ben, pero que supondrá la definitiva exteriorización de los enfrentamientos de los hombres de McKay, al tiempo que la revelación –un poco artificiosa-, del verdadero causante del crimen por el que se ha anatomizado a Chamberlaine.

Quedémonos con esos instantes relajados en los que Ben y Valverda (Baxter) mantienen y evocan su triste pasado, quedando en sus palabras y miradas esa melancolía ante la oportunidad que van vislumbrando de poder darse una nueva oportunidad en sus vidas. Esa cadencia y sutileza que se superpondrá a un relato en ocasiones discursivo, en el que se percibe quizá en exceso la abundancia de primeros planos propia del lenguaje televisivo, y que en ese elemento dramático antes señalado, parece adelantarnos lo mejor de la posterior y olvidada THE SHOOTIST (El último pistolero, 1976), en la relación que mantenían el ya moribundo John Wayne y Katharine Hepburn. Así pues, dentro de las coordenadas que marcaba una producción televisiva, lo cierto es que STRANGER ON THE RUN se erige como un apreciable exponente dentro de la filmografía de Siegel, detectándose en sus modestas imágenes el sello inconfundible de su realizador, que muy poco después retomaría su andadura específicamente cinematográfica, dedicada al policíaco, con MADIGAN (Brigada homicida, 1968)

Calificación: 2’5

PRIVATE HELL 36 (1954, Don Siegel) [Infierno 36]

PRIVATE HELL 36 (1954, Don Siegel) [Infierno 36]

Cuando se suele realizar un repaso a la filmografía del norteamericano Don Siegel, intentando elegir sus títulos más atractivos, muy pocos, por no decir nadie, se detiene en PRIVATE HELL 36 (1954). Y, de alguna manera, aunque en absoluto comparta ese olvido, puedo entender las razones que lo pueden justificar de manera superficial; el hecho de suponer una de sus películas más singulares y atípicas. Poniendo las cartas sobre la mesa, reconozco de entrada que quizá para mi se trate de la mejor obra de su realizador –y subrayo lo de quizá, ya que tendría que realizar algunas revisiones en títulos más o menos valiosos de su cine-. Sin embargo, lo que me fascina en esta película, y lo que en definitiva le otorga su auténtica personalidad, es el hecho de que su realizador no centre la propuesta en un relato policíaco en el que la acción adquiera un especial protagonismo. Por el contrario, esta serie B de apenas ochenta minutos de duración y desazonador desenlace, adquiere su singularidad al ser una producción de The Filmakers, la compañía que comandaban la excelente actriz y no menos notable directora Ida Lupino, junto con su ex esposo Collier Young. Esa mezcla entre el mundo expresivo ya forjado por Siegel, junto al que la Lupino como realizadora manifestara en los escasos por valiosos films por ella realizados, contribuyeron a forjar un relato insusual, desazonador, en el que dentro del contexto de la previsible resolución de un asesinato procedente de un robo, se nos expresa un desolador estadio de ánimo no solo de los dos agentes de la ley que protagonizan la película, sino de una sociedad a la que se muestra sombría, e incapaz de asumir ese American Way of Life por la que apostaban otras producciones cinematográficas más taquilleras y amparadas por las majors de Hollywood.

Pero incluso por encima de todo ello, o quizá por la incardinación de todos estos factores, PRIVATE HELL 36 ya demuestra su singularidad –y el cómputo de sus excelencias- en la secuencia inicial, donde se describe en un ascensor un robo de trescientos mil dólares, y la persona asesinada de la que huye el autor del mismo. Todo ello sin diálogos, a hechos consumados, iniciando unos títulos de crédito donde, tras señalar una voz en off que ese crimen y robo quedó aparcado un año en una investigación policial sin el resultado apetecido, los títulos de crédito irán aparejados y superpuestos por el encuentro casual que, un año después, el agente Cal Bruner (Steve Cochran), tendrá en el asalto de una farmacia, de la cual se obtendrá uno de aquellos billetes numerados del robo cometido. Además de vivir un peligro de muerte y resultar reforzado en su gestión, Bruner –un agente del que se presupone una cierta agradable altanería, y al que Cochran ofrece una performance admirable-, se encargará con su compañero de policía Jack Farhman (Howard Duff) de la investigación de este inesperado indicio, que poco a poco irá acercándoles hacia aquel asalto y asesinato y, a ser posible, la recuperación del botín. Ambos irán avanzando en sus pesquisas, en la que aparecerá la figura de la sensual cantante Lilli Marlowe (excelente, como siempre, Ida Lupino). Pese a su inicial renuencia, de manera tan rápida como paulatina se establecerá una sincera relación entre Lilli y Cal –algo que la química entre ambos intérpretes convertirá en uno de los elementos más valiosos del film-. Cal logrará convencerla a que les ayude a localizar al autor del robo, para lo cual incluso acudirán durante varios días a un hipódromo –lugar donde las investigaciones indican podrían reencontrarse con la persona que le entregara un billete marcado de cincuenta dólares, fruto de aquel robo.

Como se podrá deducir de este sucinto relato, Siegel renuncia en la película al elemento esencialmente violento que, a la postre, caracterizaría su cine, aunque este no se encuentre ausente –la pelea de Cal en la farmacia, la célebre persecución cuando localicen al autor del robo-. Sin embargo, importan mucho más en PRIVATE HELL 36 la capacidad para describir la crónica más o menos cotidiana de una serie de personajes desesperanzados en sus vidas, o la complejidad psicológica que se encuentra en el interior de todos ellos. Es algo fácil de deducir en la familia formada por Farhman, cuya esposa –Francey (Dorothy Malone)- manifiesta con claridad la insatisfacción de sobrellevar una existencia dominada por las limitaciones económicas, vislumbrándose una dolorosa crisis entre marido y mujer, en la que el eficiente policía interioriza una amargura que apenas puede manifestar junto a su fiel compañero, o en su propia acción policial. Todo este drama interno, e incluso la posibilidad que Cal encuentra en la relación que mantendrá con Lilli, es descrita con un admirable sentido de la inmediatez. Con una mirada en la que la desesperanza se da de la mano con un tímido rayo de luz, aunque en ello predomine la visión de un Los Ángeles absolutamente sombrío, dibujando un panorama existencial por momentos desolador. Es indudable, llegados a este punto, resaltar la extraordinaria labor de Burnett Guffey como operador de fotografía, quien en todo momento sabe aplicar ese sentimiento de generalizada desesperanza que define no solo a sus principales personajes, sino ante todo a una sociedad urbana, en la que en ningún momento aparece ese optimismo genuinamente americano tan predicado en aquellos tiempos –no olvidemos que aún en aquellos años el mccarthismo era una traumática circunstancia que se reflejó en numerosas producciones de aquellos años-.

Sin embargo, el relato auspiciado por los propios Lupino y Young, nos proporciona un magistral giro, que servirá para que ese panorama de desesperanza se erija en un auténtico apólogo moral. Lo proporcionará la secuencia posterior del accidente que costará la vida del autor del robo y asesinato cometido en New York un año antes. Muy pronto bajará Cal para contemplar el estado de la víctima, y de manera casi mágica, un billete de cincuenta dólares rozará su pierna. Será el inicio de una pequeña lluvia de billetes –un cierto viento lo provocará-, hasta que la misma le lleve a él y a su compañero al maletín que contenía los cerca de trescientos mil dólares buscados desde hace un año. Pese a la mirada furtiva que expresará Farhman –siempre un hombre más pusilánime-, será Cal quien sin pensárselo dos veces extraerá ochenta mil dólares, entregándose el resto a la policía que representan. Con la facilidad que siempre ha caracterizado su comportamiento, incurrirá en la corrupción de robar un dinero que no es suyo, pese a la negativa –pasiva- de su compañero, depositándolo en una caravana –cuyo número; 36, es el que dará título al film-, con la intención de que transcurra el tiempo suficiente para que el dinero sea repartido entre los dos y antes vendido y, por su parte, poder vivir una nueva vida en México.

Como se podrá comprobar, a partir de ese instante, la película adquirirá un doble sendero. Uno de ellos será la investigación que encaminará el Capitán Michaels –Dean Jagger-, quien en diversas ocasiones efectuará preguntas a los dos agentes, sospechando que en su actuación se establece la falta de casi cien mil dólares en el botín. Serán breves secuencias caracterizadas por culminar con sendos fundidos en negro sobre el primer plano del veterano superior, y que de alguna manera transmitirán la sensación de que no es ese el principal objetivo dramático que definirá el tercio final de la película. En su oposición, el auténtico drama quedará definido en el sentimiento de angustia manifestado por Farhman –a quien por otra parte las quejas de su mujer le hacen tentar aceptar la proposición de Cal- y de otro lado, la relación existente entre este último y Lilli, quien estará a punto de realizar una gira, pero que estará dispuesta a vivir esa segunda oportunidad en su vida, a través de los indicios que Bruner le manifiesta, estando ambos profundamente enamorados. Se encuentran ahí, a mi juicio, los instantes más memorables de la película, en las miradas de auténtica fascinación que Cochran le brinda a Ida Lupino cuando interpreta un tema que está dirigido a él y a la relación que ambos mantienen, en los momentos de intimidad mantenida por dos seres insatisfechos, que se plantean esa posibilidad de vivir una segunda vida, al margen de un contexto en el que en realidad nunca se han sentido partícipes. Son secuencias absolutamente sinceras, revestidas de un sentido de la verdad cinematográfica, que en pocas ocasiones podría evocar el cine de Siegel, y al que la entrega de Cochran y Lupino –quienes al parecer durante el rodaje no paraban de darle al alcohol- confieren una compenetración que trasciende e incluso emociona al espectador, pese a encontrarnos dentro de un relato tan triste, seco, y amargo como lo ratifica su final. Una conclusión promovida por el Capitán Michaels, y en la que quizá sobre esa breve y moralizante voz en off de conclusión, pero que en modo alguno minimiza la desazón de una película magnífica. Una de las cimas del cine de Siegel e, igualmente, una demostración de como con la suma de talentos en apariencia dispares –en otros aspectos más semejantes de lo que pudiera parecer-, se alcanzó a mi juicio uno de los más singulares, valiosos, y al mismo tiempo no demasiado apreciados noir de la primera mitad de la década de los cincuenta.

Calificación: 4

EDGE OF ETERNITY (1959, Don Siegel) Al borde de la eternidad

EDGE OF ETERNITY (1959, Don Siegel) Al borde de la eternidad

Se suele considerar EDGE OF ETERNITY (Al borde de la eternidad, 1959) como un título impersonal, fallido o poco relevante dentro de la filmografía del norteamericano Don Siegel. Partiendo de la base que, como en la práctica totalidad de cineastas de su tiempo, la irregularidad o el seguimiento de determinadas normas imperantes de los estudios en los que eran contratados, en ocasiones casi les obligaban a asumir proyectos que podían o no ser de su agrado –lo que no debía llevar aparejado necesariamente el hecho de las bondades de sus resultados-, cierto es que la obra de Siegel atesora durante todo su trazado eses vaivenes de forma más perceptible de lo que se le suele reconocer. Pero es más, con todas sus irregularidades, esta producción de la Columbia, probablemente destinada a la experimentación con el CinemaScope en el estudio de Harry Cohn, deviene a mi modo de ver una apuesta más atractiva de lo que se le suele reconocer, e incluso se detectan en ella no pocos elementos que años después se insertarían con más rotundidad en el mundo temático del cine de su autor.

Pero no adelantemos acontecimientos. EDGE OF ETERNITY se inicia con un excelente fragmento inicial desarrollado en el Gran Cañón, en donde uno de los empleados de una empresa extractora de materiales minerales, morirá al caer al vacío mientras pretendía acabar con un veterano individuo que se encontraba en coche por sus cimas. Será el impactante comienzo de una película que destaca mucho más en su vertiente puramente visual que en la escasa enjundia de su planteamiento dramático, pero que aún así despliega en todo momento un atractivo que no desentona de otras obras de su director más prestigiadas y, en ocasiones, sobrevaloradas. En ese ayudante de sheriff que interpreta con cierta inadecuación Cornel Wilde, podemos detectar un cierto preámbulo del marshall rural que encarnaría Clint Eastwood años después en COOGAN’S BLUFF (La jungla humana, 1968), o la propia contraposición de ambiente agreste y la connivencia con el progreso, nos puede ligar esta película con la antes citada, o con otros exponentes del cine de Siegel, que van desde la bastante previa COUNT THE HOURS (1953) –con la que relaciona también la presencia del gran secundario Jack Elam-, hasta obras como la mítica INVASIÓN OF THE BODY SNATCHERS (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1957) –realizada apenas un par de años antes-. En esta ocasión, el entramado del film se centrará en las investigaciones realizadas por Les Martin (Wilde), y producidas a partir de este asesinato inicial, que se prolongará en otros dos descritos con notable impacto –uno de ellos muestra Al asesinado colgado y con las manos atadas a la espalda, la otra describe el apuñalamiento de la víctima desde el punto de vista subjetivo del criminal. Unido a esta base argumental, se encuentra el no demasiado acabado retrato de un hombre viudo y de mediana edad –el ayudante protagonista-, quien se verá envuelto en una investigación que levantará la placidez –y rutina- con la que se desarrolla su labor profesional, en la que se entrecruzará la atractiva y traviesa Janice Kendon (Victoria Shaw), hija del propietario de la minería del entorno de Arizona en donde se desarrolla la acción. En ese contexto, y en el que marcan las cercanas elecciones a sheriff que ponen en jaque al veterano Edwards (el ya veterano y siempre magnífico Edgar Buchanan), se describirá una investigación que discurrirá a trompicones, en la que se ausenta por un lado una mayor densidad dramática, y en la que uno echa de menos esa capacidad crítica que sí albergaba un no demasiado lejano neowestern que sigue siendo el magnífico BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges). En su lugar, y pese a contemplar la insustancialidad del personaje de Janice –el vértice femenino del relato-, echamos de menos ese aroma malsano que hubiera convertido EDGE OF ETERNITY un título perdurable. El que finalmente no lo sea, no impide que en su discurrir se encuentren suficientes elementos en donde se detecte ese sentido de la inmediatez de la violencia, característico del cine de Siegel. Es algo que encontraremos manifestado con contundencia en el magnífico episodio inicial, también en la conclusión en pleno teleférico en el Gran Cañón –pese a una argumentación dramática previa muy pillada por los pelos-, y en esas miradas, en esos instantes perdidos, en los que se deja discurrir un malestar –por ejemplo, el que manifiesta en algunos instantes el padre de esta, ante las preguntas de Martin, o la actitud diletante del hijo de este, Bob, solo dedicado a darse en la bebida-.

En definitiva, nos encontramos con una película que despliega atractivos casi a pesar suyo, y en la que pese a los agujeros que le proporciona su guión y las insuficiencias de su desarrollo dramático –haría falta una duración más extensa para ello, entre otras cosas-, posee en casi todo momento una extraña particularidad en su plasmación visual. Un marchamo que en esta ocasión casi supondría para Siegel un motivo de experimentación –unido al uso de la pantalla ancha-, y que prolongaría con mayor incidencia en ocasiones posteriores.

Calificación: 2’5

THE GUN RUNNERS (1958, Don Siegel) [Balas de contrabando]

THE GUN RUNNERS (1958, Don Siegel) [Balas de contrabando]

Es curioso comprobar como en la singladura de todos los cineastas que forjaron esa inolvidable tersura del cine norteamericano de los cincuenta, inmersos en lo que se denominó la “generación de la violencia”, encontraron incluso en sus años de mayor febrilidad creativa, un casi inevitable margen de dependencia de encargos y proyectos en los que no se encontraban lo suficientemente cómodos, y que de todos modos tuvieron que ejecutar poniendo en ellos su empeño y profesionalidad. Don Siegel no escapó a esta máxima, y en esta misma década se encuentran títulos tan exóticos como A SPANISH AFFAIR (Aventura para dos, 1957) –rodada en España- o la posterior HOUND-DOG MAN (1959), al servicio de las facultades canoras del inefable Fabián. Reconozco que aún no he podido contemplar ninguno de estos dos títulos, aunque las referencias coinciden en sus escasos valores –tampoco es algo que me pille de sorpresa-, suponiendo ambos quizá los referentes máximos de ese casi obligado servilismo que tuvieron que asumir en su la búsqueda de una continuidad laboral. No puede decirse, empero, que al hablar de THE GUN RUNNERS (1958) –nunca estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada en DVD bajo el título de BALAS DE CONTRABANDO-, nos encontremos ante un referente similar, aunque sí con un exponente que se interna como una curiosa y, en definitiva, discreta mixtura, entre los títulos que forjaron la fama de Siegel, y adentrarse en unos derroteros en los que el cineasta casi, casi, tenía perdida la batalla de antemano. Unamos a ello una circunstancia curiosa, que observaba al contemplar varios films norteamericanos que tenían como fondo la revolución castrista –uno de ellos podría ser THE BIG BOODLE (1957, Richard Wilson), rodado también para la United Artists-. Esta no es otra que destacar el maniqueísmo con que se expresa dicha situación, unido a una mayor dosis de acierto a la hora de describir la densidad y el oscuro exotismo de la Cuba de aquel tiempo. El film de Siegel no escapa a esta aseveración, aunque cierto es que el conjunto de su metraje –clarísimamente inserto en los márgenes de la serie B-, parece oscilar en su desarrollo, entre el respeto al original literario emanado por Ernest Hemnigway –en el que destaca la presencia, más no los resultados, del prestigioso Daniel Mainwaring-, intentando ofrecer una revisión de la historia, al tiempo que distanciarla de los dos precedentes cinematográficos que ofrecieron TO HAVE AND HAVE NOT (Tener y no tener, 1944. Howard Hawks), y el posterior y menos reconocido, aunque brillante THE BREAKING POINT (1950. Michael Curtiz). Más que el lejano y excelente recuerdo que albergo del excelente film de Hawks, lo cierto es que hace pocas semanas he podido revisar el posterior remake firmado por Curtiz y con John Garfield como protagonista, ante cuya tesitura, la modestísima propuesta auspiciada por Siegel queda del todo punto empequeñecida.

 

Es algo ya que ofrece la desafortunada elección de Audie Murphy para encarnar a ese Sam Martin, que apenas puede sostener la comparación con Garfield y el Bogart de la lejana propuesta de Hawks. Hábil en el manejo del western, en esta ocasión Murphy aparece prácticamente como un luchador sin personalidad ni mundo propio. Como un joven casado, en el jamás se atisba ni ese mundo interior de un ser derrotado, ni siquiera resulta creíble en la lucha que intenta acometer en torno a los sucesivos engaños y abusos que sufrirá por parte de Hannagan (Eddie Albert), a quien acompaña una de sus ocasionales amantes europeas. Martin accederá a las peticiones de este último, al verse estafado por parte de un pasajero que le debía cerca de novecientos dólares. Acuciado por la falta de recursos económicos que le permitan mantener el pequeño barco, llegará incluso a hacer parada en un lugar oscuro de La Habana al pedírselo Hanagan, esperando tanto a este como a su ocasional pareja. Una vez transcurran las horas, e incluso visite un garito en el que se encuentra la “chica” del pasajero, volverá a su barco con intención de retornar, pero en el último momento Hanagan llegará en coche, provocando dos asesinatos, y revelando con ello ese inquietante lado oscuro de su personalidad, hasta entonces tamizado.

 

Una vez llegados a tierra estadounidense, Sam intentará revitalizar su vida familiar con Lucy (Patricia Owens), su esposa, aunque pronto compruebe que Hanagan ha comprado su barco con la intención de tenerle retenido como oficial del mismo, aunque para efectuar los peligrosos trabajos, siquiera con ello obtenga pingües beneficios. En esta ocasión, se revelará que la realidad que esconden estos viajes de Hanagan a Cuba, están centrados en el tráfico de armas para surtir a la revolución castrista. Ya antes de dirigir este viaje, Martin seguirá el consejo de su mujer –un personaje mucho más desdibujado de los existentes en las dos versiones previas-, escondiendo una escopeta de considerable calado con la que, en un momento dado, podría contrarrestar la acción delictiva en la que se encomienda, y en la que se ha introducido, contra las indicaciones de su jefe, su fiel compañero Harvey (el veterano Everett Sloane). En ese último viaje se producirán situaciones violentas. Y es ahí donde cabe destacar la otra intención prioritaria de un film en el que Siegel ya desde sus primeros fotogramas, apostará por la introducción de estallidos de violencia –como el apuñalamiento que vivirá el protagonista en tierra en la persona de un periodista-, y que posteriormente no tendrá ninguna justificación. Quizá el propio realizador era consciente de la escasa enjundia dramática del conjunto, y por ello prefirió iniciarlo de manera percutante, e insertando de manera paulatina luchas y crímenes, logrando con ello superar la atonía que podía –y de hecho mantenía- el metraje. Y hay que decir que aunque de modo intermitente, dicha intención cumple sus objetivos. Sin embargo, dentro de una película en última instancia reveladora de esa inquietud demostrada por parte de Siegel, de convertir un relato revestido de doloroso romanticismo, en un thriller fronterizo, destacarán la ingerencia de esas secuencias violentas o, por encima de todo, el que considero el momento más logrado del film, cuando en plena alta mar, y antes de la catarsis final, Sam establezca una tímida relación con el delincuente Carlos Contreras. Serán apenas unos segundos, que serán bruscamente interrumpidos por la ingerencia asesina del contrabandista… pero es en un instante como ese, donde THE GUN RUNNERS nos permite olvidar sus deficiencias, proponiendo una extraña poesía que en el cine noir algunos denominaron como el malestar específico. Lástima que ni siquiera su conclusión se encuentre a la altura de esta secuencia, no pudiendo evitar considerar THE GUN RUNNERS como uno de los títulos decididamente “menores” de la filmografía de un Don Siegel, capaz de resultados mucho más estimulantes… y también de algunas incluso menos atractivos, que de todo hay en la viña del señor.

 

Calificación: 2

CRIME IN THE STREETS (1955, Don Siegel)

CRIME IN THE STREETS (1955, Don Siegel)

Nada mejor para entender como funcionaba el engranaje del cine de géneros y estudios en el Hollywood de los años cincuenta, que entender el margen de posibilidades que podía ofrecer un director ya caracterizado en sus formas visuales y temáticas, como era el norteamericano Don Siegel, que escoger la referencia que nos proporciona CRIME IN THE STREETS (1955) –inédita comercialmente en nuestro país-. Esta se sitúa tras la que probablemente sea considerada como su mejor película –aunque personalmente uno se quedaría con la poco reivindicada PRIVATE HELL 36 (1954)-; INVASIÓN OF THE BODY SNATCHERS (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956), e inmediatamente antes de la extravagancia rodada en España al servicio de la imposible pareja formada por Carmen Sevilla y Richard Kiley –SPANISH AFFAIR (Aventura para dos, 1957)-, tras la cual se reincorporaría al terreno del policíaco, prolongando su filmografía con su adscripción a ciertos géneros tradicionales. Es evidente, al comentar este ejemplo concreto, que si hay un elemento que caracteriza la obra de Siegel es el de una irregularidad que, por otra parte, comparte con la práctica totalidad de sus compañeros en la determinada “generación de la violencia” –sobre todo Robert Aldrich y Richard Brooks-

Da la casualidad que el título que nos ocupa pertenece a uno de los subgéneros más temibles que estuvieron presentes en la segunda mitad de los cincuenta en el cine USA. Me refiero al de pandilleros juveniles que, al socaire del éxito logrado con la excelente REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray), pronto encontraron una notable descendencia, debido en esencia a la demanda de uno de los sectores en potencia más adictos a las pantallas de aquellos años. Lo eran aquellos jóvenes inadaptados, caracterizados por sus botas, cazadoras y tupés, que por lo general adquirían en la pantalla una falsedad, lanzando a no poco número de estrellas de efímera andadura, y una pléyade de títulos que alcanzarían hasta el hipervalorado WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins), especialmente estomacante para un servidor, a la hora de integrar plasmar el mundo de las pandillas insertas en los barrios marginales newyorkinos. A medio camino entre uno y otro referente, el film de Siegel se erige como una crónica sencilla, más o menos contenida en su alcance moralista, aunque resulte bastante poco convincente y pueril en la descripción de esa fauna de adolescentes sin oficio ni beneficio, sin otro horizonte vital que reunirse cara tarde / noche, evitando implicarse en cualquier tipo de trabajo o responsabilidad adulta. Estoy seguro que el extraordinario éxito logrado por el film de Ray, permitió el florecimiento de no pocas muestras de este tipo de cine, en el que se reiterará la presencia rostros familiares como Sal Mineo o John Cassavettes, entre otros jóvenes de inferior calado y más efímera repercusión. En esta ocasión, nos encontramos con una producción de la Allied Artist, en la que destaca desde el primer fotograma –esa amplísima panorámica urbana nocturna- el acierto en el aprovechamiento de un formato panorámico, bien respaldado por la excelente fotografía en blanco y negro auspiciada por el estupendo Sam Leavitt –operador de fotografía en otros títulos de Siegel-, y el insólito –y a mi juicio chirriante- fondo sonoro jazzístico auspiciado por el excelente compositor clásico Frank Waxman. La secuencia de apertura es indudable que en su momento provocaría cierto impacto, aunque hoy día nos resulte mucho más inocente, describiendo una pelea nocturna entre dos bandas rivales. La planificación tensa y ajustada de Siegel, no impide que el dibujo de los jóvenes pandilleros aparezca hoy día como estereotipado y carente de interés dramático, aunque sirva a los propósitos de la película, en la medida de aportar un inicio percutante –era algo que el realizador prodigaba en sus películas de aquellos años-. Tampoco había que pedir demasiado a un título que, en líneas generales, sirve a los propósitos de una pieza dramática de Reginald Rose -12 ANGRY MEN (Doce hombres sin piedad, 1957. Sidney Lumet)-, que podía perfectamente haber sido la base para cualquier dramático televisivo de cierto interés. Esa ya reiterada mirada en torno a una generación joven, caracterizada por su larvada violencia interior, quizá receptora de forma inconsciente del trauma vivido en la II Guerra Mundial, que ha roto los posibles lazos de conexión con sus padres, y que se expone desvalida ante un mundo en apariencia más cómodo pero en el que en absoluto les apetece deambular, es una materia que Ray supo explotar con un elevado rasgo de lirismo, pero que en esta ocasión aparece expresada como uno de los elementos más limitados de la función.

Incomunicación, violencia soterrada, incomprensión, desarraigo generacional… Ingredientes que se irían reiterando film tras film –unos con mayor grado de dignidad que en otros, aunque nunca sin alcanzar las cimas del mencionado film de Ray, quien sin embargo sí logró mantener esa proyección al trasladarla en épocas pretéritas y géneros opuestos, como el western –THE TRUE STORY OF JESSE JAMES (La verdadera historia de Jesse James, 1957)-. En esta ocasión nos encontramos con la lucha interior vivida por Frankie Dane -John Cassavetes, en su debut cinematográfico, que le llevó a reiterar el estereotipo, algo cargante, de joven rebelde en no pocas producciones, antes de su inesperado y estupendo debut como realizador en SHADOWS (Sombras, 1959)-. Frankie vive en un contexto gris, fue abandonado por su padre y su madre desde muy joven tuvo que abandonar en su cariño hacia él para poder dedicarse al restaurante con el que se gana la vida, dejando en casa al más pequeño hermano de este. Junto al protagonista, y en el contexto de una serie de estereotipos juveniles más o menos prescindibles, compartimos a sus amigos más cercanos, como Lou (horrible prestación del posterior director Mark Rydell), o el más joven Baby Gioia (Sal Mineo). Junto a ellos planificará el asesinato de su vecino de piso superior. Se trata de Mr. McCallister (Malcolm Atterbury), un hombre de edad avanzada, harto de tener que convivir con los pandilleros, e incapaz de comprender la problemática que hay tras su existencia. Pero junto a ellos gravitará la labor del educador social Ben Wagner (James Whitmore), al que su profesión va unida una clara vocación e identificación a la hora de acercarse a un mundo juvenil de compleja psicología. Conocedor –a través del hermano pequeño de este-, de las intenciones homicidas de Dane, intentará de forma sibilina hacerle desistir de sus impulsos, sin conocer a ciencia cierta donde se dirigen estos, y buscando ante todo un acercamiento que provoque la catarsis en la violencia interior que late en el atormentado protagonista.

En base a un material tan estereotipado, Siegel hace lo que puede, logrando desarrollar esa unidad espacio-temporal que parte en su guión, alcanzando con ello una actualización de propuestas existentes en el cine USA de los años treinta, como DEAD END (1937, William Wyler) –que prefiero sobre el film que nos ocupa-. A partir de estos elementos articulará una narrativa que busca un tratamiento formal basado en los planos largos. Será en ese aspecto concreto, donde CRIME IN THE STREETS adquiera en mi opinión sus más valiosos elementos de interés. En especial a través de esas secuencias “a dos”, en las que los jóvenes protagonistas –con la excepción de Lou, que es el peor esbozado de todos ellos-, desplieguen el conflicto con sus padres –el excelente plano largo en el que el padre de Gioia pretende inútilmente acercarse a su hijo- o entre el propio Frankie y Wagner. Son secuencias que pese a su alcance moralizador, logran transmitir ese cierto grado de sinceridad del que el conjunto del film carece, haciendo también excepción de las escenas en las que la tensión violenta se transmite a partir de su estallido. Es algo que tendrá su punto de inflexión más álgido en el “ensayo” del asesinato –es impresionante la expresión del pobre borracho que es utilizado como simple cebo, cuando contempla la muerte cerca de sí-, o la de la cercanía del crimen sobre Mr. McCallister. No sería, por otra parte, nada nuevo, viniendo de un realizador ya experimentado en estos lares, artífice en esta ocasión de un conjunto discreto e irregular, que culmina con un movimiento de retroceso de cámara, tras haberse logrado la catarsis en este joven lider, que en el último momento –y de forma inesperada- entendió que seguir el camino de lo comúnmente establecido como “cotidiano”, era la fórmula más adecuada de canalizar su vida. Que duda cabe que otros títulos de esta vertiente –pienso en el excelente COMPULSION (Impulso criminal, 1959. Richard Fleischer)-, incidirán con mucha mayor profundidad en la temática esbozada con cortedad de miras por Reginald Rose, y transformada en producto fílmico por Don Siegel, con un resultado aceptable, aunque poco distinguido.

Calificación: 2

NO TIME FOR FLOWERS (1952, Don Siegel)

NO TIME FOR FLOWERS (1952, Don Siegel)

A la hora de evocar la personalidad del director norteamericano Don Siegel, el recuerdo del aficionado siempre se centra en la destreza y personalidad que durante buena parte de su obra demostró en géneros como el policíaco, el western e incluso ocasionalmente la ciencia-ficción. Una personalidad que le facilitó el logro de un ramillete de títulos estupendos, engrosando junto a Robert Aldrich, Richard Brooks, Phil Karlson y otros nombres coetáneos, la denominada “generación de la violencia”. Dicha oportuna catalogación, impide que a la hora de hacer una valoración completa de su obra, se recuerden una serie de títulos que no encajan dentro de dichos parámetros, que incluso probablemente tampoco aporten timbres de gloria a la misma, pero que están ahí y no pueden ni deben ser ocultados, ya que solo con su cómputo la visión de su obra puede ser analizada en todos sus perfiles. Se trata de una parcela en la que se encuentran títulos como su exótico y casi surrealista rodaje en España –SPANISH AFFAIR (Aventura para dos, 1957), protagonizado por Carmen Sevilla-, un vehículo al servicio del inefable Fabián –HOUND-DOG MAN (1959)-, o incluso un título tan extraño como NO TIME FOR FLOWERS (1952), rodado entre dos propuestas tan atractivas como el western DUEL AT SILVER CREEK (1952) y el atractivo film de intriga y sustrato antirracista COUNT THE HOURS (1953). Esta circunstancia revela el hecho de que cualquier profesional de aquellos tiempos, aunque actuara dentro de los márgenes de una determinada serie B que les permitían una cierta libertad en la línea elegida, no les brindara siempre la elección definitiva de los materiales que finalmente llevarían a la cámara.

 

Y digo esto, en la medida que la película que nos ocupa, en una primera visión se antoja por completo ajena a cualquier imagen prefijada en torno al cineasta. Nos encontramos con una comedia, y una comedia extraña además, desarrollada en la Praga comunista del periodo del rodaje del film. NO TIME FOR FLOWERS (1952) se inicia de manera muy ingeniosa -tras unos títulos de crédito en formato de cartoon-, mostrando un divertido montaje de situaciones que revelan los diferentes regímenes políticos –incluido el nazismo- vividos en el territorio en ese momento sojuzgado por la terrible política de Stalin. Será en ese contexto de ocupación, carestía, estraperlo, simulación de adhesiones, y también fácil y simplista confrontación con las bondades del sistema capitalista norteamericano, donde se desarrollará esta sencilla, quizá un tanto antipática, pero finalmente agradable película, rodada por Siegel y contando con el protagonismo de su esposa, la posteriormente personalísima actriz Viveca Lindfords. Un título que siempre se ha dejado de un lado, al plantearlo como una versión bastarda de la NINOTCHKA (1939) de Ernst Lubitsch. Nada hay de malo en ello, en la medida que el referente de Lubitsch, aún considerándolo una comedia a considerar, bajo mi punto de vista no se encuentra entre sus mejores títulos. Quizá si hubiera que buscar una auténtica referencia más o menos premonitoria –y situando con ello en un lugar de cierta valoración a su propuesta- debiéramos hacerlo al ubicar su propia propuesta como un curioso precedente de la celebrada ONE, TWO, THREE (Uno, dos, tres, 1961) de Billy Wilder. En efecto, una mirada alejada en el tiempo permite apreciar ciertas semejanzas entre ambos títulos –con lógica ventaja para la comedia protagonizada por James Cagney-, atisbando en esta curiosa obra de Siegel una visión sarcástica de esa vida desarrolla en el otro lado del telón de acero, donde todos y cada uno de sus habitantes –incluso aquellos ligados a la burocracia del estalinismo- han de vérselas cada día con pillajes y todo tipo de artimañas para poder sobrevivir. Ese rasgo sardónico proporciona algunos momentos jugosos, centrados especialmente en el doble juego manifestado por sus personajes, y que tendrá curiosamente su expresión más acusada en la pareja protagonista. Por un lado tenemos a Anna Svoboda (Viveca Lindfors), una joven de familia humilde y obrera, férreamente ligada al ideario comunista, que ha sido elegida por las autoridades para encabezar una delegación a Norteamérica –todas las que han enviado hasta entonces han optado por quedarse allí, convertidas ante las supuestas ventajas del modo de vida americano-. Para asegurarse de la fiabilidad de su elección, someterán a Anna de una serie de pruebas, centradas ante todo en la simulación del fervor norteamericano manifestado por uno de sus agentes, supuesto agente comercial deslumbrado por el modo de vida USA. Este es Karl Marek (Paul Hubschmid, el posterior protagonista del hermoso díptico DER TIGER VON ESCHNAPUR / DAR INDISCHE GRABMAL (El tigre de Esnapur / La tumba india, 1959. Fritz Lang), cuya apostura y apariencia de clara ascendencia occidental, poco a poco seducirá a una Anna que dejará de lado poco a poco su frialdad inicial, dando paso a unos sentimientos que también se trasladarán al propio Karl, hasta que el propio punto de partida del ardid se transmute por completo desde sus intenciones iniciales.

 

No cabe duda que el punto más endeble de NO TIME... se erige en la escasa empatía que desprende su pareja protagonista, a la que no ayuda nada la frialdad de la Lindfords, aún lejos que la personalidad que lograría imprimir a sus futuras características como actriz ni, de manera muy especial, la insipidez de Hubschmid, aún pese al hecho de encontrarse rodeados de una competente galería de personajes secundarios. Pero pese a esta limitación, pese al hecho de que se echa de menos un mayor alcance sarcástico, y a los desequilibrios que alcanza un relato que, por otro lado, apenas sobrepasa los ochenta minutos, hay un elemento que, bajo mi punto de vista, se erige quizá de manera involuntaria como el rasgo de mayor atractivo de la función. Con ello me refiero a la extrañeza que produce el hecho de encontrarnos ante un argumento de comedia, expresado con una plasmación visual e incluso contexto físico que podría ser extraído de cualquier policiaco que, con anterioridad y posterioridad, firmaría Siegel en aquella década. Esa capacidad para mostrar exteriores sombríos y desasosegadores, de expresarlos como un personaje principal de la función, e incluso de hacerlos destacar por encima de la tonta pirueta romántica y la intención de comedia lograda solo parcialmente, ofrecen una curiosa relectura visual que contraría –por fortuna- los cortos límites de una película no especialmente reseñable, pero tampoco tan indigna como en ocasiones se le ha definido, sirviendo además para poder completar el perfil de la filmografía de un cineasta irregular pero en conjunto valioso.

 

Calificación: 2