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CINEMA DE PERRA GORDA

John Gilling

THE FLESH AND THE FIENDS (1960, John Gilling) La carne y el demonio

THE FLESH AND THE FIENDS (1960, John Gilling) La carne y el demonio

Puede decirse sin temor a error, que THE FLESH AND THE FIENDS (La carne y el demonio, 1960) aparece como una de las obras más sórdidas y violentas rodadas en el cine británico de los primeros años sesenta. Probablemente suponga la cima en la obra de John Gilling, un irregular pero estupendo practicante de un cine de géneros populares, a quien no se ha brindado todavía la debida mirada colectiva en torno a su abundante producción -unos 35 largometrajes en una andadura que se inició a finales de los cuarenta, y curiosamente concluyó en España a mediados de los setenta-. Del mismo modo, se trata igualmente el punto más alto en la colaboración del tándem de productores formado por Robert S. Baker y Monty Berman. Dos avispados hombres de cine -en ocasiones también directores- que apostaron por un modo de cine realista en el que la violencia explícita -donde se aunaba un afán provocador, generador de atracción para las masas de la época- formaba parte importante de su enunciado. En este sentido, una de las grandes virtudes de esta extraordinaria película reside en la plena adecuación de ese sesgo violento e incluso transgresor de sus imágenes, al trasladar una historia real; los crímenes realizados por William Burke y William Hare en la ciudad escocesa de Edimburgo entre noviembre de 1827 y octubre de 1928. A partir de la misma, el guion elaborado por el propio Gilling y Leon Griffiths abre la puerta una serie de capas, transformando lo que de entrada podría suponer una simple propuesta de cine de terror, como una de las más virulentas diatribas formuladas en torno al clasismo de la sociedad inglesa -por más que se denuncia se albergue dentro de un relato de época-. Finalmente, la extrema dureza de su conjunto brinda en sus últimos extremos una atroz visión de los peores perfiles de la condición humana.

Desde el primer momento, y tras ese rótulo que de alguna manera avance lo sombrío del relato que vamos a contemplar, THE FLESH AND THE FIELDS nos introduce en esa Edimburgo del primer tercio del siglo XIX. Una morada que desde el primer momento reviste una extraña sensación de veracidad entre lo literario y lo pictórico. La magnífica escenografía y dirección artística recreada por John Elphick y, sobre todo, la excepcional, oscura y numinosa iluminación en blanco y negro brindada por Monty Berman -uno de los productores- en un admirable uso del formato panorámico, serán extraordinarios raíles sobre los que se conducirá su argumento. Una base dramática en la que desde sus primeros minutos quedará marcada una especie de ‘Upstairs. Downstairs’. Es decir, en todo momento quedará contrapuesto en su discurrir dramático el contraste de las clases elevadas que rodea al doctor Robert Knox (un extraordinario Peter Cushing, en uno de sus mejores papeles cinematográficos), y las más populacheras que se representan en sus bajos fondos, que bien podrían ejemplificar la joven Mary Patterson (Billy Whitelaw) o incluso los dos asesinos; Hare (Donald Pleasance) y Burke (George Rose). Entre ellos, como especial enlace se encontrará el joven desclasado Chris Jackson (John Cairney) un joven y entregado aspirante a doctor, anhelo con el que quizá podría elevarse de su condición humilde, y que precisamente por sus dificultades de clase no ha conseguido aún ser reconocido como tal. En cualquier caso -y esta es una de sus mayores rasgos de grandeza- no se limitará a plasmar ese contraste social, sino que su capacidad descriptiva descenderá al describir las miserias de todos y cada uno de sus personajes. Miserias de mayor o menor alcance, que irán desde la degradación que preside el comportamiento de todos los clientes de la taberna, o el mugriento hospedaje que regenta la despreciable esposa de Burke, hasta llegar a la extrema frialdad de Knox al utilizar cadáveres que intuye han sido asesinados -sin preguntar sobre sus orígenes- para sus experimentos, pasando por sus rivales en la progresión médica, empeñados en enfrentarse a él, dado que no soportan la valentía de sus investigaciones al ser incluso capaz de denunciar las irregularidades cometidas por algunos de ellos.

Todo ello conformará un tapiz descrito con una asombrosa sensación de verdad cinematográfica. El espectador siente en todo momento la fisicidad de los escenarios donde discurrirá la acción, e incluso la humedad de aquellos lugares dominados por la sordidez -las calles de los bajos fondos, la taberna, habitaciones mugrientas-, ese sótano donde Knox conserva en salmuera los cadáveres que le son surtidos por los dos asesinos. Pero en una película de tanta complejidad, ese enfrentamiento social quedará del mismo modo representado en el desafortunado noviazgo establecido entre el joven Chris y Mary, el aspirante a médico y esa mujer que disfruta de la vida licenciosa en la taberna, incapaz de poder emerger de ese contexto que, de algún modo, le brinda libertad, pero que en el fondo ama a ese joven tímido y educado, aunque se encuentre tan lejos de acercase a su manera de asumir la existencia. Esa incapacidad de adaptación entre los dos se expresará en el encuentro de ambos con la hija de Knox -Martha (June Laverick)- y el fiel ayudante de este, el dr. Mitchell (Dermot Walsh). Será un inesperado contacto en el que el aspirante a médico asumirá la falta de educación de su novia, mientras esta asume no saber estar a la altura.

La excelencia del film de Gilling se centra en asumir hasta las entrañas sus postulados como relato de terror, sin por ello abandonar su condición de apólogo moral y, sobre todo, la desoladora visión que ofrece del conjunto de su galería humana. Lo hará siempre de manera directa, con unas texturas visuales que por momentos parecen ofrecer a una versión cruda y sin aristas del universo dickensiano. Todo se irá dilucidando en una especie de simbólica sucesión de fogonazos, entre secuencias nocturnas -dominadas en líneas generales por su sordidez- y otras diurnas que, pese a ello, no llevan acompañado el menor relajamiento dramático. De alguna manera aparecen unas como reverso a las otras y, me atrevería a señalar, plasmando una constante relación de causa y efecto. Incluso en dicha dinámica dramática, Gilling se atreve a ofrecer otra destacada ruptura en la presencia de un personaje con el que el espectador empatizará desde sus primeros fotogramas. Me refiero al joven Chris, que ejercerá de alguna manera como puente entre el conflicto de clase, y que en la segunda mitad del metraje será una de las víctimas de la pareja de asesinos, cuanto intente vengar la muerte de Mary, dejando con ello al espectador sin asidero emocional.

En el contexto de un desarrollo dramático sin apenas margen para el descanso, THE FLESH AND THE FIENDS introduce como auténticos estallidos cinematográficos la plasmación de los terribles crímenes cometidos por el tándem de criminales, en una serie de secuencias que destacan como set pièces, al tiempo que se encuentran revestidos de terrible realidad. Al tiempo que se mostrarán los cadáveres que pueblan las tareas investigadoras de Knox -en sus primeros instantes contemplamos como se extrae un cadáver de una tumba en tierra, y en otro momento la elipsis evitará describir de manera directa el asesinato de un mendigo con aún elegantes maneras, que ha tenido la triste ocurrencia de acudir al misérrimo hospedaje de la esposa de Burke, aunque atisbaremos su cuerpo sin vida lleno de magulladuras en su cabeza-. En ese rosario de crímenes, resulta escalofriante el asesinato por estrangulamiento de esa anciana, siempre entre luces y sombras, a la que han emborrachado previamente, mientras Burke imita desaforadamente el gesto de la víctima. O la dureza del intento de violación y el asesinato de Mary por parte de Hare, mientras esta entre gritos implora el nombre de Chris, a quien horas antes ha humillado personalmente. O en el extremo horror y la crispación que describirá la larga, casi extenuante secuencia -un prodigio de planificación y utilización de luces, sombras y el off narrativo- en donde los dos criminales matan a Jimmy el tonto venciendo su resistencia. Esa constante cercanía con lo macabro se expresará en la intensidad y brevedad con la que marcarán el ahorcamiento de Burke, o la extraordinaria y tensa secuencia en la que se cegarán los ojos a Hare para el resto de su vida, en una calle en apariencia desierta.

Pero la excelencia del film de Gilling no solo se manifestará en la recreación de los diferentes crímenes. Esa misma explícita violencia se plasmará en otros admirables episodios donde el enfrentamiento de caracteres resultará explosivo. Como el pasaje donde Mary se enfrentará a su novio, que está estudiando en su modesta habitación, provocando un incendio con sus apuntes y describiéndose esa oposición de mundos que los separa. O la casi expresionista en la que el muchacho encuentra a Mary en la taberna, rodeada de mujeres desnudas, en una secuencia dominada por una desbordante lubricidad, que por la textura visual en la que se encuentra, estoy seguro fue censurada por lo explícito de los desnudos por la censura británica de la época. Y en esa misma imposible relación, en el momento en que Chris se encuentra en el aula de Knox, repasando sus apuntes, el criado de este entrará un cadáver tapado. La planificación del momento e incluso la duración y modulación de dichos instantes, ligando el cuerpo tapado con el muchacho, nos permitirá observar como de manera creciente este intuirá que se trata del cuerpo de su novia.

De todos modos, de un conjunto extraordinario y trufado de momentos imborrables, uno no dejaría de quedarse con una atrevida secuencia, centrada en los cirujanos compañeros y rivales de Knox, a quien se enfrentarán en su propia mansión. Lo harán en un largo y modélico plano secuencia, en donde las tensiones entre ambos y el dominio final del protagonista sobre estos adquirirá su pleno dominio por el uso de la cámara de Gilling.

Dotada de una entregada labor de todos y cada uno de los componentes de su extenso cast, y realzada por el oportuno fondo sonoro brindado por Stanley Black, THE FLESH AND THE FIENDS supone uno de los clásicos -todavía no resuelto- del cine de terror inglés. Una obra en la que su negrura y sus escalofríos resultan más inquietantes si cabe, ya que en ellos solo se manifiestan la codicia y los peores rasgos de la naturaleza humana.

Calificación: 4

THE SCARLET BLADE (1963, John Gilling)

THE SCARLET BLADE (1963, John Gilling)

El paso del tiempo, ha permitido que la gigantesca producción de Hammer Films vaya siendo calibrada en su totalidad. Una mirada que más allá de incalculable importancia dentro del cine fantástico y de terror, o del aporte de cineastas de la magnitud de Terence Fisher, ha ido despejando los numerosos exponentes que la productora británica manifestó en diversos géneros populares. Desde el drama bélico, la ciencia-ficción, o el policíaco, en Hammer se propusieron no pocos títulos amparados bajo los rasgos del cine de aventuras, que destacaron en líneas generales por una mirada respetuosa y llena de vida e imbricando en líneas generales sus propuestas en el rico pasado histórico de la propia Inglaterra, Será un ámbito en el que destacará el aporte del tan modesto como atractivo John Gilling, artífice de varios interesantes exponentes del género, descritos todos ellos en el mejor periodo de su filmografía durante los primeros años 60. Fruto de aquella coyuntura y junto a varios valiosos exponentes del cine de terror, aparecen insospechadas propuestas del cine de piratas como THE PIRATES OF BLOOD RIVER (1962) o, la inmediatamente posterior THE SCARLET BLADE (1963) que centra estas líneas, y que aparece como una cinta de aventuras históricas desarrollada en el contexto temporal del cruel Oliver Cromwell, a mediados del siglo XVII. En dicho ámbito, la película describirá la lucha del tiránico e inflexible coronel Judd (un sorprendente y magnífico Lionel Jeffries), representante de las fuerzas de Cromwell -los Roundheads ‘parlamentarios’-, en su lucha contra el rey Carlos I (Robert Rietty), atacando y eliminando a todos los seguidores del monarca, a quien llegarán a hacer preso tras haber sido escondido por los componentes de la familia Beverley, quienes huirán de su propia mansión antes de ser ocupada por las fuerzas comandadas por Judd. Desde dicho emplazamiento, este dirigirá toda su acometida intentando diezmar los seguidores del monarca, sin saber que su propia hija -Clara (June Thorburn)-, en realidad se mantiene fiel al entorno del monarca. Su padre le reprochará dicha rebeldía, aunque a la misma se sumará el ambivalente capitán Tom Sylvester (Oliver Reed), uno de los jóvenes más cercanos a Judd, quien renunciará a su lealdad al objeto de lograr con ello acercase a su hija, que siempre se ha mostrado remisa a sus galanteos. Pese a mantener dichas distancias, Clara aceptará una mayor receptividad a este, en la medida que le permitirá acercarse el entorno de los seguidores del monarca. Dicha cercanía, le hará trabar contacto con el joven Edward Beverley (Jack Headley), líder de los seguidores de Carlos I, y denominado popularmente ‘The Scarlet Blade / La espada escarlata’, líder de los defensores de la normalidad monárquica, y caracterizado por su sentido de la lealtad y la justicia, que es correspondido por cuantos le acompañan en sus andanzas, protagonizando todos ellos emboscadas que pondrán en aprietos las fuerzas de Judd.

Será en el primer encuentro entre Clara y Edward -perfectamente modulado en su planificación por Gilling, en uno de los mejores instantes de la película-, cuando entre ellos se establezca una irrefrenable relación, que muy pronto confluirá en una atracción amorosa entre ambos. Dicha circunstancia permitirá que esta acentúe aún más su activismo en contra del bando de su padre, al tiempo que provoque el recelo del despechado Sylvester, quien no dudará en traicionar la confianza depositada por la muchacha. Todo ello coincidirá con el relevo provisional del mando por parte de Judd, al tener que viajar, asumiendo el mismo el siniestro mayor Bell (espléndido Duncan Lamont), quien no dudará en seguir todas las pistas existentes, capturando a la hermana de Beverley para provocar el asalto y posterior captura de este, como así sucederá. Todo ello irá acrecentando la tensión en el relato, al intuirse que la captura de todos los seguidores del monarca parece acercarse. Edward será detenido y encarcelado tras liberar a su hermana, pero el retorno de Judd provocará en este un determinado punto de inflexión al ser amenazado por Sylvester, suscitándole el mayor de los desprecios por su condición de traidor. De manera inesperado el preso escapará de la celda y, al mismo tiempo, la hija de Judd huirá con este. Estas circunstancias harán reflexionar a su padre, ese inflexible y despótico militar que rompió con las lealtades monárquicas de su pasado, y al que la profunda y sincera convicción planteada por su hija quizá deje un resquicio de remordimiento en su interior.

THE SCARLET BLADE se revela, desde sus primeros compases, como una atractiva cinta de aventuras. Atractiva tanto en las secuencias de combates a espada -tal y como contemplaremos en sus pasajes iniciales-, como en el trazado de su galería humana que si bien es cierto no deja de plasmar personajes más o menos arquetípicos, no es menos evidente que estos funcionan, merced a un tratamiento cinematográfico bien engrasado, basado en las constantes del género. Ayudado por la excelente fotografía en color del habitual en el estudio Jack Asher, y con una utilización muy efectiva del formato panorámico, John Gilling se muestra especialmente efectivo y mucho más avezado en esta ocasión como realizador que como guionista, faceta esta última en la que se pueden destilar ciertas debilidades -por ejemplo, cuando Beverley acude en búsqueda de su hermana a la que rescata de su celda, en vez de huir, como sería lo lógico, por ese pasadizo que se encuentra presente en el conjunto del relato, lo hará saliendo por la entrada a la mansión siendo capturado por los soldados-. Sin embargo, nos encontramos con un relato que se toma muy en serio sus premisas, que acierta al lograr una ambientación de época verista, y que aprovecha muy bien la tipología física de sus intérpretes -especialmente la del joven Oliver Reed, tan frecuente en aquellos años de su juventud a la hora de encarnar roles torvos e inquietantes-.

Con todo ello, THE SCARLET BLADE resulta fresca y creíble tanto en las secuencias de combate -la emboscada en la que se rescatará al veterano Jacob, la batalla que se desarrollará entre representantes de ambas facciones-, como en aquellas descritas en las envejecidas estancias rurales -los instantes plasmados en la taberna- destacando el cuidado brindado a los roles episódicos, por lo general representando a seguidores de Edward. Hay que reconocer que dicha característica reviste menor importancia entre los representantes de las fuerzas Roundheads, delimitados en un mayor esquematismo. Sin embargo, entre ellos emergerá la astucia y perfidia del mayor Bell, adquiriendo el carisma del clásico villano ilustrado en una película donde no faltarán elementos tan reconocibles como ese pasadizo, inserto en una magnífica escenografía de interiores que, en algunas ocasiones, parece trasladarnos a las producciones de cine de terror del estudio. El relato camina con mano segura y a buen ritmo, por medio de una adecuada relación de sus personajes. Con giros atractivos, como ese recelo marcado por parte del siempre inquietante Sylvester, con el que Judd finalmente tendrá que enfrentarse, para evadirse de sus oscuras amenazas, dentro de un sorprendente giro narrativo. Será el punto de inflexión para que un ser dominado por una mentalidad cruel e inflexible empiece a comprender, a través de la convicción y entrega planteada por su hija, la posibilidad de entender que quizá en la lucha de ella se encuentre una lógica, ausente en él hasta entonces. Ello permitirá un encuentro entre ambos en ese campamento gitano, en el que los monárquicos se ocultan dentro de una secuencia que quizá no albergue suficiente tensión, pero que sí plasmará quizá por única vez en la película, la posibilidad de reconciliar los sentimientos y la tolerancia entre padre e hija.

Calificación: 3

THE SHADOW OF THE CAT (1961, John Gilling)

THE SHADOW OF THE CAT (1961, John Gilling)

Hacía muchos años que andaba detrás del visionado de THE SHADOW OF THE CAT (1961, John Gilling). Un título que curiosamente se encontraba ajeno a la reivindicación que, con el paso del tiempo, han recibido muchos otros exponentes, incluso filmados por el propio Gilling, merecedor de un cierto estatus dentro de la producción del género en aquel tiempo. Es más, el director practicó otros como el policíaco y el de aventuras, este último incorporando un aspecto malsano en algunas de sus propuestas. Más no conviene ni sobreestimar ni ningunear las cualidades inherentes en este humilde pero efectivo artesano británico del cine de género. Y si antes señalaba mi especial interés a la hora de contemplar esta película, se centra en aquella lejana definición de la misma como “posiblemente, la obra maestra de John Gilling”, señalada por el experto Gerard Lenne, en su ensayo “El cine fantástico y sus mitologías”. Esa recomendación, su carácter ignoto, y los ecos en torno al mundo de Poe, fueron elementos que generaron en mí una curiosidad, solo cumplida hasta ahora.

Y hay que decir que tras haberla podido contemplar, de entrada no comparto la calificación de obra maestra de Gilling –creo que THE FLESH AND THE FIENDS (1960) sin llegar a serlo, se encuentra más propicia de recibir dicho calificativo-. Ello no debe impedirnos atender los considerables valores de una película que articula con considerable inspiración, los resortes y elementos que podríamos definir como consustanciales al “terror puro”. Desde la secuencia pregenérico, esta producción del ocasional realizador Joe Pennington, que cuenta con numerosos profesionales del equipo de Hammer Films, se describe una situación criminal que elimina cualquier atisbo de suspense. Sin embargo, ya en ella su desarrollo en una decadente mansión, lo turbio de sus personajes, la incidencia de su banda sonora, la presencia de una arquetípica tormenta, y la incidencia de un gato –del que llegarán a incorporar planos de su mirada subjetiva-, describiendo el crimen de la anciana dueña de la decrépita vivienda-, son elementos que en su conjunción alcanzan una atmósfera inquietante.

A partir de ese momento, contemplaremos lo que en realidad deviene en la contraposición de una intriga criminal, con la supuesta ingerencia de ese gato, estrechamente ligado a la asesinada, que se convertirá en una auténtica amenaza de corte sobrenatural, según se vaya produciendo la muerte de todos aquellos familiares y sirvientes, que han sido partícipes directos o cómplices del horrible crimen de la anciana. Será un marco descriptivo en el que se opondrá la joven Beth (la siempre magnífica Barbara Shelley, una de las musas británicas del terror en los sesenta). Ella era la sobrina preferida de la desaparecida, siendo implícitamente el enemigo a batir por parte del siniestro Walter Venable (estupendo André Morell). Este último será quien dirija la puesta en escena del crimen que ha iniciado la película, y posteriormente la ejecución de un plan que se centre en la localización del antiguo documento en el que la asesinada dejaba sus pertenencias a su sobrina, quedando implícita la amenaza de su subsiguiente eliminación.

Sin embargo, lo que proporciona atractivo a THE SHADOW OF THE CAT, se centra en dos elementos primordiales. A nivel argumental, la oposición de los componentes del plan criminal, su creciente terror en torno a su progresiva desaparición, en donde la constante presencia del gato aparecerá como catalizador de dichas muertes y, sobre todo, del terror, quizá irracional, quizá fundado, de todos ellos, proyectando de manera inconsciente su mala conciencia ante el terrible crimen cometido. Lo ofrecerá a mi modo de ver, la destreza y el sentido de la atmósfera esgrimida por Gilling, logrando aplicar al conjunto de su metraje con el alcance de ese ya mencionado terror puro, equidistante entre lo sobrenatural y la sugestión. Para ello, el realizador desgranará una serie de episodios, culminando todos ellos con la muerte de uno de los componentes de la señalada conspiración. Situaciones desarrolladas por lo general en el interior de la mansión, aunque también aparezcan episodios descritos en los exteriores pantanosos –el que culminará con la muerte del criado Andrew (Andrew Crawford), engullido por las aguas cenagosas-, conformarán un relato inspirado, en algunos momentos denso y asfixiante –la visita de Beth al ático en el que ha observado ruidos, el episodio en el que Walter se encuentra solo en el sótano, sufriendo un ataque al corazón, esos planos de conclusión en los que el gato logrará llevar a los investigadores, al lugar donde se encuentra el cuerpo de su asesinada ama-. Digamos que Gilling articula con mano diestra los mecanismos del terror, aplicando unos modos narrativos basados en la acumulación, muy cercanos a los que acababa de practicar el canónico Mario Bava de LA MASCHERA DEL DEMONIO (La máscara del demonio, 1960), superando de manera holgada los recovecos de una base argumental bastante convencional –original de George Baxt-, y los ocasionales excesos de la banda sonora de Mikis Theodorakis.

Esa atmósfera de oscuro horror, no impedirá la inusual pero atractiva presencia de ciertos toques de humor, como el comentario de Valter en torno a la baja calidad de la comida ofrecida por el servicio. O la manera distanciada con la que se describe la labor de la policía, a la hora de recuperar el cuerpo de Andrew en el pantano. O la propia ironía con la que concluye el relato, dando a entender una posible repetición de la historia. De destacar es igualmente ese matiz despreciable que presentan todos aquellos componentes de la conspiración que eliminaron a la anciana –a la que contemplaremos recitando versos de Poe antes de ser ejecutada a garrotazos-, que parecen heredados de la mezquina fauna humana presente en la previa y ya señalada THE FLESH AND THE FIENDS –atención a la siempre inquietante Freda Jackson-, o la insólita presencia de un vehiculo a ruedas y motor, ofreciendo un extraño apunte de cercanía al relato.

Una película, a la que si hay que oponer algo, es esa carencia por momentos de la necesaria densidad que le podría proporcionar un guión más definido. Es algo que en ocasiones se intentará suplir mediante golpes de efecto poco justificados, como la presencia de rayos de tormenta de manera repentina y sin que el raccord lo justifique, o incluso con elecciones tramposas como la presencia de uno de esos rayos, inserta desde la mirada subjetiva y distorsionada del gato, ubicado en el exterior del ventanal, mientras Walter anuncia a sus familiares –y oculta al espectador- sus planes inmediatos para hacerse con la hacienda. Una elección que rompe por completo con el tono más o menos acertado que se desarrolla en el conjunto del metraje, en una película que quizá no ha respondido a mis expectativas en función de las referencias que tenía, pero que merece ocupar un reconocimiento dentro de la evolución del cine de terror en una Inglaterra que vivía su edad de oro en el mismo.

Calificación: 3

INTERPOL / PICKUP ALLEY (1957, John Gilling) Policia internacional

INTERPOL / PICKUP ALLEY (1957, John Gilling) Policia internacional

Pocos años antes de que con su adscripción en las filas de Hammer Films, John Gilling adquiriera cierto nombre dentro del cine fantástico británico producido en la década de los sesenta, este ya se había fogueado dentro de los confines del cine de géneros que el cine de las islas venía produciendo, con resultados tan discretos como variables, trasladando una sensación de traslación de las constantes de la tardía serie B norteamericana. En este caso, INTERPOL (Policía internacional, 1957) es una producción de la división inglesa de la Columbia, encubriendo bajo su alcance de títulos desarrollado en diferentes marcos internacionales, no solo esa condición de película de bajo presupuesto, sino ante todo la pobreza que emana de su propuesta argumental, en la que se inserta una esquemática apología de la actuación de la Interpol, aunque justo es reconocer que la misma, debido a su propia insignificancia, no lega a resultar especialmente molesta. En realidad, el nudo argumental de INTERPOL se centra en la búsqueda por parte del individualista agente antidrogas Charles Sturges (Víctor Mature), de los culpables del asesinato de su hermana, una mujer dependiente de la droga que había decidido colaborar con las fuerzas del orden newyorkinas. La secuencia pregenérico en realidad describirá el instante de su asesinato –por entrangulamiento-, de manos de Frank McNally (Trevor Howard) –en una secuencia eficaz aunque no por ello bastante previsible-.

Dicho crimen será el que encienda el deseo de Sturgis de atrapar a los dos responsables del tráfico de drogas en la ciudad, con ramificaciones en diferentes países, y que comparte McNally junto al siniestro Salko (Alec Mango). La chica que sirve a los deseos del primero es Gina Broger (Anita Ekberg), quien en una tensa situación en primera instancia será la supuesta autora del asesinato de Salko –ya que este desea abusar de ella-, por lo que huirá de la persecución policial y se someterá a las instrucciones de su supuesto protector.

A partir de esta sencilla premisa, con la presencia de un fondo sonoro en ocasiones estridente, y un diseño de personajes bastante estereotipado –y deficientemente interpretado-, INTERPOL se erige como una crónica tan discreta como eficaz, tan previsible como en ocasiones atractiva, en la que importa muy poco dotar de credibilidad a la fauna humana que puebla sus fotogramas, pero en cambio deviene sumamente atractivo a la hora de describir esos episodios desarrollados en ciudades como Roma o Atenas, localizaciones ambas sobre las que Giling establece persecuciones y secuencias percutantes, prolongando la corriente iniciada tras la conclusión de la II Guerra Mundial, de utilizar ámbitos más o menos “exóticos”, buscados entre lugares dotados con cierta fotogenia en el viejo continente. Decenas de títulos se han venido realizando desde entonces tomando como base dicha premisa, en una tendencia que Gilling utiliza con suficiente fuera, en este policíaco que si por algo destaca a nivel temático, es por tomar como auténtico mcguffin el entorno de las drogas –algo no muy habitual en aquel tiempo-, y que solo pudo tener su presencia en el mundo del cine, a partir de la arriesgada –y exitosa, a todos los niveles- THE MAN WITH THE GOLDEN (El hombre del brazo de oro, 1955), firmada por el brillante y astuto –en la elección de sus argumentos- Otto Preminger. Bien es cierto que en el título que nos ocupa dicha elección temática no tiene una especial significación –podría haber sido otro el elemento de delincuencia utilizado, sin que el conjunto del film hubiera variado-, por más que en algunos instantes se haga amago de mostrar el lado oscuro de la misma –los preludios de pincharse las dosis-.

Más allá de esos aspectos que en realidad tienen poca incidencia en el conjunto del relato, lo cierto es que si por algo puede destacarse INTERPOL –que en la copia editada en DVD aparece con el título británico de PICKUP ALLEY- es por la capacidad esencialmente cinematográfica que demuestra Gilling, a la hora de conferir vida propia a una premisa argumental bastante endeble, dotándola de entidad a través de ese aprovechamiento a las secuencias de exteriores que se insertan en el metraje, que de alguna manera vienen a anticipar ese alcance cosmopolita que sería marca de fábrica de una de las apuestas cinematográficas auspiciadas por uno de los productores del film, Albert R. Broccoli –el otro es el posterior especialista de cine de catástrofes, Irving Allen-; el agente secreto 007. A partir de dichas premisas, resulta de especial interés el episodio desarrollado en las catacumbas de Roma, o las secuencias y persecuciones que acontecen en el casco antiguo de Atenas. Fragmentos en los que Gilling sabe insuflar de una especial impronta e intensidad, aprovechando la decadencia de los exteriores elegidos a los que se incluso llegará a aplicar la inserción de planos inclinados, siguiendo en el sendero del Carol Reed de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1948). Lo cierto es que pese a esa envejecida presencia de énfasis en determinados momentos, a la carencia de entidad de sus personajes, a las deficiencias en la labor de los actores –Mature, Ekberg, e incluso un poco adecuado Trevor Howard interpretando al villano del film-, la contemplación de INTERPOL evidencia la destreza de Gilling tras la cámara, y, sobre todo, su capacidad para la síntesis y la creación de atmósferas inquietantes e incluso enfermizas, que serían con posterioridad quizá su mayor elemento de estilo.

Calificación: 2

THE BRIGAND OF KANDAHAR (1965, John Gilling) Rebelión en la India

THE BRIGAND OF KANDAHAR (1965, John Gilling) Rebelión en la India

Cuando el británico John Gilling –nacido en Londres en 1912 y fallecido en España en 1984-, asume la realización de THE BRIGAND OF KANDAHAR (Rebelión en la India, 1965), es evidente que tanto la productora del film –Hammer Films- como la propia andadura del cineasta no se encontraban en su mejor momento. No quiere ello decir que con posterioridad el estudio comandado por Michael Carreras y Anthony Hinds, dejara de ofrecer incluso algunos de sus mejores títulos –por citar dos en concreto, QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967. Roy Ward Baker) o THE DEVIL RIDES OUT (1968)-, pero no es menos cierto que en líneas generales el grueso de su producción se iría “contaminando” –por así decirlo- por influencias visuales del cine de su tiempo, o una tendencia a una superficial erotización, que en esta película se percibirá ante todo en el personaje de Ratina (Ivonne Romaní), la pérfida hermana de Ali Khan (Oliver Reed), el líder rebelde con quien se encontrará nuestro protagonista, el Teniente Case (un especialmente insípido Ronald Lewis). Este es un oficial mestizo que se encuentra destinado en el cuerpo de lanceros bengalíes británico, cuyo cuartel se encuentra en Kandahar. Al regreso de una misión en la que han sido atacados por los rebeldes hindúes, se le acusará de cobardía por haber dejado que fuera capturado y asesinado su compañero. En realidad –y aunque en la película no se traduzca de forma muy acertada esta circunstancia; es algo que debería remitirnos a la estupenda  BHOWANI JUNCTION (Cruce de destinos, 1956. George Cukor)-, a Case se le ha condenado por unos nada velados prejuicios dada su condición de mestizo, especialmente centrados en la inquina que le manifiesta el Coronel Drewe –Duncan Lamont-. Castigado a diez años de prisión, será liberado de la misma por un sirviente que se encontraba camuflado en el fortín, y que forma parte destacada de los voluntarios comandados por Kahn, un ser cruel quien acogerá a Case con tanta hospitalidad como pueda ofrecer alguien que no ha dudado en un momento dado en sacrificar a su propio hermano.

En realidad, con THE BRIGAND OF KANDAHAR, nos encontramos con una variante apócrifa del popular “Las cuatro plumas”, que el propio Gilling transformó en guión para esta producción rodada en fuertes colores, que muestra su extrañeza por desarrollar la mayor parte de sus escenas de exteriores en estudio,  y describe algunas batallas magníficamente rodadas; la ofensiva británica al ataque de los hombres de Ali Kahn, mediante una serie de trampas y estrategias de notable efectividad. En realidad, uno de los elementos que se puede resaltar en la película, es prolongar –siquiera sea con menos intensidad que en otras ocasiones-, esa facilidad que Gilling siempre desplegó para enfangarse en el terreno de lo bizarro. Fue algo que le permitió navegar con cierta efectividad en dos géneros contrapuestos como el de terror y la aventura. En esta ocasión ello se puede comprobar en elementos como la propia, desaforada y cruel personalidad de Kahn, en los afanes conspiradores de su hermana, en el entorno lúgubre donde se encuentran reunidos sus hombres –no faltan en ellos elementos de tortura como esa rueda giratoria que siempre está en funcionamiento merced a los presos ingleses que capturan, uno de los cuales matará Case por pura piedad-.

Dentro de esa ambivalencia que ofrece el teniente mestizo rescatado, en un momento dado se integrará con aparente sinceridad al bando de su país de origen, centrando sobre todo su odio hacia el Coronel Drewe. Sin embargo, en su interior –algo que la incapacidad expresiva de Lewis impedirá mostrar en toda su magnitud-, se está forjando un auténtico dilema moral, puesto que la esposa del oficial que muriera inicialmente en la emboscada –Elsa (Catherine Woodville)-, mantenía con él una relación amorosa. Quizá fuera todo ello demasiado, para una película de evidente corto alcance, destinada como complemento de programa doble, en la que Gilling demuestra oficio y una ocasional inspiración, pero que en su conjunto se encuentra algo por debajo de sus títulos más reputados. Por momentos, tenemos la sensación que no nos encontramos con un film que pertenezca a esa misma Hammer Films que diera vida a tantos títulos de menor enjundia pero más reconocibles en sus rasgos. La poca adecuación de su banda sonora será una muestra de ello, y es curioso señalar esta cierta desgana, máxime cuando nuestro director rodaría poco después dos títulos más interesantes, como fueron THE REPTILE, y THE PLAGUE OF THE ZOMBIES, ambos rodados en 1966, un año antes de que finalizara su andadura como realizador –con la sola excepción del rodaje en España en 1975 de LA CRUZ DEL DIABLO-, para dedicarse en exclusividad al ámbito televisivo.

Si que es cierto que al menos Gilling opta por un lenguaje clásico, utiliza con pertinencia el formato panorámico, y la película igualmente se decanta por una conclusión trágica, obviando cualquier tentación de un happy end. Para ello, tendrá una notable importancia la presencia del periodista de un rotativo londinense, quien al ser testigo de lo que sucede en uno y otro bando –incluso con ello poniendo en peligro su propia vida-, vislumbrará con claridad que lo que ha costado tantos sacrificios, en realidad procede de una lucha de orgullos. Para ello, nada mejor que esa conversación final entre el reportero y Drewe, donde el primero le expondrá con lucidez la culpa y arrogancia de este en lo sucedido, aunque al instante le tranquilice –no sin amargura-, señalándole lo que en realidad va a publicar en su rotativo. Un corolario para una película que no pasará a los anales del gran estudio británico, pero que conserva en sus mejores momentos ese aire malsano característico de un artesano competente y, en ocasiones, capaz de mostrar en sus imágenes la crueldad más desaforada.

Calificación: 2

FURY AT SMUGGLERS’ BAY (1961, John Gilling) La bahía de los contrabandistas

FURY AT SMUGGLERS’ BAY (1961, John Gilling) La bahía de los contrabandistas

Hace no demasiado tiempo comentaba la grata sorpresa que me había supuesto el visionado de la atractiva propuesta de aventuras THE PIRATES OF BLOOD RIVER (1962, John Gilling), auspiciada para Hammer Films y escorada dentro del terreno del cine de piratas. En dicho comentario hacía referencia a que Gilling ya había experimentado dentro de dicho contexto poco tiempo antes con FURY AT SMUGGLERS’ BAY (La bahía de los contrabandistas, 1961). Es más –y dada la cercanía con la que se sucederían-, es posible que la existencia de esta última fuera la que propiciara el título antes señalado. La casualidad me ha permitido contemplar ambas con poca distancia, y de entrada cabe señalar que nos encontramos con una más que digna propuesta dentro de este subgénero, pero justo es reconocer que la misma no llega a alcanzar la altura de su posterior incursión en el mismo –que ya señalé en su momento se situaba entre lo más brillante contemplado por su director-. Por el contrario, FURY AT… desprende ese digno nivel medio que Gilling asumió en lo que he podido contemplar de su filmografía –entre ellas, varias propuestas para la citada Hammer-. Es decir, el pulso humilde pero adecuado de un artesano medio, competente y profesional, quizá destacado de manera especial en el tratamiento de secuencias y episodios marcado por un aire bizarro.

Parte de ello se encuentra en esta película, desarrollada en las costas de la Inglaterra del siglo XVIII, en cuyo seno conviven pescadores que alternan su trabajo con el oficio de contrabandistas, para con ello poder cumplir con las contribuciones correspondientes con los terratenientes, y que sufrirán el acoso e incluso la mortal competencia de otros colectivos, denominado “carroñeros”, que en el entorno donde se desarrolla la acción, se encuentran al mando del veterano Black John (Bernard Lee). Este no duda en luchar contra los inofensivos contrabandistas, forzando y atacando todos los barcos que de noche encallan en la bahía que protagoniza el relato, no conformándose solo con robar las pertenencias de estos, sino que llegará a asesinar asesinar a todas sus tripulaciones. La situación no se verá alterada con el regreso del señor de Trevenyan (Peter Cushing) desde Londres, un hombre circunspecto y de moral rígida, renuente a la hora de mostrar sus sentimientos, y que verá con desagrado al llegar, como su hijo Christopher (John Fraser, un buen galán inglés poco reconocido y de aspecto inquietante, que tan bien se encuadraba en roles como el que encarnó en EL CID (1961, Anthony Mann), no duda en desdeñar el clasismo inherente a la personalidad de su progenitor, cuando se encuentra entrenando a la espada con su criado, y está enamorado de lo que para su padre no es más que una simple plebeya. Muy pronto Trevenyan será partícipe de la situación que asume su territorio, pero al mismo tiempo algo detendrá el ataque de quienes están provocando estragos en las costas, diferenciándolos de esos contrabandistas pacíficos que en realidad son sus súbditos. Y es que algo de su pasado se encuentra albergado y custodiado por el astuto Black John, no dudando en dirigir el ataque gubernamental en contra de los segundos, dejando prácticamente sin castigo a los auténticos autores de esas constantes matanzas. En medio de dicha circunstancia quedará preso François Lejeune (Goerge Couloris), padre de la prometida de Chris –Luise (Michèle Mercier)-. Por ello esta escribirá a su amado –al que el padre ha enviado a Londres para que la olvide-, retornando el joven e implicándose en la lucha contra los carroñeros que encabeza Black John, ayudando para ello al denominado “El capitán” (William Franklyn), un bandido caracterizado por sus buenos modales y caballerosidad. Dentro de una espiral de creciente peligrosidad, el hijo de Trevenyan –que en realidad esconde un origen bastardo que es el motivo del chantaje permanente de Black John-, se irá implicando en un mundo que es ajeno por completo al que ha pertenecido desde su nacimiento, en abierta contraposición a la educación que ha recibido de su rígido padre, pese a la comprensión que siempre ha encontrado en su hermana Jenny.

Es quizá en ese aspecto, donde mayor atractivo se encuentre a nivel argumental en una película que se contempla con agrado, destacada en un atractivo uso de la pantalla ancha, y que cumple con los requisitos más o menos acostumbrados en este tipo de producciones –una ambientación física y creíble, la presencia de adecuados duelos de espada…-. Sin embargo, en ella se echa de menos una mayor complejidad a nivel de guión, desaprovechándose en cierto modo ese componente de enfrentamiento no solo generacional, sino de esos dos mundos contrapuestos que se producirá entre Trevenyan padre e hijo –sería un elemento que el cine británico sí que utilizaría pocos años después dentro de un prisma más crítico-. No obstante, ese relativo convencionalismo del guión –que llega a ciertos extremos como la facilidad con la que se producen los chivatazos, representados en el rol de la tabernera-, no evita que nos encontremos ante un relato que se contempla con considerable placidez, demostrativo de ese más que estimable nivel medio de la producción de género que coexistía en el cine inglés junto a la eclosión del Free Cinema, y la fuerza popular –que entonces iba opuesta a su reconocimiento crítico- adquirida por Hammer Films, y demostrando el eterno funcionamiento que el cine de géneros tuvo en la producción inglesa durante décadas. Fue una evidencia ante la que reiterarán códigos y convenciones pero también, como en este caso, ratificaría una probada eficacia, que incluso en algunos instantes deviene en instantes de refinamiento visual, como en ese encadenado que liga el plano medio de la novia de Chris, con la chimenea del caserón donde este se encuentra secuestrado por parte de “El capitán”, para forzar la liberación de los injustamente encarcelados contrabandistas.

Calificación: 2’5

THE PIRATES OF BLOOD RIVER (1962, John Gilling)

THE PIRATES OF BLOOD RIVER (1962, John Gilling)

En los últimos años, y al igual que está sucediendo con otros realizadores que durante décadas fueron dejados en el olvido dentro del ya de por sí denostado cine británico, parece existir un cierto reconocimiento en torno a la figura de John Gilling (1912 – 1984), en líneas generales recordado por su adscripción dentro de la nómina de Hammer Films. El célebre estudio donde se gestó buena parte del mejor cine fantástico de la década, contó con su aportación en títulos más que estimables, por más que Gilling también desarrollara su adscripción a dicho género fuera de dicho ámbito de producción, como demuestra la magnífica THE FLESH AND THE FIENDS  (La carne y el demonio, 1960) o la mítica –por desconocida, incluso por un servidor-, THE SHADOW OF THE CAT (1961), que algunos especialistas señalan como su mejor película. Dentro de una filmografía que se extendió a más de treinta títulos de diversos géneros, quizá es en la primera mitad de la década de los sesenta donde encontremos lo mejor de su obra, de la que no me gustaría extraer excesivos ditirambos, pero sí reconocer de entrada la grata sorpresa que para mi ha supuesto el visionado THE PIRATES OF BLOOD RIVER (1962), que Gilling firmó a continuación de la citada SHADOW OF…, suponiendo su primer rodaje al servicio de Hammer Films en su unión de producción con la división británica de la Columbia Pictures. Lo primero que puede sorprender al espectador poco avezado, es comprobar que en el estudio de Hinds y Carreras se rodaran propuestas de otros géneros –aventuras, policíacos- al margen del que les hizo célebre. Pues así fue, incluso de la mano del gran Terence Fisher. Pero es que cuando nuestro director se hace cargo de esta película, ya había firmado tres años antes otra inserta en un contexto más o menos similar, de resultado apreciable aunque interés más menguado –FURY AT SMUGGLERS’BAY (La bahía de los contrabandistas, 1959)-, que quizá fuera el detonante para que no mucho tiempo después se hiciera cargo del título que protagoniza estas líneas. Una producción que, he de reconocerlo, ha supuesto para mi una gratísima sorpresa, erigiéndose como un vibrante exponente del cine de aventuras, situándolo por encima de otros títulos de su director más reputados –quizá por estar insertos dentro del cine fantástico, quizá por el mero hecho de que hayan podido contemplarse-, cosa más difícil de lograr que en el ejemplo que nos ocupa.

THE PIRATES OF BLOOD RIVER se inicia en el seno de la isla de Devon, en la que se han refugiado tiempo atrás un colectivo de Hugonotes durante el siglo XVII. Un conjunto en apariencia pacífico de hombres y mujeres guiados por las leyes de Dios, entendidas estas desde un prisma áspero y carente de humanidad. Será un contexto de población que rige con un sentido de la justicia demasiado severo el veterano Jason Standing (Andrew Keir, habitual y notable actor del estudio). Este ejercerá como máxima autoridad investido bajo la representación de Dios en la isla, viviendo la situación de infidelidad que su propio hijo –Jonathon (un muy eficaz Kerwin Mathews)- ha cometido con la joven Maggie –uno de los escasos elementos que se encuentran poco explicados en la película-. Esta será descubierta tanto por el padre como por su grupo de acompañantes, intentando huir ambos y concluyendo con la trágica muerte de la joven, devorada por las pirañas que se insertan en un lado. A partir de ese momento, Jonathon será juzgado y vivirá una existencia infernal en un penal caracterizado por su brutalidad, del que logrará huir, siendo recogido y admitido por el colectivo de piratas que comanda el tan cruel como meditado y circunspecto capitán LaRoche (Christopher Lee). Tras el contacto entre el huido y el líder de los bandidos, se planteará un pacto de no agresión entre ambos, puesto que Standing hijo se comprometerá a guiar a los piratas a su isla, teniendo la palabra por parte de su líder de que desean utilizar el delimitado espacio físico como lugar de reposo. La realidad será bien diferente, puesto que en realidad LaRoche y sus crueles sicarios van en busca de un tesoro que conocen albergaron en la población los antecedentes de los Hugonotes allí instalados de manera pacífica, realizando muy pronto todo tipo de crueles excesos que soliviantarán la vida diaria de la colonia, al tiempo que pondrán al veterano Jason en una situación compleja, ya que él en el fondo sí que conoce la existencia de dicho tesoro y el lugar de su ubicación. Por su parte, su hijo descubrirá el engaño al que ha sido sometido, intentando reencontrarse con su cuñado –Henry (Glenn Corbett)-, e iniciando una difícil contraofensiva para derrotar al experto y numeroso colectivo de piratas.

Lo primero que destaca en el film de Gilling –que dispone de un primer tercio absolutamente brillante-, es la magnificencia de su HammerScope, unido a ello la luminosidad de la fotografía de Arthur Grant, proporciona al espectador una extraña sensación de magnificencia que, de entrada, capta el interés del espectador, combinando esos malos augurios que algunos lugareños advierten con la llegada a la población de las autoridades, en el contraste de la secuencia que en pleno campo nos describe la relación amorosa existente entre Jonathon y Maggie. El uso de esa pantalla ancha, proporciona al conjunto del relato una sensación de totalidad, que no va en menoscabo de ese nada soterrado grado de crueldad que anida en el conjunto del mismo. Y es que, a fin de cuentas, el film de Gilling –que cuenta con argumento de Jimmy Sangster-, plantea la oposición entre la débil frontera existente entre la intolerancia y el ejercicio –digámoslo así- “profesional” de la violencia. Una y otra vertiente del comportamiento humano, se darán de la mano en un relato que posee la virtud de un ritmo magnífico, la notable prestación musical de Gary Hughes, y la sensación de asistir a un espectáculo ejecutado por un equipo técnico y artístico que no solo conocían las claves del subgénero en el que se adentraban, sino que lo asumían como si este se desarrollara entre manos expertas. Ello no impedirá que en el mismo –tal y como podían mostrarse en otras propuestas previas del género, y fuera algo familiar en el cine de Gilling-, se expresen situaciones bizarras caracterizadas por su crueldad. Desde el tratamiento que el joven hijo de Standing recibirá en el penal –incidiendo en el rechazo que provoca su atractivo aspecto físico-, esa pelea en la que dos de los piratas luchan a espada por una mujer con los ojos vendados –uno de ellos será el jovencísimo Oliver Reed-, hasta la extrema crueldad que desprenderá el personaje encarnado por Peter Arne –Hench, uno de los componentes del grupo de LaRoche-, aspectos como esa lucha de los hombres que comanda Jonathon –inferiores en número-, pero que irán diezmando a los piratas mediante fórmulas como esas trampas con estacas instaladas en el camino, o la tala de árboles. Junto a esta lucha entre los hombres de ambos bandos, el propio líder de los piratas contará con la inesperada oposición de su vengativo lugarteniente, quien después de ser humillado tras ser arrojado a una gran barrica de vino, se convertirá en uno de sus peores enemigos –que me recordó en algunos momentos cierta situación más o menos similar planteada años atrás por Raoul Walsh en BLACKBEARD, THE PIRATE (El pirata Barbanegra, 1952)-

En definitiva, THE PIRATES OF BLOOD RIVER ofrece un tratamiento respetuoso y al propio tiempo revestido de frescura de un subgénero que Hammer Films –al igual que en otras producciones inglesas de la época- se ofrecían del mismo. Lo curioso en este caso, es constatar la crueldad con la que concluye la película, planteándose la misma casi como una expiación por parte del veterano líder de los colonos, buscando por un lado salvaguardar ese tesoro que ha mantenido escondido al resto de la comunidad –no por motivos materiales, sino como atavismo familiar-, y quizá de manera implícita, siendo consciente que con la intolerancia por la que se dejó guiar a través de su consejo, inició la espiral de violencia que ha vivido su pueblo de forma innecesaria. Inteligente y poco habitual conclusión, para una de las propuestas menos conocidas de Hammer Films, de las que poco a poco vanos conociendo sus derivaciones genéricas, que en líneas generales siempre gozaron del suficiente interés, y que en esta ocasión se erigen personalmente como una inesperada y reivindicable sorpresa.

Calificación: 3

THE MUMMY’S SHROUD (1967, John Gilling)

THE MUMMY’S SHROUD (1967, John Gilling)

No cabe duda que los últimos años han permitido una relativa reconsideración en la figura del realizador británico John Gilling (1912 - 1984). Puede ser que esté motivada por el generalizado reconocimiento que ha seguido la producción de Hammer Films –quien sabe-, pero quiero pensar que también se deba al intermitente talento que Gilling demostró en sus producciones ligadas al cine fantástico de aquella época, y que tiene un magnífico exponente en THE FLESH AND THE FIENDS (El demonio y la carne, 1960). Hay quien asegura que SHADOW OF THE CAT (1961) supone su obra cumbre –cosa que no puedo ratificar al desconocerla-, pero lo cierto es que lo que he podido contemplar de su aportación al género da la medida de un realizador artesanal, preocupado por expresar visualmente sus películas. Con estos rasgos logró ofrecer productos revestidos de interés en su realización, compensando –siquiera sea parcialmente- las insuficiencias que se podrían derivar de su condición de títulos caracterizados por su limitada producción.

 

Ejemplos de lo expuesto lo tenemos en THE REPTILE (1966), PLAGUE OF THE ZOMBIES (1966), y también en THE MUMMY’S SHROUD (1967), que Gilling rodó casi de forma consecutiva para el célebre estudio inglés y que nunca tuvieron estreno comercial en nuestro país. Este último título es el que protagoniza estas líneas, erigiéndose finalmente en un conjunto discreto y con bastantes deficiencias de índole dramática, pero en la que finalmente se revelan bastantes destellos del talento y la capacidad en la composición visual de Gilling. Su metraje se inicia con un relato resumido de las azarosas circunstancias que llevaron a la rebelión contra el joven heredero al trono de Egipto Kah-to-Bey. Este logró salvarse de la masacre del entorno de su antecesor, muriendo finalmente y siendo enterrado por su fiel servidor y jefe de esclavos del faraón, Prem. Muchos siglos después, en la década de los años veinte del pasado siglo, se produce una expedición patrocinada por el adinerado y egoísta Stanley Preston (John  Phillips), a la búsqueda de la tumba del joven heredero. En la misma se encuentran cuatro expedicionarios, entre los que están el hijo de Preston –Paul (David Buck)-. Todos ellos finalmente darán con la sepultura, no sin antes advertir la presencia de un siniestro guardián que les señala en lengua materna el advenimiento de una extraña maldición. Será algo que también advertirá una de las expedicionarias, la joven Claire (Maggie Kimberly), caracterizada por sus facultades de adivinación. Los expedicionarios serán salvados in extremis por el destacamento que ha comandado Preston, permitiéndole regresar a El Cairo y llevar con ellos el cuerpo momificado por la protección de la arena, junto al de la momia de su fiel Prem. Precisamente, la lectura de la maldición que contenía el sudario del joven heredero hará que el sudario de Prem cobre vida, dando inicio a la venganza contra aquellos que profanaron la tumba de su protector.

 

Cumpliendo la maldición, asesinará inicialmente al veterano responsable de la expedición –Sir Basil Walden (Andre Morell), que ya había sufrido una picadura de serpiente en el momento de descubrir el recinto de la tumba-, al fotógrafo de la misma –quemándole con ácido e incendiando su laboratorio-, y al fiel, neurótico y dependiente criado de Preston –Longbarrow (Michael Ripper)-. A tenor de estas violentas muertes, Preston sobrellevará un creciente temor que le llevará a intentar huir de El Cairo en barco, hasta que finalmente sea una más de las víctimas de la voracidad destructora de la momia vuelta a la vida. La policía de la ciudad, que inicialmente sospechaba del carácter criminal de estas violentas muertes, se rendirá finalmente a la evidencia del carácter sobrenatural de las mismas, hasta que la evidencia de la venganza de la momia solo pueda ser contraatacada haciendo reversible el efecto de la maldición que le dio los poderes de regresar a la vida.

 

Ni que decir tiene que THE MUMMY’S SHROUD sufre desde las primeras imágenes sus deficiencias de producción. Se trata de una película de medios limitados, y se ha de poner en práctica un cierto esfuerzo a la hora de dejar de lado esta circunstancia, si se quieren valorar los elementos positivos que se detectan en la función. Es por ello que conviene dejar de lado la pobreza de la escenificación de la historia que da pie a la película, las limitaciones y elementos comunes que desprende su guión –obra de Anthony Hinds-, y las estrecheces que impone una descripción de personajes tan corta de miras. Estos elementos se manifestarán en bastantes ejemplos donde no se atiende la psicología de sus personajes, por lo que sus andanzas adquieren un matiz anecdótico sin desarrollo dramático, y el discurrir de los crímenes de la momia, la presencia del guardián de la misma y su madre pitonisa carecen de rigor. Tanto como la definición del carácter egoísta del promotor de la expedición, que le lleva al desprecio –implícito por parte de su esposa Barbara (Elizabeth Sellars), y mas evidente en su joven hijo Paul-. De todos modos, no sería justo centrarse en esas carencias a la hora de calificar un conjunto, que incluso a estos niveles propone detalles interesantes. Elementos como ese latente desprecio manifestado por Barbara a su esposo –expresado brillantemente con la elegante e interiorizada interpretación de Elizabeth Sellars-, la presencia de ese extraño personaje del servil ayuda de cámara Longbarrow –al que Michael Ripper proporciona una interpretación que le hace parecer una nueva versión del Renfield creado por Dwright Frye en el Frankenstein de Whale-, o la extraña personalidad que describe a la joven Claire, definida por esas facultades de adivinación que, en cierta medida, le hacen adivinar el futuro del colectivo que sufre la maldición, siendo la única que puede frenar el inexorable devenir de la misma.

 

Que duda cabe que incluso en estos personajes se podría haber profundizado de forma más clara pero, si más no, el discurrir de THE MUMMY’S..., permite contemplar las capacidades cinematográficas de Gilling, que se manifiestan en muchos de los instantes de la película. Desde un especial cuidado en la composición de los planos y la ubicación de los actores en el encuadre –son significativos aquellos momentos que muestran las andanzas de estos, teniendo como fondo la momia que realmente provocará el estallido de la tragedia-, algunas de las descripciones de los asesinatos de esta –destaca especialmente la fuerza que muestra la lucha del fotógrafo contra la momia, arrojándole una botella de ácido, y finalmente sufriendo el mismo trato por parte del ser retomado a la vida-, y una innata habilidad en el montaje que sirve de conexión a las diferentes acciones en las que se desarrolla el film, ofreciendo con ello un matiz sobrenatural bastante interesante. A ello, cabría añadir la destreza con la que el director sabe insertar contrapicados que dinamizan el desarrollo de las secuencias más inquietantes, o la rememoranza que supone la forma con la que finalmente se destruye la momia, evocando el final de HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958, Terence Fisher). Es evidente que dentro de ese contexto, THE MUMMY’S… revela el interés de un director como Gilling para conferir interés cinematográfico a una propuesta con un punto de partida bastante pobre. Lamentablemente, esa inquietud en algunos momentos se revela caduca, cuando dentro de este bagaje se inclina por la inserción de grandes angulares y efectismos visuales propios de la época en que se rodó el film, que empobrecen un conjunto tan limitado como en bastantes momentos atractivo, y que supone quizá uno de los últimos productos de interés del cine de un estudio, que tantos grandes títulos brindó al cine fantástico del viejo continente.

 

Calificación: 2