THE FLESH AND THE FIENDS (1960, John Gilling) La carne y el demonio
Puede decirse sin temor a error, que THE FLESH AND THE FIENDS (La carne y el demonio, 1960) aparece como una de las obras más sórdidas y violentas rodadas en el cine británico de los primeros años sesenta. Probablemente suponga la cima en la obra de John Gilling, un irregular pero estupendo practicante de un cine de géneros populares, a quien no se ha brindado todavía la debida mirada colectiva en torno a su abundante producción -unos 35 largometrajes en una andadura que se inició a finales de los cuarenta, y curiosamente concluyó en España a mediados de los setenta-. Del mismo modo, se trata igualmente el punto más alto en la colaboración del tándem de productores formado por Robert S. Baker y Monty Berman. Dos avispados hombres de cine -en ocasiones también directores- que apostaron por un modo de cine realista en el que la violencia explícita -donde se aunaba un afán provocador, generador de atracción para las masas de la época- formaba parte importante de su enunciado. En este sentido, una de las grandes virtudes de esta extraordinaria película reside en la plena adecuación de ese sesgo violento e incluso transgresor de sus imágenes, al trasladar una historia real; los crímenes realizados por William Burke y William Hare en la ciudad escocesa de Edimburgo entre noviembre de 1827 y octubre de 1928. A partir de la misma, el guion elaborado por el propio Gilling y Leon Griffiths abre la puerta una serie de capas, transformando lo que de entrada podría suponer una simple propuesta de cine de terror, como una de las más virulentas diatribas formuladas en torno al clasismo de la sociedad inglesa -por más que se denuncia se albergue dentro de un relato de época-. Finalmente, la extrema dureza de su conjunto brinda en sus últimos extremos una atroz visión de los peores perfiles de la condición humana.
Desde el primer momento, y tras ese rótulo que de alguna manera avance lo sombrío del relato que vamos a contemplar, THE FLESH AND THE FIELDS nos introduce en esa Edimburgo del primer tercio del siglo XIX. Una morada que desde el primer momento reviste una extraña sensación de veracidad entre lo literario y lo pictórico. La magnífica escenografía y dirección artística recreada por John Elphick y, sobre todo, la excepcional, oscura y numinosa iluminación en blanco y negro brindada por Monty Berman -uno de los productores- en un admirable uso del formato panorámico, serán extraordinarios raíles sobre los que se conducirá su argumento. Una base dramática en la que desde sus primeros minutos quedará marcada una especie de ‘Upstairs. Downstairs’. Es decir, en todo momento quedará contrapuesto en su discurrir dramático el contraste de las clases elevadas que rodea al doctor Robert Knox (un extraordinario Peter Cushing, en uno de sus mejores papeles cinematográficos), y las más populacheras que se representan en sus bajos fondos, que bien podrían ejemplificar la joven Mary Patterson (Billy Whitelaw) o incluso los dos asesinos; Hare (Donald Pleasance) y Burke (George Rose). Entre ellos, como especial enlace se encontrará el joven desclasado Chris Jackson (John Cairney) un joven y entregado aspirante a doctor, anhelo con el que quizá podría elevarse de su condición humilde, y que precisamente por sus dificultades de clase no ha conseguido aún ser reconocido como tal. En cualquier caso -y esta es una de sus mayores rasgos de grandeza- no se limitará a plasmar ese contraste social, sino que su capacidad descriptiva descenderá al describir las miserias de todos y cada uno de sus personajes. Miserias de mayor o menor alcance, que irán desde la degradación que preside el comportamiento de todos los clientes de la taberna, o el mugriento hospedaje que regenta la despreciable esposa de Burke, hasta llegar a la extrema frialdad de Knox al utilizar cadáveres que intuye han sido asesinados -sin preguntar sobre sus orígenes- para sus experimentos, pasando por sus rivales en la progresión médica, empeñados en enfrentarse a él, dado que no soportan la valentía de sus investigaciones al ser incluso capaz de denunciar las irregularidades cometidas por algunos de ellos.
Todo ello conformará un tapiz descrito con una asombrosa sensación de verdad cinematográfica. El espectador siente en todo momento la fisicidad de los escenarios donde discurrirá la acción, e incluso la humedad de aquellos lugares dominados por la sordidez -las calles de los bajos fondos, la taberna, habitaciones mugrientas-, ese sótano donde Knox conserva en salmuera los cadáveres que le son surtidos por los dos asesinos. Pero en una película de tanta complejidad, ese enfrentamiento social quedará del mismo modo representado en el desafortunado noviazgo establecido entre el joven Chris y Mary, el aspirante a médico y esa mujer que disfruta de la vida licenciosa en la taberna, incapaz de poder emerger de ese contexto que, de algún modo, le brinda libertad, pero que en el fondo ama a ese joven tímido y educado, aunque se encuentre tan lejos de acercase a su manera de asumir la existencia. Esa incapacidad de adaptación entre los dos se expresará en el encuentro de ambos con la hija de Knox -Martha (June Laverick)- y el fiel ayudante de este, el dr. Mitchell (Dermot Walsh). Será un inesperado contacto en el que el aspirante a médico asumirá la falta de educación de su novia, mientras esta asume no saber estar a la altura.
La excelencia del film de Gilling se centra en asumir hasta las entrañas sus postulados como relato de terror, sin por ello abandonar su condición de apólogo moral y, sobre todo, la desoladora visión que ofrece del conjunto de su galería humana. Lo hará siempre de manera directa, con unas texturas visuales que por momentos parecen ofrecer a una versión cruda y sin aristas del universo dickensiano. Todo se irá dilucidando en una especie de simbólica sucesión de fogonazos, entre secuencias nocturnas -dominadas en líneas generales por su sordidez- y otras diurnas que, pese a ello, no llevan acompañado el menor relajamiento dramático. De alguna manera aparecen unas como reverso a las otras y, me atrevería a señalar, plasmando una constante relación de causa y efecto. Incluso en dicha dinámica dramática, Gilling se atreve a ofrecer otra destacada ruptura en la presencia de un personaje con el que el espectador empatizará desde sus primeros fotogramas. Me refiero al joven Chris, que ejercerá de alguna manera como puente entre el conflicto de clase, y que en la segunda mitad del metraje será una de las víctimas de la pareja de asesinos, cuanto intente vengar la muerte de Mary, dejando con ello al espectador sin asidero emocional.
En el contexto de un desarrollo dramático sin apenas margen para el descanso, THE FLESH AND THE FIENDS introduce como auténticos estallidos cinematográficos la plasmación de los terribles crímenes cometidos por el tándem de criminales, en una serie de secuencias que destacan como set pièces, al tiempo que se encuentran revestidos de terrible realidad. Al tiempo que se mostrarán los cadáveres que pueblan las tareas investigadoras de Knox -en sus primeros instantes contemplamos como se extrae un cadáver de una tumba en tierra, y en otro momento la elipsis evitará describir de manera directa el asesinato de un mendigo con aún elegantes maneras, que ha tenido la triste ocurrencia de acudir al misérrimo hospedaje de la esposa de Burke, aunque atisbaremos su cuerpo sin vida lleno de magulladuras en su cabeza-. En ese rosario de crímenes, resulta escalofriante el asesinato por estrangulamiento de esa anciana, siempre entre luces y sombras, a la que han emborrachado previamente, mientras Burke imita desaforadamente el gesto de la víctima. O la dureza del intento de violación y el asesinato de Mary por parte de Hare, mientras esta entre gritos implora el nombre de Chris, a quien horas antes ha humillado personalmente. O en el extremo horror y la crispación que describirá la larga, casi extenuante secuencia -un prodigio de planificación y utilización de luces, sombras y el off narrativo- en donde los dos criminales matan a Jimmy el tonto venciendo su resistencia. Esa constante cercanía con lo macabro se expresará en la intensidad y brevedad con la que marcarán el ahorcamiento de Burke, o la extraordinaria y tensa secuencia en la que se cegarán los ojos a Hare para el resto de su vida, en una calle en apariencia desierta.
Pero la excelencia del film de Gilling no solo se manifestará en la recreación de los diferentes crímenes. Esa misma explícita violencia se plasmará en otros admirables episodios donde el enfrentamiento de caracteres resultará explosivo. Como el pasaje donde Mary se enfrentará a su novio, que está estudiando en su modesta habitación, provocando un incendio con sus apuntes y describiéndose esa oposición de mundos que los separa. O la casi expresionista en la que el muchacho encuentra a Mary en la taberna, rodeada de mujeres desnudas, en una secuencia dominada por una desbordante lubricidad, que por la textura visual en la que se encuentra, estoy seguro fue censurada por lo explícito de los desnudos por la censura británica de la época. Y en esa misma imposible relación, en el momento en que Chris se encuentra en el aula de Knox, repasando sus apuntes, el criado de este entrará un cadáver tapado. La planificación del momento e incluso la duración y modulación de dichos instantes, ligando el cuerpo tapado con el muchacho, nos permitirá observar como de manera creciente este intuirá que se trata del cuerpo de su novia.
De todos modos, de un conjunto extraordinario y trufado de momentos imborrables, uno no dejaría de quedarse con una atrevida secuencia, centrada en los cirujanos compañeros y rivales de Knox, a quien se enfrentarán en su propia mansión. Lo harán en un largo y modélico plano secuencia, en donde las tensiones entre ambos y el dominio final del protagonista sobre estos adquirirá su pleno dominio por el uso de la cámara de Gilling.
Dotada de una entregada labor de todos y cada uno de los componentes de su extenso cast, y realzada por el oportuno fondo sonoro brindado por Stanley Black, THE FLESH AND THE FIENDS supone uno de los clásicos -todavía no resuelto- del cine de terror inglés. Una obra en la que su negrura y sus escalofríos resultan más inquietantes si cabe, ya que en ellos solo se manifiestan la codicia y los peores rasgos de la naturaleza humana.
Calificación: 4