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CINEMA DE PERRA GORDA

Raoul Walsh

WILD GIRL (1932, Raoul Walsh) El beso redentor

WILD GIRL (1932, Raoul Walsh) El beso redentor

En una filmografía que supera ampliamente el centenar de largometrajes -unos 115-, extendida en casi seis décadas desde el propio periodo silente y hasta inicios de los sesenta, es justo señalar que en la vasta obra de Raoul Walsh -como la de Ford- estén insertos no pocos títulos medianos, que se encuentran totalmente olvidados. Uno de ellos, en la obra del ilustre tuerto, es WILD GIRL (El beso redentor, 1932), una producción ubicada en los primeros años del sonoro, y que supone un cierto retroceso en una filmografía que ya atesoraba a sus espaldas exponentes tan valiosos e inclusos más lejanos en el tiempo como REGENERATION (1915), la espectacular y reconocida THE THIEF OF BAGDAD (El ladrón de Bagdad, 1922), dentro del periodo silente, o la magnífica THE BIG TRAIL (La gran jornada, 1930) en los instantes iniciales del sonoro. Al lado de dichos referentes, no cabe duda que el título que comentamos palidece -lo hacen en mayor medida otros exponentes de este periodo-. Sin embargo, su conjunto no deja de ofrecer ciertas cualidades, que permiten que una película con más de noventa años de antigüedad siga ofreciendo cierto grado de frescura y, sobre todo, merezca ser referenciada.

De entrada, WILD GIRL sorprendiendo en sus títulos de crédito con una dinámica presentación de sus personajes, a modo de páginas con sus retratos, mientras todos ellos se presentan con un par de frases más o menos lapidarias que aciertan a definir sus psicologías. Esa misma característica se prolongará en el conjunto del relato, sucediéndose sus diferentes secuencias precisamente a través de encadenar las mismas con dicha sucesión de páginas, que incluso en dos ocasiones adquirirá -como en la secuencia de la fuga de Billy (Charles Farrell), el extraño recién llegado- una extraña y borrosa configuración.

Situado entre la mixtura de un western primitivo y el Americana, la película de Walsh traza el retrato colectivo de una comunidad, a partir del protagonismo y la mirada de la joven Salomy Jane (una joven y sorprendente Joan Bennett). Se trata de la hija de un veterano ranchero, caracterizada por sus actitudes escasamente sutiles e incluso masculinas, que desprende una personalidad tan abierta como huidiza, y no deja de ser objeto de la pasión de los hombres. Hasta ella se propasará el hipócrita y lascivo Phineas Baldwyn (Morgan Wallace), que entre la comunidad se expresa como hombre de intachable moralidad y desea ocupar la alcaldía de Redwood City, en California. También la desea el oscuro y acaudalado Rufe Waters (el posterior director Irving Pichel, eternamente ligado a personajes torvos), empeñado incluso presionando a su padre, en que la muchacha se case con él. Todo ello irá conformando un cuadro colectivo, a partir del cual se escenifica esta adaptación de la obra teatral de Paul Armstrong Jr., en la que la figura de la protagonista, aparecerá como punto de inflexión en torno a la coralidad de personajes, a la hora de plantear una fauna humana en la que el primitivismo, la hipocresía, el deseo oculto o la sinceridad de la llegada de un inesperado amor, se da de las manos en un relato más que estimable, en el que su vertiente positiva se encamina a un excelente aprovechamiento de los escenarios boscosos de exteriores, que fueron rodados en el parque nacional de Sequola. Es algo que podremos percibir ya en su secuencia inicial, que servirá para describir a Salomy en pleno bosque, rodeada incluso de animales salvajes, o se planteará en numerosas escenas, como aquella en la que los perseguidores acosan a Billy, que se tendrá que esconder en el interior de un árbol gigante.

En su vertiente negativa, la película acusa cierta teatralidad, en especial en secuencias donde se encuentran encuadrados numerosos personajes -la mayor parte de las desarrolladas en el interior del Saloon-.

En cualquier caso, dada su condición de película prácticamente desconocida, nos encontramos ante un relato que va creciendo poco a poco y que, en última instancia, sirve como envoltorio para recrear la inesperada evolución hacia la madurez de una muchacha cuya psicología, de haberse habido realizada años después, perfectamente podría haber sido interpretada por la Katharine Hepburn de sus primeros años de carrera. Esa Salomy alejada de estereotipos, como diríamos hoy, empoderada, y capaz de encontrar la inesperada intuición de un inesperado amor, que descubrirá en ese inesperado recién llegado, al que le unirá inicialmente la repulsión que a ambos les provoca el despreciable Baldwyn, y que inician los estilemas de una relación, en la que ella aparece como el rol activo, y el amable Billy asumirá una vertiente más pasiva. En esa oposición, en el reencuentro de ella con su feminidad, al mismo tiempo que su madurez como ser humano. En una ascesis final, tan sencilla, llena de complicidad, como con ciertos ecos “borzaguianos” -la presencia de Farrell resulta reveladora-, se encuentran buena parte de los atractivos de la película.

En todo caso, pese a resultar en cierto modo un título alejado a los rasgos característicos de su cine -Walsh rodaría durante estos años títulos muy dispares, y en líneas generales no demasiado relevantes-, lo cierto es que en ella no deja de atisbarse en alguno de sus mejores momentos, esa maestría a la hora de mostrar percutantes y admirables episodios de violencia. Prueba de ello lo constituirá la persecución y huida de Baldwyn al ataque de Billy -ese impactante, explosivo, encuadre de Walsh, mostrando el intento de escapada del primero y el seguimiento del segundo por una ventana superior, hasta concluir con el aniquilamiento del primero, mientras que una de las mujeres de vida alegre que conocen la hipocresía de la víctima, ríe ante su cuerpo agonizante-. O la brutalidad y tensión interna que reviste el dilatado episodio del ahorcamiento del ladrón y la disposición a hacerlo con Billy, que despertará la inesperada expresión del amor que la protagonista siente por él, provocando la contrariedad de Rufe. En todo caso, nos encontramos con una película rodada antes de la aplicación del frustrante y restrictivo Código Hays. Por ello, sus imágenes no dejan de expresar esa capacidad de mostrar lúbricos comportamientos sexuales, como el que exterioriza el hipócrita Baldwin con la protagonista, o incluso el poco recomendable Rafe, deseando casarse con Salomy, aun percibiendo el persistente desprecio por parte de la joven. Esa libertad temática permite esas secuencias en el lago, donde su alcance erótico sea ostensible con toda naturalidad, y en donde los niños aparecen desnudos.

Al margen de todas estas precisiones, cualidades y limitaciones, WILD GIRL acusa cierto sesgo excesivamente bufonesco, en la caricatura brindada por el personaje cómico encargado por el generalmente brillante Eugene Pallette. Sin embargo, a lo largo de su recorrido argumental y galería de personajes, de manera sorprendente, el más interesante de todos se centra en el joven Jack Marbury, en el que quizá sea uno de los roles más insólitos e interesantes de la carrera del entonces jovencísimo Ralph Bellamy. Apareciendo inicialmente como alguien inquietante, un tahúr ataviado con elegancia y algo de arrogancia, y eterno pretendiente de los favores de la protagonista, de manera progresiva se irá modulando como alguien de extraordinaria sensibilidad y comprensión, capaz en el último momento de renunciar a sus pretensiones, y facilitar el encuentro con esa muchacha que ama interiormente, con aquello que le puede proporcionar su felicidad.

Calificación: 2’5

THE STRAWBERRY BLONDE (1941 Raoul Walsh) [La pelirroja]

THE STRAWBERRY BLONDE (1941 Raoul Walsh) [La pelirroja]

Raoul Walsh rueda THE STRAWBERRY BLONDE (1941) en medio de un periodo especialmente febril e inspirado en su filmografía, bien engrasado en Warner Bros, el estudio en el que desarrolló lo más rotundo de su amplia y perdurable obra. Y hay que señalar que, de entrada, nos encontramos ante una de las películas más insólitas jamás realizada por nuestro director, al tiempo que reveladora de una versatilidad que, por lo general, le fue negada. Basada en una obra teatral de James Hogan -de la cual esta fue la segunda de sus tres versiones- y trasladada como guion de mano del prestigioso tándem formado por Julius J. y Philip G. Epstein, nos encontramos con una película deliciosa, que asume la textura de un Americana urbano, acompañando las muestras paralelas que en aquellos mismos años iniciaba el gran Henry King en el seno de 20th Century Fox.

De entrada, el primer elemento que nos brindan sus imágenes es su delibrada configuración visual. Algo que nos retrotrae al propio periodo silente, intentando buscar un determinado grado de retroceso en el tiempo, y buscando cierta añoranza a títulos tan populares en su momento en el cine USA como LITTLE ANNIE ROONEY (La pequeña Anita, 1925. William Beaudine), a lo que ayudará de manera extraordinaria la oscura y contrastada iluminación en blanco y negro del gran James Wong Howe. THE STRAWBERRY BLONDE inicia sus imágenes en el Brooklyn del siglo XX de manera muy dinámica. Una sucesión de planos contrapuestos -esa lucha del perro y el gato- nos presentará al protagonista del relato, el aún joven y, en el fondo fracasado T. L ‘Biff’ Grimes (magnífico James Cagney) jugando a la herradura con su fiel amigo y confidente Niccolas Pappalas (conmovedor George Tobías). En pocos instantes, y con la presencia como fondo del elegíaco tema musical ‘Wait ’Till the Sun Shines, Nellie’ introducirá el drama interior que atenaza a Biff, un dentista sin clientela, casado con la abnegada Amy Lind (esplendida Olivia de Havilland). El sonido de esa tonada y las miradas sombrías entre el dentista y su fiel amigo, abrirán la espita a la amargura del primero, de quien pronto sabremos estuvo en la cárcel, y que el inesperado reencuentro con el acomodado caradura Hugo Barnstead (un Jack Carlson que parece preludiar los modos interpretativos del gran Walter Matthaw) dispuesto a que este -sin saber que se trata de Biff- le extraiga una muela que le atenaza de dolor, introducirá en el dentista una mirada retrospectiva y al mismo tiempo le hará aflorar un instinto de venganza. Será en esos pasajes, donde Walsh acertará a introducir una variable atonalidad en los momentos confesionales de la pareja de amigos, y en donde se ondeará de un tono de comedia a otro casi elegíaco, llegando por momentos a asumirse ecos del romanticismo -no dudo que de manera involuntaria- puestos en práctica por cineastas tan alejados en apariencia del mundo walshiano, como Frank Borzage e incluso Max Ophuls.

Serán pasajes donde una mezcla de amargura, resignación y melancolía se adueñarán de la pantalla, e introducirán un extenso flashback que centrará la mayor parte de la película y en el que, a grandes rasgos, se narrará una vertiginosa ‘ronde’ de sentimientos, expresada por Walsh partiendo de su ligereza tras la cámara, el admirable diseño de producción y su ya señalada impronta visual, y una admirable dirección de actores. En realidad, lo que determina el alcance de THE STRAWBERRY BLONDE es la eterna historia de la búsqueda del amor verdadero, escondido tras la apariencia del atractivo que generará en el joven Biff la arrolladora Virginia Brush (a la que Rita Hayworth aporta una irresistible mixtura de sensualidad y vulnerabilidad), lo que le hará ignorar el cariño y la entrega que desde el primer momento le brindará Amy, amiga de la primera. Pero, al mismo tiempo, y en un segundo plano, la obra de Walsh nos expresa con considerable originalidad el proceso de una ciudad que va adentrándose hacia el progreso. Un mundo que se incorpora a la llegada de la luz eléctrica y el abandono del gas, o sustituir los viejos carros a caballos por el automóvil y, con ello, el crepitar de una sociedad que se encuentra en ese proceso, y en la que se incorporarán negocios fraudulentos -los auspiciados por Barnstead- o el ansia por acceder a clases burguesas -trampa en la que caerá Virginia, a costa de dejar de lado el amor que, de manera secreta, siempre mantuvo con Biff desde aquel encuentro-.

Dominada por la impronta de un ritmo interno de enorme precisión, las imágenes del film de Walsh discurren con una extraña musicalidad, destacando que sus instantes más relevantes transcurren en ese parque que pasará del gas a la luz eléctrica, y que parece erigirse como auténtico parnaso confesional de sentimientos. Será un ámbito donde la cámara de Walsh aparecerá absolutamente contemplativa, y dedicada a trasmitir los sentimientos, las emociones y las confesiones, de esos tres seres a los que ha centrado la película -en especial a su pareja protagonista-.

Así pues, dentro del gozoso devenir de THE STRAWBERRY BLONDE uno descubre y llega a contagiarse de la felicidad colectiva que transmite el encuentro entre Biff y Virginia, acentuando esa musicalidad que ha caracterizado esa cercanía entre ambos, y que culminará cuando el primero la deje concertando una futura cita que no se producirá y exteriorice una cabriola revestida de emoción que, por momentos, parece preludiar ese estado de felicidad expresado por el Gene Kelly de la muy posterior SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 19523. Stanley Donen & Gene Kelly).

Esa capacidad de alternar instantes de felicidad, de romanticismo, de anhelo y también de frustración, son transmitidas a la pantalla por un Walsh pletórico, que es capaz de describir la estancia de Biff en prisión con una deslumbrante sucesión de pequeñas secuencias de corte humorístico, que culminarán con un plano revelador del paso del tiempo; este saldrá a la puerta de la cárcel y se topará sorprendido ante un vehículo, perfecta metáfora del paso del tiempo y los avances del progreso mientras se encontraba interno. O la soterrada tensión que se establecerá en la cena que Hugo y Virginia, ya casados, ofrecen a Biff y Amy, donde se expresarán las tensiones existentes entre ambos -entre la que no será menor la establecida entre el adinerado matrimonio-, y que culminará con un inesperado apagón de la ostentosa lámpara que ilumina la lujosa estancia, permitiendo un inesperado destello de romanticismo tardío, expresado de manera elíptica; el cariñoso abrazo que Virginia brindará a Biff en la penumbra. Esa veta romántica se establecerá en numerosos pasajes del relato, uno de los cuales aparece como su auténtica entraña: la incomparecencia de Virginia a la segunda cita con el dentista. En su lugar por allí discurrirá Amy, despojándose de la impostura que había caracterizado el primer encuentro entre ambos, e iniciándose una corriente de mutua afectividad, que quizá inicialmente para el dentista suponga el refugio de la inmensa humillación que siente su alma, incapaz de reconocer en la muchacha a la mujer que le acompañará amorosamente el resto de su existencia. Lo reconocerá en los últimos pasajes, después de su hilarante venganza, asumiendo que el fondo encontró en ella a la compañera de su vida.

Calificación: 3’5

A 20 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIX) DIRECTED BY... Raoul Walsh

A 20 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXIX) DIRECTED BY... Raoul Walsh

El gran Raoul Walsh, en el centro de la imagen, entre los actores Humphrey Bogart e Ida Lupino, en el rodaje de HIGH SIERRA (El último refugio, 1941)

 

RAOUL WALSH... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(20 títulos comentados)

SADIE THOMPSON (1928, Raoul Walsh) La frágil voluntad

SADIE THOMPSON (1928, Raoul Walsh) La frágil voluntad

Cuando Raoul Walsh acomete la realización de SADIE THOMPSON (La frágil voluntad, 1928), es ya un aventajado hombre de cine, con una considerable experiencia a sus espaldas, que bastantes años atrás había dado vida un logro y precedente dentro del cine de gangsters, como REGENERATION (1915), y había destacado su mano diestra dentro de la aventura oriental, con la extraordinaria THE THIEF OF BADGAD (El ladrón de Bagdad, 1924). Pero ya en esta postrimería del periodo silente, Walsh había progresado en el manejo del lenguaje cinematográfico, a través de decenas de cortos y largometrajes, de los cuales muchos de ellos se encuentran ocultos o, sencillamente, han desaparecido. Es decir, cuando aparece esta adaptación de la célebre novela de William Somerset Maughan, Walsh se encuentra tan fogueado como la propia andadura del cinematógrafo. Y si bien es cierto que su resultado, no se encuentra a la altura de lo que se propone aquel mismo año, brindando algunas de las cimas más perdurables de la Historia del Cine, no es menos cierto que nos encontramos con una obra magnífica. Una propuesta que acierta al transmitir la tensión interna latente en su original literario, ofreciendo con nervio e intensidad el drama interior que subyace en una base argumental, que con posterioridad se plantearía sin dejar de lado una teatralización, en este caso disipada, navegando con fuerza por las aguas del drama psicológico.

Los perfiles del mismo se manifiestan de manera muy cristalina, una vez llegados a Pago Pago, en los Mares del Sur, de un buque que traslada a unos pasajeros de San Francisco, haciendo escala hasta su llegada a la isla de Apia. Casi de inmediato, la cámara de Walsh acertará a describir a sus protagonistas, mediante una curiosa argucia, al atender la petición del capitán, para que sus pasajeros escriban unas notas en el libro de visitas. De tal forma, percibiremos por un lado la personalidad alegre, abierta y provocadora de Sadie Thompson (Gloria Swanson), el carácter integrista del pastor Alfred Davidson (Lionel Barrymore). Y también la mirada intermedia que ofrece otro de los pasajeros, el dr. Angus McPhail (Charles Lane) -obsérvese un detalle revelador, Sadie será la única mujer que firme-. Todos ellos recalarán en un hostal, en donde tendrán que prolongar su inicial y corta estancia, debido a un brote de viruela. De manera simbólica a ese brote infeccioso, las hostilidades hasta ese momento latentes en el mugriento recinto de nuestros protagonistas, estallarán abruptamente, al no poder soportar Davidson la personalidad abierta y provocadora de Sadie, que no dudará en disfrutar de unas jornadas donde predomina el tedio, divirtiéndose con soldados de la zona, en especial con el sargento Tim O’Hara (encarnado con solvencia por el propio Walsh), con quien llegará a intimar, confesando sus miedos y temores. Incapaz de asumir que personas que le rodean puedan tener un modo de vida ajeno al suyo, dominado por el puritanismo más cerval, Davidson se enfrentará de manera abierta a la muchacha, recordando el pasado cercano de esta en San Francisco, y sojuzgándola, hasta el punto de inducir en ella un aura de resentimiento, provocando un rápido repliegue de su personalidad y haciéndole ver que su retorno a San Francisco, sometiéndose a un erróneo requerimiento de la Ley, servirá para salvar su alma. Cuando O’Hara retorne y compruebe el estado sumiso y casi catatónico en que quede descrita la joven, se iniciará una catarsis, que lleve a la autoinmolación de Davidson y, fundamentalmente, a un retorno a la explosiva personalidad de Sadie, intuyéndose en ella una consolidación de sus relaciones con el joven soldado.

SADIE THOMPSON parte de una producción efectuada de manos de su propia protagonista femenina, en aquellos años en la cima de su carrera, al alimón con el propio Walsh. Y es que en la adaptación de Rain, siempre ha sido un vehículo legítimo para su protagonista femenina. Gloria Swanson ofrece, llegados a este punto, una performance llena de modernidad, en la que traspasa a la pantalla su explosiva personalidad, describiendo al mismo tiempo el descenso a los infiernos, que marcará la enfermiza relación mantenida con Davidson. Todo un proceso que describirá con presteza la cámara de Walsh, atendiendo por un lado al ya señalado contraste de caracteres, y a la fuerza y fisicidad que transmitirá el escenario interior creado por William Cameron Menzies. A la espesura que brindan esos ocasionales planos exteriores, en donde la presencia incesante de la lluvia tropical, parece contribuir a la olla a presión que brinda el enfrentamiento del relato. O también, preciso es reconocerlo, a las notas de humor que Walsh introduce, centradas sobre todo en el contraste que proporciona la sobrecargada pareja de propietarios de la cantina, y también en diversos de los soldados que rodean a O’Hara. Todo ello, incidirá en la presencia siempre marcada, de una atmósfera sórdida y opresiva, que el realizador acierta a potenciar en todo momento.

Sin embargo, hay dos elementos que me llaman mucho la atención en la película, reveladores de la madurez que refleja la narrativa de un Walsh ya muy experimentado, y que de alguna manera preludiaba en cierto modo, la casi inminente llegada del sonoro. La primera de ellas, es la sinceridad que describen las secuencias “a dos”, entre Swanson y Walsh y, en un ámbito más intenso, las de esta con un siempre mesmerizando Barrymore. Pero es en la interacción de los dos primeros intérpretes, donde la película adquiere una extraña serenidad, que permite incluso elevar los sentimientos en la interacción de ambos personajes, por encima de la sordidez y el aura claustrofóbica en que estas se desarrollan. Del mismo modo, resulta de enorme modernidad la elipsis que describirá el suicidio de Davidson, una vez este vea como su mundo de represión y puritanismo, se ha venido abajo, incluso contando con la desaprobación de su propia esposa.

SADIE THOMPSON cuenta aún con una copia, en la que sus pasajes finales han sido reconstruidos combinando las breves escenas que se conservan, así como fotografías que enlazan los instantes no localizados. Dicha combinación describe con certeza, la conclusión de una obra magnífica, que serviría casi de punta de la lanza, para que uno de los grandes pioneros del cine, se insertara en el sonoro.

Calificación: 3’5

FIGHTER SQUADRON (1948, Raoul Walsh) [Escuadrón de combate]

FIGHTER SQUADRON (1948, Raoul Walsh)  [Escuadrón de combate]

Aunque al hablar de los cineastas del Hollywood clásico, en términos de una autoría más o menos perceptible, no es menos cierto que cuando Raoul Walsh realiza FIGHTER SQUADRON (1948) –ESCUADRÓN DE COMBATE en su edición digital en España-, se percibe una cierta sensación de desorientación. El conocido realizador había dejado atrás un periodo sombrío, en donde atractivos exponentes del cine antinazi, se combinaban con rotundos exponentes del western como al excepcional PURSUED (1947). Es decir, nos encontrados en un pequeño contexto de transición, donde se esconde esta pequeña y escasamente referenciada propuesta de Walsh; en una filmografía tan extensa como la suya, aparecen en no pocas ocasiones, títulos que escapan a toda clasificación, al tiempo que no dejan de suponer –como el resto de su obra- productos de estudio. No me cabe duda que FIGHTER SQUADRON es uno de ellos, e intuyo que su presencia aparece condicionada por dos factores de fácil percepción. El primero, servir de soporte a la experimentación con el Warnercolor, faceta en la que destacará el aporte de un notable cromatismo que, en no pocas ocasiones, se eleva sobre la simpleza de su soporte argumental, contando para ello con la ayuda de la experta técnica en la materia Natalie Kalmus, e intuyo que realzando la labor de iluminación, asumida por Sid Hickox y Wilfred M. Cline. A este respecto, sobre todo el espectador de la época, no dudo que se sentiría especialmente sorprendido por la fuerza pictórica de unas imágenes, en aquellos tiempos aún mayoritariamente expresadas en blanco y negro. Junto ello, el gran valor documental del film de Walsh, reside en la incorporación de verdaderas escenas de combate aéreo, siendo las mismas paradójicamente, la parte del león de una curiosa historia de combate contra el régimen nazi, desde tierras inglesas, en las vísperas del desembarco aliado estadounidense.

Así pues, nos encontramos con una curiosa mixtura de relato de amistad viril, que tantos y tantos exponentes desarrolló en el cine norteamericano, planteando sotto voce un cierto dilema, en torno al respeto a la disciplina militar, en contraposición a la posibilidad de plantear en la ejecución de sus misiones, el aporte de un cierto grado de creatividad, intuición, individualismo e imaginación, en este caso puesto de manifiesto, a la hora de sorprender al ejército aéreo nazi, que se encuentra –la acción se describe en 1944-, en el inicio de su deseado declive. Todo combinado con una extraña apuesta en la presencia de elementos de comedia, que si por un lado se encuentran presente con cierta irregularidad, no es menos cierto que en su conjunto proporciona ese plus de singularidad, de un conjunto más o menos apreciable, que se aleja sin embargo de los grandes exponentes de su cine. La película se iniciará con el retorno de uno de los grupos de aviadores, que vuelven a su base tras una azarosa misión. De la misma, se habrá quedado rezagado el mayor Ed Hardin (Edmond O’Brien), poniendo en peligro su vida y, sobre todo, subvirtiendo las rigurosas órdenes recibidas. Será el momento de acercarnos al ámbito del colectivo, en el que destacará el carisma desplegado por el atractivo capitán Hamilton (Robert Stack), siempre empeñado en cepillar sus lustrosas botas de la suerte –curiosamente, muchos años después, Stack protagonizaba un rol de piloto en THE TARNISHED ANGLES (Ángeles sin brillo, 1957. Douglas Sirk), donde ese componente fetichista de las botas también tenía notable importancia-. Serán los vértices más visibles de un colectivo dinámico, que sobre todo debido a la fuerza de Hardin, articulará un alcance conflictivo, encontrando incluso apoyo por parte del veterano general McCready (Henry Hull), aunque al mismo tiempo perciba la hostilidad del general Gilbert (Shepherd Strudwick).

Será todo ello, el marco de acción de una película, cuya base dramática aparece sometida a las dos premisas señaladas inicialmente, y a nivel narrativo, se contrapone en el tratamiento de ese colectivo imbuido en la amistad –de lejanos ecos hawksianos-, por donde se introduce de manera intermitente esa dualidad en torno al respeto al rígido código militar o, en su defecto, el aporte colectivo de su manejo en tiempo de guerra. Será un conjunto, en el que Walsh se mueve con notable destreza, a la hora de ofrecer un retrato colectivo en el que predomine el dramatismo, tenga una importante presencia ese aura de camaradería, al tiempo que todo ello quede envuelto por una cámara dinámica y precisa, con la que el ya veterano realizador logra imbuir de vida propia, una peripecia argumental que en sí misma aparece dominada por lo convencional. Es quizá por ello, que esa subtrama ligada a la comedia, por medio de ese por momentos molesto personaje del soporte militar, que utiliza los gatos como elemento disuasorio en su beneficio, o la llegada de un joven piloto –Shorty (Jack Larson)-, tan dispuesto al combate, como bisoño a la hora de llevar a cabo su rodaje en contienda aérea, o en secuencias que imbrican con acierto el aporte dramático y el de comedia, como en la secuencia en la que Hamilton busca su triunfo en una partida de dados –calzado con sus botas de la suerte-, mientras se sufre un bombardeo, que a este le impedirá alcanzar el triunfo que tenía en su mano. Llegados a este punto, es cierto que FIGHTER SQUADRON plantea un atractivo contraste de personajes, en la relación de amistad –y ocasionalmente rivalidad-, establecida entre Hardin y Hamilton, que culminará de manera trágica. O en el drama interior vivido por el primero, debatiéndose en la incomodidad de asumir un papel de mando, ajeno a su propia condición como combatiente.

Sea como fuere, el film de Walsh destaca antes que nada por la destreza con la que este articula la cámara, siempre presente para lograr extraer el mayor aporte dramático a unas situaciones estereotipadas, que incluso en aquel momento ya se encontraban al margen de la actualidad –la película se articula como un homenaje a su decidida actuación en aquel momento-. Destaca, como no podía ser de otra manera, en el original cromatismo que se expresa, sobre todo, en las secuencias exteriores, rodadas en las pistas de aterrizaje aliada. Pero destaca sobre todo, es el acierto con el que se montan e intercalan, las secuencias de combates aéreos reales y, sobre todo, ese bombardeo a objetivos militares alemanes, que aparece con extraordinaria crudeza en pantalla, escenificando con esas imágenes brutales, imbuidas de atronadora realidad, ese momento fundamental para la conclusión de la contienda mundial.

Por último, y a título anecdótico, señalar que en FIGHTER SQUADRON se produjo el debut de Rock Hudson, con el que Walsh tuvo una enorme paciencia, apareciendo como uno más de los ocasionales figurantes voluntarios de la aviación. Desde luego, le quedaba mucho al neófito, para desarrollar el carisma que supo extraer de él Douglas Sirk.

Calificación: 2’5

THE KING AND THE FOUR QUEENS (1956, Raoul Walsh) Un rey para cuatro reinas

THE KING AND THE FOUR QUEENS (1956, Raoul Walsh) Un rey para cuatro reinas

No resulta fácil codificar una película, tan sencilla y al mismo tiempo singular, como THE KING AND THE FOUR QUEENS (Un rey para cuatro reinas, 1956). Es cierto. De nuevo Raoul Walsh asumió en este proyecto, un sutil homenaje a la mitología del ya veterano Clark Gable, que podría tener el primer indicio en el propio título original del relato, que alude al eterno apelativo del célebre intérprete. Los primeros –y magníficos- minutos, de esta producción de ajustada duración, además de ratificarnos el eterno gusto paisajístico del ya veterano realizador, potenciado por el uso del CinemaScope,  proporciona no pocas pistas en torno al tono que va a girar en su conjunto, que apenas sobrepasas los ochenta minutos de duración. Junto a la festiva sintonía de Alex North, la persecución que sufre Dan Kehoe (Gable), nos predispone a una mirada irónica en torno al universo del western que, justo es reconocerlo, pronto se dirimirá en un contexto intimista, descrito en el seno de un universo femenino. Es curioso señalarlo, pero dicha persecución mostrará un plano en el que Gable se introducirá en un sendero, tras encontrar una extraña oquedad en un frente rocoso, que incluso podría aparecer como una inusual alusión sexual, que por cierto no será la única a lo largo de la película. Esa singularidad es la misma que proporcionará ese enorme giro al film, a partir de la llegada de Kehoe a Wacon Mound –magnífico el enorme plano general subjetivo de la mirada de Gable sobre la población abandonada, y solo habitada por cuatro mujeres, comandada por la suegra de todas ellas; Ma (Jo Van Fleet)-, y que desde un planteamiento casi mormónico, apelando a un sentimiento bíblico, por un lado espera la llegada de uno de los cuatro hijos fallecidos en una explosión –no sabe cual de ellos se mantiene con vida-, al objeto de entregarle los cien mil dólares en oro que, en realidad, esta ha venido escondiendo durante dos años: Mientras de forma paralela custodia el recinto, al tiempo que vigila la moralidad de las cuatro mujeres, ya que una de ellas –y no sabemos cual es- mantiene a su marido con vida.

A partir de estas premisas, THE KING AND THE FOUR QUEENS aparece como un relato en el que lo irónico y lo chusco se da de la mano, casi de una secuencia a otra. Esa excesiva caricaturización de algunas de dichas mujeres, revelando un deseo de ardiente sexualidad, queda contrapuesta por las secuencias y pasajes intimistas –generalmente resueltos “a dos”-, con las que Walsh logra fragmentos dominados por una sensibilidad realmente notable. Esa capacidad de proyectar la mitología de Gable en el delimitado contexto femenino, se extiende en un argumento que por momentos parece adentrarnos en el mundo cinematográfico de Joseph L. Mankiewicz –que bastantes años después, probó fortuna en el western bajo su personalidad-, en un juego psicológico, en el que se dirime de entrada el reencuentro de una sexualidad reprimida por cuatro mujeres durante dos años, mientras que para la ya anciana Ma, la llegada de Dan, en cierta medida supondrá una mirada reflexiva en torno a lo que ha sido el gran fracaso de su existencia. Así pues, dominada por las cuidadas composiciones horizontales de Walsh, la enorme belleza de la fotografía en color de Lucien Ballard, el sarcasmo que en todo momento proporciona Gable a su rol protagonista, la química que establece con la sensual Eleanor Parker -¡Esos diálogos entre ambos personajes!-, o la extraña humanidad que desprende Jo Van Fleet en su rol de fracasada defensora de una férrea moralidad, lo cierto es que, en definitiva, THE KING AND THE FOUR QUEENS sorprende por su asumida condición de título “menor”, pero al mismo tiempo por su constante juego con la verdad y la mentira en los sentimientos. Por el engaño y la búsqueda de la verdad. Por ese apólogo moral que, a fin de cuentas, definirá esa inesperada llegada de Kehoe a aquel lugar tan temido por los lugareños. Inesperado para su propio protagonista, quien repentinamente se encuentra con la posibilidad de apropiarse de esa fortuna en oro de la que ha tenido casualmente noticias. Y también para esas cinco mujeres que, en el fondo, y por distintos motivos, necesitaban un revulsivo para lograr emerger de una situación que a ninguna de ellas le resultaba satisfactoria –ni siquiera a Ma-. La película culminará con una persecución que, además de devolvernos a los contornos característicos del cine del Oeste, parece cerrar una estructura simétrica del relato, dejando abandonados a cuatro de los personajes femeninos en el poblado, y permitiendo que nuestro protagonista encuentre su alter ego femenino y, junto a ella rehabilitar su canallesco pasado, sin por eso dejarse por el camino esa mirada disolvente sobre la existencia. Esa ligereza de Walsh y sus guionistas, al no precisar el destino último de dichos personajes femeninos, supondrá más que esa apuesta por el apunte e incluso la irrealidad, que tendría su ejemplo máximo en la secuencia de interiores, en la que Kehoe sin tener música real de fondo, se dispondrá a bailar con todas sus jóvenes parteneaires femeninas, con la mirada, entre arrobada y distanciada de Ma –solo con el uso de la banda sonora-. Elementos insólitos que aparecen, casi de manera inconexa, en un relato que por un lado no deja de aportar tintes de melancolía –la presencia de veteranos actores como Jay Flipeen-, y en el que como pocas, y casi de manera inexplicable, logramos sentir esa magia de Holywood, en ese periodo intermedio, que se aprestaba casi a su disolución.

Calificación: 3

A DISTANT TRUMPET (1963, Raoul Walsh) Una trompeta lejana

A DISTANT TRUMPET (1963, Raoul Walsh) Una trompeta lejana

Cuando uno contempla A DISTANT TRUMPET (Una trompeta lejana, 1963), en ningún momento se percibe cansancio o rutina en el trabajo de Raoul Walsh. Pese a contar ya con setenta y seis años cuando se rodó la misma, se cuenta que en el rodaje aún dirigía las cámaras montando a caballo. Lo cierto es que nos encontramos con una mirada que combina lo vitalista con lo elegíaco. Con el fin de un tiempo para el Oeste, al que sucedería otro, quizá menos sensible con aquel mundo. En cualquier caso, nada hacía preludiar que Walsh deseara que este fuera su testamento fílmico, aunque los prejuicios de estudios y compañías de seguro, fueron los que propiciaron el retiro de un cineasta ya muy veterano, pero que se encontraba en plena forma, y que además volvía a dar vida un western en su estudio preferido; la Warner. Dicho ámbito es el que le proporcionará esta historia, en la que el pasado, el presente y el futuro del Oeste, se dirime a través de la mirada proporcionada por el teniente Hazzard (Troy Donahue), recién graduado de West Point, hasta Fort Delivery, en Arizona. Desde su puesto de aprendizaje, Hazzard se traerá hasta su primer destino una nueva mirada en torno al universo indio, desprovista de la cerrada animadversión brindada hasta entonces en el Oeste. Ya en las secuencias iniciales hemos visto la situación que el futuro militar se va a encontrar, en un fuerte que se encuentra aislado, sin mayor protagonismo que el de marcar un cierto límite a la posible actuación de los indios, que en su mayoría aceptan su nuevo destino en las reservas, con la única excepción de Águila de Guerra, que sigue desafiando al gobierno norteamericano, con su actitud rebelde.

Así pues, Hazzard se encontrará a su llegada al fuerte con dicha circunstancia, pero sin que él se de cuenta de ello, una problemática paralela le sobrepasará; el atractivo que ofrece a dos mujeres contrapuestas. Una de ellas será la reflexiva y sensual Kitty (magnífica Suzanne Plashette), aunque se encuentre casada con el mayor Mainwarring (William Reynolds). La otra, la novia que ha dejado en Washington –Laura (Diane McBain)-, a la que tendrá presente mediante una fotografía en su aposento, y que de manera inesperada se trasladará al fuerte. Contraste entre dos mundos a la hora de incorporar el modo de vida de esa Norteamérica, y contraste también a la hora de asumir la propia existencia, dilucidando en si hacer caso a las convenciones, o realizarla con voluntad de atender a los sentimientos. Ese enfrentamiento es el que vivirá el joven militar, atendiendo para ello tanto a su instinto, a su propia vivencia personal, o a aquello que ha ido recibiendo en su educación militar. Y será la base sobre la que se sostendrá esta película de gran belleza, en todos los episodios que atiende esa lucha física con los indios, en la que no rehuirá la crueldad de estos –esos impactantes pasajes, en los que se describe la tortura a la que han sido sometidos Kroger y una mestiza con la que huirá, enterrados con vida para ser devorados por las hormigas, o la no menos cruel tortura que sufrirá Mainwarring-. Sin embargo, el propio recorrido por la mineralizad de este rocoso y agreste paraje, parece erigirse como un homenaje a una forma de entender ese Oeste dominado por la libertad asumida por los indios. Walsh filmará y dará vida alguna de las cabalgadas más hermosas de su cine, se mostrará especialmente analítico al describir en el vigoroso CinemaScope fotografiado por el gran William H. Clothier, las tácticas de la lucha a caballo de indios comandados por Águila de Guerra y el mando del general Quaint (estupendo James Gregory). Y al mismo tiempo, se percibirá en la película, esa combinación de clasicismo y mirada irónica. Algo que podremos comprobar en el enfrentamiento de las dos mujeres en torno a la figura de Hazzard, o la presencia de esa caravana de prostitutas, encabezada por el siniestro Seely Jones (Claude Atkins), mostrando con ese colorido de sus vestuarios, situaciones que muy pronto prolongarían cineastas como Sam Peckimpah.

Considero que A DISTANT TRUMPET es una película magnífica, y un cierre más que digno en la filmografía de uno de los grandes del Hollywood clásico. Sin embargo, no creo que con ella Walsh aportara esa obra meditada como cierre de su obra, ni uno de sus mejores logros. Hay en ella elementos contrapuestos para valorar sus virtudes y limitaciones. Entre las segundas, es indudable que la más importante de ellas la aporta el protagonismo del insulso Troy Donahue, incapaz de otorgar el necesario carisma a su personaje. Es cierto que el viejo zorro de Walsh procura filmarlo en planos generales o americanos, intentando mitigar su inexpresividad, aunque sin lograr anular la tendencia de Donahue a posar como en una fotonovela. Cuando las necesidades obligan a que aparezca en primer plano, no solo el resultado es penoso –su actitud cuando descubre que su novia se encuentra en su cuarto-, sino que además cabe poner en cuarentena el presunto atractivo del joven, con ese rostro de lechuguino. Que gran oportunidad se perdió, al haber podido ceder protagonismo al estupendo William Reynolds, dispuesto en esta ocasión en un lugar secundario. Sin embargo, finalmente se nos lleva a un terreno sin duda querido por el cineasta, como es hacer una llamada a la dignidad del pueblo indio, sin haber renunciado con anterioridad a mostrar su crueldad y contradicciones –inherentes al ser humano-. Y ello se producirá en el fragmento más hermoso de la película y, sin duda, de los más líricos de su realizador. Esa llegada al lugar donde se encuentran los seguidores del guerrero rebelde, situada junto a un enorme río de caudal lodoso. Tras una sincera conversación, Águila de Guerra reconocerá estar cansado de huir y luchar y, en una secuencia conmovedora, toda su gente se despojará de sus lanzas, después de que él lo haga de su atuendo de plumas. Se iniciará con ello el discurrir de su gente, custodiada por el teniente y su fiel ayudante indio. Será el inicio del enorme desengaño que sufrirá, al percibir en carne propia el cinismo de esa nueva clase política, a la hora de tratar el problema de los indios. Es cierto, A DISTANT TRUMPET soluciona con demasiada rapidez un conflicto que se plantea con enorme severidad –aunque en ella introduzca el creciente poder de la prensa en la nueva sociedad del país-. Sin embargo, ello no limita el alcance de esta película hermosa y dolorosa en sus mejores momentos, con las que el viejo tuerto decía, sin que él lo pretendiera, su adiós al cine, que siempre interpretó como traslación de una existencia vitalista y aventurera.

Calificación: 3’5

BAND OF ANGELS (1957, Raoul Walsh) La esclava libre

BAND OF ANGELS (1957, Raoul Walsh) La esclava libre

Calificada torpemente como un sucedáneo de la cargante e hipervalorada GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939. Víctor Fleming), BAND OF ANGELS (La esclava libre, 1957. Raoul Walsh) sufre asimismo la acusación de cántico al conformismo sudista, como si no se quisiera ver en sus hermosas y en ocasiones dolorosas imágenes, siquiera un atisbo del enorme caudal de sugerencias que propone. Partir de una novela de Robert Penn Warren es, sin duda, la garantía de una base dramática lo suficientemente densa, máxime al ser asumida por un realizador que, de entrada, valoraba el equilibrio entre el elemento exterior de su cine, y la entraña interna de sus propuestas. Es por ello, que a mi modo de ver, la película se plantea en realidad, como un descenso por la búsqueda de la verdad, entendida esta como razón última de su existencia, descrita en el ámbito de la guerra civil USA y, más en concreto, los últimos años de la esclavitud norteamericana. Así pues, la película busca profundizar en la entraña de sus personajes, extrayendo de sus comportamientos y pensamientos las contradicciones que viven, muy por encima del estereotipo que podría plantear su inicial presencia argumental. Es esta y no otra, la sensación de cierta incomodidad que se tiene al describir las aristas de los protagonistas de la función, lo que plantea la presencia de esclavistas revestidos de humanidad y, por el contrario, nordistas que dejan bastante que desear en su comportamiento.

¿No resultaría ello de difícil digestión para mentes cuadriculadas, incapaces de entender dichas contradicciones como un elemento de enriquecimiento dramático, antes de oponerlos como reproches? Todo ello ha contribuido a dejar en un segundo término esta magnífica producción de la Warner, con la que Walsh aportó, a base de puro cine, en una propuesta que devora sus dos horas largas de duración con un majestuoso sentido del ritmo, sabiendo discurrir a base de meandros narrativos, y de una admirable concatenación de recursos fílmicos que, a fin de cuentas, son los que permiten establecer la necesaria densidad cinematográfica, a una propuesta que si realmente logra transmitir su apasionado alcance, sublimando su base folletinesca, es precisamente por el arrojo, la inventiva y la convicción con la que el veterano realizador alimenta sus imágenes, por encima de algún servilismo, como esas postales que describen la multitud negra, presta a rendir homenaje a sus amos. Tal y como en aquellos años, en la Universal, Douglas Sirk reinventaba el melodrama precisamente sublimando las constantes estéticas del folletín, el veterano Walsh toma como base el melodrama historicista, los ecos de Americana, y ciertas constantes tangenciales del western, para plasmar un conjunto que funciona en su degustación a varios niveles, con tal grado de sutileza, que casi sesenta años después de su estreno, sigue despistando a aquellos que se enfrentan a su exuberante y, al mismo tiempo, denso, delicado y lírico discurrir.

BAND OF ANGELS narra, en esencia, la historia de dos seres sometidos a enormes contradicciones, que ansían en el discurrir de sus vidas mostrar la realidad de sus respectivas existencias, despojándose en ellas de las circunstancias que han condicionado las mismas. La primera de ellas será la joven y bella Amanda Starr (magnífica Yvonne de Carlo), quien vivirá su adolescencia con la comodidad de ser hija de un comprensivo terrateniente, hasta que tras la muerte de este, y de forma traumática, descubra que es negra por parte de madre –quien fue amante oculta de su padre-. La nueva vida que tendrá que asumir como inesperada esclava, le hará encontrarse con otro desplazado. Se tratará del ya curtido Hamish Bond (carismático Clark Gable), un acaudalado terrateniente de plantaciones, que salvará a Amanda de ser adquirida por un comprador sin escrúpulos, ofreciendo a la joven una actitud respetuosa, que poco a poco irá posibilitando que la presencia de ambos ejerza como catalizador de una nueva mirada a sus respectivas existencias. Y a partir de ese viraje emocional de dos seres errantes, Walsh despliega un relato que discurre emergiendo sobre su base folletinesca, subvirtiendo una serie de desconcertantes convencionalismos, como puede ser ofrecer un perfil contradictorio del entorno confederado, o incluso el disolvente planteamiento a la hora de mostrar un arrogante predicador –Seth Parton (Rex Reason)-, quien junto a su noble talante abolicionista, esconde una personalidad represiva e intolerante. En definitiva, el gran acierto de BAND OF ANGELS, reside en la capacidad de plantear –siempre en términos cinematográficos-, un mundo convulso, como ese mismo año lo mostraría el King Vidor de WAR AND PEACE (Guerra y paz, 1956) –una película con la que mantiene no pocos motivos de contacto-, pese a sus aparentes divergencias exteriores.

Pese al esquematismo que transmite el poco dúctil Sidney Poitier, en su rol del servidor / mentor negro de Hamish, o lo molestísima que aparece la banda sonora de Steiner –que a mi modo de ver, se erige como el mayor enemigo de la película, hasta el punto de forzar la entraña dramática de la misma-, BAND OF ANGELS aparece como un relato revestido de fuerza y sensibilidad. Que logra transmitir la diversidad del estado de ánimo de su protagonista, por medio del cromatismo del vestuario utilizado, que nos evoca el mundo coral de GENTLEMAN JIM (Idem, 1940) en el magnífico episodio de la subasta, que permitirá encontrarse a la pareja protagonista, propiciando una admirable ambientación de los frondosos y siniestros parajes pantanosos de Louisiana. Y que al mismo tiempo despliega su inigualable sentido aventurero, en el deslumbrante episodio que Hamish mantiene junto a capitán de barco amigo –el siempre inquietante Robin Ticke-, en el patio de la mansión del primero, ante la presencia de una creciente tormenta, que concluirá con la expresión exterior de sentimientos ente este y Amanda. El espíritu de THE WORLD IN HIS ARMS (El mundo en sus manos, 1952), se patentiza en unos minutos asombrosos, dentro de un conjunto, que finalmente, y como no podía ser de otra manera, lo que dirime finalmente es la búsqueda de esa verdad en sus personajes. Más allá de la esperada y no por ello menos emocionante conclusión descrita en la pareja protagonista, podremos ver como ese sacerdote que se convertirá en militar nordista, descubrirá cuando ya es demasiado tarde, el error vivido al elegir un camino, en vez de recuperar a esa Amanda que ya no puede ser suya. O, por el contrario, en la lucidez demostrada por Rau-Ru (aunque Poitier no contribuya a transmitirlo con la debida intensidad), que en un momento dado modificará su pensamiento lleno de rabia, al contemplar por un lado el lado oscuro de la aparente actitud antiesclavista de los nordistas –en los que se ha inscrito como voluntario- y, por otro, poder llegar a la catarsis necesaria, para por fin ver en Hamish, a esa persona a la que ha odiado por su bondad, como aquel que lo consideró como un ser humano.

Calificación: 3’5