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CINEMA DE PERRA GORDA

Mario Soldati

A 2 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXVI) DIRECTED BY... Mario Soldati

A 2 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXVI) DIRECTED BY... Mario Soldati

El realizador italiano Mario Soldati, junto a la actríz Sophia Loren, en el rodaje de LA DONNA DEL FIUME (1955).

 

MARIO SOLDATI... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(8 títulos comentados)

EUGENIA GRANDET (1946, Mario Soldati) Eugenia Grandet

EUGENIA GRANDET (1946, Mario Soldati) Eugenia Grandet

Con paso lento pero firme, de forma paulatina van recuperándose exponentes, que avalan la enorme importancia de ese cine italiano realizado al margen del neorrealismo, centrado en el seguimiento de géneros populares, plasmado por lo general con intensidad, un respeto a sus bases literarias, y al mismo tiempo propiciando en sus imágenes una personalidad propia. Al igual que otros nombres como Luigi Zampa, Alberto Lattuada, Renato Castellani, Riccardo Freda, cabe destacar el aporte del polifacético Mario Soldati (1906 – 1999), intelectual en diversos frentes, que brindó una filmografía de una treintena de títulos, en la que destaca la rotundidad de FUGA IN FRANCIA (1948), en una obra en la que destaca el esmero en sus propuestas de género, alternada con adaptaciones literarias. En cualquier caso, uno no deja de asombrarse que una propuesta del calibre de EUGENIA GRANDET (Idem, 1946), puede decirse que siga desconocida en el limbo de los justos. Una ausencia imperdonable, la de la adaptación efectuada de la novela de Balzac –a cargo del propio Soldati, junto a Aldo De Benedetti-, que a través de su deslumbrante resultado, no dudo en considerar uno de los mejores títulos italianos rodados en la segunda mitad de los años cuarenta, al tiempo que nos puede servir como ejemplo pertinente, de la necesaria rehabilitación de un periodo y unos modos fílmicos, sin duda severamente ignorados, en detrimento del influjo del neorrealismo. Creo que ha llegado ya el momento de hacer confluir en la enorme riqueza que se produjo en dicha cinematografía, precisamente por el aporte de esas corrientes complementarias, en la que por otra parte confluyeron el aporte y la colaboración de similares profesionales.

Dicho esto, es un placer poder vivir, apreciar y casi, sentir, la sensibilidad que Soldati pone en práctica. En la que se entrega literalmente, para brindarnos un melodrama de época, tan sentido, tan físico y tan evocador al mismo tiempo, como esta maravillosa película. EUGENIA GRANDET va al grano desde el primer momento, describiendo los modos y el comportamiento de Charles Grandet (Giorgio De Lulo, un convincente galán, que pocos años después prefirió consolidar una importante trayectoria teatral). Dentro de una escenografía recargada de exteriores, en la Francia de las primeras décadas del siglo XIX, veremos a Charles siendo tratado en una barbería, sin pensar en que tiene esperando el resto de viajeros de la diligencia, que lo va a trasladar a la localidad de Saumur. En muy pocos minutos, y dentro de la dinámica planificación aportada por Soldati, descubriremos tanto el afán emprendedor de Charles como su irresistible encanto, que serán, a fin de cuentas, los elementos que propiciarán el hechizo que proyectará a su prima Eugenia Grandet (maravillosa Alida Valli). Y es que este se dirige a dicha población, con una carta de su padre, al objeto de residir temporalmente en casa de su tío, como paso previo a un viaje a las Indias para poder alcanzar fortuna. Pese a las noticias que albergaba de la riqueza de su tío –Felix Grandet (Gualtiero Tumiati)-, la realidad le topará ante un anciano de extremada avaricia y severidad, residiendo en una vetusta mansión dominada por la oscuridad, el temor y la ausencia absoluta de sentimientos. Todo quedará bajo el temible designio de un patriarca que aparenta miseria exterior, pero que en el fondo atesora una riqueza que es incapaz de disfrutar mínimamente.

En un entorno tan opresivo e inquietante, la presencia de Charles supondrá un pequeño asidero de elegancia y caballerosidad, que muy pronto tendrá un punto de referencia no solo en Eugenia, que quedará secretamente hechizada ante su presencia, sino que incluso se extenderá a la sirvienta de la hacienda, harta de tener que convivir con un amo tan mezquino y avariento, o de la propia esposa de este, mujer sojuzgada y humillada por la intransigencia de su esposo. En medio de ese marco tan desolador, Eugenia poco a poco irá acercándose a Charles, de manera especial al saber que su padre se ha suicidado –hecho este descrito en el off narrativo con enorme dramatismo-, por insolvente. Entre los dos jóvenes se establecerá una creciente relación de afectividad, que posibilitará el deseo de Eugenia de ayudar a Charles, entregándole las monedas de oro que albergaba como dote por parte de su padre, para que este pueda viajar hasta su exótico destino y, con ello, rehabilitar la maltrecha situación económica y emocional que atesora. Pasa el tiempo desde su viaje, y Eugenia no deja de añorar el más mínimo contacto con Charles, soportando con estoicismo la ira de su padre, al conocer que ha prestado su dote al muchacho, y dejándola encerrada en su propia habitación. Se sucede el tiempo, fallecerá incluso la madre de Eugenia, y tras esta renunciar a su parte en la herencia, su padre sufrirá un infarto que le dejará semiparalítico, aunque en modo alguno mengue su avaricia. Serán largos años, en los que la muchacha endurecerá su carácter, en parte a partir del rechazo que le brinda la innoble actitud de su padre, y en parte también, por la ausencia de noticias que anhela en su interior, por parte de la persona que sigue amando de manera latente.

Morirá su padre, y Eugenia se convertirá en una mujer rica y aislada, sobre todo de cualquier aventura amorosa. Finalmente, Charles retornará de su exitosa aventura, dejando en un lado la relación latente mantenida con su prima, y aceptando la tentadora propuesta brindada por la advenediza marquesa de Auvrion (Lina Gennari), para que se case con su poco agraciada hija Clorinda, asumiendo con ello una serie de prebendas, que le permitirían ingresar en la alta sociedad parisina. Decidido a dar este paso visitará a su prima, que ha estado esperándole pacientemente, comprobando esta con decepción la amable explicación de este, que supondrá una dolorosa y asumida frustración. Será casi la tumba de los sentimientos para esta sensible joven, que a partir de ese momento se encerrará en sí misma, mientras que Charles en Paris se topará con el rechazo del marqués de Auvrion, al conocer las deudas que seguían estando pendientes de pago por parte de su difunto padre, y que ni su pequeña fortuna podría solventar. Eugenia asumirá de manera anónima las mismas, brindando sin él esperarlo, el último tributo de su prima, tras el cual descubrirá la inmensa fortuna que atesoraba, habiendo perdido la ocasión de haberse dejado llevar por el corazón, en vez de su materialismo.

A partir de una base literaria intocable, no cabe duda que Mario Soldati se empeñó a fondo a la hora de dar vida su adaptación de EUGENIA GRANDET. Y lo articula fundamentalmente, basándose en un enorme esfuerzo de ambientación, adoptando los modos del cine literario, y centrando el interior de la vetusta hacienda de los Grandet, como metáfora del contexto avariento y opresivo en el que vive toda la familia, sojuzgada. En realidad, dos son los vectores sobre los que pivota la película. De un lado, la representación del personaje avariento y dominante del patriarca de los Grandet. Y de otro, articular la entraña de la película, en base a una metáfora visual que alcanza una enorme fuerza dramática. Esta es contraponer el interior de la angosta vivienda como representación de la opresión, y el exterior de la misma como fuga de libertad de sentimientos. Y es precisamente en dicho interior, donde se describe el desarrollo dramático, agobiante e inhóspito, dentro de una dramaturgia asfixiante y llena de fisicidad al mismo tiempo, donde casi no se puede respirar, tanto en esas estancias dominadas por la miseria, como la mezquindad que desprende su patriarca, del que Gualtiero Tumiati brinda una performance admirablemente recargada. Como si nos encontráramos con una rara y admirable simbiosis de los recursos estilísticos, puestos en práctica por Orson Welles en CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941), o los aplicados por David Lean en su maravillosa adaptación de Dickens GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas), aquel mismo año, nos encontramos con la película que respira tanta demencia emocional como credibilidad en su traslación literaria de esa recreación de una vivienda a la que casi no llega la luz, y dominada por angostas estancias y envejecidas pareces, vigas y soportales. Soldati, ayudado por el aporte de una oscura y punitiva iluminación en blanco y negro de Václav Vich, ofrece una narrativa de extremada dificultad, recorriendo esas estancias con enorme pertinencia, hasta erigirse dicho marco físico como el auténtico protagonista del relato. A su través, conoceremos el mezquino comportamiento de Félix, que en el fondo utiliza a la colectividad que le rodea, para negociar no solo su propia producción vinícola, sino incluso atreverse a hacerlo con la de sus competidores.

Y en contraposición a ese universo tan poco alentador, Eugenia verá una cierta luz con el encuentro de su primo. La película describirá ese proceso de acercamiento, en secuencias tan hermosas, como aquella en la que lo encuentra durmiendo en su habitación, tapándole amorosamente con una manta, el recorrido en off de la sensibilidad que se establece entre ambos, o la bellísima secuencia de despedida en el jardín de la vivienda, que aparecerá como un marco casi mágico, que con el paso del tiempo representará la oportunidad del amor, para un ser sensible dominado y sojuzgado por la absoluta mezquindad de su progenitor. La película aprovecha hasta el límite el enfrentamiento de personalidades, de la avaricia extrema de su padre, a la dignidad y resignación siempre presente en su hija.

En EUGENIA GRANDET encontramos un relato dominado por la densidad y la espesura. No hay casi lugar a la esperanza. En medio de esos oscuros y agobiantes encuadres, tan solo habrá aparecerá una pequeña luz en el fugaz pero perdurable romance con Charles, que perdurará en el alma de Eugenia. Es por ello, que desde la distancia, ambos mirarán esa estrella que parece mantenerles unido. Algo que solo prolongará Eugenia, mientras que en él se irá produciendo una distancia emocional, que en el momento de regresar de su lejana aventura le hará manifestar que no espera a nadie.

Admirable a nivel fílmico, perfecta en su recreación de esa nebulosa de recreación de época literaria, irónica  la hora de describir la hipocresía de la alta sociedad parisina, en esa tela de araña en la que queda envuelto Charles, mordiendo el anzuelo que le brinda esa aristócrata advenediza de pasado poco recomendable. EUGENIA GRADET es una auténtica delicatessen, sentida hasta muy hondo, de entre cuyo conjunto, me gustaría destacar algunos instantes especialmente memorables. Uno de ellos, será la manera elíptica de plasmar en la pantalla la muerte de la sufrida madre de Eugenia, tras escuchar el dictamen del doctor, que le confesará que su vida no se prolongará más allá del otoño. De inmediato la acción fundirá a un plano con la ventana encuadrando el exterior, sobre el caen las hojas de los árboles, ante la mirada triste de la hija. No hace falta mostrar más. Más cruel será la descripción del fallecimiento de ese padre mezquino y sin corazón, dominada por ese alcance siniestro que siempre definió la andadura vital de ese ser despreciable, que morirá, como no podía ser de otras manera, exteriorizando ese materialismo que asumió como forma de vida; al contemplar el crucifijo de oro con que el enjuto sacerdote intenta administrarle la extremaunción, este exhalará el último suspiro, al intentar hacer suyo un objeto que atesoraría, en su ya improbable riqueza. El film de Soldati culminará como una doble tragedia, descrita casi de manera ritual, entre esos dos amantes, al que el materialismo de Charles, ha impedido decidir en la dirección correcta. Un travelling lateral describirá la boda de este con la acaudalada pero desgraciada Clorinda, mientras que a continuación otro, este frontal y de retroceso, describirá el vacío existencial al que queda condenada, por voluntad propia, Eugenia. Dolorosa conclusión para esta tragedia en vida. La de una mujer que apenas pudo saborear la felicidad y el sentimiento. Inicialmente, por un padre cegado en la avaricia, y más adelante, despreciada por un joven que no supo descubrir su sinceridad de sentimientos. EUGENIA GRANDET es, a mi modo de ver, no solo una de las cimas de la obra de Mario Soldati sino, ante todo, uno de los grandes films italianos de su tiempo. A tiempo se está, de revindicarlo urgentemente.

Calificación: 4

 

I TRE CORSARI (1952, Mario Soldati) Los tres corsarios

I TRE CORSARI (1952, Mario Soldati) Los tres corsarios

Que el cine de aventuras italiano de la época clásica, centrado en ambientaciones de época, merece una especial revisitación, es una obviedad, en la medida que nos encontramos con un sello propio. Esa singular plasmación de la ambientación de época, la asimilación de referencias literarias de otras nacionalidades, su especial concepción de lo novelesco, la singularidad con la que aparecían sus diseños de producción y escenografías o, incluso, esa aura siniestra que planteaban dichas manifestaciones, son signos que la definen. Es indudable que en este corpus, aparece la raíz de las posteriores especializaciones en géneros como el peplum o, de manera muy especial, la escuela italiana del terror.

Todo ello es algo que se puede percibir, punto por punto, en I TRE CORSARI (Los tres corsarios, 1952), nuevo aporte del muy revisitable director italiano Mario Soldati, en el ámbito de las aventuras marinas, que tendría su prolongación, con la más reconocida JOLANDA LA FIGLIA DEL CORSARO NERO (Yolanda, la hija del corsario negro, 1953) –al igual que el título que comentamos, partiendo de novelas de Emilio Salgari-. Todo ello, antes de adentrarse en ámbitos más ambiciosos, al tiempo que más reconocidos. Ello no nos debe llamar a engaño, nos encontramos ante una atractiva muestra de cine de aventuras, iniciada a partir de la traición que sufre el patriarca de los Ventimiglia, por medio del avieso Van Gould (Marc Lawrence), en quien Ventimiglia ha confiado, y que se ha vendido a los españoles, que invadirán su fortaleza, y harán presos a sus tres hijos. Estos son Enrico (Ettore Manni), Carlo (Cesare Danova) y el más joven Ronaldo (Renato Salvatori). Ambos serán detenidos, por las fuerzas españolas, y confinados con otros reclusos en un galeón, donde recibirán el desprecio por sus oficiales. En  su tripulación se encuentra la joven y bella Isabella (Barbara Florian), quien desde el primer momento mostrará una atracción hacia Enrico, aunque la rebeldía de este no deje de mostrar una extraña pulsión sexual, que Soldati expresa con brillantez, manifestándose entre ellos el eterno rechazo de dos polos de irresistible atracción. Isabella, en la tranquilidad de la noche, y con la ayuda de su sirvienta, socorrerá a los presos acercándoles dos barriles de esa agua que tanto necesitan. Por la mañana, cuando los oficiales descubren dicha presencia, recibirán la hostilidad de Enrico, iniciándose un conato de rebelión, que será reducido por los españoles, que someterán a castigo a los Ventimiglia. Sin embargo, muy poco antes de llevarlos a cabo, la tripulación vislumbrará a un grupo de supuestos náufragos, a los que socorrerán, sin saber que en realidad se trata de unos piratas que abordarán a los españoles, dejando libre al trío protagonista, así como a los presos que se encontraban encerrados. Llegarán a tierra, y pronto se escenificarán enfrentamientos entre estos, y los modos de pensar de quienes en realidad tienen origen noble, y solo desean vengarse de la muerte a traición de su padre. Tras una pelea a vida y muerte, con la que Enrico logra defender el honor de Isabella, pronto se hará explícita la pasión entre ambos, aunque los destinos se disocien, ya que el primero solo espera encontrar la posibilidad de vengarse, junto a sus hermanos, del avieso Van Gould.

Poco después, un aviso les permitirá saber que este se encuentra al servicio del virrey –padre de Isabella-, ubicándose en la Martinica. Por ello, se separarán de la convivencia fraternal que habían establecido ya con los piratas, en donde habían asumido la denominación de corsarios, acercándose hasta la población, con la intención de establecer un plan que prosiga la eliminación de Van Gould. Sin embargo, no todo resultará tan sencillo como podría parecer a primera vista, hasta el punto de que la vida de uno de ellos, penderá literalmente de un hilo.

Dentro de la representatividad que I TRE CORSARI mantiene dentro del conjunto de productos de estas características, insertos en el cine popular italiano de su tiempo, hay dos rasgos que me parecen de especial significación, hasta el punto de dotar en su confluencia un sesgo de personalidad a su conjunto. Uno de ellos proviene directamente del trabajo de puesta en escena de Soldati, y no es otro que su excelente tarea en el uso de la profundidad de campo, que tendrá una presencia aún más notable en las numerosas secuencias de interior. Ayudado de manera desatacada por el operador de fotografía Tonino Delli Colli, se apreciará un excelente trabajo en dicha vertiente, que será perceptible desde el primer momento, en todas aquellas secuencias insertas al inicio del relato, en la fortaleza donde resisten los Ventimiglia junto a su guarnición. Pero es algo que se extenderá al conjunto del metraje –del que por cierto aparecen duraciones contrapuestas, ya que la copia que he podido contemplar, se extiende en unos 80 minutos, frente a los 98 que figuran en algunas fuentes-. Tanto las secuencias descritas en el interior del galeón, como el lugar donde se reúnen los piratas una vez lleguen a tierra, o incluso la residencia del virrey, las celdas en las que se somete a tortura a Ronaldo, o incluso ese polvorín en el que se dirimirá el enfrentamiento final entre Enrico y Van Gould. En estos y otros pasajes, será patente ese brillante trabajo formal, expresado asimismo al servicio de sus personajes, y en donde la propia presencia de sus intérpretes –unos mejores que otros, todo hay que decirlo-, completan una implicación personal del realizador, permitiendo dotar vida propia a un relato que, quizá en otras manos, no hubiera alcanzado esa potenciación de sus componentes novelescos y románticos.

Y unido a ello, es evidente que el otro aspecto que confiere personalidad al film de Soldati, estriba en ese sesgo sórdido y oscuro, que preside buena parte de sus mejores momentos. Sin olvidar detalles que revelan el interés por mostrar elementos reales del mundo pirata –como aquel que se viste con las ropas femeninas de Isabella, algo al parecer muy común entre este tipo de asaltantes-, lo cierto es que varios de los momentos más perdurables de I TRE CORSARI, se centran precisamente en esa querencia por lo sórdido. Por situaciones siniestras, en las que el realizador italiano parece sentirse como pez en el agua, y en las que el aporte musical de Nino Rota contribuye no poco a resaltar. La crueldad que revestirá la pelea a vida o muerte entre Enrico y ese pirata, con quien compite, al objeto de alcanzar la propiedad de Isabella, y que en sí mismo aparece como una magnífica set pièce. Como revestirá un aspecto indudablemente bizarro, la cruel tortura a la que someterá Van Gould al joven Ronaldo –por más que las limitaciones del joven y agraciado Salvatori, no contribuyan a redondear el lado perverso del fragmento-. En cualquier caso, si un episodio quedará en la retina del espectador que se acerque a esta película, será el duelo, la catarsis final marcada entre Enrico y Van Gould, cuando este se refugie huyendo con un candil, en el polvorín del recinto militar. Allí se desarrollará una lucha de enorme dureza a espada, en la que la amenaza del segundo con volar el enorme arsenal de pólvora, aparecerá como un doble elemento de combate por parte de este noble dispuesto a cumplir su venganza. Será un epóxido en donde el dominio del espacio y la profundidad de campo, el montaje, el fondo musical y los claroscuros de su iluminación, culminarán con la cruel muerte del traidor, al introducirse la espada de Enrico en la boca del segundo –en un instante de especial impacto-.

Apenas reseñada, incluso entre aquellos seguidores de la obra de Soldati, acercarse sin prejuicios a I TRE CORSARI, supone adentrarse en un universo de aventura muy especial, que el cine italiano prodigó con verdadera personalidad.

Calificación: 3

LA MANO DELLO STRANIERO (1954, Mario Soldati) La mano del extranjero

LA MANO DELLO STRANIERO (1954, Mario Soldati) La mano del extranjero

No es la primera ocasión en la que la obra de Graham Greene se centra en la mirada de un niño para centrar la base de algunos de sus relatos –recordemos el que servia como base la que posteriormente sería la adaptación filmada por Carol Reed bajo el título de THE FALLEN IDOL (El ídolo caído, 1948)-. En todo caso, no hace falta ser un experto en su obra para detectar elementos de ella en la traslación a la pantalla del relato que asumió el italiano Mario Soldati –LA MANO DELLO STRANIERO (La mano del extranjero, 1954)-, en medio de dos títulos que, pese a su innegable interés, se encuentran por debajo del que protagoniza estas líneas –me refiero a LA PROVINCIALE (La provinciala, 1953) y JOLANDA LA FIGLIA DEL CORSARO NERO (1954)-. Es decir, en medio de una producción bajo la que Soldati se sometía por lo general con inteligencia al dictado de un cine de extracción popular, asumió la traslación de un original literario en el que se precisaba de una sensibilidad extrema, dado sobre todo el hecho de centrar en la mirada de ese niño inglés la visión que a su través se expresa. La complejidad que además plantea el relato y, por ende, el film, se centra en el hecho de encontrarnos ante un pequeño –huérfano de madre-, que no ha contemplado a su padre desde hace tres años, desque se intuye ha sido sobreprotegido por su tía- y que se traslada hasta la ciudad italiana de Venecia, para encontrarse así como su progenitor, que ha cumplido sus servicios en la II Guerra Mundial.

LA MANO DELLO STRANIERO no pierde el tiempo en la descripción del marco que comentamos. Ya desde su apertura contemplamos como la tía del pequeño Roger Court (interpretado con delicada tristeza por el pequeño Richard O’Sullivan, décadas después protagonista de la conocida serie televisiva MAN ABOUT THE HOUSE (Un hombre en casa, 1973 / 1976) demuestra lo sobreprotegido que mantiene al protagonista, quizá contribuyendo con ello a que sea un muchacho circunspecto que responde en monosílabos. Muy pronto, su llegada a Venecia –descrita de forma muy directa y atractiva- aparecerá como si de repente la presencia de la mítica ciudad italiana aparezca como fruto de un ensueño para el muchacho. Este se hospedará en el lujoso hotel en donde está previsto se encuentre con su padre –el mayor Roger Court (Trevor Howard)-, e incluso allí recibirá una llamada de este, que servirá para que el espectador perciba que la nostalgia que el muchacho siente, se centra sobre todo en la ausencia de esa figura paterna. Sin embargo, el extraño reencuentro de este con un antiguo camarada que encuentra en estado catatónico en el vaporetto que le traslada al hotel para reencontrarse con su hijo, no servirá más que para insertar un doble drama en el relato. Por un lado que el mayor sea retenido por los hombres que custodian a su compañero, y de otro que el muchacho no pueda cumplir ese deseo largo tiempo anhelado; el de reencontrarse con su progenitor, de quien tiene un recuerdo lejano en el tiempo pero que parece suponer casi una necesidad para que su infancia tenga ese asidero que todos los indicios señalan.  No obstante, esta extraña situación –en la que el componente de misterio tendrá en sus primeros instantes una fuerte presencia- comportará por un lado el desequilibrio en la estabilidad emocional de Roger, al cual las autoridades no creen en la veracidad de la llamada que le ha formulado su padre, y de otro el padecimiento que sufrirá el mayor, al que han inyectado virus del tifus que padecía su compañero, estando de alguna manera bajo los cuidados y también el cautiverio del Dr. Vivaldi -un maravilloso Eduardo Cianelli, quien por cierto ya interviniera en otra película desarrollada en Venecia y rodada años atrás; el excelente THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel)-.

Sentada la premisa del relato, el film de Soldati resalta de un lado en su capacidad para adentrarse en la mente del protagonista, al tiempo que mostrar a su través la visión de una Venecia alejada por completo de lo habitual. Con ese aroma decadente y de posguerra que podría trasladarse en algún momento a la Viena de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed), lo cierto es que la mirada del niño va recorriendo estancias y rincones de una ciudad en la que la decrepitud es algo palpable, y a la que hay que hay que sumar esos ecos de una cercana guerra que se perciben en sus habitantes, y que vivirá en carne propia el padre retenido por parte de un grupo procedente de un país indeterminado aunque claramente vinculado al bloque del Este. Llegados a este punto, la película introduce la ayuda que prestará al pequeño una de las recepcionistas del hotel –Roberta (Allida Valli)-. Para ello, reclamará la ayuda de su novio, Joe (Richard Basehart), que trabaja en el puerto de Venecia, y quien en principio  mostrará desapego a la angustia vivida por Roger –quien en un momento determinado llegará a contemplar a su padre en el garito que mantiene Vivaldi, pero al que no reconocerá tras tres años sin verlo y estar totalmente desmejorado de su enfermedad-.

Con ser interesante el aparato externo de su intriga, lo que realmente convierte en magnífico LA MANO DELLO STRANIERO es su capacidad para el detalle, en esos recorridos que el muchacho realiza por una Venecia que modifica su semblante bullicioso en otro oscuro y misterioso casi de un plano a otro –impagable ese detalle del arco en cuyo frontal se ubica un San Antonio con la cabeza del Niño Jesús rota que servirá como guía para su encuentro con Vivaldi-, en la delicadeza que muestran instantes como la visita de Roberta y Roger a la iglesia para pedir ante la imagen San Antonio para que aparezca el padre, o en ese detalle impagable que supone el calco de la fotografía que se ha publicado del mayor en el periódico, sobre la tinta que ha marcado un dibujo casual de Joe, para que el pequeño recuerde la imagen de su progenitor al que en su momento no reconoció-. Pero junto a ello, podemos observar que incluso entre las clases más acomodadas instaladas en la ciudad italiana –el cónsul británico- se destilan tanto las grietas y desconchados en sus dependencias, como el resabio en una educación trasnochada y de ecos clasistas –el trato del hijo malcriado del cónsul a nuestro protagonista, mientras lo acogen en sus dependencias durante las pesquisas policiales-.

Por encima de todo ello, con ser valioso e incluso por momentos apasionante, el gran  hallazgo del film de Soldati –y supongo que de la narración de Greene-, estriba en la descripción de ese veterano médico encarnado por Cianelli. Un hombre curtido y que encuentra cercana la conclusión de su existencia. Una vida que ha acostumbrado establecer en Venecia a través de pequeños ritos cotidianos, quizá por ser esta una tierra en cierto modo fronteriza, que demuestra una extraña sabiduría en sus manifestaciones, y que se siente a gusto viviendo su reprobable actividad como médico para oscuros intereses, en una tierra en la que el arte y la belleza va unido de la mano de la irremisible decadencia. Será sin duda el personaje más trabajado, el eje de la película, y en cuyo casual encuentro con el muchacho se mostrará un atisbo de inesperada amistad, simbolizado en ese trozo de cordel que ambos se anudarán en un dedo de sus respectivas manos, como símbolo de unión de dos seres solitarios y necesitados de un asidero emocional y afectivo. En última instancia, Roger lo logrará recuperando –merced a una arriesgada maniobra del anteriormente renuente Joe- a su padre. Pero dicha recuperación quedará marcada en el destino a costa de la vida de aquel hombre curtido en el mundo y en la vida, quizá con un largo y oscuro pasado a sus espaldas, pero que brindó al niño su amistad y su ayuda sin saber que se encontraba la responsabilidad de custodiar a su padre. Esa panorámica de izquierda a derecha a la mano de Vivaldi, supone sin duda uno de las instantes más desoladores del cine italiano de su tiempo, y la agridulce conclusión a una película magnífica, en la que la percepción de sus sensaciones, son sin duda más relevantes que el seguimiento de un argumento sencillo y funcional.

Calificación: 3’5

LE MISERIE DEL SIGNOR TRAVET (1945, Mario Soldati)

LE MISERIE DEL SIGNOR TRAVET (1945, Mario Soldati)

Como quiera que el conocimiento de su obra que ahora poseo sigue siendo parcial –habré contemplado un 20% entre los aproximadamente treinta largometrajes firmados a lo largo de su andadura como realizador-, dos son los elementos que me quedan claros a la hora de intentar definir la obra del italiano Mario Soldati. La primera es constatar la versatilidad de su cine, y la segunda –por supuesto- intuir en la misma uno de los grandes cineastas italianos de su tiempo. En cualquier caso, y a tenor de los títulos visionados hasta el momento, no dejo de constatar mi enorme sorpresa a la hora de acceder a la divertida pero en ocasiones dolorosa tragicomedia que es LE MISERIE DEL SIGNOR TRAVET, que Soldati firmó en 1945, situando la acción de su película en el Turín de la segunda mitad del siglo XIX. En dicho contexto, la propuesta –basada en una obra teatral de Vittorio Bersezio-, podría sin grandes complicaciones haber sido adaptada a la actualidad del momento del rodaje del films. Estoy convencido que la dura situación vivida en la Italia de la recién instaurada liberación y posguerra, de alguna manera fue un freno para atreverse a mostrar –como sí lograría la comedia italiana de varios años después-, poner en solfa la mezquindad del mundo del funcionariado italiano. En este sentido, aunque las desdichas vividas por el paciente y bondadoso Ignazio Travet (Carlo Campanini) se proyectan en ese Turín provinciano de 1860, no cabe duda que sus desdichas, penalidades y la fauna laboral que le rodea, podría incluso ser trasplantada a cualquier marco laboral dependiente de una institución. Travet tiene la fatalidad de su carácter apocado y de poseer una esposa atractiva, dominante y con delirios de grandeza. Rosa (Vera Carmi) es la segunda esposa de este, manteniendo en casa a la hija procedente de su anterior matrimonio –a la que trata con desprecio su madrastra, mientras no deja de consentir todos los caprichos y travesuras realizados por el pequeño Carluccio, hijo de ambos. En medio de esa situación tan opresiva, se une la posibilidad de casar a la hija de Ignazio con el joven Paôlin, joven apadrinado por el dueño de la panadería cercana al domicilio de los Travet. Será una opción a la que estos se negarán, en la medida que supondría de alguna manera rebajarse de la condición social que ofrecen de ser el padre de familia funcionario.

 

Será este, el inicio de un penoso seguimiento en torno a las desventuras vividas por nuestro protagonista, que será menospreciado por sus compañeros de trabajo, e incluso se encontrará en el punto de mira del jefe de sección –Luigi Pavese-, quien durante años lo ha relegado en el momento de repartir beneficios y prebendas. Sin embargo, la casualidad querrá que el nuevo comendador del ministerio, esté representado en el caballeroso Francesco Battilocchio (Gino Cervi). De forma casual, este decidirá instalar su lujosa vivienda en la primera planta del edificio donde –en la planta cuarta- se sitúa la modesta de los Travet. Será el inicio de una serie de encuentros entre Rosa y Battilocchio, descubriendo este último que el humilde funcionario a quien saludó en su primera visita a su oficina, es en realidad el marido de esa mujer a la que no deja de cortejar educadamente.  A partir de ese momento surgirán no pocas murmuraciones, introduciéndose en el relato en los momentos más inoportunos el joven, parlanchín y zalamero Camilio Babarotti (Alberto Sordi), con la celeridad máxima a la hora de halagar a quien pueda proporcionarle un puesto de funcionario, que le permita salir de su simple y poco remunerado trabajo como ayudante de notaría. En realidad, esos supuestos rumores, no serán más que la espita para que ese conjunto de chupópteros que son los funcionarios amparados por el siniestro jefe de sección –que no perdona a Travet que no mencione la  condecoración impuesta que le define como Cavaliere-, pero que no dudarán en ponerse al servicio de un sorprendido Ignazio, quien hasta entonces se había destacado por su capacidad de trabajo, sin contar con ayuda alguna. Todo su entorno estará esperando la ocasión de poder hundirle, pero al verle no dejarán de poner en práctica los gestos adulatorios más convencionales e histriónicos, al igual que sucederá por parte del jefe de sección, en todas aquellas ocasiones en las que se encuentre ante Battilocchio.

 

En realidad, cuando en Italia Soldati daba vida a esta amarga comedia –a la que su final conformista no resta un ápice en la dureza de sus postulados-, parece que de alguna manera se adelantó a esa otra comedia neorrealista iniciada en Francia de manos del Jacques Becker de ANTOINE ET ANTOINETTE (Se escapó la suerte, 1947) –de la que le separa solo el hecho de estas situada en el momento real en el que fue gestada-. Pero es que, siendo un poco más intuitivo a este respecto, uno no deja de pensar que todas esas secuencias corales desarrolladas en el interior del piso de los Travet, la configuración de sus escenas, e incluso la caracterización de su protagonista como un pobre desgraciado, bien pudiera haber supuesto un punto de referencia para la bastante posterior PLACIDO (1961) de Berlanga. Con ello, no dejo más que ratificar la compleja construcción que posee esta extraña comedia dramática, en la que Soldati da buena cuenta del uso de los segundos términos del encuadre –en líneas generales, ironizando ante lo que contemplamos en primer término-, envuelve a todos sus personajes con una extraordinaria dirección de actores. Es casi imposible destacar a alguno de ellos, aunque personalmente lo haga en la enorme labor de Carlo Campanini, y también en el cinismo demostrado por un pletórico Luigi Pavese –resulta de una tensa comicidad, el plano compartido que tiene con el estupendo Gino Cervi, quien le ordena a este que otorgue el reconocimiento y los beneficios merecidos a Travet, donde este intentará disimular el estupor que le provoca tal decisión-.

 

Junto a todos estos elementos, destaca en LE MISERIE… el cuidado logrado en una perfecta ambientación de época, trasladando con ello los prejuicios clasistas existentes en una sociedad provinciana, en la que no importa la mayor o menor entidad económica de una familia, sino preservar una serie de privilegios absurdos, en una sociedad que aún parecía vivir de rentas y títulos vacuos. Por momentos también, en el inocente cortejo que se ofrece entre Rosa y Battilocchio, y también en los diferentes e inocuos lances que emergerán en el interior de la pequeña vivienda de los Travet, por momentos parece que asistamos a la estructura vodevilesca destacada en la excelente LE RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939. Jean Renoir). Pero en la entremezcla de mirada social descrita en el pasado pero que mira de reojo el presente de una Italia recién salida del trauma del fascismo, la inclemente visión brindada sobre el personal de las instituciones, la magnífica descripción de ambientes –sobre todo cerrados-, la dureza de la fauna humana descrita, el egoísmo en suma, que primará en todos ellos, parecía casi obligado que la película culminara con un final feliz. Es cierto que este puede resultar algo decepcionante, cuando pocos minutos antes se ha visto el duro enfrentamiento entre nuestro protagonista y el siniestro jefe de sección –una secuencia revestida de una tensión casi insoportable, máxime cuando es la única en la que Travet comprenderá el juego a que ha sido sometido sin que él haya intervenido, ni siquiera sospechado, en ello-. Pero hacía falta una conclusión más o menos complaciente en una tragicomedia que, pese a estar desarrollada en un marco temporal muy lejano en el tiempo, ofrece registros y actitudes muy comunes en el conjunto de la condición humana. Es por ello que una vez solucionado incluso el futuro laboral de Eugene, quien llegará a ser despedido por el enfrentamiento antes citado, la película finalice de forma casi meta cinematográfica, cuando la joven criada mire por la ventana como la hija de Travet y el joven Paôlin se encuentran disfrutando en casa del segundo. Esta se ofrecerá para ejercer como su sirvienta, y ellos la rechazarán de forma divertida, diciendo que es demasiado lista. Dicho y hecho, ella sonriendo cerrará el cristal de la ventana, donde veremos la palabra Fine. Aguda conclusión para un relato de ejemplar construcción, modulado con un gusto exquisito, y en el que incluso un personaje en principio chirriante como el que encarna con un extraordinario timing el joven Sordi, tendrá ocasión para renegar de su arribismo, al tiempo que lograr una oportunidad para el amor.

 

Calificación: 3’5

PICCOLO MONDO ANTICO (1941, Mario Soldati) Tiempos pasados

PICCOLO MONDO ANTICO (1941, Mario Soldati) Tiempos pasados

Dentro de la inclinación del italiano Mario Soldati por el contexto del melodrama de época, lo cierto es que PICCOLO MONDO ANTICO (Tiempos pasados, 1941) presenta una entrañable singularidad, que el espectador observa según va concluyendo el metraje de esta minuciosa muestra de las posibilidades de este interesante realizador. Unas posibilidades estas que añosa más tardes forjaron esa corriente de melodrama dialéctico, que quizá tuvieron en la aportación de Luchino Visconti –SENSO (1954), IL GATTOPARDO (El gatopardo, 1963)- su exponente más inolvidable. Se trata en todos estos casos, de plantear un argumento que sirva de base a una cierta reflexión sobre la inevitabilidad del paso del tiempo, con lo que ello conlleva de transformación de los usos y costumbres, mostrando la huella que estos cambios acarrean en un contexto concreto.

 

En esta ocasión, el marco elegido será el de mediados de siglo XIX, donde la consolidación del estado italiano aún se encuentra en estado embrionario. La acción se desarrolla junto al lago de Lugano, donde reside la poderosa marquesa Orsola Maironi (magnífica Ada Dondini), máxima autoridad de un contexto cerrado y rural, encargada del cuidado de su nieto Franco (Massimo Serato). Franco es un joven de nobles ideales, que no desea cumplir el mandato implícito de su abuela para que se case con una muchacha de buena posición social, aunque esta le amenace con desheredarle. Junto a su desprecio por las convenciones, este se distancia ideológicamente de su tutora en su posición ideológica, ya que es un firme partidario de la creación del estado italiano. Estas dos circunstancias tendrán un detonante en la decisión del protagonista de casarse con la bella Luisa (Allida Valli), a la que ama con toda su alma, aún procediendo de una extracción social bastante más modesta. La marquesa repudiará a la pareja y desheredará a su nieto, quien por otra parte renunciará a reclamar a esta la realidad de la decisión de su padre, que le hacía a él heredero absoluto de sus bienes. Los dos esposos vivirán en casa del tío de Luisa, viendo poco a poco como la influencia de la aristócrata ha ido minando las posibilidades de los recién casados, que poco después tendrán una niña que alegrará sus vidas. Franco tendrá que viajar a Milán para trabajar como reportero, al tiempo que proseguirá en la lucha idealista que le ha implicado con el grupo que se muestra partidario de la independencia del nuevo estado italiano. Es así como entre las estrecheces económicas y presiones a los que son sometidos, unido a la entrega idealista del joven padre de familia, irá discurriendo la dificultosa vida del matrimonio, asumiendo separados la cotidianeidad de sus vidas. Pero aún tendrán que sufrir ambos la dolorosa prueba de la tragedia, por medio de la muerte de la pequeña hija de ambos –Ombretta-, al caerse al agua. Será para su madre el inicio de un auténtico abismo de desconsuelo, llegando a separarse por completo de su esposo, y viviendo una vida que bordeará el estado catatónico. Cuatro años después de la tragedia, Franco decidirá alistarse en la lucha activa por la independencia, pero antes de embarcarse buscará el reencuentro con su esposa, que en un primer momento mantendrá su frialdad hacia él. Sin embargo, este encuentro de una sola noche permitirá que renazca entre ellos ese sentimiento adormecido, quizá solo expresado en una despedida que el destino puede que haga definitiva.

 

Entre la crónica social, la aplicación de un relato lleno de giros folletinescos, la incorporación de una puesta en escena contenida y detallista, y la manera de imbricar el tratamiento dramático de unos personajes, a través de los cuales se expresa esa crónica del adiós a unos tiempos que se encuentran en absoluta transformación, se encuentra este PICCOLO MONDO ANTICO. Se trata de la primera ocasión en la que Mario Soldati asumió la obra literaria de Antonio Fogazzaro –lo haría poco después con MALOMBRA (1942), con la que mantiene ciertos elementos de contacto-, adaptándola con elegancia, utilizando su reconocido gusto y el cuidado de la ambientación. Con todo ello logrará recrear el contraste entre esos dos mundos que parecen tener que estrellarse entre sí, forjando con ello esa antítesis ante la que se plantea el necesario progreso que deja atisbar la conclusión de la historia. Será algo que se manifestará a través del sacrificio personal, la defensa de unos ideales e incluso la vivencia del dolor y la incomprensión. Soldati sabe articular con delicadeza los resortes de una base argumental proclive a los peores excesos, optando por el contrario por una crónica revestida de sencillez. Una elección formal que no impide que la ambientación de época está utilizada con efectividad, integrando todos estos elementos en una crónica precisa de un periodo de transformación social, y modulando el alcance de los giros folletinescos de la acción, en ocasiones revestidos de un cierto alcance de distancia, con la presencia de oportunos toques humorísticos que contribuyen a limitar el alcance del dramatismo.

 

Pero incluso dentro de estas coordenadas, no cabe duda que PICCOLO MONDO... sabe combinar esa naturalidad escorada a una sencillez expresiva, en la que no se ausentarán los estallidos emocionales. Una tendencia que se manifestará como auténtica catarsis, y que tendrá su punto álgido en la planificación e inserción del terrible momento de la muerte de la pequeña Ombretta, dentro de una secuencia modulada por su alcance casi expresionista, y caracterizada por el aprovechamiento de los escarpados exteriores en los que Luisa se ha decidido a encontrarse con la altiva marquesa en medio de la lluvia. A partir de ese momento, la película entrará en una espiral paroxística centrada en la descripción del velatorio de la pequeña –en la posterior MALOMBRA también se insertaba una secuencia de similares características-, y en la posterior obsesión necrofílica de la madre con su constante y obsesiva presencia de esta ante la tumba de su hija. Será un fragmento en el que también la involuntaria causante de toda esta tragedia -la marquesa-, vivirá en carne propia una serie de pesadillas –espléndidamente plasmadas visualmente- que le forzarán al reconocimiento de su mala actuación, llegando a legar a su nieto la herencia que le correspondía.

 

Ya era demasiado tarde, el amor que el joven matrimonio sigue manteniéndose, ha producido una ruptura en su manifestación exterior. Ni Franco entiende el calvario emocional que su esposa se obsesiona en seguir manteniendo, ni Anna admite que su esposo se resigne a olvidar la tragedia que ambos han vivido, sabiendo que la misma ha estado provocada por la actitud de su abuela. Será un recorrido trágico y doloroso, en el que el paso del tiempo permitirá una cierta llamada a la esperanza. Pero será un sentir asentado sobre una aureola de pérdida, con el cierto atisbo de un pequeño reencuentro que ambos intuyen será el último, la oportunidad postrera en definitiva de evocar el sentimiento que a ambos los unió, y que la incidencia de unas circunstancias sociales y familiares, les ha impedido consolidar en una existencia fraguada en la felicidad que ambos buscaban. Es por ello que pese a la emotividad y entrega que manifiesta esa despedida en apariencia jubilosa pero en última instancia estremecedora –inolvidables los primeros planos de la Valli-, lo cierto que que PICCOLO MONDO ANTICO deja el regusto agradable de suponer como una crónica de transformación, sobria, sentida y contundente, en el que una vez más el peso de esa transformación se cobrará unas víctimas sin que ellas lo hayan advertido.

 

Para finalizar, me gustaría destacar un pequeño detalle, y es consignar la importancia que la presencia del mar tiene en las cuatro películas de Soldati que hasta ahora he podido contemplar. Desconozco si ello obedece a una intención deliberada del realizador, pero cierto es que en la posterior y ya mencionada MALOMBRA esta inclinación se haría igualmente manifiesta.

 

Calificación: 3

MALOMBRA (1942, Mario Soldati)

MALOMBRA (1942, Mario Soldati)

Para bien y para mal, un título como MALOMBRA (1942, Mario Soldati), se encuentra muy condicionado por el contexto en que fue realizado. Podría ser esta una afirmación de perogrullo –y lo es-, pero creo que en esta ocasión resulta pertinente, en la medida de encontrarnos en el contexto de producción del cine italiano en pleno fascismo. En el perfil negativo no cabe duda que estamos situados en un ámbito dominado por las reconstrucciones de época –un poco como con mayor incidencia sucedía en nuestro país tras el triunfo del franquismo-, en las cuales un cierto alcance polvoriento limitaban las posibilidades de sus propuestas. En cierta medida –y pese a mi estima y previsible intuición del alcance del cine del italiano-, creo que la adaptación de Antonio Fogazzaro –a cargo de un equipo de guionistas entre los que se encontraba el propio Soldati y el futuro realizador Renato Castellani- logra por una parte emerger con personalidad propia, sin despegarse del todo de ese contexto de producción un tanto plúmbeo que, es imposible obviarlo, se extendía al conjunto de la cinematografía italiana que en aquellos años abordaba títulos de época, aunque estuvieran firmados por directores reconocidos como Vittorio De Sica. Soy consciente, sin embargo, de que estoy comentando una película que goza de un estatus de culto entre no pocos aficionados, aspecto este en el que podría coincidir solo en una relativa medida.

 

Huérfana de padres, la Marquesa Marina di Malombra (Isa Miranda) es acogida por su tío, el riguroso Conce Cesare d’Ormengo (Gualtiero Turnati), quien la traslada hasta su palazzo, con la única condición que este salga de allí una vez casada. El lugar es una mansión inmensa ubicada junto al lago Como, en la que sus espesos cortinajes sugieren el aroma polvoriento de un pasado que, contra lo que sería previsible, transmiten un irremisible aire de decadencia y un cierto alcance siniestro. Ese último será el atisbo que intuirán Marina y su joven ayuda de cámara, cuando las destinen a unos habitáculos que provocan temor entre el propio servicio. Será todo ello el inicio de la transformación que para la joven aristócrata, supondrá el encuentro de unas cartas y objetos que la unirán a un familiar del pasado de la familia, de la que se convertirá en involuntaria ejecutora de una venganza. A partir de ese momento, la realidad y la obsesión se alterará en la vida de la protagonista, quien modificará por completo su carácter, tornándose taciturna incluso con el veterano aristócrata que hasta entonces era temido por ella, y que desea buscarle un buen partido para su futuro. La situación modificará su semblante con la llegada a la mansión del frustrado y sensible escritor que es Corrado Silla (Andrea Checchi), en quien Marina verá el objeto de la venganza que parece destinada a cumplir, mientras que al mismo tiempo ambos sienten de por sí una atracción inmediata. Entre ellos se establecerá una relación contrapuesta de cercanía y rechazo, en la que tendrá un elemento de importancia la llegada de un pretendiente de cierta noble familia, que desea casarse con la joven aristócrata.

 

Lances folletinescos, atisbos cercanos a la iconografía del cine de terror, situaciones desaforadas, personajes arquetípicos, y momentos intensos e inspirados. Es innegable que la amalgama formal y el trasunto dramático que alberga el film de Soldati, alberga casi a partes iguales momentos atractivos con otros decididamente caducos. Entre los mismos, tienen un notable grado de fuerza todas las secuencias nocturnas desarrolladas en el interior y exterior de la mansión, la fisicidad con la que se muestran los exteriores de la misma, el peso dramático de los elementos y tormentas, la delicadeza que a mi juicio adquiere el perfilado de los personajes del veterano Steinegge (Giacinto Molteni) y su hija, secreta admiradora y enamorada de Silla. Elementos como aquellos en los que tiene acto de presencia el matiz fantastique, o fragmentos como el que describe la muerte y el velatorio del anciano conde.

 

Son aspectos y matices sin duda positivos, en un contexto en el que, preciso es reconocerlo, se alternan otros en los que se echa de menos una mayor densidad narrativa, un superior interés en despegarse del viciado contexto que imponía el cine de la época. Es algo que puede manifestar de manera clara el tratamiento del obtuso pretendiente de Malombra, acompañado del matiz caricaturesco que adquiere el personaje de su madre. Hay muchas ocasiones en las que uno echa de menos una mayor fluidez, un desprecio más rotundo con la caligrafía fílmica de la época, que tanto ha envejecido ante una mirada posterior, a lo que cabría añadir la apergaminada aportación de buena parte de los componentes del reparto. Es así, como admirando los mejores aspectos de la película, no dejo de intuir en ella un inesperado referente de los modos que, algunos años después, serían retomados por cineastas como Freda, Bava o Margueritti, a la hora de dar cuerpo fílmico a la edad de oro del cine de terror de su país.

 

Por encima del alcance de su valía, que duda cabe que en MALOMBRA cabe destacar la enigmática, adusta y personalísima presencia de Isa Miranda encarnando su rol protagonista. Considerada como la “Greta Garbo italiana”, resulta innegable que en su retrato se observa, más que a una actriz, una personalidad cinematográfica llena de magnetismo.

 

Calificación: 2’5

JOLANDA LA FIGLIA DEL CORSARO NERO (1952, Mario Soldati) Yolanda, la hija del corsario negro

JOLANDA LA FIGLIA DEL CORSARO NERO (1952, Mario Soldati) Yolanda, la hija del corsario negro

No voy a ocultar que tenía un especial interés a la hora de acceder a esta JOLANDA LA FIGLIA DEL CORSARO NERO (Yolanda, la hija del corsario negro, 1952), debido a dos razones. La primera de ellas es la de suponer una nueva oportunidad de acceder a uno de los títulos que forjaron la filmografía de realizador italiano Mario Soldati. El segundo argumento va directamente relacionado con el primero; se trata de un film de aventuras que permitía conocer una muestra muy concreta de cine popular o, en su defecto, de una adscripción hacia un género en el que –hay que reconocerlo- el cine italiano no frecuentó en el periodo de rodaje de este film, en la medida que lo haría con otras vertientes más familiares para su cinematografía. A partir de estas premisas no puedo hablar de decepción, en la medida de asistir ante una película que, por encima de sus servilismos y debilidades, destaca por el buen gusto y el cuidado puesto de manifiesto por su realizador. Sin embargo, no es menos cierto que sus imágenes revelan una serie de insuficiencias que, intuyo, deberían tener bastante que ver la sensación de contemplar un título que, más allá de su alcance y convicción, navega en las aguas de la “importación” de unos códigos con los que sus responsables se sentían poco cómodos.

 

JOLANDA... se inicia en los alrededores de Maracaibo en el siglo XVIII. Ante el paso de una carreta de titiriteros, los llantos de un niño permitirán a sus tripulantes descubrir el rastro de un hombre veterano herido y a una niña que está subida en medio de un árbol. Muy pronto conoceremos que la pequeña es la descendiente directa de la familia Ventimiglia, que había sido dispuesta que muriera asesinada por quien pronto se convertirá en un padre para ella. Por medio de unas sencillas y eficacísimas elipsis, transcurrirán dos décadas que servirán para que la acción avance hasta el regreso de esta caravana, en la que se incorporaron la entonces niña Jolanda (May Britt), convertida ya en una mujer que esconde su identidad sexual mediante ropajes masculinos. Junto a ella convivirá quien en el pasado estuvo encargado de matarla, pero que se convirtió en un padre para ella, asistiendo todos los viajeros a una ofensiva en la que Jolanda defenderá a la hija del gobernador –Consuelo di Medina (Barbara Florian)- de una emboscada. De la misma emergerá la insólita circunstancia de que Jolanda provoque la atracción amorosa de Consuelo, quien no dudará en cederle su anillo para permitirle la entrada en la mansión de su padre –que previamente fue de propiedad de los Ventimiglia-. Como quiera que nuestra protagonista desea vengarse del cruel gobernador –Van Gould (Marc Lawrence)-, no dudará por un lado en utilizar el señuelo que ha dejado su equívoco con la hija de este, y al mismo tiempo recluta algunos de los hombres que en el pasado colaboraron con su padre. Será algo que extenderán en la colaboración brindada en torno a la figura del pirata Morgan (Guido Celano), quien accederá colaborar no sin introducir determinadas líneas que marcan la evolución del comportamiento de los piratas, en esos momentos ligados al respeto a la corona inglesa.

 

A partir de estas premisas, el film de Soldati –como antes señalaba- combina un metraje en el que las cualidades de su puesta en escena quedan ligadas a convenciones insalvables –la película deja en casi todo momento una sensación de falsedad en su plasmación-, situaciones poco trabajadas –ese acoso en el convento que se resuelve de manera tosca-, malvados muy malvados y galanes bobalicones –es digna de ver la inexpresividad y escasa convicción que muestra el casi debutante Renato Salvatori encarnando al galán, hijo del citado pirata Morgan, del que se enamora la protagonista-. Sin embargo, no sería justo cargar las tintas en este capítulo dentro de una producción que abraza abiertamente el alcance del cine popular y que, dentro de dichas premisas, discurre dentro de unos senderos de honestidad e incluso interés. Honestidad al lograr plasmar una ambientación quizá no deslumbrante pero sí más que eficaz a la hora de recrear una ambientación definitoria del contexto de la dominación española en América, e interesante a la hora de mostrar un esfuerzo de implicación y planificación estrictamente cinematográfico, que logra neutralizar este cúmulo de debilidades, dejando entrever en numerosos momentos vetas de verdadera inspiración. Será algo que transmita la brillante planificación de la secuencia de la muerte del cuidador de Jolanda, la presencia de subterráneos lóbregos –con esa inquietante máscara que aparece como motivo de leyenda y finalmente albergará el tesoro buscado-, la inquietante analogía que se realiza entre la tortura a la que es sometida la protagonista por parte de Van Gould –que aparece encuadrada junto a una imagen de un Cristo cautivo; curiosamente son constantes la referencias a la imaginería católica-, el constante interés del realizador por saber acentuar el sentido último de los sentimientos de sus protagonistas –atención a la secuencia desarrollada en alta mar, en la que el joven hijo de Morgan se declara ante Jolanda, recibiendo un extraño rechazo temporal por parte de ella; todo ello plasmado de manera ejemplar por el director-, o incluso la aportación de elementos cercanos dominados por un alcance siniestro –el destino final del pérfido gobernador, embarcado en un pequeño velero junto a diversos leprosos, e impedido a huir por mar ante el avistamiento de tiburones-. Es probable, a este respecto, que esta situación con la que concluye el film de Soldati, alcance mayor interés en su planteamiento que en su resolución final. No obstante, considero que es reveladora de las posibilidades y defectos de un film que ha de ser valorado con la benevolencia de resultar un producto destinado al disfrute del gran público, pero al mismo tiempo con la suficiente sensibilidad de encontrar en sus secuencias el buen pulso de un cineasta humilde con lo que tenía entre manos, pero al mismo tiempo consciente de que entre convenciones e imitaciones de un modelo existente en el cine norteamericano, podía albergar suficientes motivos de interés, e incluso que la imitación en no pocos momentos podía compararse con los modelos de referencia.

 

Calificación: 2’5