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CINEMA DE PERRA GORDA

John Farrow

ALIAS NICK BEAL (1949, John Farrow)

ALIAS NICK BEAL (1949, John Farrow)

No es la primera vez, ni será la última, en llamar la atención sobre la implícita presencia de un determinado ciclo de producciones, que a partir de mediada la década de los 40 generó una amplia producción no solo en el conjunto de los estudios USA -también en el cine de cinematografías europeas- permitiendo una mirada amable y esperanzadora sobre la muerte y el hecho sobrenatural. No hay todavía una opinión que valore dicho conjunto de producción como uno de los más valiosos de la historia del cine fantástico, al que legó algunas de sus cimas. Hecho este preámbulo, justo es reconocer que algunas de dichas propuestas albergaron tintes algo más sombríos incluyendo la presencia diabólica entre sus argumentos. Y es curioso señalar, como un realizador como John Farrow, en aquellos años caracterizado en su implicación para Paramount, filmara dos de las propuestas más inquietantes de este ya señalado ciclo genérico dentro del cine fantastique. Recordemos la estupenda NIGHT HAS A THOUSANT EYES (Mil ojos tiene la noche, 1948), en la que el mentalista Edward G. Robinson comprobaba con creciente horror que sus supercherías adivinatorias comenzaban a tener visos de realidad. Sin embargo, su casi consecutiva aportación al género se distancia de su referente -aunque en ningún modo desciende de la previa en cuanto a cualidades-. En esta ocasión, a nivel temático, ALIAS NICK BEAL (1949) supone una nueva aportación al subgénero de relatos diabólicos, que había proporcionado poco tiempo antes, frutos tan magníficos como THE DEVIL AND DANIEL WEBSTER (El hombre que vendió su alma, 1941. William Dieterle) o tan simpáticos como ANGEL ON MY SHOULDER (El diablo y yo, 1946). Ello sin olvidar la apuesta en claro tono de comedia brindada por Ernst Lubitsch con HEAVEN CANT WAIT (El diablo dijo no, 1943).

No obstante, Farrow apuesta en ALIAS NICK BEAL por un relato que se imbuye hasta la empuñadura en una atmósfera sombría y siniestra, imbricando una extraña y por momentos fantasmagórica mixtura de cine fantástico con los estilemas del noir. Su relato se iniciará -tras unos títulos de crédito envueltos en el aparato eléctrico de una tormenta nocturna- presentándonos en pleno contexto de una triste luvia, el ascenso del futuro gobernador por unas escaleras del edificio -Joseph Foster (Thomas Mitchell)- con semblante pesaroso, para acceder a su jura como nuevo cabeza del estado. Una voz en off, que pronto identificaremos con el personaje encarnado por Ray Milland, apelará a la debilidad de la condición humana iniciando un flashback que se extenderá a la casi totalidad del metraje, que nos retrotraerá a la intensa tarea de Foster ejerciendo como fiscal. Desde el primer momento luchará para lograr llevar a la Justicia las tropelías de uno de los delincuentes más reclamados del entorno, aunque haya tenido noticia de que los libros de cuentas que podrían probar dichos delitos se han quemado de manera deliberada. La desesperación del fiscal le hará reclamar “Vendería mi alma al diablo, si encontrara estas pruebas”, llamada a la que acudirá, aparentemente de manera indirecta, un elegante y misterioso personaje llamado Nick Beal (Milland), quien citará al fiscal a una oscura taberna, donde evidenciará desde el primer momento el control de las situaciones, y adelantándose a Foster en el vaticinio de que será elegido gobernador del distrito.

A partir de ese momento y de manera sibilina, Beal se convertirá en compañero inseparable del fiscal, quien vencerá los recelos éticos a la hora de acoger y utilizar esos inesperadamente reaparecidos libros de cuentas, obtenidos además sin orden judicial, para poder encarcelar al delincuente largamente buscado y, como consecuencia, ser objeto de las miradas de todos sus seguidores, para encaminarlo a presentarse a gobernador siendo conscientes de la popularidad y alcance que atesora en su intachable carrera. Ese éxito, logrado en esta ocasión a través de una acción que ha traicionado sus ideales, supondrá el inicio de una espiral, en la que el noble fiscal irá renunciando a sus reticencias a ir deslizándose por las peligrosas facilidades que le brindará el astuto Beal. En su oposición se irá adentrando en una espiral de riesgo y falta de honorabilidad, que llamarán la atención de su propia esposa -Martha (Geraldine Wall)-, cada vez más reticente del protagonismo de Beal, y llegando a poner en peligro su matrimonio. O de uno de los más cercanos colaboradores del fiscal, el padre Thomas Garfield (insólito rol para el habitual villano George Macready), el primero que intuirá el aura maléfica de este siempre afinado ayudante.

A partir de esta premisa, a partir de un guion de Jonathan Latimer, ya reiterado colaborador del realizador, y experto en la combinación del noir con elementos fantastique adaptando una historia original de Mindred Lord, John Farrow traslada a la pantalla una historia en la que predominará por encima de todo, la anuencia de una atmósfera dominada por el desasosiego. Ayudado por una poderosa iluminación en blanco y negro de Lionel Lindon dominada por los oscuros, las sombras, contraluces y el uso de las nieblas exteriores, podremos disfrutar de un relato lleno de desasosiego, en el que se domina con acierto la mixtura de géneros. Y no solo a la hora de combinar los componentes noir con los relacionados con lo numinoso. Dicha combinación de elementos genéricos se hará presente en ciertas secuencias en tono de comedia, con aires a lo Damon Runyon. Hay ciertos ecos de Capra incluso -quien, no lo olvidemos, también practicó cierto coqueteo con lo sobrenatural, con su célebre IT’S A WONDERFUL LIFE (Que bello es vivir, 1946). En cualquier caso, lo cierto es que ALIAS NICK BEAL centra sus esfuerzos en esa permanente apuesta por una atmósfera sórdida, en ocasiones de duermevela, que tendrá quizá su ámbito más álgido en esa taberna costera, que aparece envuelta siempre entre una copiosa niebla -en ella se envolverá el crimen efectuado por Beal para atrapar a Foster en un último intento de este para escaparse de su influjo- y a la que igualmente contemplaremos de noche, apareciendo en sus instantes finales casi como la frontera al más allá. La película brindará, asimismo, una extraña ligazón con el noir por medio del personaje de la joven Donna Allen (Audrey Totter), muchacha de turbio pasado a la que Beal utilizará para llevar a cabo sus oscuros planes de apoderamiento del alma del hasta entonces incorruptible fiscal, que ejercerá como insospechada traslación de la femme fatal arquetípica en el cine policiaco de aquel tiempo. Será precisamente ella la primera que atisbe el abismo de riesgo que se cierne, al seguir el sendero que le marca el diabólico Beal, e intentando escapar de una vorágine dominada por la oscuridad.

Es bastante curioso señalar que ALIAS NICK BEAL se distancia de la habitual -y brillante, aunque en ocasiones artificiosa- querencia de John Farrow por largos y complejos planos secuencias utilizando con enorme habilidad la grúa. En su oposición, nuestro realizador apuesta en esta ocasión por la constante sensación de asistir a un estado de duermevela. A una extraña narrativa embadurnada de vigilia nocturna, en la que esos recovecos a los que se irá sumergiendo progresivamente ese intachable fiscal andado su camino hasta convertirse en gobernador. Una espiral de dependencia de ese personaje diabólico, al que Ray Miland proporciona algunos de los mejores registros de toda su carrera, adivinando en todo momento e incluso utilizando los recursos de que dispone, como es utilizar a Donna, para llevar a su terreno a Foster, hasta que este logre revertir esa firma y compromiso que ha brindado a Beal, de un lado renunciando a su nuevo cargo, y de otro conformando una atrevida conclusión, que en otras manos podría haber caído en el ridículo más absoluto, pero que en manos de Farrow está descrita con tanta convicción, que parece preludiar en cierto modo esos posteriores enfrentamientos de Hammer Films entre Dracula y Van Helsing. La película aparece trufada de momentos impactantes -la sobriedad que emanan de las secuencias dialogadas entre Foster y su esposa; la siempre sibilina presencia del mefistofélico protagonista, perfectamente ubicado en cada uno de los planos; ese leve travelling frontal sobre Mitchell y Milland acompañado por la demoniaca gestualización del segundo, mientras espera la llegada de los inspectores de policía, en apariencia decididos a acusar a Foster de asesinato-. No obstante, dentro de un conjunto brillante pero que en algunos momentos denota una cierta teatralidad, no me gustaría dejar de destacar su instante más inquietante. Cansada del influjo de Beal, Donna huirá y se refugiará ataviada con el lujoso abrigo que este le ha regalado, en la barra de un bar, donde se desahogará ya ebria junto a su viejo barman. En momento determinado y encuadrada en plano medio pedirá un cigarrillo, entrando en el encuadre la lujosa pitillera que le regalará también Beal, y trasladándose al rostro de la muchacha un semblante de pavor. La cámara describirá un elegante e inquietante movimiento de cámara, hasta encuadrar en el fondo de la barra y el encuadre la figura del mefistofélico protagonista. Fundido.

Calificación: 3

A BILL OF DIVORCEMENT (1940, John Farrow)

A BILL OF DIVORCEMENT (1940, John Farrow)

Antes de adentrarse en una muy dilatada colaboración en Paramount, durante los primeros años 40, configurando además unas formas visuales, definidas en torno a un tan atractivo como desaforado uso de la grúa, diseñando complejos y desafiantes planos secuencias, John Farrow tuvo un periodo de aprendizaje con producciones ligadas a la serie B, especialmente centradas en su discurrir previo en la RKO. A BILL OF DIVORCEMENT (1940), es uno de dichos exponentes, sobresaliendo, sin embargo, de entre sus rodajes dentro del ámbito del serial, bastante apreciables por otra parte.

No obstante, en este caso nos encontramos con una adaptación teatral de la escritora y guionista inglesa Clarence Dane, adaptada a la pantalla por el entonces joven, pero ya bastante fogueado Dalton Trumbo. Y ello, de entrada, nos permite destacar, pese a encontrarnos ante un melodrama de poco más de setenta minutos de duración, con una producción de valiosísimos créditos. Además de la presencia de Trumbo, se cuenta con el inigualable Nicholas Musuraca, como operador de su fotografía en blanco y negro, o la presencia en su reparto, de figuras como Maureen O’Hara, Adolphe Menjou o Herbert Marshall, sin dejar de destacar a las espléndidas Fay Bainter y May Whity. Todo ello, es indudable, contribuye a enriquecer una pequeña producción que, si bien en algunos de sus pasajes, observa ciertas certidumbres y dependencias al referente escénico en que se basa, no es menos cierto que en sus mejores momentos, Farrow se muestra valiente, a la hora de penetrar en la entraña de sus personajes, fundamentalmente, debido a un valiente uso del primer plano, y a una magnífica dirección de actores. Del mismo modo, es de justicia señalar la audacia que plantea la obra teatral que le sirve de base, en la que, a fin de cuentas, se plantea una doble renuncia, lo que, en buena medida, dota de singularidad, y hasta me atrevería a señalar que, de cierta valentía, esta pequeña, pero nada desdeñable propuesta.

La misma, se describe en el ámbito de apenas una jornada, mostrando inicialmente las reservas de la anciana tía Hester (May Whitty), ante el paso que va a dar su sobrina -Sydney Fairfield (O’Hara)-, de ligarse al joven John Storm (Patrick Knowles). En la misma mansión inglesa, se plantea otra relación; la de la madre de la muchacha -Meg (Bainter)-, divorciada desde hace 20 años, ya que su antiguo esposo, se encuentra internado por desequilibrios mentales. En realidad, sus planes casi inmediatos, pasan por contraer nuevas nupcias con Gray Meredith (Marshall), estando dichos planes prácticamente cerrados. Un elemento impedirá, de manera imprevista, que los deseos de madre e hija se cumplan. El exesposo de esta y padre de Sydney -Hilary Farfield (Menjou)-, se ha fugado de la residencia donde se encontraba internado durante tantos años, retornando al amparo de la que aún cree su esposa. Su llegada, provocará un auténtico revulsivo, en la medida que allí nadie se atreverá a anunciarle, el cambio de perspectiva que este vivió como sujeto pasivo -fundamentalmente, ese divorcio que desconoce por completo-, mostrando en ciertos momentos, atisbos de los desequilibrios que conforman su carácter.

A partir de ese momento, el drama de A BILL OF DIVORCEMENT, no solo se centrará en ese reconocimiento por parte de Hilary, de su actual configuración sentimental, aunque se aprecien en él mejoras en su inestabilidad mental. En realidad, el gran drama del film de Farrow, se presentará en la joven y decidida Sidney, cuando tenga conocimiento que esa tendencia a la locura, es algo hereditario en su familia, y podría tener una continuidad, en sus deseos de amplia descendencia, si llegara a casarse con John. Al mismo tiempo, su madre llegará a dudar si actúa con la suficiente nobleza, renegando en la continuidad de su relación con su antiguo marido, dejándolo solo en su desdicha, y rompiendo con el compromiso contraído con Gray. Serán estos, los mimbres de un drama, ante el cual Farrow destaca por su voluntad por otorgar un plus de verosimilitud, a una audaz y al mismo tiempo dolorosa propuesta dramática. Para ello, ya lo he señalado con anterioridad, el director contará con la fuerza de su magnífico cast, y una evidente agilidad con la cámara, distanciándose de esa cierta rigidez, habitual en propuestas de similares características. Para ello, se ayudará de la enorme fuerza dramática, que en no pocas ocasiones, brindará el aporte dramático, de la sutil iluminación en blanco y negro de Musuraca.

En cualquier caso, es cierto que, en ciertos momentos, Farrow, no logrará despegarse de esas convenciones argumentales -pienso, sobre todo, en esas artificiosas entradas y salidas de personajes de pantalla, una vez llega a la mansión el veterano director del establecimiento psiquiátrico, encarnado por C. Aubrey Smith, donde se percibe el ’cartón’ teatral de la película-. No obstante, sería muy injusto, limitar el alcance de A BILL OF DIVORCEMENT, a la presencia de estos pasajes y convenciones. Y es que, en no pocos de sus instantes, la película de Farrow, alcanza su más alto grado de efectividad, e incluso emocionalidad, en las secuencias ‘a dos’, establecidas entre sus principales personajes. En ellos, en sus dudas, en sus sufrimientos, la película adquiere una cierta vida, un cierto pathos, adquiriendo una temperatura emocional que, justo es señalarlo, se elevará considerablemente, cuando la cámara se detenga sobre el rostro de la que, pocos años después, se convertiría, en una de las heroínas de John Ford. La sinceridad e intensidad de su interpretación, el amor que siente hacia Storm, el dolor que vivirá interiormente, al asumir que dentro de su sangre se alberga el germen de una locura familiar hereditaria, o el doble y transgresor sacrificio final que asumirá, por un lado, empujando a su madre a casarse y, por otro, decidiéndose en cuidar a ese padre al que prácticamente nunca ha conocido, puede decirse que permiten que nos encontremos con una muestra del género, que prolongará los mejores rasgos del mismo en la RKO durante la década precedente, abriendo caminos en torno a una nueva escenificación del mismo. Sobre todo, centrando dicha mirada, en el tratamiento y la intensidad brindada a una actriz y a un personaje, configurado ambos ámbitos, con absoluta modernidad.

Calificación: 2’5

FIVE CAME BACK (1939, John Farrow) Volvieron cinco

FIVE CAME BACK (1939, John Farrow) Volvieron cinco

Aunque los augurios presagiaban una historia bastante apergaminada, y pese a que los esquematismos hagan acto de presencia en más de una ocasión, lo cierto es que FIVE CAME BACK (Volvieron cinco, 1939. John Farrow) –una historia a la que el mismo realizador volvió en 1956, firmando un remake titulado BACK FROM ETERNITY (Regreso a la eternidad)- se erige como una tan elemental como atractiva cinta de aventuras. Una propuesta además que se adelanta en varias de sus características a títulos como THE FLIGHT OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965) o el previo THE HIGH OF THE MIGHTY (1954, William A. Wellman), y que consigue remontar su esquematismo y un rodaje en estudios, para erigirse como un relato en donde el interés nunca decae, en el que los giros del guión funcionan, y que incluso llega a proponer una solapada parábola sobre la relatividad de nuestro lugar en el mundo. Todo ello, además de introducir ciertos elementos relativos al origen de la sociedad, puestos en boca del prisionero anarquista que encarna con verdadera intensidad Joseph Calleia.

Desde un territorio del sur de Estados Unidos se embarca un avión con destino a Panamá, que tripulan una decena de pasajeros de diferentes características. Desde un amable matrimonio de avanzada edad, una mujer al parecer de dudoso pasado que quiere iniciar una nueva vida, un joven acaudalado que viaja para casarse en secreto con su secretaria, o el guardaespaldas de un mafioso que se lleva a su pequeño hijo, con la intuición de que está en peligro. Finalmente, se encontrará el prisionero anarquista Vasquez, que es escoltado para ser extraditado por Mr. Crimp (John Carradine), obsesionado por cobrar los cinco mil dólares que ofrecen de recompensa por su captura. Todos ellos formarán una variopinta galería de personajes, que junto a los dos pilotos y su sobrecarga iniciarán el vuelo, realizando un aterrizaje en tierras mejicanas. Una vez reiniciado el vuelo, las adversas condiciones climatológicas propiciarán la llegada de averías, aspecto por el cual los pilotos tendrán que realizar un aterrizaje de emergencia. Entretanto habrán sufrido la baja del sobrecarga, que caerá al vacío desde el avión, al salvar al niño que se encontraba en peligro. Una vez en tierra se planteará el deseo de escapar de un lugar que se antoja de bastante compleja salida. A partir de esa necesaria convivencia, es cuando se establecerán inusuales relaciones entre los viajeros y la tripulación, especialmente entre el condenado Vasquez y el veterano matrimonio. Poco a poco se irán reconstruyendo y reparando los motores, coincidiendo con la escucha de tambores y la sospecha de que existen aborígenes en territorios cercanos, que en primer lugar eliminarán al ya señalado Crimp. La urgencia se impondrá para huir por medio del propio avión desde allí, pero en última instancia las posibilidades del aparato demandarán un máximo de cinco tripulantes para que el vuelo pueda llevarse a efecto. En ese momento aflorarán las tensiones y nervios entre todos ellos, haciéndose cargo de la situación –pistola en mano- Vasquez, quien de antemano se postulará para quedarse, puesto que de llegar a su destino sería de inmediato condenado. Junto a él compartirán destino el matrimonio de ancianos, mientras que en esos momentos pensará qué personas podrán ocupar finalmente el aparato. La desesperación hará mella en el acaudalado Judson Ellis (Patric Knowles), aspecto este que finalmente no le servirá de nada, muriendo en una lucha contra el anarquista que ha tomado el mando. El aparato finalmente alzará el vuelo, y en el suelo se quedarán la vieja pareja y ese terrorista que ha logrado encauzar la situación. Será el anciano marido quien señalará a Vasquez que si los atrapan los lugareños serían objeto de tortura, por lo que les sugiere que los maten sin que ellos se den cuenta. Lo que desconoce el anciano es que solo restan dos balas en la pistola de su portador, que utilizará atendiendo dicha petición y, con ello, condicionando un destino que quedará descrito al verse entre sombras de nativos que muy pronto acabarán con él… aunque de una manera especialmente siniestra.

FIVE CAME BACK es una película que tiene su mayor valedor en la realización de John Farrow, que ya entonces dejaba entrever una notable impronta como narrador, y que en este caso concreto tiene una eficaz demostración en sus primeros minutos. La llegada de los pasajeros y los preparativos están descritos con acierto y una acusada movilidad de la cámara, inusual en el cine de aquellos años. Pocos minutos después, y gracias también a la labor del impagable Nicholas Musuraca en calidad de operador de fotografía, se logran unos eficaces instantes de tensión, ante la tormenta que se desarrolla, al que hay que unir el relato que ofrece el viejo Profesor Spengler (C. Aubrey Smith) sobre las reducciones de cabeza realizada por los jíbaro. Para acabar de rematar unos instantes llenos de inquietud, la radio anunciará el asesinato de un capo mafioso –padre del niño-, dejando a este desolado.

La inclemencia de la tormenta romperá unas bombonas que abrirán una de las puertas del avión, encontrándose el niño en claro riesgo. Para salvarlo acudirá el sobrecarga, pero un giro repentino llevará a este –como antes señalábamos- al abismo, ante la impotencia de los horrorizados pasajeros. En su conjunto, todo este fragmento supone un modelo de progresión cinematográfica. Ya en el largo fragmento desarrollado tras el aterrizaje forzoso, el relato se tornará más sereno y sus personajes se caracterizarán por su afán de colaboración. Pero entre ellos tres destacarán la comodidad que de manera repentina se ha apoderado de ellos. Uno de ellos es Vasquez, que se sentirá libre en el terreno inhóspito al que el destino le ha llevado y el otro el ya indicado matrimonio, que recordarán sus primeros años como pareja y el aire sosegado que les imprime su forzado lugar de resistencia. Tras casi un mes de convivencia todos los personajes habrán encontrado una transformación en sus vidas, integrándose en la historia un último elemento de guión. Un giro, que vendrá a resolver aquello que el título de la película reclamaba.

En suma, FIVE CAME BACK queda descrita como una pequeña propuesta de aventuras de marcado carácter psicológico, y si el vuelo cinematográfico llega a su destino –valga la expresión-, viene dado por el dinamismo que le imprime su realizador, las audacias visuales de Musuraca y la aportación que ofrecen algunos de los componentes del reparto –especialmente los más veteranos, así como la eficaz Lucille Ball- Y es que, contra todo pronóstico, el film de Farrow sobrelleva en su interior una nada desdeñable vigencia como modesta producción de género.

Calificación: 2

TWO YEARS BEFORE THE MAST (1946, John Farrow) Revolución en alta mar

TWO YEARS BEFORE THE MAST (1946, John Farrow) Revolución en alta mar

A la hora de ofrecer un cómputo de las mejores propuestas del cine de aventuras ligadas a las aventuras en el mar, sin duda vendrán a la mente desde MOBY DICK (1956, John Huston), hasta A HIGH WIND IN  JAMAICA (Vientos en las velas, 1965. Alexander Mackendrick). Desde BILLY BUDD (La fragata infernal, 1962. Peter Ustinov), hasta MASTER AND COMMANDER (Master & Commander: al otro lado del mundo, 2003. Peter Weir). De SPAWN OF THE NORTH (Lobos del norte, 1938) a DOWN TO THE SEA IN SHIPS (El demonio del mar, 1949), ambas firmadas por Henry Hathaway.. Sin duda cada uno citaría títulos divergentes que ampliarían esta galería. Pero a estos y otros exponentes, no cabe duda que habría que añadir TWO YEARS BEFORE THE MAST (Revolución en alta mar, 1946), con probabilidad una de las obras más interesantes de John Farrow, un realizador en cuya filmografía se encuentran no pocos títulos de interés –NIGHT HAS A THOUSAND EYES (Mil ojos tiene la noche, 1948), WHERE DANGER LIVES (1950), HONDO (1953)-.En esta ocasión, se inclina por la adaptación de la novela de Richard Henry Dana Jr. –la única que conoció el cine-, adentrándose su argumento en un periodo de la vida de Estados Unidos –la primera mitad del siglo XIX, en concreto por 1840- en donde las leyes marinas se caracterizaban aún por la crudeza de su enunciado, basadas de manera casi militarista en el respeto escrupuloso a las órdenes emanadas por sus máximos responsables en el mar, aún cuando estos fueran personas en las que se ausentara cualquier atisbo de humanidad. En realidad, el film de Farrow se podría transmutar perfectamente por cualquier alegato antimilitarista, aunque trasladando su radio de acción al terreno de la aventura marina.

TWO YEARS… se inicia integrándonos desde el primer momento en el mundo de las exportaciones a través de barcos de la época, que Farrow muestra poniendo en práctica su destreza en largos y complejos movimientos de grúa, que servirán para insertarnos en el contexto empresarial de Gordon Stewart (Ray Collins). Pese a la complejidad de estos largos planos secuencia, están incorporados con una inusitada pertinencia y, lo que es más positivo, apenas se notan –como sucedía en otro estupendo título bélico de Farrow COMMANDO STRIKE AT DAWN (1942)-, lo que avalan su pertinencia. Muy pronto la película se bifurca en dos aspectos, entre los cuales el inesperado elemento unificador será el arrogante Charles Stewart (Alan Ladd), hijo del citado Gordon, limitado a una vida disoluta de joven rico, y al cual su padre mantiene en un profundo desprecio, en la medida que contempla que la vida de este va a ir abocada a convertirse en un disoluto bon vivant. Junto a esta presentación del personaje, conoceremos de manera paralela la obsesión marina del capitán Thompson (Howard Da Silva), un hombre empeñado –cual variación del capitán Ahab- por establecer récords en la rapidez de sus transportes marítimos, aunque en ello no le importe el desprecio a cualquier atisbo de humanidad, y solo atendiendo a las normas marítimas que le sirven como elemento de insoslayable apoyo. Una vez ha realizado el encargo encomendado, de inmediato asumirá el siguiente, no dudando en secuestrar prácticamente la tripulación de entre los marinos que se encuentran disfrutando la nocturnidad de las tabernas. Para desgracia de Charles, este será otro de los “elegidos” para dicha misión, tras vivir una de sus jactancias en una taberna. Será una circunstancia de la que tendrá noticia su padre, quien sin embargo en su fuero interno verá se trata de una inesperada oportunidad para intentar corregir el comportamiento disoluto de su vástago –un elemento dramático de notable interés y cierto carácter premonitorio-. Será a partir de ese momento, cuando la práctica totalidad del film de Farrow transcurra en el interior del barco comandado por Thompson, que muy pronto se dará a conocer en su carácter inflexible y adusto. Sin embargo, y como sucederá con el resto de los personajes de esta estupenda producción de la Paramount, una de las grandes virtudes que emana de su propuesta, reside en la capacidad para ofrecer un trazado de sus personajes, quizá dominados por un tamiz sombrío –en lógica consecuencia con el claustrofóbico marco en el que se encuentran insertos, en su mayor parte en contra de su voluntad-, pero sin que el fantasma del maniqueísmo cobre el más mínimo protagonismo –como sí sucedía con algunos otros célebres oficiales marinos plasmados en la pantalla-. Incluso el personaje del mandatario del navío es mostrado como un hombre que en el fondo solo tiene como objetivo respetar esas leyes –injustas- que ha aprendido, y de las que se muestra incapaz de emerger, como si su vida se encerrara en el único objetivo de batir récords de transportes, basándose para ello en las prerrogativas que le proporcionan esa tiránica normativa legal. Dentro de la galería humana que puebla la dureza de la vida de la ruta, el único hombre que se ha ofrecido voluntario para pertenecer a la tripulación es el educado Henry Dana (una insólita prestación de Brian Donlevy), que en realidad ha decidido embarcarse con la intención de escribir un libro en el que se denuncien los excesos que se cometen en el navío, para que en el futuro puedan se presentados y denunciados ante las instituciones norteamericanas y, con ello, establecer unas leyes más justas –en realidad Dana sufrió la pérdida de un familiar dentro de dicho ámbito-. También encontraremos a un cocinero astuto y familiar –encarnado por el gran Barry Fitzgerald-, al brutal Brown –que en un momento dado no dudará en asesinar a un tripulante caracterizado por ser el chivato del capitán, en una secuencia de enorme tensión dominada por las sombras de los subterráneos del navío-, el término medio que ofrece ese primer oficial (encarnado por William Bendix), que no duda en defender al capitán cuando Stewart decide encabezar un relevo, pero que poco después se rendirá a la evidencia de secundar la revuelta, aunque ello le cueste la vida.

Las virtudes de TWO YEARS BEFORE… estriban de un lado por el preciso trazado de sus personajes, la interrelación que se establece entre ellos, o el alcance sombrío de todas sus secuencias  -que solo muestran algunos descansos, casi imprescindibles- en algunos planos diurnos que contribuyen a despejar la tensión que domina buena parte del relato. Como toda propuesta del cine de aventuras, la propuesta de Farrow muestra un recorrido moral de todos sus personajes, en especial del protagonista que encarna Alan Ladd en un rol inusual y quizá uno de los más atractivos de su carrera, en donde apenas se encuentra presente el glamour que le hizo característico –aunque no nos evite contemplar su torso desnudo cuando es azotado-, desplegando un carácter taciturno, que encontrará una evolución interior, por un lado cuando se vaya identificando con las condiciones de dureza vividas en el navío, y de otro lado a partir de la llegada al mismo de la aristócrata española María Domínguez (Esther Fernández) –un detalle que avala el cuidado del relato; su criada hablará de manera muy divertida en español en la versión original-. Farrow y Ladd logran trasladar esa evolución del personaje de manera ejemplar, en medio de una magnífica y opresiva ambientación en la que junto al preciso y oscuro diseño de producción –obra de Franz Bachelin y Hans Dreier-, se une la excelente fotografía en blanco y negro de Ernest Laszlo. Con todos estos mimbres, su director logra imbricar los elementos de una propuesta en la que se aúna sordidez, la dureza de las condiciones de vida, la muerte de algunos de los tripulantes, la dureza de los castigos de Thompson, que ordena con un semblante impertérrito, o las anotaciones que formula en secreto Dana… Todo ello conforma una auténtica y oscura sinfonía en lo que lo mejor y lo peor del ser humano se da cita en un auténtico microcosmos rodeado de mar, en el que la ausencia de alimentos o la llegada del escorbuto, no impedirán que el inamovible capitán varíe sus objetivos, aunque con ello deje morir a algunos de sus tripulantes. En este sentido, uno recuerdo el más lejano THE LONG VOYAGE HOME (Hombres intrépidos, 1940) de John Ford –tomando como base un relato de Eugene O’Neill- y pienso que se queda por debajo del grado de sordidez que emana de esta película dominada por la ruindad, de cuya opresiva sensación –que por momentos se ofrece irrespirable-, Farrow logra extraer el máximo potencial. Y para ello, además de esa constante atmósfera opresiva, de la progresión dramática que de manera implacable se cierne en su metraje, el realizador logra conjugar la aportación de un reparto inmaculado, en el que incluso Ladd es elegido con pertinencia, mientras que la inesperada prestación de Donlevy –abandonando sus habituales roles de villano-, es contrapuesta por la ejemplar e introspectiva composición que ofrece Howard Da Silva del inhumano capitán, y uniendo a ello el resto de un reparto magnífico.

En sus minutos finales, esta odisea servirá para dos motivos, resolviendo el doble sendero que se había iniciado en la misma. Por un lado, Charles logrará el reconocimiento de su padre –al preferir estar encerrado en la cárcel, solidarizándose con sus compañeros del crimen cometido en contra del capitán-, mientras que Dana alcanzará su objetivo logrando que el gobierno norteamericano –quizá de manera un tanto apresurada-, modifique las leyes marítimas hasta entonces vigentes. En realidad, ese cierto apresuramiento es quizá la única objeción a una propuesta magnífica, que no dudo en recomendar a todo amante verdadero del más genuino cine de aventuras en su vertiente marina.

Calificación: 3’5

COPPER CANYON (1949, John Farrow) El desfiladero del cobre

COPPER CANYON (1949, John Farrow) El desfiladero del cobre

Dentro de una filmografía de más de cuarenta títulos, entre los que se pueden extraer muestras de interés en diferentes géneros –thriller, misterio, aventuras, bélico-, también el western ocupó el interés en la obra de ese interesante director que siempre fue John Farrow. Es más que probable que la muestra más valiosa de su adscripción a dicha vertiente estuviera marcada en la estupenda HONDO (1953) –sobre la que siempre gravitará la sombra de la participación ocasional de John Ford-, pero no cabe duda que el cineasta se desenvolvió con soltura en los márgenes del cine del Oeste, aunque no fuera, ni de lejos, uno de los cineastas cuya aportación fuera de especial relieve en el mismo.- Esta relación tiene su inicio dentro de la vinculación con la Paramount, en donde ya en la década de los cuarenta ofreció algunos exponentes como CALIFORNIA (1947), destacado por ser uno de los títulos en los que incorporó de manera más clara su inclinación a largos planos secuencia de complicada planificación, que constituyeron quizá su seña estilística más reconocida. Sin embargo, de la misma nos queda ese uso del Technicolor tan particular del estudio, que sería retomado en la posterior incursión del realizador en el western; COPPER CANYON (El desfiladero del cobre, 1949). Es curioso señalar que en esta ocasión el padre de Mia Farrow, renunció a la aplicación de dichos elementos narrativos, lo cual no me impide considerar la ligera superioridad del título que comentamos, sobre el señalado CALIFORNIA. Ello no quiere decir, sin embargo, que nos encontremos ante una muestra significativa en el género. No puede decirse que en estas incursiones en el cine del Oeste, Farrow lograra igualar lo alcanzado en aquellos años por cineastas como Henry Hathaway o Jacques Tourneur. En su defecto, nos encontramos con una apreciable muestra de estudio, destinada al disfrute del espectador de la época, en la que no cabe encontrar sutilezas tanto en su puesta en escena como en el contenido de la misma, pero de la que se advierte –dentro del respeto a las convenciones que se detectan en su relato-, una profesionalidad fuera de toda duda.

 

El inicio de COPPER CANYON es muy atractivo, y de alguna manera induce al espectador a pensar que nos encontramos ante una propuesta de mayor calado del que más adelante percibirá. El primer plano de dos revólveres que son disparados al unísono con precisión matemática, nos servirá para presentarnos a Johnny Carter (Ray Milland, que trabajó con Farrow en diversas ocasiones), un elegante entertainment que ejecuta unos trucos con las pistolas en diversos saloons del Oeste –su espectacular manejo de las armas será determinante en la historia-. Una vez ha culminado la actuación que nos presentará al carismático protagonista, Carter será seguido por tres hombres que le recordarán un previsible pasado como coronel sudista –nos encontramos en los primeros instantes de la formación de los Estados Unidos, tras la contienda civil vivida-. Johnny negará ser tal personaje e intentará distanciarse tanto de los que le han hecho recordar su supuesta procedencia, aunque estos le transmitan la necesidad que acuda hasta Copper Canyon, para defender a antiguos compañeros suyos, del abuso a que están siendo sometidos por parte de una serie de empresarios, quienes no dudan en robar lo obtenido por sus habitantes mineros del cobre, aduciendo para la impunidad de sus actividades el aún latente enfrentamiento existente entre los bandos contendientes. En realidad, Carter sí que será el militar que había sido reconocido, acudiendo a la población aunque en calidad de artista que se ofrece para actuar en el saloon que regenta  la atractiva Lisa Roselle (una bellísima Hedy Lamarr). Allí pronto comprobará el imperio de terror que tienen establecido los ayudantes del simbólico sheriff local, encabezados por el pendenciero Travis (un insólito Macdonald Carey ejerciendo de villano), que al mismo tiempo es también pretendiente de Lisa. Pese a aparentar ser polos opuestos, Johnny y Lisa manifestarán una atracción que este querrá disimular, tanto como ocultar su condición de antiguo militar –sobre el que gravita una condena por el robo de veinte mil dólares-, e incluso ayudar a sus compañeros sudistas de las injusticias que están sufriendo por parte de quienes solo han aprovechado dicho enfrentamiento para efectuar sus negocios ilegales con impunidad, y no dudando en provocar la violencia e incluso el asesinato.

 

Lo primero que cabe reseñar de COPPER CANYON, es la brillantez de ese Technicolor –obra de Charles Lang, con el soporte de Monroe W. Burbank en calidad de técnico de color- tan llamativo, pictórico e irreal, que domina e impregna todos y cada uno de sus fotogramas, destacando con ello la belleza del vestuario de Lisa, o la frescura de sus exteriores –centrado sobre todo en el episodio del discurrir de la caravana de mineros, el ataque que a ellos dirigirán los hombres de Travis, y el contraataque que ofrecerá Johnny por sorpresa, librando a estos de una emboscada segura-. Pero al mismo tiempo, y junto a su inclusión dentro de dicho género, el film de Farrow no omite la introducción de ciertos elementos de comedia –centrados en las actuaciones y la propia ironía que en todo momento desprende su protagonista, o que se insertará incluso en secuencias tan tensas como en la que dentro del saloon de Lisa se asesina impunemente a un minero hastiado y sus dos hijos, por parte de los secuaces de Travis; en ese momento el director de la orquesta pedirá al pianista que toque una pieza, y este intentará hacerlo sin percatarse que la cubierta del instrumento está puesta-. Esa sensación de asistir a un relato que no omite los momentos de acción, pero en el que se echa de menos una mayor densidad en sus propuestas, de alguna manera se percibe en una película que culmina con cierta precipitación –la manera con la que se remata a Travis es reveladora a este respecto-, que en sus instantes finales vuelve a retomar ese sentido de la ironía entre Johnny y Lisa –descubriendo este su antiguo pasado-, y que se degusta con cierta placidez sin que esa relativa superficialidad o distanciamiento nos evite un resultado apreciable, potenciado en el episodio de exteriores e incluso el intento de Carter por encabezar un grupo de hombres dispuestos a acabar con las fechorías de Travis, que ofrecen un alcance vibrante. Pero por encima de todo ello, finalmente destaca en COPPER CANYON la intención por parte de Jonathan Latimer –guionista- y Richard English –autor de la historia-, por introducir en este western de programa doble de la época, una mirada en torno a la reconciliación de la sociedad de aquella nueva Norteamérica, intentando extraer de la misma ese componente de maniqueísmo que la misma impuso, y que en realidad solo estaría marcada por el positivismo o la maldad de cada una de las personas. Una diáfana parábola de resonancias bíblicas, que no es de extrañar atrajera la atención de un John Farrow, experto en temas de la historia del catolicismo, además de un cineasta cuanto menos, interesante.

 

Calificación: 2’5

FULL CONFESIÓN (1939, John Farrow) Arrepentido

FULL CONFESIÓN (1939, John Farrow) Arrepentido

A medio camino entre el seguimiento del tipo de cine –entre religioso y moralista- que planteaban las aventuras del inefable Padre Flanagan (encarnado por Spencer Tracy) en títulos como BOYS TOWN (Forja de hombres, 1938. Norman Taurog), o los alegatos moralistas favorecidos en algunas de las propuestas de la Warner Bros –ANGELS WITH DIRTY FACES  (1938. Michael Curtiz)-, y al mismo tiempo mostrando una serie de rasgos estéticos premonitorios de la casi inminente corriente del cine noir, FULL CONFESIÓN (Arrepentido, 1939. John Farrow) emerge como una pequeña, desigual pero atractiva película, en la que se recoge cierta herencia de uno de los éxitos más reconocidos de John Ford en aquellos años, y que para mi sigo teniendo como uno de sus títulos más endebles. Me estoy refiriendo a THE INFORMER (El delator, 1935). Del referente fordiano recupera el protagonismo de Victor McLaglen, el alcance redentor que preside los últimos elementos de comportamiento de su personaje, mientras que del primero de los rasgos citados, se encuentra la –en ocasiones- molesta presencia de un sacerdote –el Padre Loma (Joseph Calleia)-, quien sobre todo en el tramo central de la película dominará su desarrollo, limitando el alcance que la propuesta podría alcanzar de haber seguido la senda de sus primeros minutos aunque, por fortuna, sin llegar a anular las virtudes que asumirán los mejores momentos de la función.

 

Y es que el hecho de encontrarnos con una auténtica serie B de poco más de setenta minutos de duración –una producción claramente diseñada para perfilar un programa doble de la época-, es probable que limite el grado de molesta soflama moralista que sí llegaba a enervar en las producciones de la Metro protagonizadas por el ya señalado Tracy. Incluso resultando en ocasiones cargante ese afán redentorista de Loma, lo cierto es que el conjunto de elementos que se muestran en esta sencilla película, logran que dicha incidencia quede oscurecida en un segundo término, dentro de un conjunto que ya deja entrever las cualidades y la profesionalidad de un realizador tan curioso e interesante como John Farrow –por cierto poco después caracterizado por ser un experto en temas del catolicismo, religión a la que se convirtió con fervor-. Se trata de una destreza con la cámara que manifestarán ya los excelentes minutos iniciales de la película. Así pues, FULL CONFESIÓN se inicia con un plano secuencia iniciado en un grúa que se proyecta sobre un reloj ubicado en una pared. La cámara desciende y nos integra en una realidad urbana en la que conoceremos al protagonista de la función. Se trata de Pat McGuinnis (McLaglen), rudo irlandés que contempla con creciente ansiedad los escaparates que se suceden en el bullicio urbano. La expresión del actor y la planificación de la secuencia, pronto nos hará advertir su imposibilidad manifiesta de poder cumplir, intentando sin embargo robar en el interior de una de ellas, mientras la noche convierte dicho escaparate urbano en un marco desasosegador –la ambientación nocturna y brumosa se convierte en uno de los principales aciertos de la función-. El intento de robo finalmente se verá abocado al fracaso, dejando sin conocimiento al vigilante de la tienda y matando con un arma a un agente de policía que lo iba a perseguir. Huyendo de aquel marco, McGuinnis intentará robar un abrigo de pieles rompiendo un escaparate y siendo detenido por ello.

 

La acción de la película se trasladará en el tiempo a un año y medio después –una argucia de guión que no se encuentra demasiado bien desarrollada-, hasta vivir el espectador la boda del hijo del también irlandés Michael O’Keefe (Barry Fitzgerald). En el convite este tendrá un altercado con un vecino y, posteriormente, con un agente, siendo detenido y pasando la noche en el calabozo. Pero lo que podría ser una detención pasajera, le llevará a ser condenado del asesinato del policía –el arma del crimen que utilizó McGuinnis era la suya-. Dicha concatenación de hechos fortuitos le trasladará a juicio, en el que resultará condenado a muerte. La inicial disociación de la circunstancias del preso McGuinnis, que espera la concesión de la libertad condicional y, con ello, poder vivir junto a la joven Molly (Sally Eilers), vendrá de la mano de las gestiones e intercesión de su amigo, el padre Loma, mientras que por otra parte este es muy amigo del injustamente condenado O’Keefe. Una circunstancia inesperada; el accidente que McGuinnis sufre en el desarrollo de sus labores de prisión con una máquina excavadora y su cercanía con la muerte, le permitirá confesarse con Loma, recordando el asesinato que cometió año y medio atrás. La muerte de este cerraría al sacerdote poder anunciar esta revelación, so pena de romper el secreto de confesión –una cuestión que años después trataría con mucha mayor intensidad Alfred Hitchcock en I CONFESS (Yo confieso, 1953)-. Pese a la inminencia del fallecimiento de McGuinnis, una donación de la propia sangre del párrico permitirá la milagrosa recuperación de este, que una vez sanado intentará evitar tener que recordar aquella revelación realizada prácticamente in artículo mortis. A partir de ese momento, la intención de Loma estará centrada en la propia confesión ante la policía de este crimen, acosando al bruto irlandés para que este intente librar de su conciencia algo que, a primera instancia, apenas le importa, ya que solo desea vivir su futuro junto a la entrañable Molly.

 

Llegados a este punto, y cuando la película llega casi a tornarse excesivamente molesta en la constante presencia del sacerdote, esta logra un giro sorprendente con el ataque que McGuinnis ofrece a este, hiriéndolo de gravedad. A partir de ese instante, el film de Farrow vulve a recuperar esa atmósfera pesadillesca de los primeros minutos, culminando con un tratamiento de la acción que adopta un alcance simétrico en función de sus derroteros iniciales. Será en estos instantes donde Farrow se interne en un sendero de tensión creciente, alternando la cercanía de la ejecución de la condena de O’Keefe, la posible muerte del sacerdote –rompiendo con ello el único eslabón que podría permitir su absolución-, o el definitivo arrepentimiento de su verdadero asesino. Alternando con bastante acierto todas estas constantes, FULL CONFESIÓN logra configurarse por último como un pequeño pero estimulante film, que si bien asume en su escueto metraje esa espúrea figura del sacerdote redentor –y también metomentodo en la vida de sus feligreses-, lo cierto es que el conjunto del metraje se encuentra envuelto entre ecos del cine carcelario, y la creación de una atmósfera urbana oscura y opresiva, que a fín de cuentas se erige como su principal aliado. En aquellos años, John Farrow se encontraba encargado de títulos de acción e incluso algunos ligados a personajes de serial. Sin embargo, en referentes como este o FIVE CAME BACK (Volvieron cinco, 1939), se dejan entrever las capacidades narrativas –especialmente a la hora de utilizar la cámara en complejos movimientos-, creación de atmósferas y perfilado de personajes dotados de una extraña y poderosa psicología, que modularon los mejores exponentes de su cine.

 

Calificación: 2’5

WHERE DANGER LIVES (1950, John Farrow) [Donde habita el peligro]

WHERE DANGER LIVES (1950, John Farrow) [Donde habita el peligro]

No hace falta ser muy avezado, para detectar en WHERE DANGER LIVES (1950, John Farrow) esa extraña y casi perfecta cualidad, que a fin de cuentas emerge de su condición de noir ya casi tardío y, sobre todo, la auténtica razón de su misma existencia; una producción diseñada por Howard Hughes, para promocionar a un incierto estrellato a una de sus actrices protegidas: la jovencísima Faith Domerge. Y es que si en la primera de las vertientes, el film de Farrow mantiene una notable eficacia, no cabe duda que la apuesta de Hughes con la protagonista se revela baldía, e incluso resulta uno de los elementos menos consistentes de la función. No obstante, la gran virtud del título que nos ocupa estriba en el logro de una creciente atmósfera de pesadilla, hábilmente introducida en el guión del especialista Charles Bennett, a partir de la agresión que en un momento determinado de la acción sufre su protagonista masculino. Cameron es un galeno de probada eficacia y notable abnegación, dotado de una estabilidad emocional que le proporciona la relación con Julie (Maureen O’Sullivan).

Sin embargo, y esa es una faceta que la película deja entrever de manera sutil, parece como si el profesional no se sienta demasiado conforme con un futuro más o menos estable, más o menos rutinario, que le proporcionan los elementos que le ofrecen en su vida cotidiana. La presencia de esos nocturnos –tan bien delimitados por el mítico operador de fotografía Nicholas Musuraca-, que en otras ocasiones previas ya habían sido marco espléndidamente utilizados por su director en títulos como el bélico COMMANDOS STRIKES AT DAWN (1943) o el posterior y más cercano en su esencia al título que nos ocupa NIGHT HAS A THOUSAND EYES  (Mil ojos tiene la noche, 1948), suponen también en esta ocasión un contexto adecuado para adentrarnos a una supuesta realidad alternativa, en la que la simple presencia de un gato que intenta introducirse en el quicio de una puerta, puede inducirnos a un contexto de amenaza o auténtica ensoñación.

 

El rostro de un magnífico Robert Mitchum, en esta ocasión más inclinado a dotar a su personaje de un carácter vulnerable y tierno en esa pasividad creciente que, de manera física y moral, se adueña de su personalidad, supone el eje sobre el que el espectador se deja seducir por una espiral de pesadilla. Un auténtico torbellino de creciente pulsación malsana, en el que lo que bien pudiera ser una acción cotidiana, adquiere en todo momento una vertiente oscura, siniestra y de inciertos perfiles. Una faceta incluso psicoanalítica, que en la película tiene su manifestación más directa en el comportamiento psicótico de Margo Lannington (Faith Domerge) que, de manera paulatina, va desplegando sus manifestaciones más claras –provocando con ello algunas de las escasas debilidades de la función-, será de alguna manera una pirueta en el destino que se establece en la benévola rutina diaria de Cameron, hasta suponer para él un auténtico hechizo que estará a punto de llevarle a la muerte. Hay que reconocer que en la película resulta de especial interés la fórmula elegida para plantear una variante de la iconográfica femme fatal, logrando con ello integrarla con ese elemento psicoanalítico antes señalado, y logrando además insertar ambas vertientes en una atmósfera absolutamente irrespirable, incorporada en una aparente realidad alternativa, pero que al mismo tiempo nos permite la presencia de una siniestra tipología de personajes secundarios, a través de los cuales se efectúa una mirada nada halagüeña sobre la sociedad norteamericana de la época. Desde el propio esposo de la protagonista –una breve pero impecable intervención de Claude Rains-, el aparentemente honrado vendedor de vehículos, el médico, el sheriff e incluso el vecino accidentado de una pequeña localidad -que solo piensan en sacar rendimiento de un pequeño choque de vehículos-, hasta los pesados oficiantes de un ritual de barbudos –que además en la estupidez de su comportamiento colectivo, pierden la posibilidad de capturar a la perseguida Margo-, no podemos olvidarnos del estraperlista que compra la pulsera de brillantes que posee la protagonista como única posibilidad de ganancia de dinero, pero al mismo tiempo no pierde la ocasión de sustraerles el importe entregado, al aliarse con unos negociantes de baja catadura.

 

Esa sensación de recorrer una sociedad enferma, dominada por una semipenumbra que parece inherente a la nula integridad de sus moradores, aparecen en el film de Farrow como un escenario por momentos fantasmagórico, en el que el elemento positivo de la película –y también su sujeto pasivo-, irá adentrándose de forma progresiva en parajes y situaciones que delimitarán para Cameron una realidad ante la que su concepción más o menos normalizada de la existencia –no olvidemos que ejerce como médico dedicado a la ayuda de sus semejantes- se verá por completo violentada. En esa capacidad para plasmar una dualidad interior, con la exteriorización que supone la incorporación de esa lesión cerebral que se cierne sobre el atribulado protagonista, quizá se brinde el rasgo en última instancia más atractivo de una película que retoma buena parte de las constantes definitorias del cine noir emanado por la R.K.O., tomando como especial referente el ejemplo mayestático de OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947. Jacques Tourneur).

 

De todos es sabido que el reivindicable realizador John Farrow retomó como uno de sus rasgos de estilo, la aplicación de largas tomas en un único plano, planteando ejercicios de estilo de rara complejidad. Sin embargo, WHERE DANGER LIVES no se caracteriza en apariencia por apuesta estilística. De todos modos, algunas de sus secuencias sí que apuestan, aunque de manera más menguada, por dicha inclinación, pese a que las mismas tengan en todo momento una decidida justificación narrativa, hecho por el cual estas apenas son detectadas. Es evidente que las intenciones de Farrow se inclinan en esta película –que en el momento de su estreno cosechó un considerable fracaso en la taquilla-, fundamentalmente por la formulación de un contexto social revestido de crueldad, sin por ello desdibujar los matices de la fauna humana que puebla el relato. Es algo que quedará expresado en todo su conjunto, permitiendo incluso en sus instantes finales de tensión, un oportuno matiz de cierta nobleza en Margo. Pero incluso esta circunstancia, que podría aparecer como capitulación o incluso un ardid para proporcionar a Cameron un salvoconducto de comportamiento, está convenientemente matizado por una actitud desafiante para la desequilibrada muchacha, y a la que ni siquiera la pobreza expresiva de la Domergue logra evitar su efectividad, merced a la brillante planificación efectuada por el realizador.

 

En definitiva, WHERE DANGER LIVES emerge como un pequeño clásico, tal y como sucede con no pocos títulos realizados dentro de la misma R.K.O. por nombres como Anthony Mann o Richard Fleischer, en sus primeras experiencias como directores dentro de la división de serie B. Fueron todos ellos, partícipes de un magnífico momento creativo, dando vida junto a otros muchos nombres –en aquellos años más reconocidos- un conjunto de títulos hoy día poco menos que irrepetibles.

 

Calificación: 3

NIGHT HAS A THOUSAND EYES (1948, John Farrow) Mil ojos tiene la noche

NIGHT HAS A THOUSAND EYES (1948, John Farrow) Mil ojos tiene la noche

NIGHT HAS A THOUSAND EYES (Mil ojos tiene la noche, 1948. John Farrow) se beneficia de la interacción de diversos factores. De un lado el buen momento profesional de John Farrow, uno de los más competentes artesanos con que contaba Hollywood en aquellos tiempos, que quizá encontró en su trayectoria con la Paramount el marco adecuado para dar rienda suelta a sus características como realizador –recordemos las ciertas similitudes que esta película plantea sobre uno de sus títulos más famosos THE BIG CLOCK (El reloj asesino, 1948)-. Al mismo tiempo, cierto es que esta película resulta un atractivo exponente de la tendencia ofrecida por dicho estudio de plantear mixturas de géneros –melodrama, fantástico y policíaco-, que quizá tendría su exponente más valioso en la excelente y olvidada GOLDEN EARRING (En las rayas de la mano, 1947. Mitchell Leisen) –otro realizador especializado en estas mezclas, que un par de años después también adaptaría otra novela de Cornell Woolrich con NO MAN OF HER OWN (Mentira latente, 1950). Evidentemente, nos encontramos con una apuesta propicia para las inquietudes de una productora que apostaba ya en estos años por su incorporación a la producción del cine noir, al tiempo que revelaba en esa querencia por el fantastique unos ropajes que avalaban su consustancial buen gusto, al tiempo que secundaba la tendencia marcada en el cine norteamericano de inclinarse por relatos de corte sobrenatural. Se trata por otra parte de una vertiente en la que por otra parte tomarían parte activa nombres canónicos como el de Otto Preminger, cuya LAURA (1944) no deja de mantener elementos de esta índole, y que poco después incidiría en dicha vertiente con la muy interesante WHIRLPOOL (Vorágine, 1949).

 

De todos modos, si hay que intentar precisar los límites que preside NIGHT HAS…, personalmente los establecería en la presencia de un relato francamente interesante, incluso con momentos magníficos, digno de ser rescatado de la memoria de un injusto olvido, pero al mismo tiempo incapaz en su conjunto de saber consolidar en su propuesta los diversos matices de su enunciado, aunque cierto es que por separado alcancen una notable validez. En este sentido, las primeras imágenes de la película destacan por su fuerza, describiendo a través de una serie de virtuosos movimientos de grúa –una de las facetas con las que Farrow demostró su especial habilidad- una situación de alcance melodramático en la que Elliot Carlson (John Lund) logra rescatar a la joven Jean Courtland (Gail Russell) de su suicidio arrojándose al paso de un ferrocarril. La impactante situación nos introducirá en un fragmento magnífico, trasladándonos a la tragedia que vive John Triton (Edward G. Robinson). Se trata de un hombre dedicado profesionalmente a la realización de números y espectáculos mentalistas que, de la noche a la mañana, vivirá con creciente angustia el hecho de la veracidad de sus poderes. Será una presencia que Farrow sabrá expresar con fuerza con la combinación de ese flash-back combinado con la voz en off del protagonista, proporcionando al relato una notable fluidez. Todo ello describirá un primer tercio del metraje en el que se logra insertar una extraña sensación, logrando la cámara conformar un atractivo bloque dominado por un aura en la que la presencia de lo misterioso, irá derivando progresivamente en tintes inquietantes. El desarrollo argumental fundirá la acción en el momento presente, tras mostrarnos la relación que une a Triton con Jean, hija de la que fuera su novia –Jenny (Virginia Bruce)-, y a la que dejó al adivinar en ella su muerte próxima cuando esta tuviera su primer hijo con él –uno de los mejores momentos del film, transmitiendo una sensación de amenaza prácticamente basada en las miradas-. No logró finalmente este vaticinio que se evitara la muerte de su amada, ya que el fallecimiento de esta se produjo al nacer Jean, fruto de la relación de Jenny con su amigo Whitney (Jerome Cowan). Sin embargo, el alcance trágico de su poder no parece tener límite, ya que además de predecir la muerte de Whitney, también hará lo propio sobre la de Jean, instando en ella un fatalismo que para Carlson puede tener algo de conducta criminal en torno a nuestro protagonista. Será a partir de ese momento cuando NIGHT HAS… adquiera una textura más ligada hacia el cine policiaco. También más convencional, pero en la que encontraremos la presencia del teniente Swan (William Demarest) que introducirá en la película una mirada más escéptica. Sin embargo, este fragmento insertado en el centro del metraje nos conducirá hasta un tercio final en el que, no se por qué, parece que nos encontramos con una especie de remake del conocido éxito del estudio DEATH TAKE A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934) –curiosamente realizada por Mitchell Leisen, el otro realizador de la Paramount citado en estas líneas-. De aquel título retoma la atmósfera casi mortuoria que se despliega en una elegante mansión poblada de atildados caballeros –ciertamente un tanto apergaminados-, en esta ocasión definidos por ser socios del difunto Whitney, encargados del nuevo rumbo de su empresa petrolífera. En este contexto, Jean espera la llegada de su muerte al socaire de las estrellas, mientras Triton intenta desafiar al destino y los agentes de Swan se empeñan en desdeñar el aspecto premonitorio de la amenaza que se ciñe sobre la joven.

 

Es indudable que resulta hasta cierto punto difícil conciliar en un mismo relato dos visiones absolutamente contrapuestas –una marcada en el aspecto racional y otra con una mirada abierta hacia la interacción de fuerzas desconocidas-, y en este sentido podemos decir que el film de Farrow se resiente en algunos momentos –giros desarrollados en las visiones que Triton mantiene sobre la amenaza de Jean, la apresurada pirueta final criminal, poco adecuada a las sugerencias que previamente se han venido vertiendo, y que concluye pese a todo con un plano que prefigura la conclusión de la excepcional THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold)-. Pero, si más no, lo cierto es que la película sabe mantener el pulso en todo momento, sobre todo cuando a partir de la presencia de la investigación policial, se intuye un cierto descenso en el interés de la función. Finalmente este no se produce, aunque cierto es admitirlo, se sustituya la fascinación por un grado interés más cotidiano. La ligereza en la planificación y la movilidad en la cámara de Farrow, y la oportuna incorporación de matices de índole sobrenatural sobre todo en el tramo final, unido a la evolución que registra el personaje que con tanta brillantez encarna el estupendo William Demarest –matizando con sutileza los perfiles de su escepticismo inicial-, proporcionan especialmente al fragmento desarrollado en la mansión de los Courtland una siniestra atmósfera en la que parece debatirse una interminable batalla entre lo racional y lo sobrenatural –el momento en que un policía dispara a Triton sin que la pistola ejecute la orden, mientras el segundo se muestra tranquilo de que su destino no va a afectarle, es sintomático de ello-. Si a ello unimos el especial acierto de casting al aunar en la película al mencionado Demarest, la sensual Gail Russell y un matizado y magnífico Edward G. Robinson que parece salido del infierno de las pesadillas langianas de THE WOMAN IN THE WINDOW (La mujer del cuadro, 1944) y SCARLETT STREET (Perversidad, 1945), lograremos darnos una idea del alcance de esta película atractiva y hasta en ciertos momentos apasionante. Sin embargo, finalmente en ella se detecta el hecho de encontrarnos ante una propuesta que, pese a sus evidentes cualidades, no llega a apurar el apasionante caudal de propuestas que atesora. Entre ellas, y pese a la magnífica labor de Robinson, la de mostrar el tormento interior de un hombre sensible, incapaz de asumir y racionalizar las facultades de un poder, que en teoría debería proporcionarle ventajas inagotables, pero que muy pronto adquirirá inevitables tintes de tragedia.

 

Calificación: 3